La Virgen María es, sin lugar a dudas, una de las grandes figuras del Adviento. Ella es modelo e imagen inmejorable de la Iglesia-que-espera. Contemplar el ícono de la Virgen embarazada es para nosotros, Iglesia que peregrina en la historia, la mejor escuela en que aprender a recibir al Señor Jesús que está llegando.
Hans Urs von Balthasar describió la vida de Jesús como una "existencia en recepción". Desde toda la eternidad, la vida del Hijo es estar recibiéndose del Amor gratuito del Padre, y estar entregándose al Padre en Amor agradecido. "Cuando llegó la plenitud de los tiempos" y el Hijo eterno, "la Palabra de Dios, se hizo carne", Jesús de Nazaret manifestó su ser Hijo, su filiación, viviendo "en recepción". Esto puede verse fácilmente en la infinidad de frases de Jesús que parecen querer gritar: "¡Yo no: el Padre!": "Les aseguro que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo sino solamente lo que ve hacer al Padre" (Jn 5, 19). "No hago nada por mí mismo, sino que digo lo que el Padre me enseñó" (Jn 8, 27). La existencia de Jesús es recibir la voluntad del Padre buscada en la oración (cf. Lc 6, 12) y manifestada por el Espíritu (cf. Mc 1, 12) y obedecerla por amor. Y si su vida entera es un recibir la voluntad de Dios, ello alcanza su máxima expresión cuando llega su "hora": "Que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Mc 14, 36). Y su existencia "en devolución", o su vida eucarística, también conoce su cumbre en el instante de su muerte: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). El ser de Jesús, el Hijo de Dios, es por eso una "pro-existencia": es un "subistente vivir en relación", un permanente existir referido al Padre, y por voluntad del Padre, para los hermanos.
Ahora bien, Jesús no nació sabiendo vivir así. Como todo, lo fue aprendiendo de a poco, en la escuela de María y de José. Fue especialmente de María de quien Jesús "mamó" el arte de vivir pidiendo, esperando y recibiendo la voluntad de Dios. María, la rezadora, la silenciosa, la diligente, fue la que le enseñó a Jesús a buscar, a reconocer y a obedecer la voz del Espíritu de Dios. Podemos constatar cómo el Señor fue madurando en su camino de recepción, desde su temprano "¿no sabían que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2, 49) hasta la convicción adulta: "mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34).
Ahora bien, Jesús no nació sabiendo vivir así. Como todo, lo fue aprendiendo de a poco, en la escuela de María y de José. Fue especialmente de María de quien Jesús "mamó" el arte de vivir pidiendo, esperando y recibiendo la voluntad de Dios. María, la rezadora, la silenciosa, la diligente, fue la que le enseñó a Jesús a buscar, a reconocer y a obedecer la voz del Espíritu de Dios. Podemos constatar cómo el Señor fue madurando en su camino de recepción, desde su temprano "¿no sabían que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2, 49) hasta la convicción adulta: "mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra" (Jn 4, 34).
Si el designio salvífico del Padre Dios es justamente que nosotros lleguemos a ser, gracias al Espíritu de Jesús, hijos en el Hijo, nuestra vida también está llamada a ser pro-existencia, vida en recepción y en devolución agradecida. Esa es la razón por la que Jesús llama "hermano" no a sus parientes de sangre sino a "quien hace la voluntad de Dios" (cf. Mc 3, 35). Quienes escuchan la voluntad del Padre, dejándose conducir por el Espíritu, son hijos de Dios, y por ende, "hermanos" de su único Hijo Jesucristo. Ahora bien, esa frase de Jesús es la respuesta a quienes le avisaban que "su madre y sus hermanos" lo estaban buscando. Indirectamente, Jesús reconoce y admira la condición filial de su Madre, la "servidora del Señor". Jesús sabe bien que si él aprendió a reconocerse en el "siervo de Yahvé" (cf. Lc 4, 18 ss.) ha sido gracias a que fue el "siervo hijo de tu esclava" del Salmo 116.
Pero ahora meditemos en el otro título que Jesús le da a su madre y con ella a los hacedores de la voluntad de su Padre. "El que hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mc 3, 35). No solemos aplicarnos el título de "madre de Jesús". No nos proponemos ser "madre de Jesús", según este logion del Señor. Y sin embargo me parece que es ésa la manera más adecuada de describir la misión de la Iglesia. Por el Bautismo, estamos incorporados a Cristo: somos su Cuerpo, Él vive en nosotros. La Iglesia es como un Cuerpo preñado de Cristo. Nuestro modelo, Jesús, no está fuera, para ser admirado e imitado. Jesús nos habita con su Espíritu filial. ¿Qué otra tarea nos queda, entonces, sino aprender de María embarazada, la Virgen de la espera, la Señora del Adviento? Nuestra misión comienza -siguiendo el año litúrgico- aprendiendo "vivir en recepción" de la mano de la Virgen.
Por un lado, buscando la voluntad del Padre, en la oración insistente, golpeando la puerta de la Palabra de Dios, aguzando el oído para reconocer, como la Virgen, la voz del ángel del Señor. Luego, con el silencio creyente, con el coraje confiado de la pregunta sostenida en medio de las incertidumbres: "meditando y guardando" cada acontecimiento de la vida "en el corazón". Y por último, abriéndonos a los hermanos con la presteza y la solicitud de la caridad, como María que, cargada de mil preguntas humanas pero embarazada de la Promesa de Dios, salió al encuentro de Isabel.
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