Reflexiones a raíz del Evangelio del Domingo XXVI (B)
Hoy es el día de san Gerónimo y en el Oficio de Lectura
se lee su famosa y contundente frase: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”
(Prólogo a los Comentarios al Profeta Isaías, 1).
Caravaggio. San Jerónimo escribiendo |
Y es cierto, nomás. Pareciera que una y otra vez tenemos
que volver a los Evangelios para seguir buscando el rostro de Cristo, que nunca
acaba de develársenos en este siglo. Esto, de hecho, puso como epígrafe de su libro
“Jesús de Nazareth” el Papa Benedicto: “Oigo en mi corazón: busquen mi rostro. Tu
rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26, 8-9).
Somos todavía como los primeros apóstoles que caminan
detrás del señalado Cordero de Dios, viéndole las espaldas (cf. Jn 1, 37) o
como la Magdalena ciega de llanto que habla con el Jardinero sin reconocer a su
Señor (cf. Jn 20, 15)… hasta que Él quiera, cuando Él quiera, mostrarnos su faz,
dejarse reconocer.
Pero el gran problema es nuestra ansiedad, morbo
contemporáneo si los hay. ¿Qué pasa hasta tanto Cristo se digne mirarnos a la
cara? ¿Cómo aguantar mientras no vemos otra cosa que las “espaldas de Dios”
(cf. Éx 33, 23)? La ansiedad y la impaciencia (que hoy se nos antojan apenas
defectos) engendran entonces uno de los pecados más graves: la idolatría.
“Cuando el pueblo vio que Moisés tardaba en bajar de la
montaña…” (Éx 32, 1). La incapacidad de esperar los tiempos de Dios para saber
a qué atenerse los llevó a fabricarse el ternero de oro. No era que habían
reemplazado a su Dios por otro. Aarón inauguró el culto al ídolo a la voz de: “Este
es tu Dios, Israel, el que te hizo salir de Egipto” (Éx 32, 4). El pecado consistió
en inventarse una imagen disponible, manejable, asequible, de ese Dios soberano
que tardaba en aparecer…
“Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Al escuchar
esta sentencia del gran doctor de la Iglesia teniendo aún fresco en la memoria el
Evangelio del domingo pasado (Mc 9, 38-48) no puedo dejar de pensar en el patente
riesgo que los cristianos seguimos corriendo hoy por hoy de caer en una velada
pero potente idolatría.
En efecto, hoy tenemos la tentación no tanto de renunciar
a Jesucristo, como de hacernos un Jesús “a imagen y semejanza nuestra” … un Jesús
“humano, demasiado humano”. Reducirlo a nuestras proporciones. Domesticarlo. Vestirlo
a nuestra moda. Que es una manera de no nosotros seguirlo a Él, sino de
pretender que Él nos acompañe a nosotros a donde nosotros queremos. Es, a fin
de cuentas, mejor maquillado, el pecado original: querer “ser como dioses” (cf.
Gén 3, 5).
Cuando a los curas nos toca predicar sobre el Evangelio
en que el Señor recomienda a esos que escandalizan a los “pequeños que tienen
fe” que se tiren derecho al mar con una piedra gigante atada al cuello, o en
que sentencia que es preferible entrar mutilados en la Vida eterna que ir
enteritos al infierno “donde el gusano no muere y el fuego no se extingue” (cf.
Mc 9, 38-48), o que el que abandona a su mujer y se casa con otra comete adulterio,
diga lo que haya dicho el mismísimo Moisés (cf. Mc 10, 2-16), acusamos recibo
de que este Jesús tajante de las diatribas y de las exigencias no es el mismo Jesús ¡ay! que solemos presentarles “a los pequeños que” -todavía, gracias a Dios- “tienen
fe” (Mc 9, 42).
“El que ignora las Escrituras ignora a Cristo”. ¿Qué
hacemos, entonces? No tenemos más opción: o nos dejamos cortar, o cortamos
nosotros. O nos abrirnos al Señor de la Palabra y dejamos que su facón doble
filo (cf. Heb 4, 12) nos traspase, o nos hacemos los sordos y pasamos por alto
(y a veces, con la venia del leccionario, directamente no leemos) los pasajes
que desdicen nuestra imagen “eclesialmente correcta” de Jesús. Lamentablemente,
muchas veces hoy elegimos quitarnos de encima, como una pesada molestia, las palabras
inspiradas que vienen a hacer añicos nuestro ídolo, como hizo Moisés con el dorado
becerro.
