sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).
No ser dioses, pero sí “dioses segundos, milagros de primero”
como decía Tommasso Campanella»
Emilio Komar
“Perfección” es hoy en día una palabra difícil. La posmodernidad es por esencia una “cultura de las minúsculas”, una cultura que rechaza los grandes discursos, las grandes palabras (las que empiezan con mayúsculas...) y por ende, una cultura que renuncia a los sueños grandes y a los ideales altos. La perfección está afuera del horizonte posmoderno.
Pero también en la Iglesia posmoderna existe una especie de alergia a la idea de perfección, como nos lo venía advirtiendo Emilio Komar en sus últimos años.
Esto se explica como fuerte reacción a una fe vivida, en épocas no lejanas, bajo el preponderante signo del perfeccionismo voluntarista. Índices de esta fe más moralista son el fuerte hincapié en la búsqueda de la santidad, y la recurrente presencia de ciertas palabras (hoy casi siempre proscritas): abnegación, ascética, sacrificio, heroísmo, etc. El psiquiatra Viktor Frankl nos alerta, como al pasar, de los intrínsecos peligros de esta moral: “Creo que hasta los mismos santos no se preocupan de otra cosa que no sea servir a su Dios y dudo siquiera de que piensen en ser santos. Si así fuera serían perfeccionistas, pero no santos” (El hombre en busca de sentido, Herder, 1999, 20ª. ed., p. 142).
Como consecuencia, en la Iglesia escuchamos muy fácilmente “perfeccionismo” cada vez que se habla de “perfección”. De ahí que también esta palabra esté sufriendo un descrédito que raya la proscripción.
Ahora bien, dado que “el abuso no quita el uso”, me pregunto: ¿hasta qué punto es legítimo dejar que la idea de perfección sea eliminada sin más de nuestro vocabulario espiritual?
En esto me puse a pensar las últimas semanas, cuando la Iglesia nos hizo recorrer, en la liturgia de la Palabra, el Sermón de la Montaña (Mt 5-7), y un día me encontré con esta exhortación: “Por lo tanto, sean perfectos como su Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48).
Mi formación clásica amortiguó el efecto, pero mi carne posmoderna acusó de lleno el golpe. La transparencia de Jesús es más fuerte que cualquier turbiedad; su claridad, más que cualquier confusión. No, después de escuchar esta Palabra no puedo resignarme a que en virtud de un nuevo “paradigma” me propongan la morigerada esperanza de no ser “ni santo ni mediocre”. No se le puede echar soda al “vino nuevo” de Jesús.
Es verdad que esta palabra “perfecto” es propia de San Mateo (que la usa aquí y en 19, 21) y que ni Marcos ni Lucas la emplean en los pasajes paralelos. De cualquier modo, el contexto en que Mateo la propone dice mucho acerca del significado último de esta perfección.
La frase en cuestión es la conclusión de la enseñanza de Jesús que le “da cumplimiento” (cf. 5, 17) al mandato del amor al prójimo (cf. 5, 43-48). Pero podría considerarse también la conclusión a toda la serie de enseñanzas acerca de la Ley (“Han oído que se dijo..., pero yo les digo...”: cf. 5, 21. 27. 31. 33. 38. 43): el “por lo tanto” con que está introducida puede apoyar esta interpretación.
Centrémonos, sin embargo, en su contexto inmediato, que es la perícopa sobre el amor a los enemigos (vv. 43-48). Nos damos cuenta de que esta exhortación de “sean perfectos como es perfecto su Padre...” está construida en paralelo con la otra frase que propone a Dios como modelo: “así ustedes serán hijos de su Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (v. 45). No podemos entender rectamente esta exhortación, entonces, si no la leemos en paralelo con la precedente. La versión de Lucas, de hecho, es coherente con una interpretación del “sean perfectos” a partir del actuar del Padre del cielo “que hace el bien a buenos y a malos”: “sean misericordiosos como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36; cf. Lc 6, 27-36), frase que nos revela el sentido último de la perfección evangélica (cf. Juan Pablo II, Veritatis splendor, 18).
