lunes, 29 de junio de 2009

Ser perfectos hijos para ser hijos perfectos

Perfección y filiación
a partir de Mt 5, 43-48

«Toda la educación y toda la ética es esto:
sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).
No ser dioses, pero sí “dioses segundos, milagros de primero”
como decía Tommasso Campanella»

Emilio Komar


“Perfección” es hoy en día una palabra difícil. La posmodernidad es por esencia una “cultura de las minúsculas”, una cultura que rechaza los grandes discursos, las grandes palabras (las que empiezan con mayúsculas...) y por ende, una cultura que renuncia a los sueños grandes y a los ideales altos. La perfección está afuera del horizonte posmoderno.
Pero también en la Iglesia posmoderna existe una especie de alergia a la idea de perfección, como nos lo venía advirtiendo Emilio Komar en sus últimos años.
Esto se explica como fuerte reacción a una fe vivida, en épocas no lejanas, bajo el preponderante signo del perfeccionismo voluntarista. Índices de esta fe más moralista son el fuerte hincapié en la búsqueda de la santidad, y la recurrente presencia de ciertas palabras (hoy casi siempre proscritas): abnegación, ascética, sacrificio, heroísmo, etc. El psiquiatra Viktor Frankl nos alerta, como al pasar, de los intrínsecos peligros de esta moral: “Creo que hasta los mismos santos no se preocupan de otra cosa que no sea servir a su Dios y dudo siquiera de que piensen en ser santos. Si así fuera serían perfeccionistas, pero no santos” (El hombre en busca de sentido, Herder, 1999, 20ª. ed., p. 142).
Como consecuencia, en la Iglesia escuchamos muy fácilmente “perfeccionismo” cada vez que se habla de “perfección”. De ahí que también esta palabra esté sufriendo un descrédito que raya la proscripción.
Ahora bien, dado que “el abuso no quita el uso”, me pregunto: ¿hasta qué punto es legítimo dejar que la idea de perfección sea eliminada sin más de nuestro vocabulario espiritual?
En esto me puse a pensar las últimas semanas, cuando la Iglesia nos hizo recorrer, en la liturgia de la Palabra, el Sermón de la Montaña (Mt 5-7), y un día me encontré con esta exhortación: “Por lo tanto, sean perfectos como su Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48).
Mi formación clásica amortiguó el efecto, pero mi carne posmoderna acusó de lleno el golpe. La transparencia de Jesús es más fuerte que cualquier turbiedad; su claridad, más que cualquier confusión. No, después de escuchar esta Palabra no puedo resignarme a que en virtud de un nuevo “paradigma” me propongan la morigerada esperanza de no ser “ni santo ni mediocre”. No se le puede echar soda al “vino nuevo” de Jesús.
Es verdad que esta palabra “perfecto” es propia de San Mateo (que la usa aquí y en 19, 21) y que ni Marcos ni Lucas la emplean en los pasajes paralelos. De cualquier modo, el contexto en que Mateo la propone dice mucho acerca del significado último de esta perfección.
La frase en cuestión es la conclusión de la enseñanza de Jesús que le “da cumplimiento” (cf. 5, 17) al mandato del amor al prójimo (cf. 5, 43-48). Pero podría considerarse también la conclusión a toda la serie de enseñanzas acerca de la Ley (“Han oído que se dijo..., pero yo les digo...”: cf. 5, 21. 27. 31. 33. 38. 43): el “por lo tanto” con que está introducida puede apoyar esta interpretación.
Centrémonos, sin embargo, en su contexto inmediato, que es la perícopa sobre el amor a los enemigos (vv. 43-48). Nos damos cuenta de que esta exhortación de “sean perfectos como es perfecto su Padre...” está construida en paralelo con la otra frase que propone a Dios como modelo: “así ustedes serán hijos de su Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (v. 45). No podemos entender rectamente esta exhortación, entonces, si no la leemos en paralelo con la precedente. La versión de Lucas, de hecho, es coherente con una interpretación del “sean perfectos” a partir del actuar del Padre del cielo “que hace el bien a buenos y a malos”: “sean misericordiosos como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36; cf. Lc 6, 27-36), frase que nos revela el sentido último de la perfección evangélica (cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, 18).
Ahora bien, la lectura paralela de estas dos frases (v. 45 y v. 48) no sólo nos devela el sentido de la perfección que hay que alcanzar (el amor a los enemigos), sino también el medio y el modo en que esa perfección de Dios puede ser alcanzada por nosotros. En efecto, si leemos “sean perfectos como su Padre...” (v. 48) desde la perspectiva que nos da el “serán hijos de su Padre...”, nos damos cuenta de que Mateo quiere establecer una estrecha vinculación entre la perfección y la filiación.
