sábado, 24 de diciembre de 2011

Que brille en nuestra noche la luz de Belén

"El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz: sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz" (Isaías 9, 1).
Estas palabras del profeta Isaías nos llegan fácilmente al alma: tienen una especial solemnidad, una rotundidad y una belleza poética tales que las hacen más creíbles, y casi en seguida nos abren a la esperanza. Será quizá porque el profeta no nos habla ya en futuro, sino en "pretérito perfecto compuesto", ese bello tiempo genial mezcla de pasado (visto, brillado) y de presente (ha), que nos habla a la vez de lo irrevocable y de lo actual, de que lo que sucedió de una vez para siempre está todavía repercutiendo hoy en nuestra vida.
A la vez, la imagen que elige Isaías difícilmente nos deja indiferentes, pues recurre a una experiencia fundamental de todo ser humano: el miedo a la oscuridad. En medio de la noche, a los que están en medio de las sombras "de la muerte" les ha brillado una luz. ¿Qué será? Aunque no sepamos de dónde sale, la luz en medio de la oscuridad nos atrae irresistiblemente, igual que a los bichitos del campo en las noches de verano.
¿De dónde viene esa luz?
Isaías mismo lo responde: "Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado". Es un nuevo rey para el pueblo, un descendiente de David. Él es el "Príncipe de la Paz" porque gracias a su reinado Dios "ha destrozado el yugo, el palo del carcelero" -todo lo que oprimía a su pueblo-, de modo que éste ahora puede darse el lujo de tirar al fuego, a la basura, la ropa de guerra manchada de sangre, porque esta vez la paz será "sin fin".
En su momento todos entendieron que se trataba del "Emmanuel" a quien el profeta había anunciado desde su embarazo (cf. Is 7, 14): de Ezequías, el hijo del rey Ajaz. Él, en efecto, hizo volver a Israel al camino de Dios, y llevó a cabo importantes reformas en el reino de Judá... Pero esa paz fue tan breve como suele serlo en este mundo, y pronto la infidelidad a Dios, el exilio y la destrucción borraron del mapa a Jerusalén y a todos sus reyes.
¿De dónde viene esa luz?
La formulación de las palabras de Isaías guardaba una velada ambigüedad. Pero no todos pudieron darse cuenta de ello. En efecto, según la profecía, la luz no brilla para todos, ni todos la pueden ver, sino únicamente "el pueblo que camina en las tinieblas, los que habitan en el país de la oscuridad". ¡Qué paradoja! Hay aquí un cierto elogio de la oscuridad, porque es necesario estar en ella para poder ver la luz que viene de Dios. ¿De qué oscuridad estamos hablando? El evangelio del nacimiento de Jesús (Lc 2, 1-14) nos orienta en la respuesta, porque los únicos testigos del nacimiento del "niño" anunciado, del "descendiente de David", son unos pastores que caminaban por los cerros de Judea "en medio de la noche". Ellos son, para san Lucas, el "pueblo que camina en las tinieblas", ellos son los primeros que "vieron brillar una gran luz" cuando los envolvió la "gloria de Dios", y los que guiados por el Ángel del Señor reconocieron al verdadero "Hijo de David" en ese recién nacido envuelto en pañales en un pesebre.
Esta Navidad tiene que encontrarnos como a los pastores, "caminando en la noche". Ayer miles de personas "caminaron en vela durante la noche", cuando los shoppings de Buenos Aires, esas basílicas del consumismo, ofrecieron una auténtica "vigilia comercial". Pero esa noche no es como la de los pastores de los cerros de Judea: le faltaba la oscuridad y el silencio. Nadie, en esa carrera nocturna, buscaba luz, porque mil luces alternativas resplandecían por todas partes. Los deseos a flor de piel estaban allí esperando ser saciados con los pesos del bolsillo y las ofertas de las vidrieras.
Como los pastores, hoy son los millones de pobres argentinos quienes nos recuerdan de qué se trata la noche: la incapacidad de poder progresar a pesar de los años de trabajo duro, el dolor de estar engañados por una sociedad que los empuja a ser felices teniendo cada vez más, la vergüenza a veces agresiva de estar excluidos por el color de la piel o la manera de vestirse, la impotencia de no tener voz por no tener plata, la indignidad de ser objetos del pan y del circo para sumar un voto y después quedarse tirados... Cuando se vive al límite, así, se camina en la oscuridad: la oscuridad que sólo permite dar el pasito de hoy sin siquiera pensar en la angustia de mañana. Pero en el fondo de todas las apatías y de todas las violencias, el corazón irresignable late, y se queja, y prende velas, esperando una ayuda que sólo puede venir de arriba.
Cada uno, en el fondo, elige qué luz quiere esperar en esta noche: cada uno elige dónde buscar la luz de su vida: si en lo alto de los shoppings o en lo escondido del pesebre. Lo cierto es que, si de veras queremos que nos encuentre la luz de Belén, tenemos que desnudar el corazón como quien le saca cáscaras y cáscaras a la cebolla, para encontrar allá abajo, bien en el fondo, ese corazón necesitado, vulnerado y pobre que todos somos frente a Dios.
Entonces podremos cantar de veras en el Huachi Torito esa copla antiquísima de nuestros humildes:

Al niño recién nacidó
todos le ofrecen un doné;
yo soy pobre, nada tengó,
le ofrezco mi corazoné.

¡Feliz y santa Navidad!

martes, 22 de noviembre de 2011

Música y martirio. En torno a santa Cecilia.

Parece que la mártir santa Cecilia no entendía demasiado de fusas y semifusas, y que terminó siendo patrona de la música por un error en algunos manuscritos del "Acta" de su martirio. El hecho es que Santa Cecilia, para la mayoría de nosotros, es inseparablemente la mujer de la palma y de la lira: virgen y mártir de Cristo, y patrona de los músicos.
Yo le tomé un cariño irrevocable desde mi adolescencia, cuando siguiendo los caminos de la música y el  canto (eran los Torneos Juveniles Bonaerenses de folklore) estuve tres años seguidos en Mar del Plata precisamente para esta fecha de noviembre, en que la querida ciudad costera celebra a su santa patrona.
Desde entonces, como músico y creyente, siempre celebro con mucho cariño los 22 de noviembre a la santa Cecilia, y hoy lo hice por primera vez como sacerdote.
Y me quedé pensando en el misterioso vínculo de la música con el martirio del que ella es, por fortuitas circunstancias, símbolo acabado.
"Martyr", en griego, es el testigo, el que da testimonio de algo. Andando el tiempo, la palabra se fue especializando, y se aplicó a quienes daban testimonio de Dios con la entrega de su propia vida.
Sin embargo, en sentido amplio, a la música le cabe siempre el carácter de "martirio". La música es siempre una forma de dar testimonio de algo, de manifestar externamente algo profundo del corazón humano.
No sabría decirlo con certeza, pero supongo que desde el principio la poesía nació para ser cantada, mucho antes de que a alguno se le ocurriera sólo declamarla. La música le presta a las palabras tantas más dimensiones, que puede hacerles decir mucho más de lo que dicen. Si se da testimonio con la palabra, el dado con el canto es mucho más "testimonial".
No es casual que en todas las épocas se haya elegido la música para hacer "testimonio" del propio credo, de la propia bandera o filosofía, incluso hasta jugarse la vida. ¿En qué historia no ha habido cantores proscritos? Dicen los estudiosos que en la lengua de la Biblia "cantor" y "profeta" pueden escribirse con la misma palabra...
En alguna otra ocasión escribí sobre el sufrimiento que me daba, de chico, que me obligaran a cantar en las reuniones familiares. Y aunque fui venciendo esa resistencia que me habría convertido en un "rogado", me justifico todavía, porque cantar es una manera de darse, de entregarse, de abrir el corazón y descubrir la intimidad. Cantar es, en ese sentido, y más allá del "contenido" de lo que uno cante, dar testimonio ante todo de uno mismo: y ese testimonio muchas veces se cumple con el sudor y el sacrificio del "martirio", porque para cantar o tocar "con el alma" hay a veces que "dejar la vida".
Me viene a la mente una frase rotunda del cantor salteño Ernesto Day: "solamente el tibio jamás podrá cantar" (Si vuela una canción). El canto, de suyo, como cualquier arte hecho de veras, requiere pasión, y por eso es enemigo de la tibieza, de la medianía espiritual, de la racionalidad que quisiera controlar el fervor de los sentimientos. Cosa que ya el mismo Martín Fierro, inaugurando su "vuelta", había afirmado:  "pues sólo no tiene voz el ser que no tiene sangre".
A veces, de hecho, se oyen interpretaciones musicales técnicamente perfectas, pero incapaces de provocar una sola vibración en el alma. En cambio, como dice con maestría Zitarrosa:

"Hay cantos como flores,
mal afinados:
suenan mucho mejores
que bien cantados" (Coplas del canto).

