“Vengan a Mí, todos ustedes
que están abatidos y fatigados,
que Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo,
y aprendan de Mí, que soy paciente y humilde de corazón,
porque mi yugo es suave, y mi carga liviana” (Mt 11, 28-30).
Si hay un
verbo que podríamos decir está de moda, ése es “soltar”. Se nos antoja tan
cómodo, que ya tiene algo de comodín, y cabe bien en tantos sitios del habla
corriente, que ya nos hemos olvidado qué palabra poníamos antes en su lugar.
Antes, “soltar”
era un verbo transitivo: es decir, había que aclarar: “¿soltar qué?”. Se
soltaba la mano, las riendas, la manija… Ahora es un verbo tan cómodo que ya no
necesita especificar su objeto, y se usa solito, y casi siempre en imperativo: “¡Soltá!”.
Pero es un imperativo que por el significado mismo del verbo nos parece amable,
compasivo, bonachón, como si siempre viniera complementado con un cariñoso: “¡Soltá,
zonzo!”
Pero, quiérase
o no, es un imperativo al fin, que nos susurra cada amiga al oído, que sorbemos
en cada charla de café, que asimilamos en cada augurio de las redes sociales, y
que repite como un mantra cada counselor y sentencia suavemente cada
quien que se precie de ser un poco más “espiritual” que uno.
Ahora bien, esa
ausencia de “objeto directo” no es sólo gramatical. Al contrario, por ello mismo es muy decidora
de lo que sucede en la realidad. Al interiorizar -sin casi sentirlo- la
consigna omnipresente de “soltar”, no viene al caso ya qué cosa sea lo que
debemos dejar. El imperativo pasa por alto, olímpicamente, la realidad exterior,
para enfocarse solamente en el acto interior del sujeto solterón, perdón, digo,
soltador. “No importa lo que tengas que soltar, no viene al caso la
realidad exterior a tu problema: importa que vos sueltes lo que sea, y así
recobres la tranquilidad perdida. Zonzo…”. Esto nos sitúa de lleno en un plano
individualista, y no hay en esto secreto alguno. El que lo logra se convierte
en alguien perfectamente “suelto” de todo, no ligado por nada, libre de cualquier
atadura.
¿No será este
soltar, entonces, el camino directo a la libertad? (Y de sólo mentar la
palabrita pareciera que me llega, rítmica e inconfundible, la consabida arenga de los
posmodernos corifeos: “¡Viva la libertad, carajo!”).
Ahora bien, no quisiera dejar suelto un
cabo que antes traje. Y es el de los verbos que fueron sustituidos por nuestro
comodín de marras. Ellos sí guardan relación directa a sus objetos, y por eso,
volver a pensar qué palabra usábamos antes donde ahora ponemos “soltar” puede
quizá revelarnos lo que pasa fuera del sujeto soltador cuando éste se abandona
al mágico imperativo del soltar.
Soltar es a
veces sinónimo de olvidarse, o no pensar, a veces de resignarse, otras de
perdonar, otras de abandonar (o abandonarse), muchas veces de confiar, otras tantas de dejar, y también de no controlar, y así descuidar (o descuidarse) o de despreocuparse (o de no preocuparse por). Pero
sólo atendiendo a los casos concretos podemos medir el costo del soltar en el
mundo “exterior” (al individuo individualista).
“Soltá” puede querer decir “no te tomes todo a la tremenda”, que sólo es liberador si de verdad -objetivamente- la cosa “no es para tanto”, o si la persona está “ahogándose en un vaso de agua”. Pero ese “soltá” no sirve para el que tiene un hijo gravemente enfermo, o para el que sufre la muerte de un amigo… “Soltá” puede significar en ciertos contextos cosas tan caras como “divorciate”, o “dejá que tus hijos se equivoquen”, “que lo arregle otro”. En última instancia, “soltar” es siempre lo contrario de “hacerse cargo”, de asumir la responsabilidad, o la misma realidad...
Si
nos fijamos en el origen de la palabra, “soltar” viene (a través de la raíz de
participio pasado “solutus”) de un verbo “solver” (solvere en latín)
que hoy ya no conocemos como absoluto, es decir, como desligado de algunos
afijos, sino conformando con ellos verbos tales como “re-solver”, “ab-solver”, “di-solver”,
etc.
La reflexión
etimológica bien puede enseñarnos que el resultado del “soltar” depende siempre
del objeto del cual nos desligamos. Porque, si aquello de que nos desembarazamos
es el pecado, entonces estamos “ab-sueltos” de culpa y por ello, libres. Pero si
lo que dejamos ir son nuestros compromisos morales, entonces nos convertiremos
en personas “di-solutas”… En última instancia, si lo que pretendemos es
quedar sueltos de toda ligazón, de toda religación (y religión), de toda
relación y de todo vínculo, siendo -como somos- animales
dotados de ombligo y seres sociales por naturaleza, quedaremos, más temprano
que tarde, sencillamente “di-sueltos”.