Esta perspectiva es muy rica en consecuencias. En efecto, para un hijo, no hay nada más natural que admirar a su padre (“el Padre es perfecto”); nada más natural que imitarlo (“sean perfectos como el Padre”). ¿Qué hijo no crece copiando a su papá?
Entendida filialmente, la búsqueda de la perfección -aunque ésta sea siempre “ardua”- es cualquier cosa menos forzada. Komar insistía mucho en la naturalidad de la búsqueda de perfección: “Todos buscan perfección”. Decía que el “impulso a la perfección”, por ser lo más “natural” (voluntas ut natura) es tan fuerte que cuando no se lo dirige a la perfección auténtica (“como el Padre del cielo...”), no desaparece en cuanto tendencia, y se vuelve propulsor de toda clase de desvíos y de frustraciones.
Entendida filialmente, la búsqueda de perfección -aunque ésta esté siempre más allá de nosotros- es cualquier cosa menos extrínseca. Cuando el chiquito “copia” a su padre, no está incorporando conductas extrañas sino creciendo como persona. “La perfección es siempre perfección de lo propio. Si no es de lo propio, no es perfección”, repetía Komar. Nada más lejos de un voluntarismo alienante que esta fundamental autenticidad, que esta fidelidad a lo propio. Nada más natural que esta verdad básica de la filialidad: "de tal palo, tal astilla".
Ahora bien, lo “propio” es algo “dado”: “soy para mi lo absolutamente dado” (R. Guardini, La aceptación de sí mismo). Crecer en lo propio es crecer en lo recibido. Si hay algo que caracteriza al “hijo” en cuanto hijo (el hijo-niño) es justamente el “recibirse” de sus padres.
Y aquí llegamos al núcleo que nos permite liberarnos de la "perfección perfeccionista". Cuando Jesús nos plantea, en Mt 5, 43-48, ser perfectos como hijos del Padre perfecto, está exhortándonos a la perfección como recepción. Como si dijera: “para ser hijos perfectos hay que ser antes perfectos hijos”. No hay perfección que podamos presentarle a Dios que no la hayamos recibido de él. A mayor filiación, mayor perfección (es decir: a mayor recepción, mayor perfección; a mayor confianza, mayor perfección; a mayor abandono -y sólo aquí "a mayor obediencia"-, mayor perfección...).
La perfección no consiste en cumplir "a la perfección" todos los mandamientos sino en soltarnos "a la perfección" de nosotros mismos para que Dios pueda darnos más amor, darnos todo, dársenos (cf. Mt 19, 16-22). El hijo mayor de la parábola de Lc 15, 11-32 no es el hijo perfecto, porque aun viviendo con su Padre y siéndole en todo servicial y obediente, no sabía recibir el amor, no sabía ser hijo, no sabía darse cuenta de que todo lo del Padre era suyo. Es más perfecto el “hijo pródigo”, porque nunca dejó de ser hijo, siempre estuvo abierto a recibir (la herencia, primero, como merecida; la misericordia, después, como regalada).
Esta verdad de la perfección como filiación es llevada por el evangelio de Juan a la profundidad eminente de la cristología. En Juan, Jesús mismo es el Perfecto, que puede decir “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) porque es el Perfecto Hijo, que sabe que “el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino lo que ve hacer al Padre, lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo” (Jn 5, 19). Jesús es el hombre más perfecto porque es el Hijo, porque es hombre siendo el Hijo de Dios.
Perfección cristiana y filiación van de la mano. El corazón del Sermón de la Montaña es Jesús enseñándonos a rezar: "Padre nuestro...": toda la enseñanza de Jesús es enseñarnos a ser hijos de Dios. Toda la acción del Espíritu (y por ende, toda la misión de la Iglesia) consiste en hacernos hijos de Dios (cf. Gál 4, 4), hasta que seamos plenamente "Cristo". Ser cristianos es haber recibido el amor del Padre manifestado en Cristo Jesús. Ser cristianos es ser "hijos en el Hijo", Jesucristo.
No sorprende, entonces, que el "reino de los cielos" al que le es "tan difícil" entrar al rico, aunque fuera muy "perfectito" (cf. Mt 19, 21 ss.) esté abierto para quienes encarnan las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1 ss.), es decir, para los "se hacen niños" (Mt 18, 1-4), para los hijos. Sólo los que son como niños saben recibir bien el amor. En nuestros días, Sta. Teresita demostró rotundamente que la más alta perfección de la santidad y la infancia espiritual van de la mano.
La perfección cristiana, entonces, la que propone Jesús en el Sermón de la Montaña, no tiene nada de nocivo ni tiene por qué ser dejada de lado. El mismo Dios en que creemos es el que nos invita a creer en nosotros mismos, aun cuando no esté de moda. No renunciemos a nuestras aspiraciones altas: que nadie nos apague la magnanimidad de aspirar a la perfección evangélica, esperándola siempre como un regalo de nuestro Padre Dios.