En efecto, el canto y la música hechos "sin sangre" son dolorosamente falsos como un beso sin amor, mentirosos como una moneda sin respaldo. Perdieron justamente ese ser cruento, ese derramamiento de sangre propio de todo "martirio". Por eso, en sentido estricto, no se puede cantar obligado, pues un canto forzado no es música de veras, como no son besos de veras los que se dan por plata. Esa experiencia quedó eternamente canonizada en el salmo que narra la experiencia del pueblo judío desterrado:

"Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión».
¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!" (Sal 136, 1-4).

Por eso, porque el canto nace del corazón, sólo puede nacer libremente. Como la sangre, como la vida, desde afuera sólo es posible exigirlo con violencia, provocando heridas y muerte. Y como la sangre y la vida, puede desde adentro elegir darse, y entregarse por amor, hasta la muerte. De ahí la recurrida metáfora del canto del cisne:

"No porque yo estoy cantando
tengo el corazón alegre:
yo soy como el pobre cisne
que canta cuando se muere" (Copla popular argentina).

Porque sólo se da vida dando la vida, porque no se da a luz sin dolor, ni se cría sin sacrificio, ni se ama sin renunciar... justamente por eso la música hecha en serio da vida y es signo de vida. Por eso, todo puede cambiar con sólo "the sound of music".
Así, de lo mucho que esta íntima relación entre el martirio y la música da que pensar, me pareció bueno compartir estos pensamientos en voz alta, para honrar a la querida santa Cecilia. Celebrando en ella a todos los músicos que noche a noche, venciendo la rutina y el hartazgo, dejan el corazón en cada escenario, inmolándose nuevamente ante el siempre nuevo auditorio, y dándoles vida con su pasión; y sobre todo celebrando con la mártir santa Cecilia a tantos más que dejan la vida en el amar y sufrir cotidiano, recomponiendo los prosaicos renglones de cada día en un pentagrama de amor, única clave de la música de Dios.

"Gracias le doy a la Virgen,
gracias le doy al Señor,
porque entre tanto rigor,
y habiendo perdido tanto,
no perdí mi amor al canto
ni mi voz como cantor"
(José Hernández, La vuelta de Martín Fierro).
 
Santa Cecilia, ruega por nosotros.

domingo, 16 de octubre de 2011

Recen por mí


Este viernes, si Dios quiere, seré ordenado sacerdote. No quería dejar de compartir esta linda noticia, sobre todo, con aquellos amigos del blog a quienes no conozco personalmente.
Como lema de mi ordenación presbiteral elegí una súplica tomada de la Plegaria Eucarística III, pero que hacemos de una u otra manera en cada Misa: "Que él nos transforme en ofrenda permanente". En mi caso, es un fuerte deseo que le pido al Espíritu de Jesús: el deseo de que la vida entregada del Señor que cada día celebramos se traduzca en entregar cotidianamente la propia vida. Que mi vida se identifique con la Eucaristía... Y no sólo yo, sino que cada miembro de la comunidad a la que sirvo pueda, ayudada por mi ministerio, ofrecerse a Dios en favor de sus hermanos en su vida diaria.
Les pido a ustedes que se unan a este deseo, y que recen mucho por mí en este tiempo, para que sea un cura generoso y entregado.

sábado, 8 de octubre de 2011

Ángeles del Encarnado

 «Les aseguro que verán el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (Jn 1, 51).
Con ocasión de la fiesta litúrgica de los arcángeles San Gabriel, Miguel y Rafael anduve pensando un poco en los ángeles, en su lugar en el plan de salvación, en su culto, y en su actualidad, que oscila casi vertiginosamente entre la obsesión y el olvido.
 
Casi siempre me da la sensación de que los ángeles están hoy como confinados a la infancia. Si se admite que existan -todos recordamos a Jesús diciendo: Cuídense de despreciar a cualquiera de estos pequeños, porque les aseguro que sus ángeles en el cielo están constantemente en presencia de mi Padre celestial (Mt 18, 10)-, son "ángeles de la guarda" cuya función -¿o su existencia?- se apaga con la niñez.
En nuestras celebraciones aparecen casi únicamente para las primeras comuniones, eso sí: revoloteando por todos lados ("subiendo y  bajando en todas las direcciones") y con colores vaticanos, estampados en los bancos de la iglesia y pringados en las tortas de la fiesta.
¿Cuál es la misión de los ángeles?

En todo caso, el pasaje del capítulo primero de Juan que la liturgia propone para la fiesta de los arcángeles me parece muy importante. Los ángeles suben y bajan sobre Jesús, el hijo del hombre, como subían y bajaban por la escalera que soñó Jacob (Gén 28, 11-19). La expresión del evangelio -"hijo del hombre"- no es casual: no simplemente el "Verbo" o el "Hijo", sino el hombre Jesús, Palabra hecha carne, es la única escala que une el mundo de Dios y el de los hombres.
Cuando en ámbitos más propensos al esoterismo y la espiritualidad gnóstica se tiende a buscar la mediación de los ángeles independientemente de su relación a Cristo, estos textos cristianos nos advierten que los ángeles están al servicio de Jesucristo (cf. Mc 1, 13; Heb 1, 9-2, 16; Col 1, 16). Esto quiere decir que, en el plan salvador de Dios, las creaturas más "puras", las más espirituales, sirven al Encarnado; los "espíritus puros" son -como para María y para José- mensajeros y sirvientes de la encarnación.
Por eso, creo que en este pasaje del evangelio de Juan que remite a la "escala de Jacob" se nos proporciona la "escala" con que medir la ortodoxia de nuestra espiritualidad. Como los espíritus que vienen de y llevan al Hijo del Hombre, la espiritualidad verdaderamente cristiana tiene que brotar de y conducir a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Y es que no ya los "espíritus" creados, sino el mismo Espíritu de Dios, es el gran artista que obró la Encarnación y la Pascua del Logos.
Quizá podemos invocar más la ayuda de los ángeles, para que ellos nos ayuden a no olvidarnos nunca de mirar al encarnado, crucificado y resucitado por nosotros. Y para que también nosotros podamos ser, con su ayuda, "nuncios de la encarnación", misioneros del Dios que por amor quiso ser uno de nosotros.

sábado, 13 de agosto de 2011

La lección del sauce

En la capillita de mi casa, donde rezo a la mañana, hay una ventana que siempre tengo abierta. Así, mientras voy alabándolo a Dios con los salmos matutinos, voy mirando por esa ventana cómo la luz del sol va calladamente devolviendo a cada cosa su forma, y gozo sintiendo cómo crece la luz amable, imperceptible como el avance de una marea, hasta que me doy cuenta de que ya puedo apagar la lámpara. Y a través de esa ventanita cada mañana se me va ganando en el corazón mi barrio de Virreyes, con el rojo de los ladrillos huecos en las paredes nuevas, con los escasos árboles siempre mutilados, con los ya conocidos pajaritos de mi cuadra (la calandria del poste, las torcazas del cable...) y el intermitente desfile de somnolientos delantales que no quieren llegar a la escuela.
Hoy a la mañana, cuando miré por esa ventana, me sorprendió ver que un sauce de allá lejos tenía, al oblicuo resplandor del sol saliente, como un aura verde que envolvía su copa. Evidentemente -filosofé con rudimentaria biología- aunque estemos en pleno agosto, estos apenas dos días de húmedo veranito, con su tormenta consiguiente, le alcanzaron al noble sauce para regalarnos la gratitud de sus renuevos, como una profecía de la vida nueva.
                        
