martes, 9 de diciembre de 2008
Ir a esperar a Dios a la tranquera
lunes, 1 de diciembre de 2008
¿Qué cielo esperamos?

Quienes aprendimos algo de catequesis o de teología fuimos enterándonos de que el cielo en realidad no era así, sino que era "gozar eternamente de la visión de Dios": el cielo es la "visión beatífica"… ¡Ah! Pero ¿cómo? ¿Vamos a estar mirándole la cara a Dios por los siglos de los siglos, sin poder hacer nada más? Al final, estamos peor que antes: la catequesis no hace más que confirmar nuestra sospecha de que más vale que nos divirtamos acá abajo, porque en el cielo se acaba la fiesta… ¡Con razón oímos muchas veces la idea de que el infierno es mucho más atractivo que el cielo, porque está lleno de gente divertida!
Es cierto que el cielo consiste en ver a Dios. Pero esa visión no se queda en visión, nomás… Cuando veamos a Dios, nos dice Juan, vamos a ser semejantes a Él. Y aquí ya cambia el panorama: el cielo no consiste tanto en ver a Dios sino en "ser semejantes a Dios": la visión es el medio, no el fin. "Seremos semejantes a Dios". Pues bien: ¿cómo es Dios? El mismo autor de esta carta nos lo responde unos versículos después: "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Nosotros creemos, gracias al Evangelio de Jesucristo, que Dios no es un solterón, sino que es un Padre que se da por entero a su Hijo, y ese Hijo, de tan agradecido y feliz, se entrega todo al Padre, y que entre los dos gozan tanto de este amor que comparten, que estallan en la alegría y el don que es el Espíritu Santo. En el cielo vamos a ser semejantes a este Dios, que es una comunidad de personas que se aman. Por lo tanto, en el cielo también nosotros vamos a ser una comunidad: la comunidad de los Hijos de Dios.
miércoles, 12 de noviembre de 2008
La memoria al servicio de la esperanza
jueves, 30 de octubre de 2008
De la admiración
Hoy, sin embargo, quisiera referirme a la admiración, que es el más alto de los asombros.
sábado, 18 de octubre de 2008
La verdad en las latitudes del amor
Madre M. Leticia Riquelme OSB (1943-2008)
La verdad en las latitudes del amor
En nuestro idioma, y en muchos otros, hay una diferencia antigua entre los verbos "conocer" y "saber". La raíz originaria del primero (* gno-), refiere a una actividad fundamentalmente intelectual, gnoseológica. En cambio, tanto en griego como en latín, la raíz de "saber" (*Soph-, *Sap-) es la misma que la de "sabor". "Saber", en castellano, es tanto del intelecto como del gusto. Fulano "sabe" mucho; una salsa "sabe" bien. La arcaica verdad latente en el esqueleto de las palabras nos enseña que existe una íntima y misteriosa relación entre el "saber" y el "sabor".
Nos damos cuenta, entonces, de que mucho de lo que llamamos "sabiduría" no es tal. No tiene "sabor". Es, ciertamente, ciencia ("scientia") pero sabiduría ("sapientia") no. Lo mismo pasa con los "sabios": nos vemos obligados, como los franceses, a usar distintas palabras para el sabio "sabelotodo" o "sabihondo" ("savant") y otra para el sabio "sabroso" ("sage").
Es un hecho que no cualquier pensador es "sabio": no es lo mismo estudiar que adquirir sabiduría. En efecto, las más de las veces (comenzando por la literatura sapiencial de la Biblia), se reserva esta palabra no para el "intelectual" sino más bien para el anciano, para el que sabe no por haber estudiado sino por haber vivido bien, por haber experimentado (o sea, por ser un "experto" o "perito", en sentido etimológico). Bien lo dice nuestro refrán: "el diablo sabe por diablo, pero sabe más por viejo". También en la literatura cristiana encontramos frecuentemente escritos que nos presentan la auténtica sabiduría como algo distinto de la sabiduría del "mundo". Me gusta ver la cifra de este pensamiento en una vieja copla castellana:
"La ciencia calificada
es que el hombre en gracia acabe,
porque, al fin de la jornada,
aquel que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada".
Es decir: la sabiduría es algo práctico, en cuanto que tiene todo que ver con la vida concreta. Si no muerde la existencia, si no incide en las opciones, si no se traduce en lo cotidiano, aquello será un conocimiento, una ciencia, una doctrina, un teorema, pero jamás sabiduría. Será una "palabra muerta", al decir del de Aquino: "Así como cuando un hombre cree y no practica se dice que su fe está muerta (cf. Sant 2), a veces el hombre tiene una palabra muerta: piensa en lo que debe hacer pero no tiene la voluntad de hacerlo" (In Symbolum Apostolorum expositio, 112). Es un conocimiento muerto, porque no atrae hacia sí la afectividad, el amor.
