domingo, 22 de febrero de 2009

DÉCIMAS PLUVIALES

En todos estos años de inocultada pluviolatría nunca había logrado componer la "Oda a la lluvia" que tantas veces me prometí a mí mismo. Anteayer, inspirado por una frase -un poco descontextuada- de San Agustín, y por las condiciones atmosféricas justas, champurrié estas cuatro décimas -con segura vocación de cifra o de estilo-, que son una reincidencia en ese subgénero literario criollo que utilicé para las "Letanías criollas". Aunque fueron hechas pensando en Jesucristo, releyéndolas ahora pienso que le cuadran mejor al Espíritu Santo, que, después de todo, es siempre el Espíritu de Jesús.



"Sos gramilla engalanada con su más lujoso apero".



DÉCIMAS PLUVIALES
"Solus Christus suavitas pluviae"San Agustín, Enarr. in ps. 137, 9.


A mi hermana querida sor Lucía,
amiga de Jesús, de la lluvia, y mía.

Sos agua que cae del cielo
sobre la tierra sedienta;
sos la garúa que asienta
el polvo de fino vuelo;
de la pampa en el pañuelo
sos un llanto de alegría;
sos la verde algarabía
que puebla el monte de cantos;
sos en horas de quebranto
la más dulce compañía.

Sos esa luz argentina
que hace más verde el verdor,
que muestra el mejor color
de todo lo que ilumina;
nube de incienso divina
de olor a tierra mojada;
sos gramilla endomingada
con su más lujoso apero,
y en las fatigas de enero
la pausa más esperada.

Sos susurro silencioso
entre el pasto del potrero
y en las voces del alero
sos el canto más gozoso;
la que invitando al reposo
y al mate meditabundo
congregás a todo el mundo;
sos caricia que Dios manda
que hasta lo más duro ablanda
por tocar lo más profundo.

Sos la llovizna serena
que sabe entrar sin herir,
y adivinar el sentir
de quien esconde una pena.
¡Lluvia generosa y buena,
lamento de los sin voz!
Como el rocío precoz
que riega trigo y maleza,
sos la rotunda certeza
de la ternura de Dios.

"Sos susurro silencioso entre el pasto del potrero,y en las voces del alero sos el canto más gozoso..."

jueves, 12 de febrero de 2009

Sacha sonco (corazón del monte)

"Mi corazón, como ulúa..."
(Felipe Corpos- Sixto Palavecino, Como el sacha mishi)

Hace unas semanas estuve misionando en Brea Pozo Viejo, Santiago del Estero. Fueron días lindísimos en que, además de encontrar gente buenísima y compartir con ellos la vida y la fe, pude conocer algunos de los secretos del monte santiagueño.
Después de visitar, cada mañana, a alguna familia, me gustaba volver a la escuelita donde vivíamos no por el camino sino por el medio del monte, con uno de los changuitos amigos, Emanuel, que me hacía de baquiano.
El monte santiagueño es una rara conjunción de aridez y vida: es lo que en la jerga difícil de los libros de biología se llama "bosque xerófilo", o sea: "bosque amante de la sequedad". Sin embargo, la aridez del monte no es como, por ejemplo, la de las estepas patagónicas, esas soledades donde los vientos helados amedrentan al arbusto más corajudo y la infinidad sobrecoge el corazón. No. En los montes de Santiago crecen muchísimas especies de plantas, arbustos y árboles (y algunos de gran tamaño, como los algarrobos y los quebrachos colorados). Pero cuando uno, entusiasmado, se interna, la tierra ignorante de gramilla, los salitrales sólo habitados por el jume y las plantas de cactus le echan a uno en cara la seca verdad: en esos lugares en que el agua escasea, el sol requema y la tierra cubre todo con su infatigable polvareda la vida no es cosa fácil.
En una de mis salidas me detuve ante un cactus. Era una especie de cardoncito rastrero, enroscado como víbora en la tierra pelada, que me levantaba dos o tres bracitos espinudos como amenazante bienvenida. ¿Y éste cómo se llama?, le pregunté, una vez más, con incorregible avidez botánica, a mi paciente guía. -"Ulúa", me dijo. "U-lúa", repetí en voz alta para cerciorarme.
La ulúa es un cactus petisón, nada llamativo frente al gran cardón o a las tunas y quimiles de vistosas pencas, sus parientes mayores del monte. De hecho, habría seguido de largo si no hubiera entrevisto, bajo las espinas, una suerte de pelotita roja, como una frutillota escondida en lo más enmarañado de esa silvestre corona de espinas. Colorada y redondita, esa fruta era como el corazón de ese cactus, defendido por las espinas. Emanuel, notando mi perplejidad, antes de que le pregunte nada me dijo: "se come". Y sin esperar, con montaraz destreza, hizo viborear su bracito entre las espinas y con sólo dos dedos, para evitar las "janas" -minúsculas espinas como filososos pelos invisibles que crecen en la misma cáscara- la despegó del tronco. Después, haciendo un tajo con un palito en la gomosa cáscara colorada, abrió la ulúa y dejó ver una pulpa blanca con puntitos negros, igual a una bochita de helado de crema granizada. Lo probé, tímidamente: era inverosímilmente fresca y tenía, en la boca, la consistencia de la nieve y un dulzor manso en el final, como para dejar pensando. ¡Increíble! Que en medio del monte polvoriento, bajo el sol aplastante del enero santiagueño, entre las espinas hostiles de un cactusito cualunque, hubiera ese fruto dulce y tan fresco, me pareció un milagro. Los días siguientes, me dediqué a convidarles a mis amigos de la misión ese rico hallazgo del monte, ese sabroso corazón de las espinas.
* * *
Uno de los últimos días de la misión, en otro paseo "botánico", encontré que las ulúas, ya maduras, habían como reventado: que había un tajo en su poncho rojo, y que los pajaritos del monte habían ido a endulzarse los picos en sus entrañas blancas.
* * * * * *
Pienso que el corazón del hombre es, muchas veces, como la ulúa de los montes de Brea Pozo. Muchas veces somos, a primera vista, duros y espinosos. Los rigores y las arideces de la vida nos han sacado espinas, espinas fieras y antipáticas: hemos cercado, quizá, con ramas y púas la indefensa ternura de nuestro corazón, y al corazón mismo, incluso, lo hemos provisto de agudas janas defensivas.
Sin embargo, a medida que crecemos en madurez, vamos de a poco perdiendo el miedo y animándonos a abrir lo que en nosotros hay de dulzura escondida. Me gusta pensar que, como la ulúa madura que revienta y, desde su herida, da vida y alegría a los pajaritos del monte, el corazón del hombre no sabe madurar sin abrirse. Como la ulúa, también nosotros sólo maduramos si abrimos el corazón y damos vida -nuestra vida- a los demás.
Pero, como a la ulúa, hay que saber darnos tiempo, también.