Ayer a la tardecita, en medio de un viento frío muy fuerte y un cielo totalmente encapotado, salía, apurado, de visitar a una familia, pedaleando vacilantemente -mal que le pesara a mi prisa- por entre el barro del barrio San Jorge. Cerca de la salida del barrio, en una de las últimas esquinas por donde iba a pasar, vi a un grupo de como cuatro muchachos en inconfundible postura de estar consumiendo droga. Cuando me fui acercando, creí reconocer, entre las capuchas de los buzos, a dos de ellos. En brevísimos segundos tuve que decidir si hacerle caso a mi apuro o a la voz que me decía que tenía que parar a saludarlos. ¿No era acaso suficiente con decir de pasada: "¡adiós, muchachos! ¿Cómo andan?"?. Sin embargo -tal vez porque al pasar por ahí reconocí tras la sombra de su gorra a un tercero- lo cierto es que paré y los saludé. El primero, para saludarme, se vio obligado a cambiar de mano el  cigarro que estaba armando. Saludé por el nombre a los tres que conocía, y me presenté a los que no. Y después de intercambiar brevísimas palabras, sin bajarme nunca de la bicicleta, me disponía a seguir viaje, cuando uno -el del "porro"- se me acercó, se quitó un gorrito de lana, y me pidió: "Padre, ¿me da una bendición?", y recibió como un chiquito indefenso la mano que puse en su frente inclinada. No había terminado cuando otro de los muchachos, uno que apenas antes había aventurado a media voz: "¿no tiene diez pesos para la coca, padre?" sin que yo me diera por aludido, también se me acercó con la gorrita en la mano y me pidió que lo bendijera.
Creo que es la primera vez que alguien me pide y recibe una bendición con tanta unción, con tanta fe, con tanta devoción.
Un minuto después, salía del barrio, entre emocionado y aturdido, casi olvidado de mi apuro, pensando en las cosas de la vida y dando gracias a Dios.

Esta mañana, cuando alternaba mi mirada entre el sagrario y ese sauce de pronto reverdecido, creí entender que el milagro vegetal era una parábola del corazón humano. ¡Con qué poco -apenitas un saludo de dos minutos- bastó para que dos muchachos de aspecto seguramente temible, semiocultos en una esquina, se desencapucharan por un instante y pidieran espontáneamente, con la cabeza inclinada, la bendición de Dios! Como el sauce de mi ventana, parece que los hombres esperan muchas veces sólo un poquito de calor para mostrar esa vida escondida que tienen helada en el corazón. Debajo de tantas costras, cicatrices y durezas, se encuentra siempre la vida frágil, la vida tierna e inocente que puso Dios al principio.
Seguramente alguna helada venidera se lleve las prematuras hojitas de mi sauce. Seguramente esas "yerbas"  malas sigan ahogando la vida de esos muchachos. Pero yo espero no olvidarme de la lección y no volver a despreciar la pequeñez de un gesto que, con la ayuda de Dios, puede despertar quién sabe qué brotes de vida.

viernes, 29 de julio de 2011

Nacer de la compasión de Jesús

"Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.
Y convocando a sus doce discípulos les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia" (Mt 9, 36--10,1).

La compasión de Jesús y el envío de los Apóstoles
La lectura casi continua del evangelio de Mateo que la Iglesia nos ofrece en la liturgia de este año permite que uno se percate de algunos detalles que en una lectura más fragmentarias fácilmente se pasarían por alto.
Leyendo este pasaje me impresionó cómo el primer envío de los doce apóstoles (¡de los "enviados"!) está claramente ligado, en el texto, a la visceral compasión que Jesús siente ante la "multitud" "porque andaban fatigados y abatidos como ovejas que no tienen pastor".
Pareciera que es recién mirando con corazón conmovido a esa muchedumbre que Jesús se hubiera dado cuenta de lo grande de la tarea por hacer en contraste con la escasez de trabajadores: y es en ese preciso momento que el Señor llama y envía a los doce.
El verbo que nosotros sencillamente ponemos como "tener compasión", en realidad quiere decir mucho más. En efecto, el verbo original griego ("splanchnízomai") viene de la palabra "entrañas" ("splanchnon"), de modo que lo que Mateo quiere decir cuando cuenta que Jesús se "esplanchnizó" es que se le retorcieron las tripas, que se le removieron las entrañas de tanta compasión... Esta compasión no es "sentir lástima", sino un estremecimiento potente que sacude hasta la última fibra del corazón, y que por eso no se queda en puro sentir sino que pone en movimiento a la persona, empujándola a comprometerse (como, por ejemplo, el buen samaritano de Lc 10, 33). Cuando la compasión llega al fondo de las entrañas, no puede uno quedarse como está, y de las mismas entrañas nace la acción que pone por obra el sentimiento.
Es interesante que aquí -como después en Mt 14, 14 y 15, 32: "las multiplicaciones de los panes"- Jesús no se "compadece" de alguien puntual (cf. Mt 20, 34), sino de toda la "multitud". Pienso que tal vez fue la mezcla de sentimientos -por un lado, esa potente compasión siempre urgente de acciones concretas y por otro, la impotencia de constatar cuán grande era la tarea por hacer para tan pocos obreros- lo que llevó a Jesús a convocar en ese momento a los doce y a enviarlos a esa multitud "fatigada y abatida".
Lo cierto es que, según el evangelio de Mateo, la primera misión de los discípulos nace de la compasión de Jesús. El ministerio apostólico tiene su origen en las entrañas conmovidas del "Dios con nosotros".

Por eso, la preparación para la misión en nombre de Cristo -y con más razón, la preparación para el ministerio apostólico (y los ministerios diaconal y presbiteral como participaciones de él)- debería consistir fundamentalmente en poder "participar" en esa "compasión" entrañable del Señor. Si el envío nació de esta fortísima compasión por la gente abatida de tristeza y sinsentido, el enviado cumplirá tanto mejor su misión cuanto más esté sintonizado con la compasión de su Señor.
Esto implica, por una parte, una exigencia llamémosle "objetiva" (¡me sale el escolástico de adentro!): debemos tener experiencia de Jesús, conocer personalmente su corazón misericordioso. Sin ese haber gustado en la propia vida el amor de Cristo no se puede vibrar con lo que él vibra, alegrarse con lo que él se alegra, llorar con lo que él llora, indignarse con lo que él se indigna. Por otra parte, esto conlleva una exigencia "subjetiva", que no por obvia es menos importante: nuestro corazón debe ser capaz de compasión. Esta condición, que podría pensarse previa, sin embargo es fruto del encuentro con el amor compasivo de Jesús. Sólo el amor de su Corazón puede hacernos capaces de compadecernos (un poquito al menos...) como él. O sea: "todo es gracia". En la comunión personal con Jesús, por la cual nos descubrimos comprendidos, perdonados y queridos incondicionalmente, y en la misión, encuentro con Jesús realmente presente en cada hermano necesitado (cf. Mt 25, 31-46), se va silenciosamente cumpliendo el milagro: el Espíritu Santo va transformando nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, capaz de sufrir y de llorar -¡capaz de amar!- donde puede Dios grabar a fuego la Ley Nueva del amor.
Por eso san Marcos, en el pasaje paralelo (3, 13-14), dice que antes de enviarlos Jesús llamó a sus discípulos "para que estuvieran con él". El "seminario" de los Doce consisitió en hacer experiencia de Jesús: del amor compasivo y misericordioso de su corazón.
Esta comunión de sentimientos con el Señor -esta sintonía con su compasión- no es sólo una condición "previa" al ministerio (un "seminario" del que después se sale, enviado) sino una condición permanente. El ministro de Cristo, el misionero debe nutrirse de la compasión de Jesús  permanentemente, como el racimo de la parra. ¿Comulgar no es eso: comer el amor de Jesús dando la vida hasta el fin? Esa es la oración del apóstol: no perder nunca la sintonía con las entrañas heridas de Jesús, no dejar que el corazón vuelva a encallecerse, no permitir que el ardor se enfríe... ¡Esa es la Misa de los cristianos!
Roguémosle a Dios, como Jesús nos pide, que envíe obreros a la cosecha, y pidamos que nos permita tener algo, alguito, de la compasión de su Hijo, de su estremecimiento, de sus lágrimas, ante nuestra gente que también hoy anda arrastrada y herida por el desamor y la falta de sentido.

viernes, 24 de junio de 2011

Noche de junio

Voy con un verso viejo, de hace más de diez años... y que sin embargo, cada vez que empiezan a tocar estas noches frías y hostiles, vuelvo a recordar. Espero que les guste, y si no, el adolescente que fui... que responda.