Refiriéndose a la Eucaristía, en una frase genial, el Papa resume -a mi juicio- toda esta cuestión: "Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre -aquello por lo que el hombre vive- era el Logos, la sabiduría eterna, ahora esta logos se ha hecho para nosotros verdadera comida, como amor" (Benedicto XVI, Deus caritas est, 13).
La lógica del Evangelio y la dinámica de la Eucaristía vienen, en efecto, a echar mucha luz sobre nuestro asunto. Dios nunca se reveló en solas palabras: nuestro Dios es Yahvé, el Dios liberador, el Padre de "mano poderosa y brazo extendido"... En Jesucristo, Dios es Palabra que se identifica con el acontecimiento: el Logos que se hace carne. Es todo lo contrario a la "palabra muerta": es "verdad y Vida" (cf. Jn 14, 6). En él, que es la Palabra eterna de Dios, la Sabiduría de que hablaban Salomón y Ben Sirá vuelve a ser -más que nunca- sabrosa, porque se hace literalmente alimento.
¿Cómo? Dice el Papa: "como amor". La Eucaristía es Verbum almum, Palabra nutritiva, la Sabiduría que nos prepara el vino y la mesa (cf. Prov 9, 2), porque es Amor.
Vemos, por consiguiente, cómo Jesucristo nos devuelve (con nueva y altísima profundidad) esa inmemorial verdad de "los antiguos que pusieron nombres a las cosas" (Platón): que "saber" era algo que daba gusto y hacía crecer.
Pero ahora nos devela el secreto de ese vínculo antiguo. ¿Cómo el conocimiento llega a ser sabroso? Como amor. ¿Cómo el saber se hace alimento? Como amor. ¿Cómo la verdad puede ser digerible? Como amor.
De esto que nos enseña la pedagogía de Dios en Cristo podemos extraer la siguiente conclusión: si queremos que una verdad "llegue", si pretendemos que una palabra "edifique" y enriquezca, esa verdad debe reunir dos condiciones: por un lado, debe estar "encarnada"; por otro, debe darse "como amor". Es decir, debe ser una verdad "martirial", que se expone no sólo en nuestros labios sino ante todo en nuestro testimonio de vida; y debe ser una verdad que se transmite en la firme suavidad del amor. Ésta es la verdad de los santos, que son los verdaderos "sabios".
El famoso "relativismo" actual, ese descrédito que, desde hace años, pesa sobre cualquier pretensión de una verdad que trascienda al individuo y llega a descalificar no sólo la idea de verdad sino incluso su misma palabra, hace necesario que quienes creemos en Jesucristo (el que dijo "Yo soy el camino, la verdad y la Vida" -Jn 14, 6-) aprendamos a reformular la verdad del Evangelio con el mismo lenguaje con que nuestro Maestro anunció el Reino de Dios: con el estilo humilde del amor fiel hasta la muerte. Las circunstancias de nuestra hora exigen de nosotros la valentía de proponer -de vivir- una "verdad crucificada", como dice el teólogo italiano Adolfo Russo.
Ciertamente, no es fácil "practicar la verdad en la caridad" (cf. Ef 4, 15). Día a día padecemos las tensiones y las incoherencias que tantas veces nos llevan a radicalizar todavía más el divorcio existente entre verdad y amor... Ya nos rendimos a amores fáciles y amorfos, ya nos anestesiamos con verdades rígidas e impermeables. El desafío es poder achicar cada día un poco más esa distancia, aprendiendo a conjugar la verdad en la "sinfonía" de la comunión.
A fin de cuentas, es en la Vida eterna donde se consumará la reconciliación entre palabra y obra, entre verdad y amor. Y por eso es tan lindo lo que dice San Agustín hablando -con ansias- del Cielo: "Que en ti, Señor, me encuentre con todos aquellos que se alimentan de tu verdad en las latitudes de la caridad" (Confesiones, XII, 24, 33).
martes, 23 de septiembre de 2008
El grano de trigo y el miedo posmoderno
jueves, 4 de septiembre de 2008
¿Hay lugar para la utopía?