La moda del verbo “soltar” ha entrado, creo poder asegurarlo, por la ventana (franco ventanal más bien) de las espiritualidades orientales, a través de sus mil rostros: yoga, reiki, budas, mandalas, autoayuda, retiros espirituales, etc. Remito para más datos a esta conferencia del budista Lama Rinchen.
Según el
budismo, la causa de todas nuestras inquietudes, de nuestras faltas de “paz”,
es el deseo. El deseo, dice el gurú oriental, es el viento que mueve las hojas del
árbol. Si no hubiese viento, no habría menearse, todo sería paz y quietud.
Hasta aquí
estamos de acuerdo: el deseo, y en última instancia el amor, es la fuente de
todas las pasiones humanas. El amor, que es el apetito por excelencia, es la
causa tanto de la tristeza (por el deseo frustrado) como del gozo (por el deseo
consumado).
La espiritualidad budista es admirable por su radicalidad y por las alturas ascéticas que persigue (y muchas veces alcanza). Es que lucha contra nuestra naturaleza misma, extinguiendo del corazón del hombre todo deseo, es decir, neutralizando todo amor. Pero el camino de Buda, por el inmoderado afán de erradicar de la vida humana toda tristeza, todo dolor, toda inquietud, es capaz de pagar el altísimo precio de apagar toda pasión, todo deseo, todo amor. Logra la paz… al precio de la vida. Siguiendo la imagen del viento que inquieta, diríamos que quita el viento, para para ello quita también el aire. La quietud del Buda es una paz del quedarse suelto, des-amorado, de todo objeto, de todo apego, de toda realidad. Queda sólo el yo, desnudo. Con la ilusión de que en esa desnudez última nos di-solvamos en Dios.
Pero ese Dios es más Nada que
Ser. Es más Algo que Alguien. Y, puesto que no se lo encuentra en el compromiso
concreto del amor a Él y al prójimo, sino en el insensible soltar del desamor
radical, es un Dios que no ama. ¡Pues no es Dios! Ni eso es vida, ni es libertad, ni
es nada… Sino un costosísimo suicidio, una sofisticada eutanasia, una admirable
pero mortífera espiritualidad.
Frente a esta
moda, en muchos inocente, pero en nada inocua, hoy se pone de pie el Señor y, señalando su corazón
transido, grita en la plaza del mundo: “¡Vengan a Mi, todos ustedes que están
afligidos y agobiados, que Yo los aliviaré!” (Mt 11, 28).
¿Tenés dolor,
tristeza, desasosiego, angustia…? Aquel en quien busques ayuda te responderá con
un barato: “¡soltá!”
Sólo la voz
del único Maestro, sólo quien es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) te gritará,
desde la otra punta, lo contrario: “¿Quieren paz? -“Les dejo la paz, les doy mi
paz, pero no como la da el mundo” (Jn 14, 27). “¿Quieren alivio? “Carguen sobre ustedes mi
yugo […] porque mi yugo es suave, y mi carga liviana” (Mt 11, 28-30).
“Carguen…”
¿En serio, de verdad Jesús les dice esto a los que hace un instante convocó por
su condición de abatidos y de fatigados? ¿Y es pensable que todavía explicite: “carguen
sobre ustedes”, y que para más diga el “yugo”, cuya sola mención espantaría al
que viene cansado?
Pues sí. Es el verbo exactamente contrario a “soltar”. La vida cristiana es “cargar”. “El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo (y no negar todo y a todos los que no sean yo), tome (cargue, abrace) su cruz cada día, y sígame” (cf. Mt 16, 24). Pero es cargar con Cristo, que carga antes, que carga primero, que me carga a mí mismo...
¿No es curioso
que hoy demos “soltar” como sinónimo de “perdonar”? Pues Cristo usó la imagen
del pastor que deja las noventa y nueve para buscar, encontrar y “cargar” a la
oveja perdida para mostrar su misericordia. Él no suelta nada: y para salvarnos, que es redimirnos (o sea "pagar", "hacerse cargo") en la Cruz carga -asume-
todo.
¿Y por qué es lo contrario? Porque Él es el amor. Y sólo el amor nos hace felices. Pero no existe amar sin sufrir.
Por eso el
Sagrado Corazón de Jesús, que es el ícono más querido del Señor resucitado, y fuente
de donde dimana todo el Amor de Dios, es representado con la corona de espinas
que lo tiene completamente ceñido.
Soltar no sólo nos aleja del cristianismo, sino que nos deshumaniza.
¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío!
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