Praefatium praeparabolicum
Cuando era chico, a los partidos de fútbol acudían “hinchas” no solamente del equipo local, sino también del visitante. Ir a la cancha era una fiesta. Y no sólo por poder ver en vivo y en directo un partido, sino por el espectáculo de cinco sentidos que la rivalidad entre las dos hinchadas desplegaba antes y durante el encuentro. Los colores, la profusión de papelitos y cintas, los bombos y trompetas, las bengalas luminosas, el olor de los petardos humeantes y el ingenio de los estribillos hirientes que las opuestas tribunas alternaban constituía -sobre todo en los “clásicos”- un programa tanto o más cautivante que el deporte mismo que se disputaba allá abajo. Parece mentira tener que contarlo, pero así ha de ser.
Una de las hazañas más altas de la que una hinchada podía
ufanarse ante la barra rival era la de haberle robado la bandera. “¡Le
afanamo’ la bandeeeeera, que la vengan a buscar!” -cantaban en un delirio de
pasión, ostentando, entre todos los “trapos” propios, algunos del color contrario.
Bandera de los invasores ingleses capturada en la Reconquista (12 de agosto de 1806). Iglesia de Santo Domingo, Buenos Ayres. |
La bandera robada
-Escuche entonces, m' hijo, lo que pasó una vez entre los dos
equipos de Villa Nosei, en el profundo conurbano porteño.
Dos veces al año, Villa Nosei se revolucionaba con
ocasión del clásico vernáculo. Deportivo Nosei, viejo club del barrio cercano a
la estación que los inmigrantes “gallegos” habían fundado en los albores del
siglo XX, se enfrentaba al Club Fonavi, cuya cancha quedaba en medio del barrio
de “monoblocks” allende las vías. Los del “Depo” tenían en su camiseta los
colores de España; la casaca de Fonavi, en cambio, era verdirroja, dizque en
honor a San Jorge, patrono de la capilla del barrio. Con los años, y a medida
que se fueron integrando los habitantes de uno y otro sector de Villa Nosei, la
conciencia del origen de ambos clubes fuese desdibujando, de modo que se podía
decir que la mitad de los noseienses era simpatizante del Depo y la otra mitad
del Fonavi, fueran o no de los “monoblocks”. Huelga aclarar que antes que nada
todos eran de Boca o de River…
Un día, después de una noche de sudestada furiosa, las
puertas de la sede social de Deportivo Nosei amanecieron violadas. Sin embargo,
las vitrinas de vidrios biselados con los viejos trofeos estaban intactas. Las
arcas -perennemente exiguas- del clubcito, indemnes. No faltaba nada. Sólo
supieron lo que había pasado meses después, a pocos días del consabido clásico.
Al ingresar al cuartito del fondo de la cancha los muchachones de la barra
descubrieron que les habían robado todas las banderas del club. No habían
dejado ni una. Y para colmo, en las paredes y suelo de la mentada piecita
habían tenido el malgusto de pintar frases soeces con alguna viscosa pintura
marrón... La ofensa estaba consumada. No había tiempo de mandarlas a hacer
nuevas antes del encuentro.
Ese domingo fue memorable para unos y otros. El partido
se jugaba, para peor, en el modesto estadio del “Depo” Nosei. Los “fonaveros”
esperaron el momento justo para desplegar las banderas ajenas y provocaron una
explosión de euforia en las tribunas. En los “trapos” más grandes habían
escrito ingeniosas afrentas, las más de ellas irreproducibles. Para la fausta ocasión
habían creado decenas de canciones alusivas al robo más feliz de la historia
del barrio. La única repetible que recuerdo, compuesta con la música de “Mi
hermanito toca el piano...”, decía algo así:
¿Por qué, amigo “depo”-tudo,
vas a la comisaría?
-Para que a nuestras banderas
las cuide la Policía.
Fue tal la fiesta de ese
domingo que los “fonaveros” ni se fijaron en el resultado del partido, que fue
goleada cuatro a cero del Deportivo Nosei. El botín era demasiado grande para
que su usufructo se agotara el día del clásico. De modo que el domingo
siguiente, y el subsiguiente, y el otro, de local o visitante, fuera quien
fuese el contrincante, la barra del club monobloquero comenzó a llevar
religiosamente sus trofeos de guerra.
Era tan contundente el efecto que producía en los
estadios el ensayado ritual de desplegar los hispánicos colores del archirrival
en las tribunas de “Fonavi” que los propios hinchas no sólo se fueron
acostumbrando a desplegar toda esa cantidad de insignias malhabidas, sino que
insensiblemente empezaron a amar esos colores. Los pibes más chicos creían que
esas banderas también eran de su cuadro. Como si existiera también en el mundo
de las banderas algo así como una “camiseta suplente”.
Al cumplirse diez años del glorioso hurto, la comisión directiva
les compró a los jugadores una casaca conmemorativa con los colores usurpados,
y en adelante empezaron a utilizarla también en el clásico, considerando doble
la victoria si en el sorteo le tocaba al Deportivo Nosei la humillación de usar
la suplente.
Así, lo que empezó siendo una afrenta dirigida al equipo contrario devino en signo de orgullo, y sin saber bien cómo ni cuándo los gorros y banderas españoles fueron ganando lugar en los corazones y en los tablones…
Unos
años más tarde, en el Fonavi nadie se acordaba de sus colores originarios.
Y colorado, colorín, esta parábola llegó a su fin.
-¿Ya está?
-Sí, pue, m' hijo.
-Malísima. ¿Y entonces?
-Cuidado, m’ hijo, con aficionarse a levantar banderas
ajenas. Y más si tienen palabras grandes y bonitas, como “libertad”, “igualdad”, o
“fraternidad”.
- ...
-Hay que bancar los trapos, pibe.
1 comentario:
Muy linda historia!!!
(Por eso mí profesor de historia del secundaria se enojaba con los que llevaban las cartucheras de John L Cook o las zapatillas Reebok, ambas cosas con la bandera inglesa).
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