Reflexiones en la Conmemoración de los fieles difuntos.
Pocas realidades hay que hayan experimentado cambios tan rápidos e importantes en Occidente como las prácticas culturales en torno a la muerte. En casi apenas una generación (la de quienes hoy son nonagenarios) se acabó la práctica del luto y del duelo, se tendió a abandonar los sepulcros con referencias religiosas o fúnebres y surgieron los cementerios-parque, se popularizó la cremación, mermó significativamente la visita a los cementerios, se acortaron drásticamente los velorios -que algunas veces ya ni se realizan-, se prescindió en la mayor parte de ellos de la presencia de clérigos o rezadoras, se dejó de organizar novenarios y menguó sensiblemente la cantidad de misas encargadas por difuntos, y se fue transformando incluso el sentimiento trágico de la muerte -con sus manifestaciones de desgarro y tristeza- en negación psicológica, disimulada no pocas veces con una banalización que obliga a estar lo más alegre que lo permitan las circunstancias.
Es innegable que estas prácticas sociales no son más que expresiones -y en ese sentido precisos indicadores- de un cambio cultural profundo, en el que la pérdida de la fe cristiana no es, por cierto, un dato secundario.
La Iglesia, que está inserta en el mundo y nunca es impermeable a los vaivenes sociales y culturales, también ve cómo estos cambios repercuten en sus propias costumbres.
En este día en que celebramos la Conmemoración de los fieles difuntos quisiera llamar la atención sobre el hecho de que, incluso en la Iglesia, cada vez rezamos menos por los muertos. Ni siquiera en este día dedicado ex profeso a esta plegaria de sufragio.
Casi no hablamos, por ejemplo, de las indulgencias, preciosa posibilidad que la Iglesia nos ofrece para beneficiar a los queridos difuntos en su camino de purificación hacia el Cielo.
Los curas, de hecho, solemos aprovechar este día, como las misas de difuntos en general, no para rezar por ellos, sino en el mejor de los casos para dirigirnos a los deudos con palabras de consuelo y de esperanza en la vida eterna (que bienvenido sea siempre).
Es elocuente, a este respecto, el lema con que la arquidiócesis de Buenos Aires engloba hace ya varios años las actividades pastorales del 2 de noviembre en los cementerios: "Consuelen a mi pueblo". El acento está claramente puesto en acompañar a las personas vivas que se acercan a rezar por los difuntos, y si bien -por supuesto- no faltan misas, responsos y bendiciones de sepulturas, todo ello más bien se da con el objetivo de acompañar a los dolientes, que de beneficiar a los finados.
En la invitación, la Arquidiócesis explica: "La Iglesia invita a rezar y recordar a los seres queridos difuntos. Es un día significativo, en el que de manera especial se hace memoria de ellos y de la huella que han dejado en nuestra vida. Ellos nos recuerdan que caminamos hacia el encuentro con el Señor y nos impulsan a transitar nuestra vida con esperanza". Como se ve, el verbo rezar está indefinido (no aclara "por quién"), y el hincapié se hace en algo tan importante y humano, como "hacer memoria de ellos". Ahora bien, para recordar a nuestros muertos queridos no se necesita la fe ni la presencia de los ministros de la Iglesia. El aspecto de fe, en todo caso, es para beneficio de nosotros los vivos, a fin de que crezcamos en la esperanza de que "caminamos al encuentro del Señor".
Es indudable que la Iglesia tiene mucho que hacer acompañando a todas las personas que sufren, entre ellas, consolando a los tristes. Pero temo que tratándose de la muerte, ya no estamos considerando como prójimos -objetos de nuestras obras de misericordia- a los que dejaron este mundo, sino sólo a los vivientes. Y me pregunto: ¿Seríamos capaces de organizar, como Iglesia, responsos a todas las tumbas de los cementerios (por lo menos las cristianas) así asistan o no los deudos? ¿Seguimos fomentando los curas -prescindiendo del interés económico- que la gente encargue misas por sus muertos, aunque no asistan a ellas para ser consolados?
