viernes, 13 de junio de 2008

El rostro de Jesús

A la heredera de Tío Pico, bendiciendo a Dios por cada una de sus arrugas.
El rostro de Jesús y nuestro propio rostro
“Muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano.” “Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado.” (Is 52,14, 53,3-4)

Aquel mediodía de Jerusalén, una mujer, sin pensarlo demasiado tal vez, se abrió paso audazmente entre la multitud y secó el rostro ensangrentado de Jesús, sin hacer caso de las reacciones de la gente. La osadía de compasión de la Verónica la impele a acercarse a la cara de Jesús desfigurada por el dolor y las afrentas, ante la cual todos apartan los ojos. Es el rostro del que nos habla Isaías, "tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre". ¿Qué vió ella en ese condenado, para hacer lo que hizo?

Ese mismo hombre desfigurado por los azotes, la corona de espinas y los golpes, había sido poco antes presentado al pueblo por el procurador romano. Según el evangelio de Juan, Pilato presentó entonces a ese Jesús con estas solemnes palabras: "Ecce homo", "He aquí al hombre". Pilato no sabía la gran verdad que pronunciaba, pero el evangelista (y nosotros), sí. Y es que, en efecto, ese Jesús es "el hombre" sin más, el hombre nuevo presentado a los hombres, el verdadero hombre que viene a restaurar y a mostrarnos, con su vida entregada, nuestro auténtico rostro, nuestra verdadera identidad.

Esa mujer valiente entendió que ahí había un hombre, que "ése era el hombre". La corajuda compasión de la Verónica supo ver adentro lo que no vio afuera la exquisita pusilanimidad de Pilato. Su sensibilidad desempañó el espejo frío de la hermosura meramente externa. Verónica descubrió en esa cara desfigurada al "más bello de los hombres" -como dice el salmo 44, que la liturgia del Lunes Santo le aplica al Cristo "sin aspecto atrayente, sin gracia ni belleza"-.

Sería difícil que salieran mujeres así de nuestras multitudes de hoy. De hecho, muchas veces el culto a la superficialidad en que vivimos nos impide esta hondura. Aquella Verónica, podríamos decir, trascendió la "cultura de la imagen". En cambio, pareciera que esta imagolatría de la belleza de nuestra sociedad termina deshumanizándonos: hace que no respetemos nuestra propia identidad ni la de muchos hermanos nuestros, a quienes finalmente dejamos de lado.

Es el caso de las cirugías estéticas (no, claro está, las más "terapéuticas"), contra las cuales esto puede considerarse una especie de manifiesto. Quienes se someten a ellas hacen gala, la mayoría de las veces, de una gran pobreza: han perdido la sensibilidad que les permitiría ver la belleza surcando sus rostros añejados. No han aprendido a leer su propia vida en las arrugas, en los frunces y en las heridas de su propio semblante. Por el contrario, persiguiendo fútilmente una juventud que literalmente ya fue, tensionan y endurecen sus rostros, quedándose con una caricatura de piel joven -que habrá que seguir recauchutando cada vez más-, a cambio de la renuncia de la frescura irrecuperable de sus gestos, de su sonrisa, de sus guiños, en fin, de lo más propio que Dios les ha dado. Gracias a Dios, hemos podido contemplar hermosos ejemplos de gente que lleva altiva su cara avejentada, que nos enseñan una belleza desacostumbrada. Pienso concretamente en la Madre Teresa de Calcuta y en el último Juan Pablo II.

Si no somos capaces de trascender nuestra propia exterioridad, difícilmente podremos hacerlo con los demás. Habría que estudiar la relación que sin duda existe entre una exaltación de la imagen según un determinado y exclusivo tipo de belleza exterior y las tendencias discriminatorias, que viven y colean incluso en medio del mendaz universo de lo políticamente correcto.

La Verónica (esa mujer que el Evangelio ignora y que nos fue regalada por una anciana tradición) puede enseñarnos a encontrar la hermosura del rostro de Cristo ("Ecce homo"). Pero Jesús, que asumió en sí mismo todas nuestras fealdades y todas nuestras impurezas, nos hace a su vez descubrir la imagen de Dios en el rostro de los enfermos, de los discapacitados, de los excluidos y discriminados por su raza o por su aspecto diferente. Contemplando el rostro de Cristo aprendemos de manera nueva la dignidad de toda persona, sea cual sea su situación o su estado, y comprendemos definitivamente que la belleza auténtica no es la de un cuerpo perfecto o siempre joven sino la que nace del amor, de la vida entregada a los hermanos.

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