lunes, 15 de junio de 2009

Pan agradecido, partido y compartido

Es cierto que "la Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos" (Heb 4, 12)... Pero ¡cuánto cuesta a veces deponer los escudos...! Ayer a la tarde me puse a rezar un rato con el Evangelio del domingo de Corpus [¡Sanguisque!] Christi, y confieso que, una vez más, la tentación fue de decir: "ah, otra vez la última Cena"... Gracias a Dios, el Espíritu Santo me tenía reservada una fina estocada.
Me detuve en los participios que preceden a los verbos "partió" y "dió", correspondientes al pan y al cáliz respectivamente. Antes de partir el pan, Jesús lo bendijo (cf. Mc 14, 22); antes de dar el cáliz, lo agradeció (cf. Mc 14, 23). Después siguen sus palabras, benditas palabras, por las que sabemos que Él se estaba identificando con ese Pan y con esa Copa de vino: "este es mi Cuerpo" (Mc 14, 22), "esta es mi sangre de la Alianza que es derramada por muchos" (Mc 14, 24).

Ayer celebramos justamente esta milagrosa identidad: "ni el Pan es pan ni el Vino es vino: el Pan, Dios, y el Vino, Dios" al poético decir de Bernárdez. Es cierto que de una Presencia Real contemplada algo estáticamente hemos pasado, felizmente, a una comprensión de ella más pascual, más ligada al Sacrificio eucarístico del que es prolongación. Pero incluso bajo esta redecubierta perspectiva, sin embargo, casi siempre se hace referencia al "Pan partido" y a la "Sangre derramada": Jesús "es el Pan que se parte y se comparte", oímos con frecuencia, casi como un lugar común. Pero ¿cuándo se nos habla del "Pan bendecido y partido", o de la "Sangre agradecida y derramada"? Y sin embargo, no hay ningún texto eucarístico de la Escritura (ni ninguna de nuestras plegarias eucarísticas -el gratias agens-) que no dé cuenta de esta primera acción "eucarística" de Jesús. Siempre, antes de partir el Pan y de repartir el Cáliz, Jesús "bendice y agradece" al Padre.

Apoyándonos en el gran exégeta Albert Vanhoye, podemos afirmar que el sentido de este "bendecir" es el mismo que el de "agradecer". Si sirviera de prueba, podríamos recurrir al texto eucarístico más primitivo -1 Co 11, 23-26- donde Pablo sólo usa el participio "eujaristésas" -dando gracias, habiendo dado gracias-(24). ¿No deberíamos preguntarnos más en serio por qué llamamos "eucaristía" -es decir "acción de gracias"- a este Misterio?

El mismo Vanhoye, al exponer, desde la Escritura, las dimensiones del sacrificio de Cristo, comienza hablando del "sacrificio como acción de gracias". En efecto, si Cristo se identificó con ese Pan de la Última Cena, no lo hizo solamente con el Pan partido, sino en primer lugar con el "Pan bendecido-agradecido". Si tenemos en cuenta que su "Cuerpo" y su "Sangre" son símbolos de su vida entera, deducimos que la eucaristía es el Misterio de su Vida agradecida al Padre, y por eso capaz de ser entregada "por los hombres".