La gran pregunta que queda es: ¿Seguimos creyendo en que tiene sentido la oración por las almas de los muertos?
Y pareciera que, vistos estos cambios culturales ad intra de la institución eclesial, la respuesta es negativa.
Es que rezar por los difuntos sólo tiene sentido si existe el purgatorio, esa genialidad de la misericordia de Dios para ayudarnos a reparar, también después de esta vida, las consecuencias de nuestros pecados, y así gozar del cielo con todas nuestras capacidades. ¿Para qué rezar por alguien que ya goza de la felicidad eterna en el cielo? ¿Para qué rezar por los que rechazaron definitivamente el perdón de Dios y están irremediablemente condenados? Sólo tiene sentido orar por las almas del purgatorio.
Pienso que esta verdad de fe se muestra muy debilitada en la conciencia de los cristianos de hoy por varias causas.
La primera sería la certeza -bastante presuntuosa- de que los difuntos "ya están en el cielo". No suena compatible con la noción más vastamente difundida de la "misericordia" de Dios el que exista algo así como un penoso purgatorio antes de entrar en la Gloria, en el que las ánimas benditas estén necesitadas de nuestros ruegos y sacrificios. De la mano de esto, la pérdida del sentido del pecado hace lo suyo en la autopercepción de nuestra inocencia. Si Dios es tan bueno, y nosotros también, entonces los muertos ya "están mejor que nosotros".
Unido a esto está la crisis de otra verdad de fe: el Juicio particular y final. La misma liturgia abandonó el color negro y el acento tremebundo de las misas exequiales con su antífona de entrada "Dies irae, dies illa" que nos sobrecoge en las Misas de Réquiem. Pero pareciera que se pasó al extremo contrario. Ya no existe ningún temor al juicio de Dios, del que tantas veces Cristo nos habla en los Evangelios. No hay nada en juego. No hay drama alguno. Las tarjetas de los fallecidos que a veces se manda hacer para los entierros ya no traen retratos adustos y oraciones para orar por ellos sino que sólo están pensadas para recordarlos vitales y sonrientes. Las misas de difuntos son virtuales canonizaciones, donde los curas incluso cambiamos el color morado por el blanco pascual.
Entre el clero, influye asimismo la difundida teoría teológica de la "resurrección en la muerte", en la que se desecha por pueril o por helenizante y antibíblica la supervivencia del "alma separada", y con ella es más fácil todavía que se derrumbe también la certeza del purgatorio.
Sea lo que fuere de nuestras insensibilidades epocales y nuestras percepciones subjetivas, el purgatorio existe, y entre las obras de misericordia espirituales nos enseña la Iglesia que debemos rezar por los difuntos.
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Algunos de nosotros tenemos la gracia de ser sacerdotes en esos barrios del gran Buenos Aires que están densamente poblados de gente provinciana o de países hermanos, dotadas de una cultura tradicional radicalmente cristiana que es milagrosamente resistente a la Ilustración. Acompañándolos una y otra vez con ocasión de los fallecimientos -en sus novenarios, sus rosarios, sus velas encendidas, sus bendiciones de cruces y sus entierros, y sus infinitas listas de finados en cada misa-, también nosotros, curitas modernos, tenemos la divina oportunidad de convertirnos, a condición, claro, de que no los miremos desde arriba, como quien acepta condescendientemente bendecir sus piadosas costumbres, sino que tengamos la actitud de aprender humildemente de quienes, como dice la Escritura, son "pobres en este mundo pero ricos en la fe" (Sant 2, 5).
A todos los fieles difuntos, especialmente aquellos por quienes nadie reza, aquellos más necesitados de la misericordia de Dios, y a todos aquellos "cuya fe sólo Tú conociste", dales, Señor, el descanso eterno y que brille para ellos la luz que no tiene fin.
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