viernes, 23 de septiembre de 2022

Desierto y profecía

Mirándome al espejo como sacerdote que soy, y mirando a la Iglesia jerárquica, creo que hoy, en la Iglesia, nos falta casi del todo el carácter profético. Parecemos, como ya advertía el profeta Isaías, “perros mudos” (Is 56, 10) incapaces de torear a los lobos del rebaño… que se nos han metido por los cuatro costados adentro del corral...


DESIERTO Y PROFECÍA

 "Yo soy la voz del que grita en el desierto" (Jn 1, 23)


San Juan Bautista arquetipo de profeta

El Evangelio de San Marcos empieza con la presentación de la misteriosa y fascinante figura del Bautista. El “más grande entre los nacidos de mujer” (Lc 7, 28) atrae, incluso a quienes, ayer y hoy, detestan o desprecian su estilo tan radical y tajante. Como el mismo Herodes, víctima pública de sus denuncias, quien, sin embargo, “lo escuchaba con gusto” (Mc 6, 20).

San Juan Bautista es el arquetipo de la profecía. Su prédica incisiva invitaba a la conversión concreta de la conducta, diciendo a cada cual lo que le tocaba según su estado. Su osadía en defender la verdad no se arredró ante los poderosos, y pagó por ello con su vida. El martirio selló su profecía, refrendándola y eternizándola.

Ahora bien, la figura y la misión del Precursor de Cristo no pueden separarse del definidísimo contexto en que se presentó: el desierto. “Vestido con piel de camello y alimentándose de langostas y de miel silvestre” (cf. Mt 3, 4) Juan es, sin más, “la voz del que clama en el desierto” (Jn 1, 23). Sin el desierto, Juan el Bautista deja de ser Juan el Bautista.

Y dado que él encarna -como un Elías redivivo (cf. Mt 17, 12)- la misión profética, no es desacertado decir que toda profecía requiere un desierto. También la Iglesia, en la medida en que ejerce la misión profética de Cristo, también debe ser, hoy y siempre, “vox clamantis in deserto”.

Alguien podrá objetar a esto que el profetismo de la Iglesia no proviene de la figura veterotestamentaria del Precursor, sino de Jesucristo. Y que, por consiguiente, el modelo de la dimensión profética en la Iglesia no debe buscarse primariamente en San Juan Bautista ni en ninguno de los antiguos profetas.

Sin embargo, en la medida en que Nuestro Señor Jesucristo (que se presentó no sólo como profeta, sino también como servidor del Señor, Hijo de Dios, hijo del hombre, Maestro, Mesías…) hizo suyos los rasgos de los profetas, es legítimo buscar en los que han sido profetas por antonomasia el modelo puro de una de las dimensiones -no la única- de la misión cristiana. De hecho, la opinión común de la gente sobre Cristo en los primeros años de su vida pública lo identificaba con los profetas: Juan el Bautista, Elías u otros (cf. Lc 9, 7-8; Mc 8, 28).

La profecía es esencialmente, entonces, una voz que grita en el desierto. Podríamos decir, esquematizando un poco, que en la historia de Israel el desierto es la situación de “exilio” voluntario o forzoso que distingue al verdadero profeta (el que habla palabras de Dios) del profeta urbano y “profesional”, cortesano del rey (que dice no lo que Dios le pide, sino lo que el poderoso quiere escuchar).

Ahora bien ¿qué es lo que el desierto le da a la voz del profeta? Vamos a resumirlo en cuatro cosas. 

Cercanía con Dios

En primera instancia, el desierto le da cercanía con Dios (es el lugar del “retiro”, del encuentro íntimo con el Señor) y ocasión para escucharlo y confiarse a Él.

Distancia con el mundo

El desierto, además, como lugar retirado, le da al profeta la capacidad de mirar las cosas desde una distancia donde puede ver el todo. Ve las cosas como quien mira desde lo alto, desde Dios. Y así, lejos de quedar desconectado de la realidad, el profeta conoce las cosas tal como son.

Independencia de las cosas

            El desierto es pobreza (forzosa), o austeridad (voluntaria). El desierto es escasez de vestido, comida y bebida. Es la condición de vida donde, por haber perdido (o renunciado a) todo, no ya hay nada que perder. Y es una suerte de ensayo del martirio: la disposición a perder lo único que se tiene todavía: la salud y la vida. Y por eso el desierto le da al profeta su fortaleza, su insobornabilidad. El desierto es para el profeta, como lo fue para el pueblo elegido, el precio y la condición de la libertad. Sólo en la libertad que da la pobreza pueden gritarse las verdades.