Hace ya muchos años, el profético Padre Castellani
denunciaba: “Se han dejado caer grandes trozos del Evangelio, que eran
incómodos de predicar y más aún de practicar […] Se ha suprimido la
personalidad de Cristo”. “[El Catolicismo] -sigue diciendo- se vuelve de veras
una religión de mujeres: cuyo único objeto es el "Dulce Nazareno" de Constancio
Vigil, simbolizado en la actual abominable estatuaria religiosa por los Cristos
buenos mozos de melena rubia con el dedo en la boca del corazón abierto. La
verdad es que el Cristo de la predicación actual no es ni hombre ni mujer: es
un concepto” (L. Castellani, Cristo y los fariseos,
Vórtice-Jauja, pp. 55-56).
¿Qué nos diría Castellani hoy a nosotros, a quienes esas imágenes
del Sagrado Corazón -si es que todavía las vemos por ahí- por poco nos asustan,
de puro hieráticas, por más melenas rubias y túnicas rosas que tengan?
Como entonces, también hoy nuestro pobre concepto reductivo de Cristo se refleja en las imágenes religiosas. Al respecto, quisiera señalar dos indicadores muy elocuentes: uno, por defecto; otro, por exceso.
Están en franca disminución, por un lado, las imágenes del Crucificado y, en general, de Jesús sufriente o muerto. Contra la tradición y las normas litúrgicas, falta muchas veces incluso en los altares de las iglesias, donde cada vez más se ven cruces sin Cristos, o con Cristos resucitados, gloriosos, etc. Por lo demás, ya casi no se los coloca en las cabeceras de las camas de los matrimonios cristianos, donde en el mejor de los casos es reemplazado por otras imágenes religiosas (la Virgen, la Sagrada Familia, etc.). Cuando el Crucifijo sigue estando, casi todas las veces lo está de modo que se disimula lo más posible el realismo de su Pasión y Muerte. A los cristianos de hoy, ver un Cristo como el Señor de los Milagros de Salta, o el Santo Cristo de Buenos Ayres, o cualquiera de las imágenes barrocas de nuestra tradición hispanoamericana, nos está empezando a escandalizar. Incluso encontramos justificaciones teóricas: que dan la imagen de un Dios Padre sanguinario, que Cristo no nos salvó por el sufrimiento sino por el amor, que creemos en un Jesús vivo y resucitado, etc. Claro que sí, pero en contra está siempre lo que dice San Pablo: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado” (1 Cor 1, 23); y “yo no quise saber nada fuera de Cristo, y Cristo crucificado” (cf. 1 Cor 2, 2).
Santo Cristo de Buenos Ayres |
Por otro lado, abundan y sobreabundan las imágenes “naïves”, los dibujitos pueriles de Jesús como los de “las Mellis” (de la hojita El Domingo), o, sobre todo, los de Fano. El problema no es su uso en las aulas de los jardines de infantes, sino su abuso en todos los ámbitos de la pastoral eclesial. ¿Cómo conciliar ese Cristo infantilizado con el viril Pastor que pelea contra los lobos que quieren escandalizar a su pequeño rebaño, con el Padre lleno de celo amoroso que amonesta y corrige a sus hijos para evitar que pierdan la vida, con el Profeta que patea mesas y echa a latigazos a los mercaderes del templo, o con el fortísimo Mártir capaz de entregar la vida por amor al Padre Dios y a los hombres?
¿No será que ese inofensivo y aguachento Jesús de salita
de tres expresa más un Dios “a imagen nuestra”, que no queremos ser adultos
responsables, que queremos ser “amigos sí, pero padres no”, que evitamos
cualquier corrección y castigo como si fueran faltas de amor? ¿No tendrá que
ver este dejar de mirar al Crucificado con la ilusión de que nuestras obras no
tienen consecuencias, y que no tenemos nada de que hacernos cargo; con nuestra
sensación de que no tenemos nada de que arrepentirnos ni de que ser perdonados;
con nuestra fútil pretensión de poder amar sin sufrir; con nuestro afán de vivir
superficialmente para evitar, cueste lo que cueste, el dolor y la mención misma
de la enfermedad o la muerte?
Por supuesto que, tomando aisladamente cada imagen de Jesús,
antigua o actual, puede verse como una aproximación aceptable, como una de
tantas perspectivas posibles, como una de tantas “hermenéuticas” que
legítimamente destacan uno u otro aspecto del inagotable misterio de Cristo. Pero
no podemos dejar de advertir que, cuando unas representaciones se multiplican
en desmedro de las que acentúan los aspectos contrarios, se está operando un
recorte, una reducción unilateral de la persona de Jesucristo que nos hace
descubrir, justamente, una velada herejía, una verdadera criptoidolatría.
“Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Que San Gerónimo interceda por nosotros para que la espada de la boca de Cristo (cf. Apoc 19, 15) nos rompa, una y mil veces, las falsas imágenes que nos hacemos de Él, que es a su vez la imagen del Padre, y nos chucee para buscar y seguir buscándolo, hasta que al fin “viendo su rostro revelado seamos totalmente felices en su gloria” (Santo Tomás de Aquino, Adoro te devote). Amén.