sábado, 23 de abril de 2011

Éste es el hombre

La liturgia de la Palabra del Viernes Santo tiene, entre tantos, un detalle que da que pensar. En el admirable texto del profeta Isaías, ese conmovedor poema que nos describe al Servidor de Dios que, siendo inocente, acepta libremente sufrir para beneficiar a los culpables, se dice que estaba "tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre, y su apariencia no era más la de un ser humano" (Is 52, 14). En el evangelio, nos volvemos a encontrar con un Servidor de Dios inocente, que tiene el rostro desfigurado por el dolor de los azotes, por la sangre de las espinas y por las bofetadas de los soldados. Es Jesús. Pero Pilato nos lo presenta diciendo todo lo contrario que Isaías: “Aquí tienen al hombre” (Jn 19, 5).
Pilato probablemente dijo esa frase sin ningún sentido especial, pero san Juan evangelista tiene un buen sentido del humor, y le gusta poner en boca de los enemigos de Jesús las más solemnes verdades. Por ejemplo, a Caifás le hace decir: "es preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación" (Jn 11, 50; cf. 19, 14); y en el evangelio de este Viernes Santo, es justamente Pilato -el mismo que dice: "¿Qué es la verdad?" (Jn 18, 38)- quien, sin siquiera sospecharlo, nos dice dos profundas verdades: “Aquí tienen al hombre” y un poco después: “Aquí está su rey” (Jn 19, 14). La tradición cristiana reconoció la hondura de esta frase, y por eso la hizo famosa, junto con la escena correspondiente, en tantas representaciones del "ecce homo".
La expresión griega "idou" ("he aquí"), por su raíz, se podría traducir como: “Vean, miren al hombre”. Hoy, Viernes santo, la Iglesia quiere “mirar al hombre” mirando a Jesús en la Cruz. Queremos reconocer, en ese servidor de Dios aplastado por el dolor, al hombre auténtico, al hombre verdadero, al hombre que es modelo de todo ser humano. Sin embargo, no es nada fácil encontrar el ideal de la humanidad en este rostro deshumanizado por la inhumanidad de sus semejantes.
Cristo, entonces, -y el Cristo de la Pasión y la Cruz- es “el hombre” sin más, la imagen perfecta del hombre. Ahora bien, podríamos decir que él es imagen nuestra por lo menos de dos maneras: como reflejo y como modelo. Como reflejo, Cristo es nuestra imagen en cuanto los hombres nos reconocemos en él y él en nosotros; como modelo, lo es en cuanto que estamos llamados a parecernos a él.
Nuestro pueblo se ha visto siempre atraído por el Señor de la Cruz. En todo Occidente, pero particularmente en América latina, tenemos una sensibilidad especial hacia Jesús crucificado: entre nosotros, tenemos al Señor de Mailín, al Señor de los Milagros de Salta, y en tantas iglesias y capillitas, tantísimos Cristos barrocos del tiempo colonial...  Siempre me impresionó, en nuestras iglesias grandes, cómo la mayoría de la gente no se acerca a rezar al sagrario sino a esas imágenes del Crucificado que quizá hoy a algunos nos parecen demasiado crueles y sangrientas, pero en las que el pueblo pobre y sufriente se vio y se sigue viendo reflejado. Cuando se sufre en serio, y uno se da cuenta de que nadie puede comprender ni compadecer el dolor que tiene, mira al Jesús sufriente, y se reconoce en él... Nuestra fe nos asegura que él sí, desde la Cruz, nos entiende desde adentro, y que con la cruz nos abraza con sus dos manos, y que a través de su Cruz nos va a llevar a buen puerto.
Este ser Jesús imagen del hombre tiene también otro aspecto, como si el espejo tuviera dos caras: no sólo el hombre sufriente se ve reflejado en Jesús, sino que Jesús se ve reflejado en todo hombre que sufre. Pilato nos señala a Jesús desfigurado, diciendo “Miren al hombre” y Jesús, con su silencio, nos lo repite: “miren al hombre”. Miren al hombre que está como yo ahora, desfigurado, deshumanizado, miren al hombre “sin forma ni hermosura que atraiga nuestras miradas”, miren al hombre “ante quien se aparta el rostro”, y en él, reconózcanme a mí, al Señor, al hombre verdadero. ¿No es ésta una de las enseñanzas fundamentales de Jesús: "en verdad les digo, todo lo que hicieron a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron" (Mt 25, 40; cf. Mt 25, 45)?
Por eso, “mirar al hombre” en la Cruz, también es comprometernos a mirar a todos los hombres, sobre todo a los que menos quisiéramos mirar. Si hoy “miramos”, y adoramos, y nos arrodillamos ante la Cruz, y lo hacemos en serio, tenemos que hacer lo mismo con los demás, sabiendo -aunque nada sintamos- que en ellos está Jesús.
“Aquí tienen al hombre”. Por último, Jesús es la imagen del hombre en cuanto modelo del hombre,  porque en la Cruz nos muestra cómo ser hombres verdaderamente, cómo alcanzar nuestra plenitud, como vivir de tal manera que vivamos para siempre. Jesús nos muestra cómo vivir humanamente y humanizando la vida de los demás. Jesús es el modelo del hombre perfecto, del hombre pleno, del hombre feliz.

Él, en la Cruz, es nuestro modelo, pero no por toda la sangre que derramó o por todo el sufrimiento que tuvo, como si el dolor o la sangre sirvieran de algo… Lamentablemente, nuestra experiencia es que muchas veces el dolor o el sufrimiento no hacen sino endurecer más el corazón de las personas, y no traen nada bueno. En efecto, lo que salva, lo que humaniza, lo que plenifica no es el dolor de Jesús, sino su amor. Él mismo había encarado así su Pasión:“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13). Sólo a través de este dar la vida vienen la fecundidad y la felicidad: sólo dando la vida se puede vivir y dar vida. “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, se queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24).
Aunque suene raro decirlo, hagámosle caso a Pilato. Cuando él nos señala “éste es el hombre”, miremos, y veamos a Jesús, al Hijo de Dios que por amor se hizo un hombre perfectamente inocente, que pasó haciendo el bien, que está entregando la vida por todos. Entonces comprenderemos que lo que hace que vivir y morir tengan sentido y valgan la pena es el amor, que la plenitud humana es la vida entregada a los hermanos.