viernes, 31 de mayo de 2019

Las alas de la paloma

"Paloma de la Paz", Pablo Picasso

             “La paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo” dijo Cristo en la última Cena (Jn 14, 27). 
               En ese contexto, vale aclarar, Jesús se refiere al “mundo” como esa realidad cuyo “príncipe” es el mismo Demonio (cf. Jn 14, 30), y que representa todas las fuerzas que se oponen a Dios, y que por eso “odia” a Cristo y a sus discípulos (cf. Jn 15, 18-19).
           La paz… ¿Quién no quiere la paz? ¿Quién no desea vivir en paz? Hasta los que hacen la guerra hablan de la paz… Pensemos, si no, en la sangre que costó establecer la famosa “pax” del imperio romano, o el nombre “peace keeper” que el actual imperio angloamericano le puso hace unos años a uno de sus misiles. En efecto, el mundo también propone una “paz”. Pero ésa no es la de Cristo. Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre la paz de Dios y la paz del mundo?

            Se me ocurre una imagen que puede quizá ayudar a verlo de forma didáctica.
Inspirada sin duda en aquella que soltó Noé desde el arca y volvió trayendo en su pico una rama de verde olivo, signo de que Dios había hecho las paces con el mundo (cf. Gén 8, 10-11), la paloma blanca es hoy el símbolo universal de la paz. Podríamos decir, entonces, que así como la paloma vuela merced a sus dos alas, la paz verdadera sólo se sostiene gracias a la verdad y a la justicia.
La paz del mundo es muy seductora por su blancura y candidez, pero no puede volar pues tiene cortadas las alas de la verdad y la justicia. La paz que ofrece el mundo es una paloma de alas cortadas.

Paz sin justicia
          Los caminos falsos de la paz, siguiendo la imagen del Evangelio, diríamos que son “caminos anchos que llevan a la perdición”. Parecen atajos, y por eso atraen, pero son desvíos que nos descarrilan al precipicio.
Una de las formas de la falsa paz es la paz que nace de la injusticia. Serían ejemplos de ella las “pacificaciones” de los imperios. Es la paz del violento, del que hizo callar por la fuerza a su adversario, del que eliminó el conflicto eliminando al opositor. Es la “paz” que sobrevino, por ejemplo, después de Hiroshima y Nagasaki: una paz edificada en muerte. Los “tratados de paz” en estos casos son un triste eufemismo; no hay respeto al otro, ni siquiera hay sitio para la verdadera alteridad: sólo habla el vencedor. Con todo, su “orden” y su “tranquilidad”, malcimentados en las frágiles arenas del miedo, suelen ser atractivos.
Una forma menos “fuerte” de esta paz sin justicia -y más acorde a los tiempos que corren- es la que busca saltear los conflictos e ignorar los problemas, echando piadosos “mantos de paz” para evitar resolver de verdad las desaveniencias. Propia de una sociedad pusilánime y evasiva, que prefiere “mirar para otro lado” y no comprometerse con la realidad.
En nuestra patria hemos recorrido sucesivamente estos dos derroteros. Después de años de violencia guerrillera las Fuerzas Armadas lograron, con una violencia más fuerte, “pacificar” el país. La fragilidad de esa “solución final” no tardó en quedar de manifiesto. Años más tarde, quiso ponerse fin, con una paz por decreto, con un solemne “ya pasó”, a las heridas abiertas por esas décadas de violencia. Era otro falso atajo. Sin justicia verdadera, la paz no puede tener lugar.

Paz sin verdad
       Para el espíritu del “mundo”, la verdad es enemiga de la paz. La falsa paz de las vidas anestesiadas y de los corazones indiferentes se rompe, efectivamente, ante la percepción de la verdad. Para los cultores de esta pseudo paz no hay mayor adversario que la verdad. Su sola idea, nos dicen, engendra intolerancia y violencia. La única condición para poder convivir pacíficamente es que todos renuncien a la pretensión de la verdad. Sin esta “pluralidad” basada en el escepticismo no podría haber diálogo y respeto. O la verdad, o la paz.
Por supuesto que este pacifismo relativista, hoy tan vigente, en seguida enseña los dientes. La violencia con que busca erigirse e imponerse como “discurso hegemónico” revela su profunda contradicción interior. Pero sobre todas las cosas, deja a las claras su absoluta impotencia para servir de base a una convivencia social digna del ser humano. Por el contrario, al intentar erigir en sólido fundamento la natural liquidez del subjetivismo, abre las tranqueras a la desorientación más absoluta, al caos, y de este modo se se corta a sí misma las manos con que podría subsanar las mil injusticias que se siguen.
No es casual que el responsable de la mayor injusticia de la historia, por buscar -lavándose las manos- la falsa paz del “no te metás”, haya sido quien un poco antes dijera con displiscencia: “¿qué es la verdad?”.
Esta paz sin verdad es una paloma muy tierna y blanca. Es difícil no ceder a su arrullo encantador. De hecho, una de las peores tentaciones que tenemos como Iglesia de Cristo es la de renunciar a las verdades políticamente incorrectas (p. ej.: Jesús es Dios y el único Salvador, el aborto es un asesinato) por defender el diálogo todobienista y la sociedad plural.

La paz de Cristo
Pero el hecho es que Jesucristo es al mismo tiempo el “Justo” (Hech 3, 14) y la “Verdad” (Jn 14, 6), y por eso “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14).
La paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 27). La paz de Cristo, ante todo, es un don. Es algo que Él “da”. Ahora bien, la paz es, por excelencia, el don del Resucitado: las primeras palabras de Cristo para sus apóstoles la mañana de la resurrección fueron “la paz esté con ustedes” (Jn 20, 19). Es decir, que Cristo da la paz después de haber pasado por la pasión y la cruz. De ahí que su paz sea precisamente la fuerza y el coraje para enfrentar -hasta dar la vida incluso- la mentira y la maldad. ¿Podríamos imaginarnos a Jesús “dejando para el lunes” la sanación sabatina de uno de esos miserables leprosos, con tal de evitar el encono y la persecución de los fariseos? ¿Seguiríamos a un Cristo que, ante sus jueces del Sanedrín, a la pregunta “¿eres tú el Mesías, el hijo del Bendito?” hubiese empezado con dulces ademanes a negociar, a bajarse el precio, a transigir…?
La paz no es flor, sino fruto. Y el solo árbol que lo da es la Cruz. Por eso, más que buscar la paz, lo nuestro pasa por “buscar el Reino de Dios y su justicia”, y lo demás -la paz también- se nos dará “por añadidura” (cf. Mt 6, 33). Así no andaremos en pos de atajos ficticios para la paz, porque ella viene “de lo alto”, “de yapa”, como regalo de Dios. A nosotros nos toca comprometernos hasta el tuétano en la búsqueda de la verdad y en la práctica de la justicia, “realizando la verdad en el amor” (Ef 4, 15). Y entonces sí, "la paz de Cristo reinará en nuestros corazones" (Cf. Col 3, 15).


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