sábado, 27 de enero de 2024

Calalo

            El domingo, terminada la misa, me avisaron que habían encontrado muerto al “Ale”, el hijo de Calalo. Un chico alegre y querible, cartonero como su padre, que tenía apenas veinte años.

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Calalo es un personaje entrañable de mi barrio. Alto, flaco, de cabeza calva, tiene el lejos venerable de un monje trapense, aunque de cerca, su desdentada sonrisa y su rostro ajado revelan crudamente al hombre pobre y sufrido, precozmente avejentado.

Como un caracol humano, cada día sale con un carro enorme, que parece un apéndice de sí mismo, a caminar las cerca de cuarenta cuadras que separan su casa en el fondo de Las Tunas del centro comercial de Gral. Pacheco. Los días que yo más temprano salgo, a eso de las siete de la mañana, hacia la parada de la ruta 9, él ya desanduvo las cuarenta cuadras, y lo veo sentado, con su carro lleno de cartones, en la puerta del chatarrero donde “entrega”.

Más tarde, hará otro viaje. Otras ochenta cuadras. Y así, cada día del año. 

Fuera de esas frescas horas matinales, no es común verlo, a él, fresco.

Pero Calalo siempre sonríe.

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La última vez que lo había visto había sido en mi cumpleaños, hacía menos de dos semanas. Alegre. Bailando toda la noche con las señoras de la capilla, con mis parientes, con quien se pusiera adelante. Sinceramente cariñoso, pero con la pegajosa efusividad del alcohol.

Hoy tiene los ojos llorosos. Está cansado de ir y venir a hablar con dos punteros del barrio, y con el delegado municipal, y con los de la cochería. En el exiguo patio delantero de su casa están todos en rueda: hijos, parientes, vecinos. Todos, en la casa, dicen que el Ale no se quitó la vida, sino que lo mató la novia. Hay tristeza. Hay dolor. Hay enojo. Y en medio de y por sobre todo eso, hay la poderosa y cristiana resignación de los pobres de este mundo.

Muchas idas y vueltas: que los documentos no aparecen, que las complicaciones de la autopsia… Y si no pagan el sepelio, la municipalidad les impondrá sus mezquinas condiciones, que excluyen la posibilidad de velarlo a cajón abierto y más de dos horas, amén de quitarles la posibilidad de decidir en el futuro el destino final de sus restos. Pero ellos quieren a toda costa velarlo en su casa, y el tiempo que haga falta, y pasearlo por los lugares donde él paraba.  Y sacarán de donde no tienen. Y organizarán una colecta entre los vecinos y amigos.

Las demoras hicieron que se postergara la entrega del cuerpo. Lo velarán al día siguiente, desde el mediodía, pero les negaron el derecho de despedirlo en su propia casa, por las precarias condiciones… Al menos podrán hacer pasar el cortejo fúnebre delante de su casa, donde nadie nunca le negó al derecho a vivir… en precarias condiciones.

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A la mañana siguiente, a las siete, estaba yo en la parada de la ruta. Mi vista somnolienta estaba fija hacia donde tenía que aparecer el 203, como si con la intensidad de la mirada pudiera apurar la llegada del colectivo. De repente, me reclaman desde la otra vereda. Pero no puedo creer lo que veo. Era Calalo, que, como todas las mañanas, volvía de Pacheco, con su enorme carro cargado. Y quería avisarme el horario y el lugar del velorio. Calalo, el que esa misma tarde tenía que enterrar a su hijo. Calalo, que en medio de la muerte, seguía con la vida. Calalo que, como un caracol humano, seguía caminando, cargando con su vida y con su pobreza. 

¿Cuánto más le habrá pesado ese carro hoy?

El querido Calalo, con su carro a cuestas, se me hizo que era Cristo por las calles de mi barrio, enseñándonos a cargar la cruz.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué triste realidad la de Calalo que no pueden para un minuto para dedicarse a ellos y sus pesares. Que la burocracia les impide hacer lo que como personas necesitamos, no pueden elegir ni como velar a su hijo. Cuánto esfuerzo para el llevar ese carro ahora!