"Ecce homo" de Antonio Ciseri |
Pilatos entre Cristo y la muchedumbre
Escuchar
el relato de la Pasión, el Domingo en que se inaugura la Semana Santa, siempre
nos conmueve y deja pensativos. En el evangelio según san Mateo, que este año
hemos leído, me llamaron la atención algunos detalles que me parecieron
reflejar, como en un límpido espejo, nuestra realidad actual. Particularmente
me detendré en la figura de Poncio Pilato, en la escena en que interroga a
Cristo.
El
juez Pilato está, por decir, entre Jesús - el acusado- por un lado, y los sumos
sacerdotes y el sanedrín -los acusadores-, por otro. El interrogatorio va al
meollo de la cuestión: “¿Eres tú el rey de los judíos?” (Mt 27, 11), a lo que el Señor
responde sencilla, casi amablemente: “Tú lo has dicho” (ibid.). Inmediatamente, el
gobernador romano da lugar a que el Señor oiga las acusaciones de las
autoridades judías, que vociferaban desde afuera. Pero Jesús no abre la boca:
no responde nada.
Actitudes
tan diferentes muestran, a las claras, lo diferente de unas y otras acusaciones
y de unos y otros acusadores. Ante una verdad (“Tú eres el Rey de los judíos”),
Cristo responde con llaneza. En cambio, ante la falsedad de las otras
acusaciones y la mala voluntad de los acusadores, Jesús calla. Pareciera estar enseñándonos
que no hay que entrar en la tramposa lógica de los mentirosos, que no hay que
hablar siquiera con el tentador. En efecto, frente a la mentira basta y sobra
su sola y desnuda presencia: porque Él mismo es la verdad.
Pilato,
nos dice san Mateo apenas unas líneas después, quedó “muy admirado” (Mt 27, 14) de la
actitud de Cristo, y convencido de la mala voluntad de quienes lo acusaban,
“que lo habían entregado por envidia” (Mt 27, 18). Pero sin embargo no lo declaró inocente.
No hizo justicia. No cumplió con su deber.
Lo
que sigue después ya supone esta injusticia primera: Jesús queda como culpable,
y tan preso como el otro “preso famoso” (Mt 27, 16), Barrabás. Ahora Pilato, que tenía la
costumbre, para cada pascua, de liberar al preso que el pueblo eligiera, encara
a la muchedumbre y le da a elegir entre Jesús y Barrabás. Y así comete una
segunda injusticia, igualando al inocente con el culpable.
Aquí
hay que detenerse en el nombre que san Mateo nos da del otro preso: él también
se llama Jesús, Jesús Barrabás. Entonces, la pregunta del gobernador establece
una forzosa comparación: “¿A quién quieren que les ponga en libertad: a Jesús
Barrabás o a Jesús llamado el Mesías?” (Mt 27, 17). Ahora bien, Barrabás quiere decir “Hijo
del Padre” (Bar-Abbás). Mesías, o en griego Cristo, quiere decir el “ungido”, y
era, de hecho, como decir: “el rey”.
La
confusión que estableció el que debía impartir justicia, equiparando al
inocente con el culpable, se refleja en la confusión de sendos apodos. El
violento sedicioso, sin dudas un celoso nacionalista judío, ansioso por
derrocar a los romanos y restaurar el reino terrenal de Israel, tiene el título
“bar abbás”, “Hijo del Padre”, el mismo, precisamente, que Dios pronuncia
al ungir al Jesús de Nazaret: “Este es mi Hijo” (Mt 3, 17) y que por eso es más propio de
Él. En cambio, nuestro Señor, rey pacífico y humilde, es presentado por Pilato
como “Mesías”, título que, a secas, alentaba las esperanzas de un rey político,
y que Cristo, por eso, al principio de su misión, mandaba silenciar.
Lo demás es sabido: la multitud, instigada por los sumos sacerdotes, elige la libertad de Barrabás y al mismo tiempo pide la crucifixión de Cristo. Y ante las insistencias de Pilato, que muestran, acaso, los últimos reclamos de su conciencia (reavivada por las palabras de su esposa) para evitar derramar esa sangre inocente, el pueblo grita cada vez más fuerte, tanto, que Pilato comprende que, de no complacer al pueblo, se producirá una tremenda revuelta. El gobernador se lava las manos, buscando ostentosamente conservar aquello que en ese mismo acto pierde: su inocencia. Y, refugiándose en la voluntad popular - “es asunto de ustedes” (Mt 27, 24)-, se lo entrega para que lo crucifiquen.
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El pecado de "los buenos" o los riesgos de la sinodalidad
Cuando
uno lee los evangelios de la Pasión, da la impresión de que se nos presenta a
Poncio Pilato bajo una luz amable, y lo vemos, casi, con benignidad: pareciera
que quiso liberar al Señor, y que alguito intentó para conseguirlo. Da la
sensación de que el pecado de Pilato, como el de los miembros del pueblo presentes
en esa muchedumbre, comparado con el de quienes fría y premeditadamente buscaron
asesinar a Jesús, es ciertamente leve. Y,
sin embargo, no deja de ser gravísimo. En las cadenas que apresaron al Señor para
conducirlo a la muerte, hay eslabones más grandes y más chicos, pero todos
fueron necesarios para cometer la injusticia de las injusticias y matar al “autor
de la Vida” (Hech 3, 15).
Pero
justamente por ello me quedé pensando en los que llamaré “los pecados de los
buenos”, porque reflejan, sin duda, muchos de nuestros propios pecados, los de
quienes somos cristianos y decimos seguir a Jesús.
