viernes, 27 de junio de 2025

SOLTAR... ¿qué? A propósito del Sagrado Corazón.


“Vengan a Mí, todos ustedes que están abatidos y fatigados,
que Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo,
y aprendan de Mí, que soy paciente y humilde de corazón,
porque mi yugo es suave, y mi carga liviana” (Mt 11, 28-30).

 

 

Si hay un verbo que podríamos decir está de moda, ése es “soltar”. Se nos antoja tan cómodo, que ya tiene algo de comodín, y cabe bien en tantos sitios del habla corriente, que ya nos hemos olvidado qué palabra poníamos antes en su lugar.

Antes, “soltar” era un verbo transitivo: es decir, había que aclarar: “¿soltar qué?”. Se soltaba la mano, las riendas, la manija… Ahora es un verbo tan cómodo que ya no necesita especificar su objeto, y se usa solito, y casi siempre en imperativo: “¡Soltá!”. Pero es un imperativo que por el significado mismo del verbo nos parece amable, compasivo, bonachón, como si siempre viniera complementado con un cariñoso: “¡Soltá, zonzo!”

Pero, quiérase o no, es un imperativo al fin, que nos susurra cada amiga al oído, que sorbemos en cada charla de café, que asimilamos en cada augurio de las redes sociales, y que repite como un mantra cada counselor y sentencia suavemente cada quien que se precie de ser un poco más “espiritual” que uno.

Ahora bien, esa ausencia de “objeto directo” no es sólo gramatical.  Al contrario, por ello mismo es muy decidora de lo que sucede en la realidad. Al interiorizar -sin casi sentirlo- la consigna omnipresente de “soltar”, no viene al caso ya qué cosa sea lo que debemos dejar. El imperativo pasa por alto, olímpicamente, la realidad exterior, para enfocarse solamente en el acto interior del sujeto solterón, perdón, digo, soltador. “No importa lo que tengas que soltar, no viene al caso la realidad exterior a tu problema: importa que vos sueltes lo que sea, y así recobres la tranquilidad perdida. Zonzo…”. Esto nos sitúa de lleno en un plano individualista, y no hay en esto secreto alguno. El que lo logra se convierte en alguien perfectamente “suelto” de todo, no ligado por nada, libre de cualquier atadura.

¿No será este soltar, entonces, el camino directo a la libertad? (Y de sólo mentar la palabrita pareciera que me llega, rítmica e inconfundible, la consabida arenga de los posmodernos corifeos: “¡Viva la libertad, carajo!”).

Ahora bien, no quisiera dejar suelto un cabo que antes traje. Y es el de los verbos que fueron sustituidos por nuestro comodín de marras. Ellos sí guardan relación directa a sus objetos, y por eso, volver a pensar qué palabra usábamos antes donde ahora ponemos “soltar” puede quizá revelarnos lo que pasa fuera del sujeto soltador cuando éste se abandona al mágico imperativo del soltar.   

Soltar es a veces sinónimo de olvidarse, o no pensar, a veces de resignarse, otras de perdonar, otras de abandonar (o abandonarse), muchas veces de confiar, otras tantas de dejar, y también de no controlar, y así descuidar (o descuidarse) o de despreocuparse (o de no preocuparse por). Pero sólo atendiendo a los casos concretos podemos medir el costo del soltar en el mundo “exterior” (al individuo individualista).

          “Soltá” puede querer decir “no te tomes todo a la tremenda”, que sólo es liberador si de verdad -objetivamente- la cosa “no es para tanto”, o si la persona está “ahogándose en un vaso de agua”. Pero ese “soltá” no sirve para el que tiene un hijo gravemente enfermo, o para el que sufre la muerte de un amigo… “Soltá” puede significar en ciertos contextos cosas tan caras como “divorciate”, o “dejá que tus hijos se equivoquen”, “que lo arregle otro”. En última instancia, “soltar” es siempre lo contrario de “hacerse cargo”, de asumir la responsabilidad, o la misma realidad...

          Si nos fijamos en el origen de la palabra, “soltar” viene (a través de la raíz de participio pasado “solutus”) de un verbo “solver” (solvere en latín) que hoy ya no conocemos como absoluto, es decir, como desligado de algunos afijos, sino conformando con ellos verbos tales como “re-solver”, “ab-solver”, “di-solver”, etc.

La reflexión etimológica bien puede enseñarnos que el resultado del “soltar” depende siempre del objeto del cual nos desligamos. Porque, si aquello de que nos desembarazamos es el pecado, entonces estamos “ab-sueltos” de culpa y por ello, libres. Pero si lo que dejamos ir son nuestros compromisos morales, entonces nos convertiremos en personas “di-solutas”… En última instancia, si lo que pretendemos es quedar sueltos de toda ligazón, de toda religación (y religión), de toda relación y de todo vínculo, siendo -como somos- animales dotados de ombligo y seres sociales por naturaleza, quedaremos, más temprano que tarde, sencillamente “di-sueltos”.     

* *

La moda del verbo “soltar” ha entrado, creo poder asegurarlo, por la ventana (franco ventanal más bien) de las espiritualidades orientales, a través de sus mil rostros: yoga, reiki, budas, mandalas, autoayuda, retiros espirituales, etc. Remito para más datos a esta conferencia del budista Lama Rinchen.

Según el budismo, la causa de todas nuestras inquietudes, de nuestras faltas de “paz”, es el deseo. El deseo, dice el gurú oriental, es el viento que mueve las hojas del árbol. Si no hubiese viento, no habría menearse, todo sería paz y quietud.

Hasta aquí estamos de acuerdo: el deseo, y en última instancia el amor, es la fuente de todas las pasiones humanas. El amor, que es el apetito por excelencia, es la causa tanto de la tristeza (por el deseo frustrado) como del gozo (por el deseo consumado).

La espiritualidad budista es admirable por su radicalidad y por las alturas ascéticas que persigue (y muchas veces alcanza). Es que lucha contra nuestra naturaleza misma, extinguiendo del corazón del hombre todo deseo, es decir, neutralizando todo amor. Pero el camino de Buda, por el inmoderado afán de erradicar de la vida humana toda tristeza, todo dolor, toda inquietud, es capaz de pagar el altísimo precio de apagar toda pasión, todo deseo, todo amor. Logra la paz… al precio de la vida. Siguiendo la imagen del viento que inquieta, diríamos que quita el viento, para para ello quita también el aire. La quietud del Buda es una paz del quedarse suelto, des-amorado, de todo objeto, de todo apego, de toda realidad. Queda sólo el yo, desnudo. Con la ilusión de que en esa desnudez última nos di-solvamos en Dios. 

Pero ese Dios es más Nada que Ser. Es más Algo que Alguien. Y, puesto que no se lo encuentra en el compromiso concreto del amor a Él y al prójimo, sino en el insensible soltar del desamor radical, es un Dios que no ama. ¡Pues no es Dios! Ni eso es vida, ni es libertad, ni es nada… Sino un costosísimo suicidio, una sofisticada eutanasia, una admirable pero mortífera espiritualidad.


Frente a esta moda, en muchos inocente, pero en nada inocua, hoy se pone de pie el Señor y, señalando su corazón transido, grita en la plaza del mundo: “¡Vengan a Mi, todos ustedes que están afligidos y agobiados, que Yo los aliviaré!” (Mt 11, 28).

¿Tenés dolor, tristeza, desasosiego, angustia…? Aquel en quien busques ayuda te responderá con un barato: “¡soltá!” 

Sólo la voz del único Maestro, sólo quien es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) te gritará, desde la otra punta, lo contrario: “¿Quieren paz? -“Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo” (Jn 14, 27). “¿Quieren alivio? “Carguen sobre ustedes mi yugo […] porque mi yugo es suave, y mi carga liviana” (Mt 11, 28-30).

“Carguen…” ¿En serio, de verdad Jesús les dice esto a los que hace un instante convocó por su condición de abatidos y de fatigados? ¿Y es pensable que todavía explicite: “carguen sobre ustedes”, y que para más diga el “yugo”, cuya sola mención espantaría al que viene cansado?