Noche de Junio

Quiero beber los silencios de la noche
donde düermen todas mis preguntas,
y en silencio contestarlas todas juntas,
aunque giman las estrellas un reproche

por robarles misterios a sus brillos.
Y dormir con el alma más liviana,
más libre, más sabia, más baquiana;
y buscar una almohada entre los grillos,

pues su canto es un etéreo almohadón frío
donde apoya la luna su cabeza.
Grillos, luna y yo somos un trío
cuyo único haber es la tristeza.

El viento va por la calle desolada
barriendo hojas negras que no sienten frío:
tropas inertes de un resero impío
que al fin las deja en la vereda helada.

Noche invernal, hosca y huraña,
no invita al ensueño, no llama al cantor;
su pálido rostro, su gélida entraña
tienen brillo y plata, pero no calor.

Ni los grillos cantan, ni los sapos rezan:
la voz escarchada no puede salir.
Ya no tengo almohada, pero no interesa:
la luna me cuida, me voy a dormir.

Punta Chica, 28 de junio de 1999

sábado, 11 de junio de 2011

Los callados hilos del Espíritu


Muchas veces he aprovechado “la hora de la oración” para agarrar el caballo y salir al campo, a dejar que la pampa y el cielo me ensanchen el corazón. Siempre me pareció una ingratitud no aceptar esa amabilidad del sol, que a la tardecita se pone manso y se entrega, dejándose mirar.
Cuando veo que se acerca ese momento sagrado en que el sol se va a poner, casi espontáneamente me apeo y, con instintivo respeto, presencio de pie esa bellísima tristeza del ocaso.
Algunas de esas tardes en que, sentado en el pasto, degustaba los tintos del cielo atardecido, me sorprendió un detalle antes inadvertido en esa soberbia escenografía, como irrumpe de pronto un primer plano en quien está acostumbrado a mirar el fondo. El sol, como un herido de muerte, desgarraba su último grito de luz antes de ahogarse en la sierra; como un postrero chuzazo sangriento, ese rayo de luz, lanzado desde abajo, al ras de la pampa, daba de lleno en la punta de los pastos, provocando una fiesta de formas y resplandores en los más humildes habitantes de la llanura. Y en medio de aquel inerme incendio de pastos y florcitas, de esa incandescencia sigilosa de panaderos, penachos y colas de zorro, celebrada apenas por los chimangos en retirada, un detalle me dejó extasiado. Sobre la infinita hilera oscura de siluetas vegetales, mecidas por la cadencia de la brisa, cientos, miles, millones de hilitos de oro aparecieron uniendo cada hojita de pasto, cada ínfima ramita, cada mínima flor. No había una sola plantita del campo que no estuviera atrapada en esa dorada cadena, colectiva artesanía de millones de arañitas invisibles. No se trataba de esas espléndidas telas de araña simétricas y redondas, prodigio de alguna antipática araña solterona, sino de simplísimos hilos en que la benigna luz del atardecer sabía reconocer el divino hilo de oro que abrazaba a todos los pastos del campo en su comunión, como una sinfonía de amor que saludaba al astro rey de la naturaleza.


Estos días en que, con toda la Iglesia, pedimos el Don del Espíritu Santo, volví con el pensamiento a esta metáfora que aprendí en esos inolvidables atardeceres de verano.
Pienso que el Espíritu Santo se parece a esas arañitas del campo. Él, a quien muchos autores llaman “el gran Desconocido”, es así porque “ama el esconderse”. El Espíritu teje en silencio y en lo escondido la profunda trama de nuestra comunión. Es un trabajador infatigable, y sin embargo uno casi nunca nota su presencia.
Si, como enseña la teología, el Espíritu Santo es el Amor personal en Dios, es natural que sea más “Desconocido”, porque el verdadero amor “no hace alarde, no se envanece (…) no busca su propio interés” (1 Co 13, 4b-5). Y sin embargo, es el fundamento de todo lo que existe, y lo que mueve el universo. Al Espíritu Santo, como al Amor, lo extrañamos cuando falta, pero nos cuesta agradecerlo cuando está. El Espíritu ama manifestarse no tanto en sí mismo como en sus frutos: en la increíble comunión de lo diverso (paz, amor, alegría, mansedumbre...) más que en la extraordinariedad del viento y el fuego (que quedan puertas adentro).
Sólo se deja ver cuando Dios quiere, y, como las secretas telarañas del ocaso, preferentemente a la hora de la oración...

sábado, 7 de mayo de 2011

Una misa de domingo

El domingo amaneció sin ganas de amanecer. Había que tomar coraje para salir a la calle vacía, cuyo solo dueño era un viento fuerte y frío que, para terminar de disuadir a los timoratos, escupía aquí y allá una helada lluvia pinchuda. Con toda su fuerza, ese "pampero sucio" no sólo no lograba romper la cortina gris de nubarrones, sino que parecía apelotonar unas contra otras las nubes, profundizando todavía más el negror del cielo. El otoño estaba gritando fuerte su demorada venida.
Más allá de la vía del tren, arrinconadas por el cauce viejo del río Reconquista y la ruta 202, se amuchan las casas de "la Perón", el barrio donde está la capilla más lejana de nuestra parroquia: San Ramón, en los mismos confines del partido de San Fernando.
Como todos los domingos, fuimos con el párroco a San Ramón para celebrar la Misa. Cuando llegamos a la entrada de la iglesita, nos encontramos las rejas cerradas y un grupúsculo de fieles desafiando el frío parados en la puerta. Eran tres señoras, un par de chicos jóvenes y la monjita que traía la guitarra. Y algunos perros, cómo no. Ateridos, pero entre francas sonrisas, se preguntaban por la doña que tiene la llave, que qué raro que no hubiera aparecido, que habían golpeado en su casa y nada, que si alguien tiene otro juego, que qué iban a hacer...
Al final otra de las señoras ofreció su casa, y decidimos ir para allá a celebrar la eucaristía.
Quienes esa inhóspita mañana hayan pasado por ahí se habrán preguntado por esa ínfima caravana que costeaba la ruta, y que casi en fila india sorteaba los mil desniveles de la maltrecha vereda. En el camino se sumó una familia que estaba viniendo a Misa y se cruzó con la improvisada procesión dominical. Habremos hecho tres cuadras, casi hasta la otra punta del barrio, hasta que alcanzamos a la doña que nos esperaba sonriente en la puerta de su casa.
Después de cruzar el patiecito de adelante, entramos. No bien pasada la puerta, vimos las mesas arrimadas puestas en el medio de esa pieza, las sillas y banquitos acomodados alrededor y los santitos de la casa en el centro, junto con sus respectivas velas, sobre un mantelito. Una vez congregados alrededor del doméstico altar, fueron apareciendo otros moradores de la casa -hijos y nietos de nuestra anfitriona- que completaron la asamblea.
Prendidas las velas, la hermanita dio los primeros acordes de una canción, y la Misa empezó, como todos los domingos... No teníamos cirio pascual, pero ¡qué lindo brillaban esas velitas en la penumbra de esa mañana oscura, mientras afuera el viento hacía sacudir las trémulas ventanas!

"Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones (...) se mantenían unidos y ponían lo suyo en común (...) partían el pan en las casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón (...)" (Hch 2, 42.44.46).
Tal vez fue porque tenía todavía grabadas en mis retinas las imágenes de la solemne liturgia multitudinaria, universal y grandiosa de la beatificación de Juan Pablo II, esa misma madrugada... Lo cierto es que a medida que iba escuchando la Liturgia de la Palabra de ese II Domingo de Pascua no podía ocultar mi profunda emoción: la Palabra se estaba cumpliendo de manera patente... Dos mil años más tarde, estaba este pequeño grupo de discípulos de Jesús, desafiando el frío y la lluvia, reunido para "partir el Pan" en una casa.  La misma tarde de Pascua (cf. Jn 20, 19 ss.), los discípulos, reunidos "el primer día de la semana", se encontraron con el Resucitado en medio de ellos y él les regaló su Espíritu y su paz, y volvieron a hacerlo "ocho días más tarde": "desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual" (Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 6).
¡Qué lindo saber con certeza firme que ahí, entre nosotros, en ese rincón de Virreyes, estaba presente el mismo Señor, el mismo Jesús Resucitado del día de Pascua, tan presente en la Plaza de San Pedro como en esta casa del barrio Perón! Pocas veces palpé de modo tan vibrante el misterio de la Única Iglesia, capaz de manifestarse en el esplendor de la Misa del Papa y en la sencillez apostólica de nuestra eucaristía casera en San Ramón. ¡Qué  grande y misteriosa trascendencia el que, aunque seamos "dos o tres", los cristianos nos reunamos cada domingo "en el nombre del Señor"! Quizá en la Comida del cielo, en ese "domingo sin ocaso", nos demos cuenta del todo. Mientras tanto, seamos nosotros "felices por creer sin haber visto" (cf. Jn 20, 29) y sigamos, de domingo a domingo, uniéndonos para celebrar la Palabra y el Pan, porque Cristo está donde está su Iglesia.



sábado, 23 de abril de 2011

Éste es el hombre

La liturgia de la Palabra del Viernes Santo tiene, entre tantos, un detalle que da que pensar. En el admirable texto del profeta Isaías, ese conmovedor poema que nos describe al Servidor de Dios que, siendo inocente, acepta libremente sufrir para beneficiar a los culpables, se dice que estaba "tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre, y su apariencia no era más la de un ser humano" (Is 52, 14). En el evangelio, nos volvemos a encontrar con un Servidor de Dios inocente, que tiene el rostro desfigurado por el dolor de los azotes, por la sangre de las espinas y por las bofetadas de los soldados. Es Jesús. Pero Pilato nos lo presenta diciendo todo lo contrario que Isaías: “Aquí tienen al hombre” (Jn 19, 5).
Pilato probablemente dijo esa frase sin ningún sentido especial, pero san Juan evangelista tiene un buen sentido del humor, y le gusta poner en boca de los enemigos de Jesús las más solemnes verdades. Por ejemplo, a Caifás le hace decir: "es preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación" (Jn 11, 50; cf. 19, 14); y en el evangelio de este Viernes Santo, es justamente Pilato -el mismo que dice: "¿Qué es la verdad?" (Jn 18, 38)- quien, sin siquiera sospecharlo, nos dice dos profundas verdades: “Aquí tienen al hombre” y un poco después: “Aquí está su rey” (Jn 19, 14). La tradición cristiana reconoció la hondura de esta frase, y por eso la hizo famosa, junto con la escena correspondiente, en tantas representaciones del "ecce homo".
La expresión griega "idou" ("he aquí"), por su raíz, se podría traducir como: “Vean, miren al hombre”. Hoy, Viernes santo, la Iglesia quiere “mirar al hombre” mirando a Jesús en la Cruz. Queremos reconocer, en ese servidor de Dios aplastado por el dolor, al hombre auténtico, al hombre verdadero, al hombre que es modelo de todo ser humano. Sin embargo, no es nada fácil encontrar el ideal de la humanidad en este rostro deshumanizado por la inhumanidad de sus semejantes.
Cristo, entonces, -y el Cristo de la Pasión y la Cruz- es “el hombre” sin más, la imagen perfecta del hombre. Ahora bien, podríamos decir que él es imagen nuestra por lo menos de dos maneras: como reflejo y como modelo. Como reflejo, Cristo es nuestra imagen en cuanto los hombres nos reconocemos en él y él en nosotros; como modelo, lo es en cuanto que estamos llamados a parecernos a él.
Nuestro pueblo se ha visto siempre atraído por el Señor de la Cruz. En todo Occidente, pero particularmente en América latina, tenemos una sensibilidad especial hacia Jesús crucificado: entre nosotros, tenemos al Señor de Mailín, al Señor de los Milagros de Salta, y en tantas iglesias y capillitas, tantísimos Cristos barrocos del tiempo colonial...  Siempre me impresionó, en nuestras iglesias grandes, cómo la mayoría de la gente no se acerca a rezar al sagrario sino a esas imágenes del Crucificado que quizá hoy a algunos nos parecen demasiado crueles y sangrientas, pero en las que el pueblo pobre y sufriente se vio y se sigue viendo reflejado. Cuando se sufre en serio, y uno se da cuenta de que nadie puede comprender ni compadecer el dolor que tiene, mira al Jesús sufriente, y se reconoce en él... Nuestra fe nos asegura que él sí, desde la Cruz, nos entiende desde adentro, y que con la cruz nos abraza con sus dos manos, y que a través de su Cruz nos va a llevar a buen puerto.
Este ser Jesús imagen del hombre tiene también otro aspecto, como si el espejo tuviera dos caras: no sólo el hombre sufriente se ve reflejado en Jesús, sino que Jesús se ve reflejado en todo hombre que sufre. Pilato nos señala a Jesús desfigurado, diciendo “Miren al hombre” y Jesús, con su silencio, nos lo repite: “miren al hombre”. Miren al hombre que está como yo ahora, desfigurado, deshumanizado, miren al hombre “sin forma ni hermosura que atraiga nuestras miradas”, miren al hombre “ante quien se aparta el rostro”, y en él, reconózcanme a mí, al Señor, al hombre verdadero. ¿No es ésta una de las enseñanzas fundamentales de Jesús: "en verdad les digo, todo lo que hicieron a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron" (Mt 25, 40; cf. Mt 25, 45)?
Por eso, “mirar al hombre” en la Cruz, también es comprometernos a mirar a todos los hombres, sobre todo a los que menos quisiéramos mirar. Si hoy “miramos”, y adoramos, y nos arrodillamos ante la Cruz, y lo hacemos en serio, tenemos que hacer lo mismo con los demás, sabiendo -aunque nada sintamos- que en ellos está Jesús.
“Aquí tienen al hombre”. Por último, Jesús es la imagen del hombre en cuanto modelo del hombre,  porque en la Cruz nos muestra cómo ser hombres verdaderamente, cómo alcanzar nuestra plenitud, como vivir de tal manera que vivamos para siempre. Jesús nos muestra cómo vivir humanamente y humanizando la vida de los demás. Jesús es el modelo del hombre perfecto, del hombre pleno, del hombre feliz.

Él, en la Cruz, es nuestro modelo, pero no por toda la sangre que derramó o por todo el sufrimiento que tuvo, como si el dolor o la sangre sirvieran de algo… Lamentablemente, nuestra experiencia es que muchas veces el dolor o el sufrimiento no hacen sino endurecer más el corazón de las personas, y no traen nada bueno. En efecto, lo que salva, lo que humaniza, lo que plenifica no es el dolor de Jesús, sino su amor. Él mismo había encarado así su Pasión:“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13). Sólo a través de este dar la vida vienen la fecundidad y la felicidad: sólo dando la vida se puede vivir y dar vida. “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, se queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24).
Aunque suene raro decirlo, hagámosle caso a Pilato. Cuando él nos señala “éste es el hombre”, miremos, y veamos a Jesús, al Hijo de Dios que por amor se hizo un hombre perfectamente inocente, que pasó haciendo el bien, que está entregando la vida por todos. Entonces comprenderemos que lo que hace que vivir y morir tengan sentido y valgan la pena es el amor, que la plenitud humana es la vida entregada a los hermanos.

