martes, 6 de julio de 2010

Santos Discépolo, ruega por nosotros

"La confusión es inevitable sin la lucha;
hay que luchar mucho para no llegar a la confusión"
(Emilio Komar, La estructura del diálogo, 86)

Para la mentalidad religiosa básica, lo santo es aquello que está estrictamente separado del "mundo". Por eso, lo que es sagrado no puede tocarse, porque en el acto dejaría de serlo y quedaría impuro. Esta verdad antropológica, que recorre ininterrumpidamente la historia de la humanidad, ha sufrido una terrible excepción: la Igualdad. Igualdad es, acaso desde 1789, una de las palabras más sacrosantas de nuestra cultura. Y sin embargo, debe de ser la más profanada, la más manoseada, la más manipulada.
Tenemos un ejemplo cabal de esto en el proyecto de ley que se está debatiendo estos días en nuestro país. La igualdad parece ser el argumento único y la palabra final de quienes invocan el pretendido derecho a que la unión civil de dos personas homosexuales se equipare al matrimonio. Negar la "igualdad" -de la forma que sea- constituye siempre, hoy en día, un repudiable acto de "discriminación", un crimen de lesa humanidad.
La igualdad, con lo loable que es (entendida rectamente), se ha convertido en la contraseña de los que se habituaron a existir en la confusión y pretenden que todos vivamos en ella. El espantoso lobo de la confusión viene bajo la piel de cordero de la igualdad.
En efecto ¿quién dijo que toda igualdad es buena? La igualdad que consagra el artículo primero de la Declaración universal de los derechos humanos no es cualquier igualdad, ni es un principio en el aire. Por el contrario, está fundada en que todos los hombres nacen igualmente dignos, igualmente dotados de libertad, de razón y de conciencia. La universalidad de los derechos se basa, entonces, en la igualdad que todos los hombres tienen por el hecho de ser hombres: "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros" (art. 1). De ahí que el artículo segundo no hable de una igualdad en cualquier derecho, sino sólo en los contenidos en la mentada Declaración: "Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición" (art. 2). No hace falta que entremos aquí en cuáles son esos derechos, sino constatar que no son absolutos, sino relativos a la condición humana. Consiguientemente, la Declaración no condena toda discriminación en absoluto, sino "toda discriminación que infrinja esta Declaración" (art. 7). 
Ahora bien, fuera de esta igualdad y dignidad básicas por ser "seres humanos", los hombres y las mujeres del mundo y de la historia constituimos un increíble mosaico hecho gracias a la más apasionante desigualdad: no hay una persona igual a la otra: cada una es única e irrepetible, cada una es irremplazable.
Así lo quiso el Creador: "El Señor mira desde el cielo, se fija en todos los hombres; [...] él modeló cada corazón, y comprende todas sus acciones" (Sal 32, 13.15). Desde las estrellas del cielo hasta los cristales de nieve, desde las nubes hasta los granos de arena, desde las hojas de los árboles hasta las flores del campo, mírese desde un telescopio o desde un microscopio, ni en el macrocosmos ni en el microcosmos hay, en la naturaleza, algo hecho "en serie". La creación es un derroche infinito de "creatividad", de diversificación, de singularidad. La inacabable variedad del universo nos sorprende constantemente, impidiéndonos agotar el misterio del hombre y del mundo. Cuando el hombre del racionalismo se propuso dejar de admirar la obra del Otro y abarcar todo con su propia razón, tuvo necesariamente que cercenar la imparable inequidad de la naturaleza y encorsetarla en la igualdad de la geometría: eso son los tristemente lindos jardines de Versailles, que requieren la incansable violencia de miles de jardineros, ingenieros y podadores...
Arrasar con cualquier tipo de diversidad, de orden y de jerarquía es confundirse y confundir. En el hecho de ser humanos somos todos iguales, y esa igualdad es natural y buena, y es malo e inhumano todo lo que genera desigualdad e inequidad en la dignidad de las personas; pero en todo lo demás somos diferentes, y esta diversidad es tan buena y natural, como antinatural y nocivo todo igualitarismo que pretenda desconocerla.
El hediondo guiso de la confusión es el manjar de los igualitaristas. En nombre de la igualdad, estamos a punto de equiparar ¡por ley! lo natural con lo antinatural, lo sano con lo insano, lo verdadero con lo falso.


Hace exactamente 75 años, un porteño de mirada aguda. Enrique Santos Discépolo, escribió el tango "Cambalache", que tiene en sí todo el sentido común necesario para que dejemos de vivir "revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos". En efecto, todo el tango es una tragicómica descripción de qué y cuán nociva es la confusión. No hay una mirada benigna: "El mundo fue y será una porquería", espeta al empezar... Esa es la primera verdad del que vive adentro del merengue cambalacheno.
Lo interesante es que Discépolo plantea la confusión justamente con el léxico de la "igualdad":

¡Hoy resulta que es lo mismo
ser derecho que traidor,
ignorante, sabio o chorro,
generoso o estafador!
¡Todo es igual!
¡Nada es mejor!
¡Lo mismo un burro
que un gran profesor!
No hay aplazaos
ni escalafón,
los inmorales nos han igualao.
Que uno vive en la impostura
que otro roba en su ambición,
¡da lo mismo que si es cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón!...
[...]
Que es lo mismo el que labura
noche y día como un buey,
que el que vive de las minas,
que el que roba, que el que mata
o está fuera de la ley.

"Todo es igual"... La coherencia del igualitarismo es irreprochable: desparecen, con el "escalafón", todas las jerarquías, y con los "aplazaos", todos los juicios de valor, de modo que "nada es mejor"... Sólo queda una verdad ("¡es lo mismo!"), traducida a la voluntad en un inmenso bostezo metafísico: "¡Da lo mismo!". Pero ocurre con nuestra naturaleza, nacida para vivir en el orden y la armonía de lo diverso, lo mismo que con las pobrecitas plantas de Varsailles: esta confusión nos hace violencia:
¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón!
El argumento de la malentendida igualdad es una falta de respeto a la razón. ¡Lo preocupante es cuando ya la razón está tan atropellada que ni cuenta nos damos del atropello!
Discépolo parece darle la razón a Komar cuando termina vinculando esta confusión con el infierno: ¡Dale que va, que allá en el horno se vamo' a encontrar!
Dos actitudes quedan: el tango sólo canta explícitamente una: la de decir "Da lo mismo... ¡Dále, nomás! ¡Dále que va!"... Si total "a nadie importa si naciste honrao"...
Mas para quienes nos sabemos mirados, pensados y amados por Dios, hay Alguien a quien le importamos, y Alguien para quien no todo es lo mismo, para quien no todo da igual.  El autor del tango sabía, conmovido, que la Biblia, herida, lloraba y que la razón estaba siendo atropellada. Nosotros también lo sabemos y lo sentimos, pero no queremos seguir revolcados en el guisado nefasto de la confusión actual, ni en el horno discepoliano de la "confusión eterna" ("Non confundar in aeternum" concluía el Te Deum -y repetía Komar-).
Hay que seguir pensando y desembarrando la cabeza para "juirle a la confusión", para no darle tregua. Baste esto por hoy, y mientras tanto, encomendarme a mí y a todos los argentinos a este lúcido varón porteño, canonizado por su unánime popularidad:
              ¡Santos Discépolo, ruega por nosotros!

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