viernes, 30 de octubre de 2020

La parábola de la bandera robada

Praefatium praeparabolicum

            Cuando era chico, a los partidos de fútbol acudían “hinchas” no solamente del equipo local, sino también del visitante. Ir a la cancha era una fiesta. Y no sólo por poder ver en vivo y en directo un partido, sino por el espectáculo de cinco sentidos que la rivalidad entre las dos hinchadas desplegaba antes y durante el encuentro. Los colores, la profusión de papelitos y cintas, los bombos y trompetas, las bengalas luminosas, el olor de los petardos humeantes y el ingenio de los estribillos hirientes que las opuestas tribunas alternaban constituía -sobre todo en los “clásicos”- un programa tanto o más cautivante que el deporte mismo que se disputaba allá abajo. Parece mentira tener que contarlo, pero así ha de ser.

Una de las hazañas más altas de la que una hinchada podía ufanarse ante la barra rival era la de haberle robado la bandera. “¡Le afanamo’ la bandeeeeera, que la vengan a buscar!” -cantaban en un delirio de pasión, ostentando, entre todos los “trapos” propios, algunos del color contrario.


Bandera capturada a los ingleses en la Reconquista de Buenos Ayres. Iglesia de Santo Domingo, Buenos Ayres.
Bandera de los invasores ingleses capturada en la Reconquista (12 de agosto de 1806).
Iglesia de Santo Domingo, Buenos Ayres.


La bandera robada

-Escuche entonces, m' hijo, lo que pasó una vez entre los dos equipos de Villa Nosei, en el profundo conurbano porteño.

Dos veces al año, Villa Nosei se revolucionaba con ocasión del clásico vernáculo. Deportivo Nosei, viejo club del barrio cercano a la estación que los inmigrantes “gallegos” habían fundado en los albores del siglo XX, se enfrentaba al Club Fonavi, cuya cancha quedaba en medio del barrio de “monoblocks” allende las vías. Los del “Depo” tenían en su camiseta los colores de España; la casaca de Fonavi, en cambio, era verdirroja, dizque en honor a San Jorge, patrono de la capilla del barrio. Con los años, y a medida que se fueron integrando los habitantes de uno y otro sector de Villa Nosei, la conciencia del origen de ambos clubes fuese desdibujando, de modo que se podía decir que la mitad de los noseienses era simpatizante del Depo y la otra mitad del Fonavi, fueran o no de los “monoblocks”. Huelga aclarar que antes que nada todos eran de Boca o de River…

Un día, después de una noche de sudestada furiosa, las puertas de la sede social de Deportivo Nosei amanecieron violadas. Sin embargo, las vitrinas de vidrios biselados con los viejos trofeos estaban intactas. Las arcas -perennemente exiguas- del clubcito, indemnes. No faltaba nada. Sólo supieron lo que había pasado meses después, a pocos días del consabido clásico. Al ingresar al cuartito del fondo de la cancha los muchachones de la barra descubrieron que les habían robado todas las banderas del club. No habían dejado ni una. Y para colmo, en las paredes y suelo de la mentada piecita habían tenido el malgusto de pintar frases soeces con alguna viscosa pintura marrón... La ofensa estaba consumada. No había tiempo de mandarlas a hacer nuevas antes del encuentro.

Ese domingo fue memorable para unos y otros. El partido se jugaba, para peor, en el modesto estadio del “Depo” Nosei. Los “fonaveros” esperaron el momento justo para desplegar las banderas ajenas y provocaron una explosión de euforia en las tribunas. En los “trapos” más grandes habían escrito ingeniosas afrentas, las más de ellas irreproducibles. Para la fausta ocasión habían creado decenas de canciones alusivas al robo más feliz de la historia del barrio. La única repetible que recuerdo, compuesta con la música de “Mi hermanito toca el piano...”, decía algo así:

¿Por qué, amigo “depo”-tudo,

vas a la comisaría?

-Para que a nuestras banderas

las cuide la Policía.

          Fue tal la fiesta de ese domingo que los “fonaveros” ni se fijaron en el resultado del partido, que fue goleada cuatro a cero del Deportivo Nosei. El botín era demasiado grande para que su usufructo se agotara el día del clásico. De modo que el domingo siguiente, y el subsiguiente, y el otro, de local o visitante, fuera quien fuese el contrincante, la barra del club monobloquero comenzó a llevar religiosamente sus trofeos de guerra.

Era tan contundente el efecto que producía en los estadios el ensayado ritual de desplegar los hispánicos colores del archirrival en las tribunas de “Fonavi” que los propios hinchas no sólo se fueron acostumbrando a desplegar toda esa cantidad de insignias malhabidas, sino que insensiblemente empezaron a amar esos colores. Los pibes más chicos creían que esas banderas también eran de su cuadro. Como si existiera también en el mundo de las banderas algo así como una “camiseta suplente”.

Al cumplirse diez años del glorioso hurto, la comisión directiva les compró a los jugadores una casaca conmemorativa con los colores usurpados, y en adelante empezaron a utilizarla también en el clásico, considerando doble la victoria si en el sorteo le tocaba al Deportivo Nosei la humillación de usar la suplente.

Así, lo que empezó siendo una afrenta dirigida al equipo contrario devino en signo de orgullo, y sin saber bien cómo ni cuándo los gorros y banderas españoles fueron ganando lugar en los corazones y en los tablones… 

Unos años más tarde, en el Fonavi nadie se acordaba de sus colores originarios.

Y colorado, colorín, esta parábola llegó a su fin.

-¿Ya está? 

-Sí, pue, m' hijo.

-Malísima. ¿Y entonces?

-Cuidado, m’ hijo, con aficionarse a levantar banderas ajenas. Y más si tienen palabras grandes y bonitas, como “libertad”, “igualdad”, o “fraternidad”.

- ...

-Hay que bancar los trapos, pibe.

1 comentario:

Juan Ignacio dijo...

Muy linda historia!!!

(Por eso mí profesor de historia del secundaria se enojaba con los que llevaban las cartucheras de John L Cook o las zapatillas Reebok, ambas cosas con la bandera inglesa).