jueves, 31 de marzo de 2011

Ser buena samaritana para ser buen samaritano



Es el mediodía. El contorno de los escasos arbustos se desdibuja a lo lejos por el calor que todo lo aplasta. "Fatigado del camino" aparece Jesús, que se sienta, solo, en el pozo solo. Y llega una mujer samaritana. No es difícil ponernos en el lugar de ella, delante de aquel forastero, en quien los que escuchamos el Evangelio reconocemos a la Palabra de Dios hecha carne.
Lo primero que Jesús hace es apelar a la generosidad: "dame de beber", sin decir buendía... No es una actitud esperable, y en esto lleva la marca registrada de Dios: descoloca... "¿Cómo tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?" (v. 9). Pero Jesús le revela su intención verdadera: "si conocieras... quién es el que te dice: "dame de beber", tú le habrías pedido y él te habría dado agua viva" (v. 10). Jesús tiene sed de la sed de la mujer. El Señor quiere a toda costa, imperativamente, encontrarse con nuestra sed. "Te quiero saciar, pero pedime". Pero la mujer no puede, porque falta "conocer el don de Dios"...
En el capítulo anterior, Juan ya nos contaba que el don de Dios es el mismo Jesús: "tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera sino tenga vida eterna" (3, 16). Pero conocer el don de Dios es "tener experiencia" de él... Resuena en nuestros oídos el despechado reproche divino: "Yo conozco a Efraím... y no conocen al Señor" (Oseas 5, 3a.4b). Esta mujer es inteligente e instruida, pero hay veces que los conocimientos impiden "conocer" de veras: ella sabe perfectamente la historia del pozo, la de los patriarcas, las diferencias teológicas entre judíos y samaritanos, incluso la misión y venida del Mesías... Pero estando delante de él, no puede siquiera elevarse al plano de conversación más espiritual al que quiere llevarla Jesús, y su pensamiento se queda anclado en la realidad del agua material.
Todo pasa por su corazón, sepultado bajo esas razones racionalizadoras... Su corazón, como el nuestro, tan acostumbrado a beber, a tomar, a buscar... imperado por la necesidad de saciar su sed. Jesús, como ella no le pide todavía nada, la busca por algún resquicio de debilidad, de fragilidad, de "sed", de deseo: "el que beba del agua que yo daré nunca más volverá a tener sed" (v. 14). A la samaritana se le ilumina el rostro: "¡basta de venir cada día al pozo a sacar agua...!" (cf. v. 15). El Señor, con maestría, puso al descubierto una primera fibra del corazón de la mujer: la fatiga de tener que saciar su sed. En efecto, hay dos tipos de sed... Una es la del deseo -cuando uno sabe y busca qué es lo que necesita- y otra es la de la necesidad no reconocida. Calmar la sed de una necesidad no reconocida no es una tarea gozosa, sino una esclavitud ciega y siempre frustrante. ¡Cuántas veces nuestros corazones, sin saberlo, se van desangrando así...!
Pero entonces, punzada en su debilidad, la samaritana dice la palabra mágica: "dame de esa agua..." (v. 15), y entonces, con la puerta abierta por la libertad, empieza el milagro.
Me imagino que Jesús, "saciado" por este pedido, olvidado del calor y del cansancio, y puesto de pie entusiasmado, casi frotándose las manos del gusto,  la habrá mirado con la dulce incisividad del amor, que descubre las profundas heridas del corazón: "Bien, empecemos: traete a tu marido"... "No tengo marido" (v. 17), respuesta "racional" que el Señor desnuda de inmediato: "tienes razón [...] has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido [....]" (v. 18). Al sentirse descubierta, ella apela nuevamente a la racionalización y contesta rápidamente: "Señor, veo que eres un profeta" (v. 19) y trata desesperadamente de poner distancia entre ella y su interlocutor con una disquisición teológica acerca de lo que los separa: acerca de los lugares de culto de judíos y samaritanos... Jesús, Maestro paciente, se sube al tren hasta que en un momento clave le revela toda la verdad, como quien saca un as escondido bajo la manga: "el Mesías [...] soy yo, el que te está hablando" (cf. vv. 25-26).
¡Es el momento de la verdad! Pero justo entonces, rompiendo todo el clima, caen los discípulos, que volvían de hacer las compras. Se ve que entonces Jesús se distrae y por primera vez le quitó los ojos a la mujer. Ella aprovecha la ocasión y huye a contar que vio, casi con seguridad, al Mesías… ¿Cómo sabe? La prueba es la verdad: “me dijo todo lo que hice” (v. 29). Ahora sabemos de sus propios labios que aquellas palabras de Jesús a las que ella había fingido no dar importancia (“veo que eres un profeta”…) le habían calado hondo, muy hondo, tan hondo desde donde puede brotar la vertiente del agua viva… El Señor la había “llevado al desierto” y le estaba “hablando al corazón” (cf. Os 2, 16) pero al mismo tiempo la había “desnudado por completo” (Os 2, 5). Ella, que todavía no conocía el “don de Dios”, era sin embargo totalmente conocida por Jesús, que sabía de sus cinco maridos y de su actual concubino… Pero Jesús no le dijo esa verdad para dejar al descubierto su inmoralidad, sino para asegurarle que conocía a fondo las heridas sedientas de su corazón, las dolorosas grietas de su desdichado cántaro, al que “el agua se le escapa cada dos por tres”, como a los “pobres coladores” de María Elena Walsh. El Señor se mostraba perfectamente al tanto de su afán obsesivo de afecto, que no había hecho más que acumularle fracasos amorosos. Iban seis, y ella déle ir al pozo…
Aquí el evangelista nos regala un detalle precioso, porque pone: “La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad” (v. 28). El milagro ya está hecho, ya la samaritana es una mujer nueva.
Entonces volvemos a recordar que todo había comenzado con un “llamado a la solidaridad”, con una invitación a la generosidad: “dame de beber” (v. 7). Y lo cierto es que ella, al final, no le dio nunca a Jesús ni un trago de agua, pero sí había ya respondido de corazón al segundo “pedido” del Señor: “Créeme, mujer…” (v. 21). Porque los pasos de este camino nuevo se dan de a poco: una vida entera dedicada a la desecante gimnasia de “absorber” no se transforma tan rápidamente. Pero lo fundamental está hecho: ella dejó olvidado su cántaro, esas sus pobrecitas necesidades insaciables que le secaban la vida a ella y a los hombres que se dejaban absorber por su febril seducción…
Sin darse cuenta quizá, su corrida a la ciudad era el cumplimiento de la promesa de Jesús y la coronación del proceso: ella había “conocido el don de Dios”, le había “pedido agua”, él le dio entonces a beber toda su misericordia, con una mirada de amor que la hizo encontrarse a un tiempo con su propia verdad y con la verdad sobre Él, y ahora ella tenía adentro una “fuente que brota hasta la vida eterna” (v. 14), que empapaba a sus paisanos y los conducía al Camino, a la Verdad, a la Vida…
¡Cuántas verdades sobre Dios y sobre nosotros nos revela este misterio de Jesús y la samaritana!
Para quienes somos discípulos de este Maestro, y queremos, como Él, ser “buenos samaritanos” que pasen por la vida haciendo el bien, el itinerario de la samaritana nos llena de esperanza. De hecho, no podríamos ser como “el buen samaritano” (cf. Lc 10, 25-37) si no somos antes bien “la samaritana”. ¡Qué lindo es pensar que la tan difícil abnegación que Cristo nos exige (cf. Lc 9, 23-24), y que nos sabe a muerte (cf. Jn 12, 24), puede hacerse efectiva con la misma espontaneidad con que la samaritana dejó su cántaro olvidado! Éste es el verdadero camino de la cruz, ésta es la genuina vida cristiana, que surge, abundante como el agua, del amor de Dios, y no de los imperativos extrínsecos y voluntaristas. Únicamente cuando uno “gusta y ve qué bueno es el Señor” (Sal 33, 9), cuando puede decir “encontré al amor de mi alma” (Ct 3, 4), cuando la sed más profunda del amor más profundo encuentra por fin la “fuente de agua viva” (Jer 2, 13a), sólo entonces puede dejar olvidado el inconformable cántaro del propio yo, esa “cisterna agrietada que no retiene el agua” (Jer 2, 13b), esa angustiada aspiradora afectiva que demanda, reclama y absorbe sin nunca calmar su ansiedad, y dedicarse por entero a que otros “vengan a ver” (Jn 4, 29; cf. Jn 1, 39.46) a Jesús, nuestro Dios y nuestro Señor.

