jueves, 21 de mayo de 2009

El milagro "antiestoico"

“La atención es la principal virtud realista”, decía Emilio Komar. En efecto, la atención -el oído abierto, el ojo aguzado, los cinco sentidos alertas- es la única respuesta adecuada del hombre a la realidad. Las cosas, en efecto, tienen algo que decirnos: en ellas se esconden verdades que todavía no sabemos. Y ante alguien que sabe más -un maestro- la conducta que corresponde es una sola: el silencio y la atención. Por eso, por ejemplo, lo primero que exige Dios de su pueblo es la atención, porque Él sabe y quiere enseñar: “Escucha, Israel…” (Dt 6, 4). El mundo, por ser creación –mensaje- de Dios, está preñado de sentido, de luz y de fuego y se muestra ansioso de manifestar ese tesoro: logos para nuestro entendimiento y valor para nuestra afectividad. La actitud que conviene, entonces, es la atención.
Sólo a la luz de esto se puede ponderar la gravedad que tienen la desatención y la insensibilidad: actitudes o estados con los que a menudo somos demasiado indulgentes. De hecho, no todos los insensibles -esos que perdieron la profundidad de la mirada- llegan a tales por mera dejadez. Hay quienes adhieren a una insensibilidad programática: el caso paradigmático es el de los estoicos (soportar “estoicamente”, decimos), pero este ideal está también muy presente en las espiritualidades orientales, hoy tan de moda también entre nosotros. Los estoicos, una escuela filosófica griega de la última antigüedad, fomentaban la “a-taraxia”, la imperturbabilidad ante las circunstancias de la vida, como la del peñón que resiste impertérrito los violentos embates con que el mar lo castiga. (Vale la pena aclarar, no obstante, que estos pensadores enseñaron muhas otras cosas y muy valiosas: aquí permítasenos el simplismo de llamar, en adelante, "estoicismo" a la búsqueda de independencia afectiva de la realidad, a la actitud que prefiere no prestarle mucha atención a la realidad -personas y cosas- para no dejsarse afectar por ella).
Explícito o no, el estoicismo como actitud ante lo real es muy común en el hombre y se hace presente de muchas maneras en la historia del pensamiento. ¿Por qué? Se trata, en el fondo, de un mecanismo de defensa muy entendible. La realidad, una vez conocida, “gustada” realmente en su profundidad y riqueza, compromete también afectivamente, como dice otra vez Komar: “Donde se descubrió el sentido, aparece la fuerza atractiva del valor”[1]
La ruptura de nuestra indiferencia y el compromiso afectivo son, de hecho, la contraprueba del conocimiento: si la cosa no llegó al corazón, no “tocó el nervio”, quiere decir que no la conocimos profundamente.
Ahora bien, todo amor hace vulnerable. El amor conlleva siempre, como negativo, el temor de perder lo amado. De ahí la expresión de San Agustín “el temor es amor que huye”[2]. Y de hecho, muchas veces el temor se ve confirmado porque algo nos separa del objeto amado. Entonces, el desgarro afectivo es tremendo: nuestro corazón padece la tristeza con la misma intensidad con que había amado lo ahora perdido. Y el corazón, como ofendido, nos pide con voces lastimeras: “no me hagan sufrir más”, y se cierra con doble llave y candado. ¿Para qué enamorarse si agazapado tras el fuego vacuo del amor nos espera este terrible desgarro de la tristeza? Esta actitud -que es entendible tras un desengaño amoroso o tras la muerte del amado- si persiste en el tiempo y se vuelve un plan de vida se torna, a fin de cuentas, una patología.
Y eso es precisamente lo que propone el estoico: mejor vivir de tal manera que nada nos afecte: ni lo bueno, ni lo malo.
El amor es el "afecto primordial": sin él no hay ni tristezas ni alegrías.[3] Efectivamente, si no amáramos nada tampoco temeríamos nada, aunque eso se pague sacrificando también alegrías intensas. No importa: sin alegría ni tristeza, viviremos imperturbables, sin sobresaltos.
Esta actitud es profundamente inhumana. Buscar así la impasibilidad es ejercer una violenta represión del corazón, del espíritu.
La actitud más conforme a nuestra naturaleza es la que señala, en una conocida oración, la Madre Teresa de Calcuta: “Ser honesto y franco te hace vulnerable. ¡Sé honesto y franco de todos modos!” Parafraseándola podríamos decir: “El amor te hace vulnerable. ¡Ama de todos modos!”
Por eso creo que lo más categórico contra la actitud estoica ante la vida está dicho en esta frase de Oscar Wilde: “Lo más terrible [de haber estado preso] no es que nos rompa el corazón –los corazones están hechos para romperse- sino que convierta nuestro corazón en una piedra.” [4]
Es mucho más terrible –por más deshumanizante- el endurecimiento del corazón provocado por un dolor intenso que el dolor en sí mismo considerado: “los corazones están hechos para romperse”.
El estoicismo, en última instancia, intenta apagar en el hombre lo que el hombre es: un ser espiritual con vocación al amor. Esto no es inocuo: no es posible ir de frente contra la naturaleza del hombre sin mucha violencia y mucho daño.
Lo que dice Wilde es, a fin de cuentas, lo mismo que nos enseña la fe cristiana. Aunque parezca que no, nuestro corazón está hecho para "romperse", para "partirse" en el amor. Dios nos promete, en el libro de Ezequiel, que "tranformará nuestros corazones de piedra en corazones de carne". ¡A veces pienso que esta profecía debería meternos miedo! Convertirá nuestro corazón "estoico" e imperturbable en un corazón "cristiano" y vulnerable... Es el Espíritu Santo quien realiza este milagro "antiestoico". Y lo hizo de manera perfecta en el corazón de un hombre que es por eso el Hombre perfecto: Jesús. Él con su "sagrado corazón" nos muestra otro ideal: no se puede vivir sin dar la vida.
En cada Misa, y sobre todo en estos días previos a Pentecostés, le pedimos a Dios que nos dé ese mismo Espíritu con que llenó a Jesús, para que "por Cristo, con él, y en él" aprendamos la alegría de tener un corazón como el Pan: partido para dar vida.

[1] Emilio Komar. Orden y Misterio, Emecé Editores-Fundación Fraternitas, Buenos Aires, 1996. p. 130.
[2] Citado por Josef PIEPER. Las virtudes fundamentales, Rialp (Madrid), p. 23
[3] “El amor es el principio de todas las operaciones apetitivas. Quitado éste, en efecto, no habría ni gozo –en el caso de que alguien consiguiera algo que no ama- ni tristeza –si se le impidiera tener algo que no ama-. Si se eliminara el amor, también se eliminarían todas las operaciones apetitivas, pues todas se alguna manera están referidas a la tristeza y al gozo”. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Rationibus Fidei, Gladius (Buenos Aires), 2005, p. 24.
[4] Oscar WILDE. “Vita nuova”, en Selected Prose, Methuen, Londres, 1914, p.143.