Independencia de los afectos

            El desierto es destierro, ruptura y separación del hogar, de la familia. Es la soledad radical. En este sentido, el desierto le garantiza al profeta la libertad frente a los condicionamientos “de la carne y de la sangre”, frente al peso de los afectos, de la honra, de la estima social, de los prejuicios de la propia clase… Esta libertad frente a los lazos humanos para anteponer a todo el Reino de Dios resplandece en la vida y en las enseñanzas del Señor: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” (cf. Mt 12, 46-50). “Vine a enemistar a un hombre con su padre, a la hija contra su madre [...] y así el hombre tendrá por enemigos a los de su propia casa. El que ame a su padre o a su madre más que a mi no es digno de mi” (Mt 10, 35-37).      

                                                                                  § § §

 Mirándome al espejo como sacerdote que soy, y mirando a la Iglesia jerárquica, creo que hoy, en la Iglesia, nos falta casi del todo el carácter profético. Parecemos, como ya advertía el profeta Isaías, “perros mudos” (Is 56, 10) incapaces de torear a los lobos del rebaño… que se nos han metido por los cuatro costados adentro del corral. Policías panzones durmiendo la siesta sin intentar siquiera subir los peldaños de nuestros abandonados mangrullos espirituales. Profetas “ñoquis”, viviendo en las cortes de hoy de la plata de los poderosos y en las plazas de la corrección política del “like” de las “multitudes”. Nuestras bocas, cuchillitos mellados, no saben ya pronunciar la espada de doble filo de la Palabra de Dios. Nuestras banderas, las que no hemos arriado todavía, están tan desteñidas de tanto querer incluir a todos que ya no representan a nadie; y ante los enemigos, que nos empeñamos en no ver, expresan algo sí, bien definido: rendición.

Quisimos acercarnos tanto al mundo que ya no nos distinguimos de él. Ya no hay levadura para mezclar con la masa. La sal ha perdido su sabor. Por eso, en general, este planteo de lo profético ni siquiera se hace: porque directamente no se ve el problema, de tan metidos que estamos en él. Denunciar ¿qué? Oponernos ¿a qué? Crisis de fe ¿dónde? Y al desasosiego profundo, que es inevitable a todo ser enfermo, oponemos altas dosis de anestesias ideológicas, llamando bien al mal y mal al bien, y así adormecemos la cabeza, y tranquilizamos el corazón. Pero el cáncer avanza.

¿Qué hacer? Si hemos perdido la voz profética, tendremos que recuperarla en el desierto. Desde donde -le pedimos- nos atraiga San Juan Bautista.

Como Iglesia tenemos que animarnos a “huir” una vez más de Babilonia ("¡Pueblo mío, salgan de ella!" -Ap 18, 4-) y adentrarnos al desierto. Tomar distancia de la cómoda esclavitud del imperio (ajos y cebollas) en un nuevo Éxodo que nos permita renovar la Alianza con Dios y saber qué somos: la Iglesia, Su Pueblo. Y no un pueblo más en el guiso pluralista del mundo globalizado.

Para tomar esa distancia lo primero es poner a Dios por sobre nosotros mismos:  “Si alguien viene a mí y no me ama más que [...] a su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 26). O sea: amar a Dios sobre todas las cosas. Recuperar el teocentrismo frente al antropocentrismo sofocante que padece la Iglesia.

Lo segundo es desaburguesarnos. Difícilmente la Iglesia será profética (voz que grita, y no que enuncia por lo bajo) frente a los poderosos de la política mientras su obra más preciada sean unas instituciones sociales (colegios, guarderías, comedores) que literalmente dependen para su subsistencia de las arcas del Estado; ni será profética frente a los usureros y a los ricos ambiciosos mientras ellos sean sus principales socios. La austeridad personal e institucional son condiciones necesarias para la hora en que, a causa de nuestra palabra audaz, nos sean mezquinadas las ubres bajo las cuales llevamos plácida existencia.

Lo tercero es dejar de mendigar los aplausos y los “megusta” del público, de obsesionarnos por nuestra propia imagen y estar más dispuestos a perder la amistad, la buena prensa, la honra, si lo requiere nuestra fidelidad a Cristo, a la verdad, a la justicia.

San Juan el Bautista no encerró su luz bajo un cajón. Las multitudes acudían a él para escuchar sus terribles diatribas (cf. Lc 3, 7 ss)… "El pueblo entero" (Mc 1, 5) iba a buscarlo al desierto y se dejó bautizar por él. No fue atrayente por decir cosas lindas, sino por decir la verdad.

No se trata, por lo tanto, de que la Iglesia se "enguete" ni se esconda, sino de que esa luz de Cristo que la habita vuelva a brillar desde lo alto, iluminando todo y a todos. Se trata de que la Iglesia vuelva a ser atractiva. Pero antes tiene que volver a ser lo que es.

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