Señor Jesús, misterioso peregrino del mediodía
que en los desiertos de la vida nos sales al encuentro,
gracias por hacernos conocer la verdad sobre nosotros mismos,
gracias porque a la luz de tu rostro vamos también descubriendo el nuestro,
gracias por darnos esa Agua viva, el Espíritu que nos enseña la verdad (cf. Jn 7, 39),
porque esa verdad nos va haciendo libres,
libres para decir “sí”,

libres para derramar en nuestros hermanos
el amor de Dios que tú derramas en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5).

domingo, 20 de marzo de 2011

¡Recen por mí!


Aunque no suelo escribir cosas directamente personales en el blog, hagamos una excepción para compartir esta linda noticia, sobre todo con quienes me une sólo este misterioso vínculo cibernáutico.
A todos pido oraciones, para que pueda ser fiel servidor de nuestro Señor, quien dijo de sí mismo que "no ha venido a ser servido sino a servir" (Mc 10, 45).
Este camino de servicio a la Iglesia requiere que, como discípulo, cada día "me niegue a mí mismo y tome la cruz": es un camino de muerte y resurrección, como el de nuestro Maestro. De aquí el lema, tomado de las mismas palabras de Jesús, que me acompaña en este paso fundamental de vida consagrada.
Pídanle a la Virgen, a Ella que pronunció el "amén" más fecundo de la historia ante la anunciación del Ángel, que en esta solemnidad de la Anunciación sea también ella, como Madre y Hermana, la que me enseñe a dar un "sí" generoso y fiel al Buen Dios que me quiere, me llama y me envía a su Pueblo.

domingo, 20 de febrero de 2011

Cuando Adán estuvo en Ayacucho

Hace casi diez años que no pasaba quince días seguidos en el campo. Y, tal como lo tenía puntualmente previsto y largamente deseado, las dos semanas de estudio requeridas para el examen final de toda la teología me proporcionaron la excusa perfecta para venir.
Lo cierto es que es muy diferente venir al campo con el impune sosiego de una quincena que con los días contados, atorado por la muy cierta sensación de que las horas se van al galope, y de que el tiempo a uno lo persigue, hambriento, con el aliento en la nuca, celoso devorador de su felicidad.
En esas ocasiones, la mirada se me contagia de esa ansiedad del cronómetro, y mis sentidos se atragantan con las mil bellezas de la pampa, como si engordar con desmesura la memoria alcanzara para tirar con el recuerdo durante las flacas horas de la ausencia.
Estos días, en cambio, gocé de poder mirar las cosas mansamente, sin apuro, con la misma calma serena con que se mira el cielo en los remansos. Y la verdá que es lindo lo que pasa cuando uno no está activamente dirigiendo su mirada sino que deja que obre el asombro, y que los ojos se fijen solos en lo que más los atrae. Esta vez descubrí los pastos del campo. Cada uno me llamaba la atención, y parecía que por primera vez me daba cuenta de la apabullante variedad que mentía la verde homogeneidad de la llanura.
En mi vida, estas atracciones espontáneas fueron variando: primero, como a los diez años, fueron los grandes árboles europeos, empezando por los del monte de “El Rodeo”, cuyos nombres mamá o mi abuela me enseñaban, y que me llevaron a hacer un herbario con todas las especies del campo y del barrio; después fueron los pájaros autóctonos, que iba conociendo preguntándole a papá; hace un par de años, me agarró una locura por conocer los árboles y arbustos autóctonos de los alrededores de Buenos Ayres, ayudado esta vez ya por Google… Cada atracción nueva tiene la peculiaridad de no desplazar, sin embargo, los amores precedentes, de modo que hoy me siguen encantando los árboles de jardín, y los pájaros libres, y los talas de los baldíos.
Y ahora los pastos. Cada tarde, terminado el estudio, me voy caminando hasta un potrero del campo al lado, o a las cunetas del camino, o a los pocos bajos que no presentan el unánime color del glifosato, para encontrarme con los pastos naturales. Me sorprendo a mí mismo, que siempre andaba mirando al cielo, con los ojos clavados en el piso, sondeando cada nuevo tono de verde del camino. No es que antes no me hubiera fijado en los pastos: ya distinguía el trébol del lotus, y el pasto miel del “pelo de chancho”, y la gramilla de ese pastito de sombra de la calle de acer… Pero desde que me tomó este nuevo asombro, mi mirada, presa de una fuerte avidez botánica, ve por doquier detalles nuevos, arranca, clasifica, distingue… y sobre todo pregunta. Tengo una necesidad imperiosa de saber los nombres de cada pasto o planta nueva que descubro.
Gracias a Dios, están los amigos camperos y parientes agrónomos, que me van de a poco “desasnando”, ayudándome a clasificar y a nombrar: umbelíferas, gramíneas, ciperáceas; cicuta, biznaga y altamisa; cepacaballo, achira y cardo asnal; flechilla, cola de zorro y cebadilla… Con cada nombre nuevo, mi inteligencia descansa con solaz de panza llena; por el contrario, cada yuyo descubierto y todavía anónimo me acucia el espíritu con la impaciencia de encontrarlo en la sabihonda planicie de algún libro de botánica…
                                                                         
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Esta mañana, mientras paseaba mi vista por la llanura bendecida de rocío, me quedé pensando en la fuerza que tiene el nombrar. Hasta que uno no nombra de alguna manera las cosas –aunque sea con una denominación totalmente amateur y personal: “el pastito de sombra de la calle de acer”- es como si éstas no cobraran entidad propia, como si no existieran para nosotros. Ahora bien, a medida que el ojo se afina y puede discernir una cosa de la otra, y entonces nombrar, cada especie se va despegando con luz propia de la masa genérica en que permanecía ignotamente aletargada. ¡Qué lindo ver que cada detalle del paisaje se despierta y empieza a desplegarse ante nuestros ojos!
A medida que uno puede llamar a las cosas por su nombre, éstas, de algún modo, pasan a ser parte de nosotros. Uno las conoce. Uno las “sabe”… (Porque saber es saborear, saber cómo “saben” las cosas). A cada nombre, entonces, uno se enriquece, uno “es” un poco “más”. Qué gran enseñanza nos muestra esta hermosa paradoja: es precisamente en el momento en que uno reconoce al otro en su más propia identidad –en el acto de nombrar- que uno crece, que uno “es más”. Detrás del acto auténtico de “nombrar” está el verdadero conocimiento, ese por el cual uno descubre al otro en cuanto otro (y no en referencia a uno mismo), de modo que la misma existencia del otro nos enriquece y nos “ensancha”. En el verdadero conocer –que es un conocer amante- uno deja que el otro sea tal como es, y frente a esa alteridad uno se descubre más uno mismo. De aquí la fundamental importancia -llena de consecuncias- de nombrar, de llamar por su nombre a las personas…
Sin embargo no todo “nombrar” es auténtico. Hay nombres que no reflejan un “conocer” genuino -un conocer respetuoso y transparente de la identidad del otro-, sino que delatan el conocimiento posesivo del utilitarismo, que nunca puede alcanzar la identidad y la esencia de lo que tiene delante. Por ejemplo, en el rubro que ahora me ocupa, si uno habla de “pasto” o de “pasturas” no designa a las plantas en lo que tienen de propio sino en cuanto sirven para que coma el ganado; asimismo, si uno dice “malezas” está nombrándolas no por sí mismas, sino en tanto que amenazan otra especie que se quiere cultivar; y si se llaman “césped” es en cuanto que sirven para que nuestros pies tengan “prohibido pisarlas” en un jardín…
El conocer posesivo acaba por no “poseer” nada: de hecho, al no ser sino un eco del propio yo y de sus propios proyectos e intereses, impide el encuentro con lo otro y con lo diferente, que es lo que, a fin de cuentas uno podría poseer, y poseyéndolo enriquecerse.
“Nombrar” es un acto nobilísimo: es la acción que, por decir así, corona y consagra el conocimiento. Todo conocer se cuaja en algún nombre, que desde entonces será como la llave para acceder a ese saber adquirido. Nombrar es un gesto a la vez de señorío y de respeto, por el que precisamente al reconocer la dignidad de lo nombrado se manifiesta la dignidad del nombrador. Será por eso que siempre me gustó irresistiblemente la escena de Adán en el paraíso, poniéndole a cada creatura el nombre que habría de tener: “Y el Señor Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. Y el hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo […]” (Gén 2, 19-20a).
Si nombrar es conocer, éste es el pasaje que muestra que Adán “sabía todo”, pero no porque su ciencia fuera “infusa” sino porque su mirada era tan pura, y su corazón tan sensible, que todo él era un asombro: "Antaño a este asombro lo llamaron Adán" (Juan Pablo II, Tríptico romano, I, 1).
Conocer el nombre de las cosas acrecienta la capacidad de gozo (¿No decía el viejo Aristóteles que todo hombre desea saber?). Cuando voy por la calle y veo acá plátanos, y allá un cedro, y más allá contra la vía un tala inmemorial, y al mismo tiempo me alegro de descubrir a “mi” gavilán mixto planeando en la lejura azul, o de sorprender a unas pendencieras calandrias cascoteando a un impávido carancho en la punta de algún pino… a veces me pongo a pensar cómo vería ese grupo de árboles del otro lado de la avenida si no supiera sus nombres... ¿No los vería acaso como una masa verde e indistinta? ¡Cuánto menos disfrutaría la vida, qué triste sería si no supiera distinguir los pájaros, si un ciprés o un pino dieran lo mismo, si no me sorprendiera un tala más que una morera! De igual manera pienso cuánto más gozaría si conociera los nombres de las flores –de las que sé poco y nada- y supiera admirarlas en cada cantero y en cada maceta, mientras los colectivos trasportan mi mirada somnolienta…; o cuánto más me alegraría al mirar las estrellas, si entendiera los arcanos de las constelaciones, y así podría seguir…
Poder nombrar y conocer más aumenta la sensibilidad y la capacidad de asombrarnos y de gozar más de la vida, de todas esas maravillas que Dios hace desfilar ante nuestra vista.
En fin, -y sin ingerir ni inhalar ninguno de mis hallazgos vegetales- mi afición pasturienta devino filosofía.