Poncio
Pilato es, para los evangelios, el gobernante, legítimo de hecho (cuya
autoridad “viene de lo alto” -Jn 19, 11-), el responsable último de establecer la justicia,
tan encomiada por el derecho romano. Su pecado primero y fundamental es haber
decidido no decidirse, haber juzgado mejor no juzgar.
Este es
el pecado de omisión de toda persona revestida con autoridad (incluida la
jerarquía eclesiástica, entre cuyos miembros - ¡ay de mí! - me cuento…) cuando
se corre de ese lugar en que Dios la ha establecido, y so capa de humildad, se
baja del estrado para confundirse con el pueblo, y demagógicamente, promete dar
fuerza de ley sólo a lo que la mayoría quiera.
Para
toda autoridad existe, por cierto, un “balcón” que es legítimo. Hay una escucha
del pueblo que es vital y necesaria para todo buen gobernante, como para
cualquier padre o maestro es indispensable la mirada y escucha atentas a sus
hijos o alumnos. Y todo lo que en ello se insista es poco. Sin embargo, el
deber primero de la autoridad, por el bien de las personas a quienes sirve, es
para con la verdad y la justicia, así resulten impopulares, como cuando los padres
tienen que hacer correcciones que duelen.
Pilato
debía hacer justicia y evitar la injusticia, y tenía personalmente el poder
para hacerlo, pero eligió delegar ese poder en el pueblo. Por eso mismo, antes
de que el “pueblo” -que casi nunca en la práctica es el pueblo, sino una masa influenciable,
útil a una élite de interesados- elija mal, y aunque hubiera elegido bien,
ya el más grave pecado de Pilato estaba consumado: había renegado de su misión
y de su responsabilidad, abriendo así la posibilidad de que se cometiera,
democráticamente, una terrible injusticia, y deponiendo la única arma que se
disponía para evitarla: su autoridad.
La
actualidad de esta tentación para cualquier persona que esté encargada de otras
(desde el Papa hasta los padres primerizos, pasando por los gobernadores, los curas
de barrio o los maestros de grado) es patente. Y más si consideramos que San
Juan pone en boca de Pilato el fundamento último de su actitud, hoy más vigente
que nunca: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 38). ¡Con qué facilidad, como padres y educadores,
diciéndonos que hoy “cambiaron los tiempos”, nos quitamos a nosotros mismos la
carga de educar en los valores de siempre! ¡Qué fácilmente, en la Iglesia, miramos
positivamente, como si se tratara de humildad intelectual, de respeto y de
tolerancia, la actitud de disimular, esconder o desconocer la verdad de
Jesucristo, “el mismo hoy, ayer y para siempre” (Heb 13, 8) y la identidad de su única
Iglesia “fundamento y columna de la verdad” (1 Tim 3, 15)! ¡Qué cerca estamos de entender la tan
mentada “sinodalidad” como un abdicar de nuestros insoslayables deberes (contraídos
solemnemente ante Dios) de ser heraldos del Evangelio y pastores que alimentan
a su pueblo con la verdad, entregando la propia vida! ¡Qué peligrosamente real
es la tentación de eliminar, como si fuera nocivo, todo lo que expresa nuestra diferencia
esencial con los laicos (no sólo las mitras, sino hasta el mismo hábito
eclesiástico), para refugiarnos en el anonimato del pueblo, escabulléndonos de
nuestro deber de ser ejemplos de santidad, de sabiduría, de caridad, de
oración… y dejando al pueblo huérfano y a la deriva, literalmente “como ovejas
sin pastor” (Mt 9, 36)!
Pilato
no era tan malo: sólo era pragmático. Él buscaba la paz. Como tantos y tantas.
Pero la quería ahora (en la historia). Y la quería acá (en este mundo). Y
prefirió la paz temporal de no tener que pelearse otra vez con los judíos a la
justicia y la verdad, que son eternas… pero menos prácticas.
Cuidémonos
nosotros, en la Iglesia, de proponer una paz y una fraternidad, si son en
desmedro de la verdad y de la justicia. Porque sólo Cristo es nuestra paz: y su
paz viene de la cruz.
La
multitud no era tan mala: sólo era impaciente. Pedía la libertad. Como tantos y
tantas. Pero querían la libertad aquí (en este mundo) y ahora (en la historia).
Y por eso prefirieron a un liberador “famoso”, a un “ídolo”, a un líder
violento que, de hecho, se había jugado la vida luchando contra la opresión
romana, en lugar de aquel maestro amoroso y pacífico, que hablaba de poner la
otra mejilla y de perdonar siempre, que pagaba los impuestos al César y no
reclutaba soldados, y prometía que la verdad los haría libres… Sí, 'tá bien, pero
¿cuándo?
Cuidémonos nosotros, en la Iglesia, de confiar optimistamente en las elecciones de las mayorías: que la ingenuidad no nos impida ver a las élites que manipulan a la gente conforme a sus intereses, y que el entusiasmo epocal por lo democrático no nos lleve a dar fuerza de ley a todo lo que el “pueblo” elija, renunciando a nuestro deber magisterial y de gobierno.
Ellos -y ellas- quizá creerán que están eligiendo a Jesús. Y sólo por no conocerlo bien, y sólo por soñar en construir la igualdad, la fraternidad y la libertad en este mundo, habremos elegido a Jesús… Bar Abbás. Y a Nuestro Señor, otra vez, lo habremos mandado a crucificar.