Pues sí. Es el verbo exactamente contrario a “soltar”. La vida cristiana es “cargar”. “El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo (y no negar todo y a todos los que no sean yo), tome (cargue, abrace) su cruz cada día, y sígame” (cf. Mt 16, 24). Pero es cargar con Cristo, que carga antes, que carga primero, que me carga a mí mismo...

¿No es curioso que hoy demos “soltar” como sinónimo de “perdonar”? Pues Cristo usó la imagen del pastor que deja las noventa y nueve para buscar, encontrar y “cargar” a la oveja perdida para mostrar su misericordia. Él no suelta nada: y para salvarnos, que es redimirnos (o sea "pagar", "hacerse cargo") en la Cruz carga -asume- todo.

¿Y por qué es lo contrario? Porque Él es el amor. Y sólo el amor nos hace felices. Pero no existe amar sin sufrir.

Por eso el Sagrado Corazón de Jesús, que es el ícono más querido del Señor resucitado, y fuente de donde dimana todo el Amor de Dios, es representado con la corona de espinas que lo tiene completamente ceñido.

Soltar no sólo nos aleja del cristianismo, sino que nos deshumaniza. 

¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!

Tupasy ñuguaití

 


Un cálido recuerdo

rescata el alma mía

de la melancolía

en que a veces me pierdo.


Era un día sin frío

aunque julio mediaba

y el pueblo entero estaba

a la orilla del río.


Y yo estaba entre tantos

que esperaban la cita

con la fiel virgencita

entre rezos y cantos.


De pronto, entre el gentío

que colmaba la orilla,

descubrí a una chiquilla

sola, llorando al río.


Verla acurrucadita,

sentada en la barranca,

del corazón me arranca

ternura - infinita.


¿QUÉ TENDRÁN TUS OJOS,

NIÑA DE MI RÍO?

¿LLORAR DE ROCÍO

O ESPUMA DE ENOJOS?


Pero hay otros ojos

que desde la orilla

como "a hurtadillas"

la miran de reojo.


Son las de un cunumí

descalzo, y de bermudas,

un pescador, sin dudas,

del pueblo de Itatí.


No es chico ni es grande

pero está el muchachito

en ese umbral bendito

que cuerpo y alma expande.


No le quita los ojos

como si conociera

mujer por vez primera

y unos hondos antojos...


Y la Virgen llegaba,

y él no ve el griterío,

ni la gente, ni el río:

a otra virgen miraba.


¿QUÉ DARÁN TUS OJOS,

MI NIÑA DEL RÍO?

¿FRESCOR DE ROCÍO?

¿CALOR DE SONROJOS?


Las Tunas, 27 de junio del año 2025 de Nuestro Señor.



viernes, 9 de mayo de 2025

La Virgen nos regaló un Papa

Me gusta pensarlo así. 

El Papa Francisco soberanamente eligiendo -genio y figura hasta la sepultura- su último destino a los pies de la más venerable imagen de la Virgen en Roma: la salus populi romani. Como dando su última indicación. Como buscando refugio (sub tuum praesidium confugimus...) bajo su manto misericordioso.

Y hoy, solemnidad de la Virgen de Luján, la advocación del Papa Francisco, la patrona de nuestro pueblo, recibimos la gran alegría de saber que el nuevo Sucesor de San Pedro es León XIV. Justamente un día como hoy, 8 de mayo, pero de 1887, el Papa que llevó por última vez ese nombre (León XIII) le otorgó la coronación pontificia a nuestra milagrosa imagen. 

Hoy, día de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, tan popular en Italia, que entre nosotros -y lo canto con Gardel- es también la "medallita de los pobres", la "que no conoce el centro, pero que está muy adentro en el alma nacional"... 

Y hoy, finalmente, el nuevo Papa concluyendo sus primeras palabras urbi et orbi rezando sencillamente el Avemaría.

Quiero leer en esta preciosa secuencia, y en esta transición de obispos de Roma, la mano materna de la Virgen reuniendo y acompañando con su oración poderosa a la Iglesia de su Hijo en este dificilísimo momento. Como en Pentecostés, cuando María sostuvo a esa primera jerarquía, la apostólica, desde más atrás en la humildad, desde más adentro en el silencio, desde más cerca de Dios en la santidad.



martes, 8 de abril de 2025

LOS LÍMITES QUE DIOS NOS PONE

 

Reflexiones a partir de las lecturas del Domingo III de Cuaresma (ciclo C)

 

“Quien pida amor,

ha de inspirar respeto.”

José Martí

 (“Por Dios que cansa”,

Flores del destierro).

 

"Noli me tangere" de Bartolomaeus Spranger (1546-1611)


¿La ira de Dios?

A veces aparecen, en las lecturas de la Misa, algunos de esos pasajes bíblicos incómodos, en que Dios parece “mostrar los dientes”, desdiciendo, con su tono amenazante, la dulce imagen inocua que muchas veces nos hemos hecho de Él.

Y no es fácil encontrar teólogos y predicadores que “se hagan cargo” de estas páginas: la mayoría los pasa por alto, lisa y llanamente, como si no existieran. Se recorta así, de hecho, la Sagrada Escritura, reduciéndola a nuestras pobres dimensiones.

Hoy, después de que en el Salmo cantamos la misericordia del Señor, la epístola de san Pablo nos recuerda que nuestros padres, en el desierto, no fueron agradables a Dios: “No nos rebelemos contra Dios, como algunos de ellos, por lo cual murieron víctimas del Ángel exterminador” (1 Cor 10, 10). Pero luego continúa con una severa admonición: “Todo esto […] está escrito para que nos sirva de lección a los que vivimos en el tiempo final. Por eso, el que se cree muy seguro, ¡cuídese de no caer!” (1 Cor 10, 11-12).

Y el mismo Jesús, en el Evangelio, a raíz de dos hechos luctuosos sucedidos en sus días, pronuncia -también dos veces- esta amenaza: “Y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (Lc 13, 3.5).

Entonces, me acordé de un teólogo que se animó a dar cuenta de esos pasajes ásperos que a los predicadores posmodernos nos gustaría muchas veces evitar. Gracias a la página del Sr. Jack Tollers, conocí un brillante artículo del jesuita francés Jean Daniélou, titulado “Magnalia Dei”[1]. En él, Daniélou, haciendo un comentario sapiencial del cántico de Habacuc (presente en la Liturgia de las Horas), se propone no solamente tener en cuenta, sino explicar la importancia que tiene para la revelación de Dios la manifestación de su ira.

Daniélou, en su artículo, comienza mostrando someramente cómo sólo el contacto vivo con las Escrituras puede darnos el verdadero sentido de las palabras más importantes con que caracterizamos a Dios que se revela: verdad, justicia y amor, que pueden fácilmente verse adulteradas.

Y habiendo establecido, cómo no, que “el amor es la suprema revelación del Dios bíblico” (p. 3) , el autor propone detenerse esta vez en una de sus “características más misteriosas: su ira” (íd.).

Luego, tras rechazar, de la mano de Tertuliano, la siempre acechante tentación del antiguo Marción, aún hoy vigente, -según la cual la ira pertenecería a la imagen de Dios del Antiguo Testamento, en tanto que el Nuevo nos presentaría al Dios-Amor-, Daniélou nos lleva a admitir sin rodeos que “la ira es una de las actitudes del Dios de la Biblia” (p. 6). Que, por supuesto, no está reñida con su amor, salvo que con “mala filosofía” (íd.), consideremos como pecaminosas en sí mismas a las pasiones humanas (la ira o los celos, p. ej.).

Insoslayable es la referencia a la ira de Cristo, que no solo pronunció amenazas, sino que se tomó el tiempo para hacer un látigo y echó intempestivamente a los comerciantes del templo de Jerusalén, y no con solas palabras perentorias sino derribando violentamente sus mesas (y por ende su dinero). Esta ira -explica Daniélou- “no es el resentimiento de un amor propio herido” (p. 7). La ira de Dios es “negativa a pactar con lo inadmisible, la expresión de su incompatibilidad con el pecado” (íd.).

