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"Paloma de la Paz", Pablo Picasso |
“La
paz les dejo, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo”
dijo Cristo en la última Cena (Jn 14, 27).
En
ese contexto, vale aclarar, Jesús se refiere al “mundo” como esa realidad cuyo
“príncipe” es el mismo Demonio (cf. Jn 14, 30), y que representa
todas las fuerzas que se oponen a Dios, y que por eso “odia” a
Cristo y a sus discípulos (cf. Jn 15, 18-19).
La
paz… ¿Quién no quiere la paz? ¿Quién no desea vivir en paz?
Hasta los que hacen la guerra hablan de la paz… Pensemos, si no, en
la sangre que costó establecer la famosa “pax”
del imperio romano, o el nombre “peace
keeper”
que el actual imperio angloamericano le puso hace unos años a uno de
sus misiles. En efecto, el mundo también propone una “paz”. Pero
ésa no es la de Cristo. Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre la
paz de Dios y la paz del mundo?
Se
me ocurre una imagen que puede quizá ayudar a verlo de forma
didáctica.
Inspirada
sin duda en aquella que soltó Noé desde el arca y volvió trayendo
en su pico una rama de verde olivo, signo de que Dios había hecho
las paces con el mundo (cf. Gén 8, 10-11), la paloma blanca es hoy
el símbolo universal de la paz. Podríamos decir, entonces, que así
como la paloma vuela merced a sus dos alas, la paz verdadera sólo se
sostiene gracias a la verdad y a la justicia.
La paz del
mundo es muy seductora por su blancura y candidez, pero no puede
volar pues tiene cortadas las alas de la verdad y la justicia. La paz
que ofrece el mundo es una paloma de alas cortadas.
Paz
sin justicia
Los
caminos falsos de la paz, siguiendo la imagen del Evangelio, diríamos
que son “caminos anchos que llevan a la perdición”. Parecen
atajos, y por eso atraen, pero son desvíos que nos descarrilan al
precipicio.
Una
de las formas de la falsa paz es la paz que nace de la injusticia.
Serían ejemplos de ella las “pacificaciones” de los imperios. Es
la paz del violento, del que hizo callar por la fuerza a su
adversario, del que eliminó el conflicto eliminando al opositor. Es
la “paz” que sobrevino, por ejemplo, después de Hiroshima y
Nagasaki: una paz edificada en muerte. Los “tratados de paz” en
estos casos son un triste eufemismo; no hay respeto al otro, ni
siquiera hay sitio para la verdadera alteridad: sólo habla el
vencedor. Con todo, su “orden” y su “tranquilidad”,
malcimentados en las frágiles arenas del miedo, suelen ser
atractivos.
Una
forma menos “fuerte” de esta paz sin justicia -y más acorde a
los tiempos que corren- es la que busca saltear los conflictos e
ignorar los problemas, echando piadosos “mantos de paz” para
evitar resolver de verdad las desaveniencias. Propia de una sociedad
pusilánime y evasiva, que prefiere “mirar para otro lado” y no
comprometerse con la realidad.
En
nuestra patria hemos recorrido sucesivamente estos dos derroteros.
Después de años de violencia guerrillera las Fuerzas Armadas
lograron, con una violencia más fuerte, “pacificar” el país. La
fragilidad de esa “solución final” no tardó en quedar de
manifiesto. Años más tarde, quiso ponerse fin, con una paz por
decreto, con un solemne “ya pasó”, a las heridas abiertas por
esas décadas de violencia. Era otro falso atajo. Sin justicia
verdadera, la paz no puede tener lugar.
Paz
sin verdad
Para
el espíritu del “mundo”, la verdad es enemiga de la paz. La
falsa paz de las vidas anestesiadas y de los corazones indiferentes
se rompe, efectivamente, ante la percepción de la verdad. Para los
cultores de esta pseudo paz no hay mayor adversario que la verdad. Su
sola idea, nos dicen, engendra intolerancia y violencia. La única
condición para poder convivir pacíficamente es que todos renuncien
a la pretensión de la verdad. Sin esta “pluralidad” basada en el
escepticismo no podría haber diálogo y respeto. O la verdad, o la
paz.
Por
supuesto que este pacifismo relativista, hoy tan vigente, en seguida
enseña los dientes. La violencia con que busca erigirse e imponerse
como “discurso hegemónico” revela su profunda contradicción
interior. Pero sobre todas las cosas, deja a las claras su absoluta
impotencia para servir de base a una convivencia social digna del ser
humano. Por el contrario, al intentar erigir en sólido fundamento la
natural liquidez del subjetivismo, abre las tranqueras a la
desorientación más absoluta, al caos, y de este modo se se corta a
sí misma las manos con que podría subsanar las mil injusticias que
se siguen.
No
es casual que el responsable de la mayor injusticia de la historia,
por buscar -lavándose las manos- la falsa paz del “no te metás”,
haya sido quien un poco antes dijera con displiscencia: “¿qué es
la verdad?”.
Esta
paz sin verdad es una paloma muy tierna y blanca. Es difícil no
ceder a su arrullo encantador. De hecho, una de las peores
tentaciones que tenemos como Iglesia de Cristo es la de renunciar a
las verdades políticamente incorrectas (p. ej.: Jesús es Dios y el
único Salvador, el aborto es un asesinato) por defender el diálogo
todobienista y la sociedad plural.
La
paz de Cristo
Pero
el hecho es que Jesucristo es al mismo tiempo el “Justo” (Hech 3,
14) y la “Verdad” (Jn 14, 6), y por eso “Él es nuestra paz”
(Ef 2, 14).
“La
paz les dejo, mi paz les doy” (Jn 14, 27). La paz de Cristo, ante
todo, es un don. Es algo que Él “da”. Ahora bien, la paz es, por
excelencia, el don del Resucitado: las primeras palabras de Cristo
para sus apóstoles la mañana de la resurrección fueron “la paz
esté con ustedes” (Jn 20, 19). Es decir, que Cristo da la paz
después de haber pasado por la pasión y la cruz. De ahí que su paz
sea precisamente la fuerza y el coraje para enfrentar -hasta dar la
vida incluso- la mentira y la maldad. ¿Podríamos imaginarnos a
Jesús “dejando para el lunes” la sanación sabatina de uno de
esos miserables leprosos, con tal de evitar el encono y la
persecución de los fariseos? ¿Seguiríamos a un Cristo que, ante
sus jueces del Sanedrín, a la pregunta “¿eres tú el Mesías, el
hijo del Bendito?” hubiese empezado con dulces ademanes a negociar,
a bajarse el precio, a transigir…?
La
paz no es flor, sino fruto. Y el solo árbol que lo da es la Cruz.
Por eso, más que buscar la paz, lo nuestro pasa por “buscar el
Reino de Dios y su justicia”, y lo demás -la paz también- se nos
dará “por añadidura” (cf. Mt 6, 33). Así no andaremos en pos de atajos
ficticios para la paz, porque ella viene “de lo alto”, “de
yapa”, como regalo de Dios. A nosotros nos toca comprometernos
hasta el tuétano en la búsqueda de la verdad y en la práctica de
la justicia, “realizando la verdad en el amor” (Ef 4, 15). Y entonces sí, "la paz de Cristo reinará en nuestros corazones" (Cf. Col 3, 15).