Ahora bien, la lectura paralela de estas dos frases (v. 45 y v. 48) no sólo nos devela el sentido de la perfección que hay que alcanzar (el amor a los enemigos), sino también el medio y el modo en que esa perfección de Dios puede ser alcanzada por nosotros. En efecto, si leemos “sean perfectos como su Padre...” (v. 48) desde la perspectiva que nos da el “serán hijos de su Padre...”, nos damos cuenta de que Mateo quiere establecer una estrecha vinculación entre la perfección y la filiación.
Esta perspectiva es muy rica en consecuencias. En efecto, para un hijo, no hay nada más natural que admirar a su padre (“el Padre es perfecto”); nada más natural que imitarlo (“sean perfectos como el Padre”). ¿Qué hijo no crece copiando a su papá?
Entendida filialmente, la búsqueda de la perfección -aunque ésta sea siempre “ardua”- es cualquier cosa menos forzada. Komar insistía mucho en la naturalidad de la búsqueda de perfección: “Todos buscan perfección”. Decía que el “impulso a la perfección”, por ser lo más “natural” (voluntas ut natura) es tan fuerte que cuando no se lo dirige a la perfección auténtica (“como el Padre del cielo...”), no desaparece en cuanto tendencia, y se vuelve propulsor de toda clase de desvíos y de frustraciones.
Entendida filialmente, la búsqueda de perfección -aunque ésta esté siempre más allá de nosotros- es cualquier cosa menos extrínseca. Cuando el chiquito “copia” a su padre, no está incorporando conductas extrañas sino creciendo como persona. “La perfección es siempre perfección de lo propio. Si no es de lo propio, no es perfección”, repetía Komar. Nada más lejos de un voluntarismo alienante que esta fundamental autenticidad, que esta fidelidad a lo propio. Nada más natural que esta verdad básica de la filialidad: "de tal palo, tal astilla".
Ahora bien, lo “propio” es algo “dado”: “soy para mi lo absolutamente dado” (R. Guardini, La aceptación de sí mismo). Crecer en lo propio es crecer en lo recibido. Si hay algo que caracteriza al “hijo” en cuanto hijo (el hijo-niño) es justamente el “recibirse” de sus padres.
La perfección no consiste en cumplir "a la perfección" todos los mandamientos sino en soltarnos "a la perfección" de nosotros mismos para que Dios pueda darnos más amor, darnos todo, dársenos (cf. Mt 19, 16-22). El hijo mayor de la parábola de Lc 15, 11-32 no es el hijo perfecto, porque aun viviendo con su Padre y siéndole en todo servicial y obediente, no sabía recibir el amor, no sabía ser hijo, no sabía darse cuenta de que todo lo del Padre era suyo. Es más perfecto el “hijo pródigo”, porque nunca dejó de ser hijo, siempre estuvo abierto a recibir (la herencia, primero, como merecida; la misericordia, después, como regalada).
Esta verdad de la perfección como filiación es llevada por el evangelio de Juan a la profundidad eminente de la cristología. En Juan, Jesús mismo es el Perfecto, que puede decir “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) porque es el Perfecto Hijo, que sabe que “el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino lo que ve hacer al Padre, lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo” (Jn 5, 19). Jesús es el hombre más perfecto porque es el Hijo, porque es hombre siendo el Hijo de Dios.
Perfección cristiana y filiación van de la mano. El corazón del Sermón de la Montaña es Jesús enseñándonos a rezar: "Padre nuestro...": toda la enseñanza de Jesús es enseñarnos a ser hijos de Dios. Toda la acción del Espíritu (y por ende, toda la misión de la Iglesia) consiste en hacernos hijos de Dios (cf. Gál 4, 4), hasta que seamos plenamente "Cristo". Ser cristianos es haber recibido el amor del Padre manifestado en Cristo Jesús. Ser cristianos es ser "hijos en el Hijo", Jesucristo.