 

La ira de Dios como manifestación de su existencia

Pero un poco más adelante, Daniélou afirma que la ira de Dios no sólo es una manifestación pedagógica en contra de lo que está mal, sino que, incluso cuando se expresa en las grandes catástrofes (naturales o humanas) nos permite experimentar su misterio, su presencia trascendente, su intensidad vital: “Así, en su núcleo más profundo, la cólera de Dios es la expresión de la intensidad de la existencia divina, de la violencia irresistible con la que se lleva todo por delante cuando se manifiesta. En un mundo que permanentemente le da la espalda, a veces Dios recuerda violentamente que existe.” (p. 7).

De manera que, lejos de tratarse de un lenguaje tosco y antropomórfico, casi indigno de un discurso teológico, la ira de Dios consigue revelarnos un aspecto de Dios absolutamente fundamental: su ser distinto de nosotros (su alteridad), su trascendencia, y la tremenda intensidad de su ser. “Las expresiones abstractas nos hacen alcanzar la verdad, pero no la intensidad de las cosas. Al contrario, las expresiones de celos, de cólera, expresan la intensidad de la existencia divina […], aquello en Él que es lo más diferente de nosotros, esto es, esencialmente, la intensidad de su existencia, sin proporción posible con la nuestra” (p. 7).

Daniélou hace estas reflexiones comentando el texto de Habacuc en que la ira de Dios se manifiesta en dos clases de imágenes: de tormenta y de guerra. La furia de la guerra, el fragor de la tempestad expresan la ira del Señor de la historia.

Y Cristo, en el pasaje antes aludido, nos enseña a leer con fe justamente dos episodios que representan dos tipos de desgracias. Una es la masacre provocada por la sangrienta represión de Poncio Pilato a unos rebeldes galileos; la otra, un accidente: el derrumbe de la torre de Siloé.

No se trata de pensar, con la seguridad teológica de los amigos de Job, que las víctimas eran dignas de un castigo divino… Jesús desecha de entrada los juicios que pretenden comprender los inefables designios de Dios. “¿Creen que ellos eran más culpables que los demás […]? Les aseguro que no” (Lc 13, 3. 5).

Sin embargo, ambas noticias trágicas deben servirnos, dice el Señor, para convertirnos. Ante los dos tipos de calamidades (las provocadas directamente por el hombre y las más fatídicas, sean más o menos naturales), en los corazones cristianos deberían resonar las palabras de Cristo: “y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (Lc 13, 3).

La violencia del mal (natural o humano) que -incluso hoy, con terremotos, inundaciones o guerras- pone al desnudo nuestra fragilidad y nuestra insignificancia frente a poderes que aplastan, puede y debe servirnos para “despertarnos” de nuestro sueño antropocéntrico, de nuestra ilusión técnica de omnipotencia, y para volver nuestra mirada al único Todopoderoso, al único que Es.

Ese Ser de Dios, intenso, poderoso, real y concreto, muchos de nosotros ya no lo percibimos. Porque aunque profesemos creer, vivimos como si Dios no existiera. Nuestro ateísmo práctico debilita, difumina, vacía la presencia de Dios convirtiéndolo en un dios meramente nocional y, sobre todas las cosas, irrelevante. Hasta que nos sacude existencialmente, hasta que nos “golpea” de alguna manera.

            También en las relaciones humanas suele sucedernos que sólo mediante ciertos “golpes” nos percatemos de que había un “otro” que requería mi atención. Un padre que frena el recorrido de un hijo abstraído para exigir un saludo, o las a veces terribles formas de los hijos de “llamar la atención” de sus padres… abstraídos. Dolorosamente, ese ser, ese otro, se hace presente y nos rescata de nuestro egoísmo.

 

Los límites que Dios nos pone

Y aquí entra en juego la lectura de la revelación de Dios a Moisés en la zarza ardiente: “Yo soy el que soy”. (Daniélou recordaba, para mostrar la abismal trascendencia del ser divino, lo que Jesús le dijo en revelación privada a santa Catalina de Siena: “yo soy el que soy; tú, la que no eres”).

Cuando Moisés se acercaba, fascinado, curioso, hacia la zarza que ardía sin consumirse, Dios lo para en seco con una orden terminante: “¡Detente! ¡No te acerques! ¡No pises! ¡Quítate las sandalias! Porque el suelo que estás hollando es sagrado” (cf. Éx 3, 5). Aquí está toda la pedagogía del respeto, de la reverencia de lo sagrado.

Para poder revelar su Ser, Dios tiene que poner un límite. Sin esa barrera, sin esa obligación (en este caso, de descalzarse, que podría ser cualquier otra), Dios hubiera sido apenas el objeto de la curiosidad de Moisés, que una vez satisfecho, habría seguido su camino sin pena ni gloria, sin revelación divina y sin crecimiento interior.

Más tarde, después de las plagas de Egipto, las manifestaciones de Dios en el mismo cerro Sinaí y frente a todo el pueblo liberado serán mucho más claras y evidentes, pero asimismo más furiosas -más intensas-: temblor de tierra, viento huracanado, fuego eruptivo. Y los límites mucho más amenazantes: “Deslinda el contorno de la montaña y di: guárdense de subir al monte y aún de tocar su falta. Todo aquel que toque el monte, morirá” (Éx 19, 12). El pueblo no tiene dudas de que está frente al poderoso Dios que por amor los liberó del Faraón.

Estas manifestaciones contundentes, estos límites que Dios nos pone, son su primer acto de amor: revelarnos su existencia. Sin algo que “toque” nuestra vida, que tuerza en algo nuestro rumbo, en el fondo no percibimos al Señor (aunque lo confesemos con los labios). ¿Y cómo vamos a amar o a reconocernos amados por alguien a quien no conocemos?

 

“El inicio es el temor del Señor”

Humanamente hablando, pasa lo mismo. En la psicología evolutiva aprendemos que, antes de nacer, tenemos con nuestras madres un vínculo de simbiosis, que es en realidad un no-vínculo, porque la creatura piensa que la madre no es sino una prolongación de sí misma. Y sólo los límites (no alimentarse ya incesantemente sino a determinadas horas, cada vez más espaciadas, no estar pegada ya al cuerpo de la madre todo el tiempo, etc.) le van enseñando que la madre es “otro”. Y sólo en ese misterioso y entrañable diálogo primordial, sólo después de aprender a decir “mamá” aprenderá a decir “yo”.

Ahora bien, a nosotros bien puede pasarnos que, a pesar de los años, quedemos afectivamente presos de un profundo egoísmo (“narcisismo” les gusta decir a los psicólogos), favorecido por un modo de vida que nos provee todo tipo de satisfacciones, y reduce a casi ninguna las limitaciones de nuestros deseos. Tenemos todo, y todo ya. El niño interior que nos habita está siempre alzado y mamando (aunque los deseos y sus objetos vayan mudando).

Estando así las cosas, y además exacerbadas por el individualismo casi militante de nuestra cultura, con frecuencia podemos constatar que el prójimo directamente desaparece. Los otros entran en nuestro espectro vital sólo en cuanto que tienen una utilidad para nosotros. Aunque seamos inteligentes, y los conozcamos, llamándolos por su nombre, existencialmente sólo los reconocemos en cuanto que nos proporcionan alguna utilidad. No son registrados como “otros” (como otros “yo”), como personas con su propia vida y sufrimientos e intereses, sino como objetos de nuestros deseos. Afectivamente, no los vemos en sí mismos, vemos tan sólo nuestra necesidad hasta que la hemos saciado.