Jesús nos enseña mucho con esta previa "acción de gracias". No se puede ser "Pan para la vida del mundo" sin una fundamental y previa actitud de acción de gracias a Dios. Antropológicamente, eso es tanto como decir que nadie puede dar -y menos darse- sin recibir. Ni siquiera Jesús, "hombre él también", que como hombre en la historia no hace más que mostrarnos lo que él es como Dios desde siempre: él no sabe ser Dios de otra manera que siendo Hijo, es decir, recibiéndose del Padre. Él es, pues, el primero en mostrarnos el Camino. Si es cierto que el Señor nos pide "hagan esto en memoria mía", si está claro que nuestra vida cristiana y nuestra felicidad están en ser, como él, "ofrenda permanente" a Dios en favor de los hermanos, la Palabra nos advierte que para poder "actuar" como nuestro Maestro, antes tenemos que poder "recibir" como él, y por eso, "bendecir y agradecer". Si eliminamos estos "verbos" de nuestra vida cristiana, esta ya no es más cristiana: se vuelve moralista y pelagiana (y, sobre todo, frustrante).

La Carta a los Hebreos que ayer escuchamos nos dice que "Cristo, por el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios" (9, 14). Ese Espíritu es el Espíritu de gratitud y de bendición porque es el "Espíritu de hijo" (cf. Gál 4, 4 y ss.), por el que el Padre hace Hijo al Hijo, y por el que el Hijo se agradece al Padre. Si pedimos siempre este Don de Dios -Don que el Padre no niega jamás a quienes se lo piden (cf. Lc 11, 13)-, Él mismo engendrará en nuestros corazones la inefable gratitud filial al Padre, traducida en una vida hecha ofrenda con Cristo a nuestros hermanos.

miércoles, 3 de junio de 2009

Evocación de las siestas de mi infancia

A mi abuelo Jaime Achával

Miro el techo, tirado en la cama y evoco...
Me acuerdo de la penumbra del “cuarto del fondo”, a la hora de la siesta. La persiana, de tablas de madera oscura, está cerrada, y sólo se cuela un pequeñísimo polvo de luz amarilla, casi sin forma.
Desde la cama, se ve la ventana respirar: esa nada de luz se apaga, cuando pasa afuera una nube; y ahora recobra intensidad, cuando vuelve el sol. Y se vuelve a ocultar... Respiran las ventanas del campo.
Su ínfima claridad es trémula en las paredes blancas y en las baldosas coloradas. Y en esa claridad indecisa y temblorosa adivino la versatilidad de las hojas de eucalyptus que filtran el sol.
La casa está en penumbras. La casa respira. La casa late. Pero la casa duerme sosegada.
Desde el “cuarto de fondo” –tres camas cuchetas- lo que pasa afuera se adivina por la intensidad de la sombra... y por el viento en los eucalyptus, y por el cadencioso llanto de los pirinchos, y por algún toro lejano, o por un mugido cansado, o por las palomas somnolientas.
Hay que estar callado: la siesta se impone. A veces un susurro –un susurro furioso- manda a un nieto al potrero. Se cierra la puerta y, luego, vence nuevamente la siesta de enero.
¿Quién será el primero que con monástico paso atraviese el pasillo y rompa el silencio de la cocina aletargada? Violador brutal de la virginidad umbría, que prende la hornalla y se sienta, aún entredormido, a esperar el mate.
¡Quién me trajera hoy a los oídos el ruido musical de la puerta-mosquitero, golpeándose tres veces en la tarde prohibida! ¡O el chillido de la bomba, donde los desobedientes insisten en jugar... a la hora de la siesta!
Y ya en la galería del olor a jazmín, mate en mano, descanso la mirada en la extensión. ¡Pampa amarilla! ¡Hembra fecunda! Duerme Ayacucho, tendido bajo el sol. El viento hace dar saltos por el parque a las hojas secas. Pega un grito un chimango malhumorado. Dos tijeretas arremeten contra él por el aire, y dos horneros, desde el suelo, alternan sus risas al mirar.
Ya se oyen las puertas adentro de la casa, y la voz de mi abuelo que se acaba de despertar.
Por todo esto que escribo, las siestas son sagradas. La siesta es la hora santa en que no se puede hablar. Hora del sol tenue en los cuartos sombríos y del amado ronquido de mi abuelo Tatá.

Bariloche, 27 de enero de 2002