Pensamientos vocacionales en el día del Apóstol Santiago
El
pasaje en que Nuestro Señor se encara con los hijos de Zebedeo (Mt 20, 20-23;
Mc 10, 35-40) porque le habían pedido sentarse a su derecha e izquierda en el Reino
encierra, a mi ver, una profunda enseñanza acerca del camino de la felicidad
humana. O del seguimiento de Cristo, que es lo mismo.
“Jesús
les dijo: Ustedes no saben lo que están pidiendo” (Mc 10, 38).
Pues
de eso se trata esta reflexión. Quiero hacer una apología de esa ignorancia
santa, de esa inconciencia corajuda que lleva a tantas almas generosas a
entregarse para siempre. Y no estoy
sólo pensando en quienes se consagran a Dios en la vida religiosa o el
sacerdocio, sino también en quienes emprenden la aventura del matrimonio. Y
también, por qué no, en quienes se comprometen con idéntico empeño y fidelidad
en otras altas causas, quemando, como Cortés, las naves que permitirían
volverse atrás.
“¿Podrán
ustedes beber la copa que yo voy a beber o recibir el bautismo que yo
recibiré?” (10, 38). Y ellos, Santiago y Juan, sin saber ni preguntar de qué
copa o de qué bautismo hablaba el Señor, se apresuraron a responderle: “¡sí,
podemos!” (10, 39).
¿Y
no fue San Pedro quien también le gritó un día lleno de fervor: “¡Yo daré mi
vida por ti!” (Jn 13, 37).
¿No
será justamente por esta impetuosa audacia, por esta noble temeridad que
Cristo los amaba especialmente a ellos tres, tanto que los hizo privilegiados testigos de la resurrección de la hija de Jairo y del Tabor y sus
compañeros del Getsemaní?
Nuestro
Señor sabía demasiado bien que ninguno de ellos sabía lo que implicaban sus
solemnes palabras y, sin embargo, las recibió como expresiones sinceras de su
ambicioso y osado amor. Los hijos de Zebedeo tuvieron que ver cómo se
deshacía su vana ambición de gloria mundana; Pedro negó tres veces a su Señor y
atravesó el drama de su pecado. Sin embargo, al cabo cumplieron sus “primeros
votos”: Juan compartió la copa de la Pasión del Señor al pie de su Cruz y fue
rociado con el bautismo de su Sangre y Agua allí derramadas; Santiago fue el
primero de los doce en derramar la sangre por Cristo; Pedro siguió a Cristo
literalmente hasta la muerte en cruz.
Claro
que en la aceptación de Jesús -en la voluntad de Dios, y solo en ella- está el
motivo de la perseverancia final: “Yo he rogado por ti para que tu fe no
desfallezca” (Lc 22, 32) le dice a Pedro; y a los Zebedeos: “La copa que yo he
de beber la beberán y también recibirán el bautismo con que yo seré bautizado”
(Mc 10, 39). Y por eso la única "pastoral vocacional" que propuso el Señor es la oración: "Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha" (Lc 10, 2).
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Sería sencillamente imposible que uno tomara una sola decisión que comprometiera su propio futuro si le fuera dado conocer todas las consecuencias que ella traerá aparejadas… ¿Es conducente, pues, que a la vuelta de muchos años, se evalúe la validez de esos "primeros votos" con "el diario del lunes" ante los ojos, exigiendo extemporáneamente al "sí" inicial una madurez que sólo la experiencia puede dar...?
Creo que hay algo profundamente humano que se pone en juego cuando un hombre o
una mujer, trascendiendo las prevenciones y los cálculos que su pobre razón le
opone, se entrega “con todo su ser” -también con su futuro- a una santa causa,
dispuesto a no mirar para atrás. Las cargas se irán - o no- acomodando al andar, a
medida que el horizonte se va haciendo más lejano y uno, caída tras caída, es a
pesar de todo fiel al amado camino que a un mismo tiempo nos marca el destino y
nos lo aleja. Por el contrario, una vida sin entrega, sin arrojo, sin confianza
en una palabra, encerrada en la asepsia de la temerosa mentalidad “aseguradora
contra todo riesgo” deja de ser vida para ser apenas, como dice la canción, “permanecer
y transcurrir”.
En
tiempos de frío racionalismo y de egoísta pusilanimidad, más que nunca es fácil
ahogar los ideales, y con ellos a los quijotes que alucinados se
disponen a seguirlos. Las modernas ciencias humanas… “demasiado humanas”,
deudoras las más de las veces de una estrecha antropología iluminista, que
cercena la humanísima “capacidad de Dios” en que fuimos constituidos, no hace
muchas veces más que alentar o justificar las fáciles opciones de vida burguesa
y hedonista en que se evanece, aburrida y estéril, la civilización posmoderna,
como engullida por un gigantesco bostezo existencial.
Pero
muy distinto es dejar que sus limitados criterios nos corten las alas a “nosotros” que hemos decidido, “teniendo en
torno tan grande nube de testigos, sacudiendo todo lastre y el pecado que nos
asedia, correr con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en
Jesús, caudillo y consumador de la fe, quien en lugar del gozo que se le
proponía soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la derecha
de Dios” (cf. Heb 12, 1-2), a quien sea la gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
Aparición de Santiago matamoros durante el cerco de Cuzco, anónimo peruano. |
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