Sólo los límites puestos a tiempo pueden arrancarnos de ese egoísmo narcisista. Sólo cuando la presencia del otro me impone una norma -cualquiera que sea- ante la cual el impulso primario e irracional de mi deseo se estrella, se golpea, se ve frenado, puedo recién reconocerlo. Porque no es lo mismo conocer que reconocer. Reconocer es conocer al otro pero respetándolo como otro. Deponiendo cualquier intento de convertirlo en objeto, en mercancía, renunciando a utilizarlo.

“¡No te acerques, quítate las sandalias!” no es un acto de distanciamiento de parte del Dios de los padres. ¡Si está hablándole a Moisés para decirle que el clamor del pueblo llegó a sus oídos, si está anunciándole que va a bajar a liberarlos…! Pero sin el límite, que es, digámoslo ya, sencillamente el respeto (que la Biblia llama “temor de Dios”), no sólo Moisés no conocerá su misericordia, sino que ignorará su misma existencia. En la mañana de la Resurrección, será el mismo Cristo quien se lo diga a la Magdalena: Noli me tangere! ¡No me toques!” (Jn 20, 17).

 

Si no es respetuoso, no es amor

La gran trampa en que caemos hoy en las relaciones humanas es pensar que puede existir amor sin respeto: que corregir, marcar diferencias, imponer normas y castigos atenta contra el amor.

Todo lo contrario: para poder amar a alguien, y para poder ser amado por él, antes debo reconocerlo como distinto de mí y él a mí como distinto de sí.

“Quien pida amor, ha de inspirar respeto”, comenzaba sentenciando el poeta. Y quien quiera saber si ama de veras a alguien, piense simplemente si es de verdad respetuoso con él. Que no es tratarlo de “usted” solamente, sino saludarlo siempre, preguntar cómo está, no llamarlo solamente cuando uno lo necesita, preocuparse por sus asuntos, nunca querer manipularlo, etc.

Nunca el verdadero amor anula el respeto. El respeto es el inicio del amor, pero también es el medio y el final.

 Como el temor de Dios, que es el inicio, pero no desaparecerá en la Caridad consumada de la gloria, cuando seguiremos adorándolo, sobrecogidos de amor: “¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!” (cf. Ap 4, 8).

 

****

 

Que la Cuaresma sea la ocasión para dejarnos corregir por la Madre Iglesia que nos impone -sí, impone- las normas del ayuno, de la limosna, de la oración, a fin de que Dios deje de ser un “Ente” y sea reconocido por nosotros como Alguien verdaderamente presente. Dejémonos contrariar por esta santa disciplina que nos permitirá convertirnos, o sea, que nos permitirá volver a ver a Dios, pero tan concreto, tan real, tan cotidiano, que me toca el bolsillo, el tiempo, los gustos.

“Y si ustedes no se convierten…”


[1] https://www.etvoila.com.ar/la-colera-de-dios

martes, 7 de enero de 2025

Y la estrella de Oriente se detuvo.

 Pensamientos en torno a la verdadera y a la falsa eternidad.

  Hace bastante viene dándome vueltas a las mientes el tema de las espiritualidades (religiones, filosofías...) orientales. Y es que, cada vez más, esa cosmovisión, en muchas expresiones, nos sale al cruce de múltiples maneras y en donde menos lo esperamos: "retiros espirituales" en las empresas, mindfullness en los jardines de infantes y budas en los de las casas; reiki en varias partes y yoga en todas...

 Ahora bien, esto no es un fenómeno nuevo. En la Epifanía del Señor también se dio un auténtico cruce entre la sabiduría oriental y el Evangelio de Jesucristo: y el relato del evangelista San Mateo echa mucha luz a la problemática, más actual que nunca, de ese encuentro (o desencuentro) de concepciones.

  Sin dudas, un protagonista insoslayable del escenario navideño es la estrella de Belén. Los magos, en el Evangelio, dicen a Herodes: "Hemos visto su estrella [la del rey de los judíos] en el Oriente".

   Nadie duda de que los reyes magos representan a todo el mundo pagano: por eso su llegada al pesebre supone un misterio de "epifanía": el cumplimiento de esa revelación a los gentiles de que habían hablado los profetas. La tradición, que pintó a Baltasar como de raza negra, confirma esa intención de ver en esos tres misteriosos peregrinos a la totalidad de los hombres de buena voluntad que buscaban la verdad a tientas.

    Pues bien: los paganos llegan del Oriente siguiendo el curso de una estrella.

  El paganismo siempre tendió a divinizar los astros. Hasta el día de hoy, nosotros llamamos a los planetas con los nombres de los dioses del panteón romano (Júpiter, Saturno, Venus, etc.). También los indios americanos divinizaron al sol y a la luna. Y es lógico, porque acaso no haya nada, en este mundo, que dé más impresión de estabilidad y de orden que las estrellas, que, por lo demás, son brillantes y hermosas y están en lo alto del cielo. Sus ciclos perfectos "alrededor de la tierra" rigen los ciclos vitales de nuestro mundo inferior: de la "vuelta del sol" dependen nuestras cuatro estaciones, con su renovado milagro en cada primavera; con las cuatro fases de la luna, que mueven las mareas, medimos nuestras semanas y meses.

  De hecho, la única "eternidad" que los paganos conocen es esa infinitud de los ciclos que nunca se detienen, la del "eterno retorno".

   Pero en la Epifanía del Señor pasó lo que no podía pasar nunca: la estrella se detuvo. Y debajo de donde la luminosa estrella oriental terminó su cansado curso se hallaba, recostado en lo oculto de la tierra, el único y verdadero Eterno. El que había entrado de lleno en la historia justamente para romper con su Cruz -como quien pone un palo en la rueda- el círculo cansado de la falsa eternidad inmanente, siempre presa de sí misma.

   "Y la estrella se detuvo": el ciclo se rompió. Dios tuvo que meterse en el ruedo del mundo y en el circo de la historia para romperlos desde dentro, permitiéndoles, por fin, abrirse a la verdadera eternidad de Dios y otorgarles así un norte, una dirección, un sentido. Porque en la concepción cíclica de la historia no hay, en el fondo, antes ni después, más ni menos, mejor ni peor, no hay referencia alguna: cualquier punto es indistinto en la circunferencia.

  La falsa eternidad del paganismo es la que pretende trasladar al mundo del espíritu los repetitivos ciclos que sí -indudablemente- vigen en el mundo inferior. Pero el mundo material, en sus transformaciones cíclicas, es sólo una caricatura de lo eterno. La verdadera infinitud, en cambio, es la del mundo del espíritu, que tiene un origen determinado y tiene un final más allá de sí mismo. Y cuando se aplica a las realidades humanas y espirituales la rueda falsamente eterna de la religión oriental, esa rueda aplasta su identidad y su auténtica vocación de infinito, trocándola por el placebo de las teorías reencarnacionistas, que acaban por quitarle peso a la responsabilidad personal relativizando, en última instancia, el bien y el mal.

  Podríamos, didácticamente, plasmar estas concepciones de la infinitud en dos imágenes parejamente hídricas. La falsa eternidad pagana, típica de la sabiduría de Oriente, es como la fuente, que una y otra vez toma y escupe hacia el cielo la misma agua que luego habrá de caer en ella para reiniciar el mismo recorrido circular. Por el contrario, la genuina eternidad, propia de la concepción cristiana, está cabalmente expresada poéticamente en los versos de Manrique: "nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir".

  También hoy, cuando por los inmunodeficientes poros de nuestra fe enferma nos contagiamos de costumbres orientales, vuelve a darse -aunque no lo sepamos- este cruce entre las dos concepciones de la eternidad. Pero no hay compatibilidad entre una y otra, por más que una mirada muy superficial lo suponga posible. Hoy como ayer, el brillo exterior (la estrella), la ciencia (magos), la riqueza (regalos regios) parecen venir de Oriente, y nos deslumbran. Pero el Evangelio de la Epifanía nos enseña que la verdadera realeza, la verdadera ciencia, el verdadero tesoro están en la concretísima y opaca humildad del Dios hecho carne: Jesucristo, el Señor. 