De todos modos, cada vez que salgo a recibir, a abrazar, a beber ese paisaje querido, y voy, como otro Adán, nombrando y agradeciendo cada flor y yuyo de la pampa, me siento tan hermano de aquel viejísimo antepasado, que se me hace que en realidad él mismo viene al trotecito “a la par mía”, asombrándose como la primera vez, descubriendo y bautizando las criaturas y bendiciendo al Creador en cada una, mientras me enseña a deletrear el nombre de la felicidad por estos caminos del Paraíso... entre Tandil y Ayacucho.

"El Rodeo", Ayacucho, 19 de febrero de 2010.



miércoles, 19 de enero de 2011

Poner al otro "en el medio"


Hay pasajes del evangelio en que de manera privilegiada uno puede como asomarse a las profundidades del corazón de Jesús. La primera escena del capítulo tres de Marcos tiene, en este sentido, una densidad especial.
Jesús está en medio de los agitados días de su predicación en Galilea, y tal vez por trabajar mucho y descansar poco viene un tanto cansado. Acaso por eso nuestro Señor está un poco menos tolerante y, ante una nueva jugada de los fariseos, reacciona vivamente, dejándonos ver sus sentimientos al desnudo.
En efecto, Jesús acababa de darles pacientemente a los fariseos la justificación bíblica de por qué sus discípulos podían arrancar espigas en día sábado, y él, "Señor también del sábado" (Mc 2, 28) les había recordado que "el sábado estaba hecho para el hombre y no el hombre para el sábado" (2, 27). Por eso no puede creer que ese mismo día, al entrar en la sinagoga, vuelvan a preguntarle -"para acusarlo" (Mc 3, 2)- si iba a curar a un hombre que allí había, que tenía la mano seca.
Jesús, antes de contestar nada a sus acusadores, se dirige al hombre enfermo: "levántate [y ven] al medio" (3, 3). Sólo entonces les habla a los de la sinagoga, y les pregunta si en sábado se puede hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla. Mas como los fariseos sabían de memoria qué no se podía realizar, pero no qué sí se podía hacer, se quedaron callados. (En todo el pasaje hay una insistente alusión a la positiva realización activa del bien, contra la "sequedad de la mano" que impide hacer cualquier cosa, y contra la "dureza del corazón" que estanca en la pasividad de una ideología religiosa estéril).
El Señor se subleva ante este silencio, y los mira "con ira", y a la vez "entristecido por la dureza de sus corazones".
"Mirándolos con ira" (3, 5). La palabra que usa el evangelista ("orgé") es la misma que los profetas usan siempre para designar la "ira" o "cólera" de Dios, que se desatará en el terrible "día del Señor". ¿Qué es lo que provoca esta "cólera" de Jesús?
Jesús no puede soportar que la Ley de Dios se haya vuelto un obstáculo para la salvación del hombre, en lugar de ser la "alegría del corazón" (Sal 18, 9). En efecto, cuando el Deuteronomio habla de "santificar el sábado" explica el motivo de su celebración: "Recuerda que fuiste esclavo en Egipto, y que el Señor te hizo salir de allí con el poder de su mano y la fuerza de su brazo. Por eso el Señor, tu Dios, te manda celebrar el día sábado" (Dt 5, 15). De aquí que el descanso sabático tenga como objetivo la liberación de la esclavitud, y no la inactividad por la inactividad misma: "Así podrán descansar tu esclavo y tu esclava, como lo haces tú" (Dt 5, 14).
La "dureza de sus corazones" pervirtió tanto el sentido de la ley del sábado hecha "para el hombre", que terminó convirtiéndose en el obstáculo principal entre el Médico y el hombre enfermo. Los fariseos, por instrumentalizar la Ley para acusar al "Hijo del hombre", la volvieron un instrumento en contra del hombre: por eso no pensaron nunca en la desgracia de la persona de la mano paralizada, ni se detuvieron a considerar la extraordinaria capacidad terapéutica de Jesús, que sin embargo daban por descontada. 
Hizo falta la profunda humanidad del "Hijo del hombre" para restablecer el recto orden de las cosas. Por eso, antes de tomar alguna decisión ante el desafío de los fariseos, Jesús pone las cosas en su sitio, y llama al hombre: "Levántate (el mismo verbo de la resurrección) al medio". Casi por instinto, la reacción de Jesús ante el enredo del planteo legal fue mirar a la persona y ponerla en el centro. Como suele pasar, lo demás fue la consecuencia de esta recta manera de mirar las cosas.
Jesús cura, finalmente, al hombre de la mano seca, pero su activo "hacer el bien" y su "salvar una vida" en día sábado le costaron la vida: en efecto, "los fariseos" se confabularon ya ese día con los "herodianos" para matarlo (cf. 3, 6).

En pocas líneas, Marcos nos pinta al Señor de cuerpo entero, con sus sentimientos y sus pasiones, con su corazón decididamente inclinado por el amor cueste lo que cueste. Jesús, el Hijo que "lleva en el corazón la ley de su Dios" nos enseña a poner siempre al prójimo concreto, y más aún, al prójimo necesitado, "en el medio". Cuando cualquier gran nombre -así sea tan santo como "la Ley", el "sábado" o la "Iglesia", - se interpone entre nuestra mirada y el prójimo, y quita al otro -al hermano concreto- del centro de gravedad de nuestro amor, necesitamos que, apenado por la dureza de nuestro corazón, el Maestro nos sacuda con su "mirada de ira", como a los fariseos de hoy.
El amor concreto a las personas concretas es el santo remedio contra todas las ideologías utópicas, que, si no acaban en nombre de la Humanidad destruyendo al hombre, confirman al menos el refrán de que "lo mejor es enemigo de lo bueno". Jesús, poniendo al hermano necesitado "en el medio" no pensó en las consecuencias de oponerse a las autoridades religiosas y políticas sino en "hacer el bien" y en "salvar la vida". Por lo tanto, la referencia concreta al hermano de carne y hueso será siempre el criterio del amor al Dios cristiano (cf. 1 Jn 4, 19-21).