  Y los magos orientales, dejando de lado el brillo de la estrella y la corte real de Herodes, supieron bajar la mirada y reconocer en la humildad de la tierra al Rey de los cielos, postrándose en su presencia y deponiendo ante Él lo que venían atesorando. 

  Que no nos pase hoy que los cristianos, olvidados del don de la verdad que nos habita, hagamos el camino inverso y nos postremos, des-lumbrados -es decir, apagada la lumbre de nuestra fe- por el atrayente brillo de la espiritualidad oriental, ante los astros del paganismo, que nos sumergirán una y otra vez en su rueda -quizá- sin fin, y -seguro- sin salida.


Ayacucho, 7 de enero de 2025

sábado, 2 de noviembre de 2024

Volver a rezar por los muertos.

Reflexiones en la Conmemoración de los fieles difuntos.

"Tumba en la pampa" (Buenos Ayres, ca. 1880)  foto de Francisco Ayerza

 Pocas realidades hay que hayan experimentado cambios tan rápidos e importantes en Occidente como las prácticas culturales en torno a la muerte. En casi apenas una generación (la de quienes hoy son nonagenarios) se acabó la práctica del luto y del duelo, se tendió a abandonar los sepulcros con referencias religiosas o fúnebres y surgieron los cementerios-parque, se popularizó la cremación, mermó significativamente la visita a los cementerios, se acortaron drásticamente los velorios -que algunas veces ya ni se realizan-, se prescindió en la mayor parte de ellos de la presencia de clérigos o rezadoras, se dejó de organizar novenarios y menguó sensiblemente la cantidad de misas encargadas por difuntos, y se fue transformando incluso el sentimiento trágico de la muerte -con sus manifestaciones de desgarro y tristeza- en negación psicológica, disimulada no pocas veces con una banalización que obliga a estar lo más alegre que lo permitan las circunstancias.

   Es innegable que estas prácticas sociales no son más que expresiones -y en ese sentido precisos indicadores- de un cambio cultural profundo, en el que la pérdida de la fe cristiana no es, por cierto, un dato secundario.

   La Iglesia, que está inserta en el mundo y nunca es impermeable a los vaivenes sociales y culturales, también ve cómo estos cambios repercuten en sus propias costumbres.

    En este día en que celebramos la Conmemoración de los fieles difuntos quisiera llamar la atención sobre el hecho de que, incluso en la Iglesia, cada vez rezamos menos por los muertos. Ni siquiera en este día dedicado ex profeso a esta plegaria de sufragio. 

    Casi no hablamos, por ejemplo, de las indulgencias, preciosa posibilidad que la Iglesia nos ofrece para beneficiar a los queridos difuntos en su camino de purificación hacia el Cielo.

    Los curas, de hecho, solemos aprovechar este día, como las misas de difuntos en general, no para rezar por ellos, sino en el mejor de los casos para dirigirnos a los deudos con palabras de consuelo y de esperanza en la vida eterna (que bienvenido sea siempre).

    Es elocuente, a este respecto, el lema con que la arquidiócesis de Buenos Aires engloba hace ya varios años las actividades pastorales del 2 de noviembre en los cementerios: "Consuelen a mi pueblo". El acento está claramente puesto en acompañar a las personas vivas que se acercan a rezar por los difuntos, y si bien -por supuesto- no faltan misas, responsos y bendiciones de sepulturas, todo ello más bien se da con el objetivo de acompañar a los dolientes, que de beneficiar a los finados.

    En la invitación, la Arquidiócesis explica: "La Iglesia invita a rezar y recordar a los seres queridos difuntos. Es un día significativo, en el que de manera especial se hace memoria de ellos y de la huella que han dejado en nuestra vida. Ellos nos recuerdan que caminamos hacia el encuentro con el Señor y nos impulsan a transitar nuestra vida con esperanza". Como se ve, el verbo rezar está indefinido (no aclara "por quién"), y el hincapié se hace en algo tan importante y humano, como "hacer memoria de ellos". Ahora bien, para recordar a nuestros  muertos queridos no se necesita la fe ni la presencia de los ministros de la Iglesia. El aspecto de fe, en todo caso, es para beneficio de nosotros los vivos, a fin de que crezcamos en la esperanza de que "caminamos al encuentro del Señor".

    Es indudable que la Iglesia tiene mucho que hacer acompañando a todas las personas que sufren, entre ellas, consolando a los tristes. Pero temo que tratándose de la muerte, ya no estamos considerando como prójimos -objetos de nuestras obras de misericordia- a los que dejaron este mundo, sino sólo a los vivientes. Y me pregunto: ¿Seríamos capaces de organizar, como Iglesia, responsos a todas las tumbas de los cementerios (por lo menos las cristianas) así asistan o no los deudos? ¿Seguimos fomentando los curas -prescindiendo del interés económico- que la gente encargue misas por sus muertos, aunque no asistan a ellas para ser consolados?

   La gran pregunta que queda es: ¿seguimos creyendo en que tiene sentido la oración por las almas de los muertos?

    Rezar por los difuntos sólo tiene sentido si existe el purgatorio, esa genialidad de la misericordia de Dios para ayudarnos en nuestra necesidad de reparar, también después de esta vida, las consecuencias de nuestros pecados, y así gozar del cielo con todas nuestras capacidades. En efecto, no hay razón para rezar por los que ya gozan de la felicidad eterna en el Cielo. Y ¿para qué rezar por los que rechazaron definitivamente el perdón de Dios y están irremediablemente condenados? Sólo tiene sentido orar por las almas del purgatorio.

    Pienso que esta verdad de fe se muestra muy debilitada en la conciencia de los cristianos de hoy. Y eso por varias causas. 

    La primera sería la certeza -bastante presuntuosa- de que los difuntos "ya están en el cielo". No suena compatible con la noción más vastamente difundida de la misericordia de Dios el que pueda darse algo así como un penoso purgatorio antes de entrar en la Gloria, en el que las ánimas benditas estén necesitadas de nuestros ruegos y sacrificios. De la mano de esto, la pérdida del sentido del pecado hace lo suyo en la autopercepción de nuestra inocencia. Si Dios es tan bueno, y nosotros también, entonces los muertos ya "están mejor que nosotros". 

    Unido a esto está la crisis de otra verdad de fe: el Juicio particular y final. La misma liturgia abandonó el color negro y el acento tremebundo de las misas exequiales con su antífona de entrada "Dies irae, dies illa" que nos sobrecoge en las Misas de Réquiem. Pero pareciera que se pasó al extremo contrario. Ya no existe ningún temor al juicio de Dios, del que tantas veces Cristo nos habla en los Evangelios. No hay nada en juego. No hay drama alguno. Las tarjetas de los fallecidos que a veces se manda hacer para los entierros ya no traen retratos adustos y oraciones para orar por ellos sino que sólo están pensadas para recordarlos vitales y sonrientes. Las misas de difuntos son virtuales canonizaciones, donde los curas incluso cambiamos el color morado por el blanco pascual. 

  Entre el clero, influye asimismo la difundida teoría teológica de la "resurrección en la muerte", en la que se desecha por pueril o por helenizante y antibíblica la supervivencia del "alma separada", y con ella es más fácil todavía que se derrumbe también la certeza del purgatorio.

    Sea lo que fuere de nuestras sensibilidades (e insensibilidades) actuales y nuestras percepciones subjetivas, el purgatorio existe, y entre las obras de misericordia espirituales nos enseña la Iglesia que debemos rezar por los difuntos.                          

                                                                                   ****

    Algunos de nosotros tenemos la gracia de ser sacerdotes en barrios del gran Buenos Aires densamente poblados de gente provinciana o de países hermanos, que está dotada de una cultura tradicional radicalmente cristiana que es llamativamente resistente a la Ilustración. 

   Acompañándolos una y otra vez con ocasión de los fallecimientos -en sus novenarios, sus rosarios, sus velas encendidas, sus bendiciones de cruces y sus entierros, y sus infinitas listas de finados en cada misa-, también nosotros, curas modernos, tenemos la divina oportunidad de recuperar el buen rumbo, a condición, claro, de que no miremos al pueblo desde arriba, como quien acepta condescendientemente bendecir sus piadosas costumbres, sino que tengamos la actitud de aprender humildemente de quienes, como dice la Escritura, son "pobres en este mundo pero ricos en la fe" (Sant 2, 5).

    A todos los fieles difuntos, especialmente aquellos por quienes nadie reza, aquellos más necesitados de la misericordia de Dios, y a todos aquellos "cuya fe sólo Tú conociste", dales, Señor, el descanso eterno y que brille para ellos la luz que no tiene fin.

miércoles, 2 de octubre de 2024

Sobre la tentación de la falsa apertura

Reflexiones sobre el Evangelio del Domingo XXVI 

    El Evangelio de este Domingo (XXVI del Tiempo Ordinario, año B), tomado de San Marcos (9, 38-43.45.47-48), junto con la primera lectura (Núm 11, 25-29), nos alerta especialmente contra la tentación del sectarismo. Que podría definirse como la complacencia de pertenecer a un grupo exclusivo, y, llevada al extremo, como el regodeo en que otros muchos no pertenezcan a él. Todo lo contrario de la voluntad de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tim 2, 4). 

    En la liturgia de la Palabra de este domingo, nada menos que dos grandísimos instrumentos de Dios como Josué y San Juan, siendo jóvenes, quedan expuestos al público bochorno por sus respectivos maestros, Moisés y Cristo, que los reprenden por la cerrazón de su mirada y la mezquindad de su celo. Ciñéndonos al Evangelio, vemos cómo el Señor recrimina al hijo de Zebedeo por haber intentado impedir que dos desconocidos ("no son de los nuestros") expulsaran demonios en nombre de Cristo. San Juan quería impedir una obra buena por el mero hecho de que quienes la llevaban a cabo no pertenecían a su grupo. El Maestro le hace ver cómo su estrechez de miras le había impedido reconocer el bien, y formula para siempre el antídoto contra toda forma de encierro autorreferencial: "El que no está contra nosotros, está con nosotros". Es lo que los maestros de la Iglesia más tarde repitieron con santo Tomás de Aquino: "Toda verdad, dígala quien la dijere, viene del Espíritu Santo" (Suma Teológica, I-II, 109, 1 ad 1). 

  Este espíritu de apertura es esencial a la Iglesia, que por eso es católica, es decir, universal: enviada y abierta a todos. La Iglesia siempre ha sido reacia a los movimientos centrípetos, que la encierran y deforman. Cristo mismo fue especialmente sensible ante la cerrazón religiosa de los fariseos, que se complacían en "no ser como los demás hombres" (Lc 18, 11) y por eso fueron incapaces de reconocerlo como Mesías. 

  Cierto es que en la Iglesia -por voluntad de su Fundador- hay roles de autoridad bien definidos. Pero toda jerarquía en la Iglesia está al servicio de su misión universal, que es su razón de ser: "Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos" (Mt 28, 19). Esa universalidad de pueblos que está patente en el milagro fundacional de Pentecostés, donde se ve que la Iglesia nació siendo universal, y ya desde el primer día predicó el Evangelio en todas las lenguas.

    Quizá hoy en día es bastante fácil comprender que la Iglesia no debe ser algo cerrado en sí mismo, una suerte de selección de pocos elegidos, dormidos en sus laureles. Pero, a la hora de evitar esta tentación, es mucho más difícil saber qué quiere decir que la Iglesia debe ser "abierta" y "universal". 

    De hecho, muchas veces lo que se entiende por apertura es una peligrosa caricatura de ella. 

    Una y otra vez aparece, en la historia de la Iglesia y de la cultura occidental, la tentación -no menos peligrosa- de oponerse al fanatismo sectario y a las guerras provocadas por la intolerancia religiosa con la renuncia de la verdad, con la opción por el relativismo o la indiferencia por la verdad como una condición sine qua non para establecer el diálogo y la convivencia pacífica entre los hombres. 

    Los ilustrados del siglo XVII y XVIII nos han legado buenas lecciones al respecto, propiciando una religión racionalista, que era a fin de cuentas un lavado deísmo, desprovisto de toda encarnadura y por ende incapaz de salvar. Pero las derivas de estas ideologías han continuado siendo operantes hasta hoy. 

    En efecto, en varios existe el secreto convencimiento de que no es posible la apertura y el diálogo fraterno sin dejar de lado la verdad. La verdad, como tal, está bajo sospecha. En el fondo, esto se debe a que se la concibe como el objeto de una razón fría y dominadora, siempre desencajada de la vida, de los sentimientos, de la historia concreta de los hombres y las mujeres a quienes debemos amar. "El amor, sí; la verdad, bueno, vamos viendo...". Se trata de una falsa dicotomía, asumida a partir de concepciones erróneas de lo que es la verdad y de lo que es el amor. Esta falsa disyuntiva es la que se expresa todavía hoy en día en la opción de la "ortopraxis" en desmedro de la "ortodoxia". 

    Un excelente ejemplo de la vigencia de esta concepción filosófica la tenemos en el Papa Francisco, que afirma una y otra vez: "La realidad es superior a la idea" (EG 231). Y si bien esa frase es pasible de ser bien entendida, constatamos, por la coherencia con otras enseñanzas pontificias, que no es así. 

    En el ámbito del diálogo ecuménico e interreligioso, varias veces Francisco postula como insoslayable esa disyuntiva entre la teoría (idea) y la praxis (realidad) en un pensamiento que ha expresado en varias ocasiones: "Avanzar, caminar juntos. Es cierto que el trabajo teológico es muy importante y hay que reflexionar, pero no podemos esperar a recorrer el camino de la unidad hasta que los teólogos se pongan de acuerdo" (Discurso al Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, 6 de mayo de 2022). 

    Lamentablemente, esta equivocada concepción de la verdad se traduce en afirmaciones muy graves cuando llega el momento de poner en práctica ese diálogo ecuménico o interreligioso, urgido -pensamos- por la buena voluntad de estar en comunión y paz con todos. Sin ir más lejos, en el recentísimo viaje apostólico al lejano oriente, el Pontífice enseñó enfáticamente: "Todas las religiones son un camino para llegar a Dios. Y, hago una comparación, son como diferentes lenguas, como distintos idiomas, para llegar allí. Porque Dios es Dios para todos. Y por eso, porque es Dios para todos, todos somos hijos de Dios. “¡Pero mi Dios es más importante que el tuyo!” ¿Eso es cierto? Sólo hay un Dios, y nosotros, nuestras religiones son lenguas, caminos para llegar a Dios. Uno es sijs, otro, musulmán, hindú, cristiano; aunque son caminos diferentes. Understood?" (Discurso en el Encuentro interreligioso con jóvenes en Singapur, 13 de septiembre de 2024). 

    Ahora bien, estas afirmaciones suponen poner entre paréntesis que la religión cristiana es fruto de una positiva revelación divina, y que el Verbo divino se hizo carne (cf. Jn 1, 14) y es Jesucristo, y que por consiguiente sólo Él es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6), "el único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tim 2, 5), y que fundó una sola Iglesia para que "todos sean uno" (Jn 17, 21), enviada a todo el mundo para anunciar el Evangelio y bautizar, etcétera. 

    La ambigüedad de frases papales como "Dios no es católico" o "Dios quiere la pluralidad de las religiones" se resuelve aquí en una claridad total. Ya no hay duda de lo que Francisco está diciendo, bien que llevado por el deseo de la fraternidad universal, pero preso de malas premisas filosóficas. No hay salida: para poder vivir en paz como hermanos de todos deberemos renunciar a la fe cristiana y postular metodológicamente un deísmo desencarnado, donde las pretensiones de ese Hombre concreto, Cristo, no nos molesten. 

    ¿Cómo puede ser que, queriendo ensalzar la realidad sobre la idea hayamos desembocado en la más absoluta desencarnación de Dios? Es que los presupuestos eran racionalistas, por más antiplatónicos y revolucionarios que pintaran.

  Pienso que es Benedicto XVI nos brinda una piedra de toque para distinguir, en cristiano, la verdadera de la falsa apertura. Él afirmaba que, tratándose de la Iglesia, lo contrario de "conservador" no era "progresista", sino "misionero". Por consiguiente, cuando la apertura de la Iglesia debilita o ahoga la misión, esa apertura no es verdadera.

    ¿En qué queda la misión de la Iglesia si ya somos todos hijos del único Dios, y si todas las religiones son lenguajes igualmente válidos para acceder a Él? Y de hecho, las consecuencias prácticas del magisterio papal aludido conducen expresamente a evitar todo "proselitismo". 

    Ahora bien, la falta de fervor misionero acaba por dejar a los miembros de la Iglesia en la comodidad de su statu quo, dejando en evidencia la falsedad de la tan declamada apertura. La falsa apertura encubre así, debajo del fragor de las declaraciones, el peor de los encierros y la más ruin de las cerrazones: la del individualismo que se desinteresa de la suerte del otro, y que es la verdadera enfermedad pandémica de nuestra sociedad.

    Sólo hay genuina apertura donde no se oponen la verdad ("Dios es luz" -1 Jn 1, 5-) y el amor ("Dios es amor" -1 Jn 4, 8-), donde se "obra la verdad en el amor" (Ef 4, 15),  donde a fin de cuentas se busca cumplir la voluntad universalmente abierta de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". 

sábado, 27 de enero de 2024

Calalo

            El domingo, terminada la misa, me avisaron que habían encontrado muerto al “Ale”, el hijo de Calalo. Un chico alegre y querible, cartonero como su padre, que tenía apenas veinte años.

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Calalo es un personaje entrañable de mi barrio. Alto, flaco, de cabeza calva, tiene el lejos venerable de un monje trapense, aunque de cerca, su desdentada sonrisa y su rostro ajado revelan crudamente al hombre pobre y sufrido, precozmente avejentado.

Como un caracol humano, cada día sale con un carro enorme, que parece un apéndice de sí mismo, a caminar las cerca de cuarenta cuadras que separan su casa en el fondo de Las Tunas del centro comercial de Gral. Pacheco. Los días que yo más temprano salgo, a eso de las siete de la mañana, hacia la parada de la ruta 9, él ya desanduvo las cuarenta cuadras, y lo veo sentado, con su carro lleno de cartones, en la puerta del chatarrero donde “entrega”.

Más tarde, hará otro viaje. Otras ochenta cuadras. Y así, cada día del año. 

Fuera de esas frescas horas matinales, no es común verlo, a él, fresco.

Pero Calalo siempre sonríe.

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La última vez que lo había visto había sido en mi cumpleaños, hacía menos de dos semanas. Alegre. Bailando toda la noche con las señoras de la capilla, con mis parientes, con quien se pusiera adelante. Sinceramente cariñoso, pero con la pegajosa efusividad del alcohol.

Hoy tiene los ojos llorosos. Está cansado de ir y venir a hablar con dos punteros del barrio, y con el delegado municipal, y con los de la cochería. En el exiguo patio delantero de su casa están todos en rueda: hijos, parientes, vecinos. Todos, en la casa, dicen que el Ale no se quitó la vida, sino que lo mató la novia. Hay tristeza. Hay dolor. Hay enojo. Y en medio de y por sobre todo eso, hay la poderosa y cristiana resignación de los pobres de este mundo.

Muchas idas y vueltas: que los documentos no aparecen, que las complicaciones de la autopsia… Y si no pagan el sepelio, la municipalidad les impondrá sus mezquinas condiciones, que excluyen la posibilidad de velarlo a cajón abierto y más de dos horas, amén de quitarles la posibilidad de decidir en el futuro el destino final de sus restos. Pero ellos quieren a toda costa velarlo en su casa, y el tiempo que haga falta, y pasearlo por los lugares donde él paraba.  Y sacarán de donde no tienen. Y organizarán una colecta entre los vecinos y amigos.

Las demoras hicieron que se postergara la entrega del cuerpo. Lo velarán al día siguiente, desde el mediodía, pero les negaron el derecho de despedirlo en su propia casa, por las precarias condiciones… Al menos podrán hacer pasar el cortejo fúnebre delante de su casa, donde nadie nunca le negó al derecho a vivir… en precarias condiciones.

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A la mañana siguiente, a las siete, estaba yo en la parada de la ruta. Mi vista somnolienta estaba fija hacia donde tenía que aparecer el 203, como si con la intensidad de la mirada pudiera apurar la llegada del colectivo. De repente, me reclaman desde la otra vereda. Pero no puedo creer lo que veo. Era Calalo, que, como todas las mañanas, volvía de Pacheco, con su enorme carro cargado. Y quería avisarme el horario y el lugar del velorio. Calalo, el que esa misma tarde tenía que enterrar a su hijo. Calalo, que en medio de la muerte, seguía con la vida. Calalo que, como un caracol humano, seguía caminando, cargando con su vida y con su pobreza. 

¿Cuánto más le habrá pesado ese carro hoy?

El querido Calalo, con su carro a cuestas, se me hizo que era Cristo por las calles de mi barrio, enseñándonos a cargar la cruz.

lunes, 8 de enero de 2024

Non confundar in aeternum

    

Cristo enseñando a la multitud (James Smetham)

    Hace ya bastantes años escribí, en este mismo cuaderno cibernético, tres articulillos casi seguidos, describiendo el lastimoso estado de confusión que afectaba al ambiente -incluso eclesial- con ocasión de la legalización del mal llamado "matrimonio igualitario". Aquí están:

Juirle a la confusión (junio de 2010)

Santos Discépolo, ruega por nosotros (julio 2010)

MEA CULPA (julio 2010), que tuvo en su momento considerable repercusión. 

    Releyendo esas palabras hoy, a propósito de la Declaración del Card. Víctor M. Fernández Fiducia supplicans (ratificada del propio Papa Francisco), me siento en la obligación de escribir acerca del tema una vez más. Sobre todo, si considero que cuando escribí esos textos, antes de ser ordenado, no gravaba mi conciencia la responsabilidad pastoral que hoy tengo como sacerdote.

La verdad importa

      En efecto, según el Evangelio, el primer deber del pastor es la enseñanza, el apacentar -alimentar- con la verdad: "Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre, y tuvo compasión de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato" (Mc 6, 34). Sólo después llegará el momento de darles de comer el pan material. Porque "no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4). Dar la verdad es la primera misericordia.

      Mi primera reflexión se encamina precisamente a reivindicar la enseñanza de la verdad como el supremo bien de la persona humana, frente a una incorrecta comprensión de la evangelización, hoy muy en boga, que contrapone la ortodoxia a la ortopraxis, la doctrina a la pastoral, la verdad a la misericordia, abrazando unilateralmente los últimos polos de la falsa disyuntiva y despreciando los primeros como abstracciones, ideología, elitismo intelectual y perenne fuente de condena y división. En cambio, Cristo dice: "Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado" (Jn 17, 3). La vida eterna es conocer una verdad que es Dios mismo. Verdad que, en cristiano, no es una idea abstracta, sino el encuentro real con Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14, 6), como tan bien lo expresó el Papa cooperador de la verdad, Benedicto XVI, en el comienzo de su Deus Caritas est.

     En efecto, cuando el Señor dio sus últimas palabras a los Apóstoles, les pidió que fueran a todo el mundo, bautizaran, y enseñaran "a guardar todo lo que yo les he mandado" (cf. Mt 28, 20).

         El Espíritu Santo que Dios dejó a su Iglesia para que la guíe es "el Espíritu de la Verdad" (Jn 15, 26), porque es el Espíritu de Cristo, la Palabra hecha carne. Del otro lado, está el "Padre de la mentira" (Jn 8, 44), el "homicida desde el principio" (íd.), el Demonio. El evangelio de San Juan, así, asocia en la persona de Cristo la Verdad a la Vida, y en Satanás, la mentira a la muerte.

           Para los cristianos, entonces, lo que atañe a la verdad no sólo no es secundario, sino que es importantísimo. Siempre la Iglesia fue de pocas cosquillas en estos asuntos, siempre estuvo atenta a oponerse pronto y enérgicamente a las doctrinas que afectaban al dogma y a la moral. La Iglesia toleró bastante los pecados y las incoherencias de sus miembros -incluso los más encumbrados- pero fue siempre más intolerante con las herejías. La Iglesia, así, se mostró consciente de lo perniciosas que son las malas doctrinas, pues en el largo plazo generan gravísimas consecuencias, y bien pero bien tangibles. Esa fue justamente la misión que siempre han tenido los sabios: alertar contra lo que a primera vista parece inocuo. Como el centinela que, desde el mangrullo, donde los de abajo ven sólo una nube sabe reconocer un malón.

La confusión, herramienta del Enemigo

        La mentira se hace digerible sólo haciéndose pasar por verdadera. Por eso la obra maestra del Demonio es la confusión. A Cristo, en el desierto, Satanás le cita las Sagradas Escrituras. Satanás confunde. La Biblia nos alerta, además, contra una confusión que puede ser perpetua: "En ti, Señor, espero; no quede yo confundido para siempre" (Salmo 30, 2). Es decir, que la confusión eterna es otro nombre del infierno. 

            El magisterio de la Iglesia debe ser, por tanto, una fuente de claridad, de luz y de verdad y nunca de confusión. Porque la confusión nunca es inocua. "Cuando ustedes digan sí, que sea sí, cuando digan no, que sea no; cualquier cosa que digan más allá viene del Demonio" (Mt 5, 37).

       Sin embargo, en muchos documentos recientes de la Santa Sede existe una innegable ambigüedad. Ambigüedad en que caben tanto la interpretación ortodoxa como hermenéuticas heréticas. 

        Un ejemplo de particular gravedad se da en el Documento de Abu Dhabi (2019). Allí se declara solemnemente que "la libertad es un derecho de toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente. Por esto se condena el hecho de que se obligue a la gente a adherir a una religión o cultura determinada, como también de que se imponga un estilo de civilización que los demás no aceptan." (Francisco, Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común). 

        Aquí se afirma en voz alta algo absolutamente incompatible con la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo: que Dios quiere que haya muchas religiones. Más tarde, el Papa, ante los cuestionamientos por estas palabras, autorizó a un grupúsculo de obispos de un ignoto país asiático a que explicaran que en el caso de las religiones, el Papa se estaba refiriendo a la "voluntad permisiva" y no "positiva" de Dios (ver aquí la entrevista a Mons. Schneider), siendo así que las demás diversidades que se enumeran en el texto son del orden natural (sexo, raza, color...) y por tanto de voluntad "positiva". Es decir, que están expresamente confundidos los bienes -que Dios hizo y quiere, como la diferencia sexual- y los males -que Dios tolera pero no quiere, como las idolatrías o las sectas-. Con todo, nunca se corrigió el Documento ni se hizo una aclaración formal. 

             Exigir la clarificación de las ambigüedades -nunca deseables- en los textos magisteriales, para evitar la confusión de los fieles, es lo que pretenden las "dubia" que se elevan al Dicasterio de la Doctrina de la Fe. El género literario de estas consultas y respuestas (responsa) siempre estuvo al servicio de la claridad de los fieles, y por eso sólo admitía la contundente respuesta de "sí" o "no", admitiendo ulteriormente alguna explicación. 

             Sin embargo, el año pasado hemos asistido, con la asunción de Mons. Fernández como Prefecto del dicasterio de marras, a una innovación grande en esta tradición, con ocasión de las responsa a las dubia que algunos cardenales venían presentando desde la aparición de la exhortación Amoris laetitia. Ahora las respuestas, abandonando el tradicional laconismo, fueron párrafos no exentos de nuevas ambigüedades y que, de hecho, suscitaron nuevas consultas que requirieron más aclaraciones...

            El resultado es que el estado de confusión persiste, y "trabaja".

¿Prohibido prohibir?

        Especialmente elocuente en este sentido es la Carta que el Papa Francisco le envió al actual Prefecto explicándole su cometido al frente del Dicasterio de la Doctrina de la Fe. Allí, el Sumo Pontífice le pide explícitamente al nombrado cardenal que no se dedique, como hizo antes esa Congregación, "incluso con métodos inmorales", a perseguir "posibles errores doctrinales", "como enemigos que señalan y condenan", sino unilateralmente en positivo a "promover el saber teológico". Aquí y allá, en esta breve pero importantísima misiva, el Papa, apoyándose en su propio aforismo de que "la realidad es superior a la idea" (Evangelii Gaudium, 233), expresa esa desconfianza de que antes hablamos hacia la "teología de escritorio", la "lógica fría y dura que busca controlarlo todo". 

            El Papa, así, limita la tarea de este importantísimo organismo pastoral de la Sede petrina a promover positivamente la teología sin condenar errores. Pero, comenzando por el mismo Cristo y recorriendo todo el Nuevo Testamento, por no referirnos a los profetas de Israel, los pastores de la Iglesia siempre, además de enseñar mansamente lo positivo, se dedicaron con mucho ahínco a combatir los errores y alertar contra los falsos pastores. ¿Hace falta que escriba páginas y páginas con las citas de todo tipo en este sentido, ciñiéndome solamente a la Sagrada Escritura? Cualquiera los puede encontrar. Particularmente ejercieron esta dimensión de vigilancia -eso quiere decir epíscopo- los Apóstoles Pedro y Pablo, Santiago y Juan. 

                Pero ¿qué problema hay con advertir y prevenir los errores? ¿Qué mal hay en señalar a los lobos del rebaño o a los malos pastores? ¿No "grita con amor" (san Agustín), incluso con celosa violencia, cualquier madre a sus hijos cuando están en peligro cierto? ¿No alerta la sufrida madre pobre a su hijo adolescente contra los peligros de "la calle" y de la "mala junta"? ¿Por qué no ha de hacerlo con nosotros la santa Madre Iglesia? 

            ¿O es que no hay enemigos? ¿O es que vivimos en un mundo ideal donde no hay malos intencionados y somos "fratelli tutti"? ¿O es que las desviaciones en el plano teórico no nos incumben, son discusiones estériles que no tocan la realidad?

            En rigor, no es que el Papa piense que no hay más doctrinas riesgosas para la vida de los cristianos, más bien parece que existe una única heterodoxia, que el Papa sí se encarga -y personalmente, en la misma Carta al prefecto- de condenar: "Necesitamos que la Teología esté atenta a un criterio fundamental: considerar “inadecuada cualquier concepción teológica que en último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia”.

                Sea como fuere, no hace falta estar tan alto en el mangrullo para avizorar las negras tormentas que las grises nubes de hoy anticipan: bastan uno o dos peldaños de altura para que muchos de nosotros, que también tenemos que velar por el común rebaño de Cristo, estemos suficientemente preocupados y muy incómodos con esta magna confusión, en la que muchos otros colegas nuestros parecen aquiescerse con placidez. 

Fiducia supplicans

            Dicho esto, no es novedad que ahora el Card. Fernández salga con un documento barroso, que lejos de sacarnos del pantano nos hunde más en él. Sobre llovido, mojado. Muchos lo han analizado pormenorizadamente, y recomiendo, por su claridad, lo que de él ha escrito su antecesor, el Card. Müller, y también lo que dice el padre dominico Fray Nelson Medina, sobre todo por el respeto y amor hacia el Santo Padre que trasunta.

     Rezamos por él a la Virgen, como está dicho en este blog permanentemente, para que "confirme en la fe a sus hermanos" (Lc 22, 32), y por cada uno de nosotros, pedimos con fe (fiducia supplicans): "Non confundar in aeternum!"


Ayacucho, 8 de enero del año del Señor 2024