Es cierto que, al menos desde Feuerbach y Marx, una de las más persistentes críticas al cristianismo ha sido precisamente esa: la de regodearse en la promesa de un utópico "cielo" y de descuidar la tierra y la vida que de hecho tenemos hic et nunc. Después del Concilio Vaticano II (p. ej. Gaudium et Spes, 39) creo que la Iglesia se ha hecho cargo de la objeción: incluso en nuestros días, Benito XVI nos da una linda respuesta a ella en la encíclica Spe Salvi.
lunes, 25 de agosto de 2008
Tardecita de agosto
-sí, señor, todos los días-
cuando acalla sus porfías
el día, con su canción,
otra vez prendo el fogón
y, abajo de unos acacios,
me pongo a matear despacio
y a charlar con el Patrón.
El parque de la parroquia es grande. Es el marco, el amortiguador vegetal necesario para que nuestra capilla decimonónica no se estrelle contra la policroma modernidad suburbana. Sus árboles y plantas son como un resumen de nuestra identidad: conviven en él eucaliptos, acacios y criollísimos talas y ombúes -recuerdos de su no tan lejano pasado, cuando era estancia de los Pacheco- con finas casuarinas, altas palmeras y elegantes pinos, todos en la irreprimible comunión de un vehemente sotobosque de cañas, hiedras y ñangapiríes. Sus sectores más europeizantes tienen el pasto cortado, pero a mí me gusta instalarme en la hojarasca umbría del bosque nativo, donde juegan los zorzales y resuena más solemnemente la noble labor del pájaro carpintero.
Después de la siesta, a eso de las cuatro y pico, ensillé el mate y salí, con una mantita al hombro, la Biblia y una silla de jardín. Al principio me quedé quieto un ratito, como quien junta migas de silencio en una parva. (Desde el fondo del parque, los apurados gritos de la ruta cercana quedan como difuminados en un lejano murmullo vago y constante: al rato, con un poco de buena volutad y un mucho de empeño lírico, uno se convence del silencio...). El sol convalesciente de agosto estaba todavía bastante alto y sus dedos, entre los árboles, se estiraron audaces hasta mi cara como queriendo convencerme de que no habían olvidado el tibio arte de sus caricias.
* * *
Cuando el invierno de la historia parecía más duro que nunca, brotó el renuevo primero, cantó el primer zorzal, "floreció el almendro": resucitó Jesús. Desde entonces, la muerte está herida de muerte, y el Reino de la Vida crece misteriosa pero inexorablemente, como la semilla bajo la tierra helada, como el retoño nuevo de esta tarde gris.
"En medio del invierno, floreció el almendro..."
jueves, 21 de agosto de 2008
Amor, matrimonio y celibato: pensamientos en voz alta
Si hoy el celibato o la fidelidad matrimonial hasta las últimas exigencias no se entienden, está bien que lo podamos decir y que lo podamos discutir: ¿vamos a ocultarlo y fingir que está "todo bien"?
Tanto en el tema del celibato como en el de la fidelidad matrimonial el tema de fondo es el amor. Pero una dificultá está en que no hablamos de la dimensión puramente humana del amor o de la fidelidad sino de sacramentos cristianos, signos del Amor de Jesucristo. Para poder vivir bien tanto uno como la otra hace falta una profunda espiritualidad. Aunque no faltan argumentos humanos o filosóficos para explicar la fidelidad matrimonial para toda la vida, los cuestionamientos que hoy muchas veces se hacen a ella me parecen muy atendibles y entendibles. Poder vivir la fidelidad hasta el punto de no volver a "casarse" si fracasó el matrimonio (y aguantar una suerte de "celibato" no buscado), requiere mucha ayuda de Dios (que Él siempre da) y entender y vivir muy bien la espiritualidad del sacramento del matrimonio, que está llamado a ser signo del "amor de alianza de Cristo y la Iglesia". Es decir, se trata de vivir la fidelidad con mayúscula que sólo Dios, con su fidelidad hasta la muerte, puede engendrar en nosotros como respuesta. Sin esta experiencia espiritual, es lógico que no se entienda el "condenarse a una continencia no querida". (Por supuesto que puede haber gente que la viva externamente bien, pero hipócritamente. Esos tendrán que afrontar el problema sin cobardías disfrazadas de obediencia religiosa.) Pero eso no quita que haya muchos que la viven bien, desde lo más hondo de sus decisiones vitales. Esta fidelidad vivida hasta las últimas consecuencias es un testimonio ante el "mundo" -que no lo puede entender- de la presencia (en nosotros -la Iglesia- por el Espíritu Santo) de un amor fiel hasta la muerte, de un amor que perdona a los enemigos, de un amor que nos supera: el amor de Jesús.
El celibato es también una cuestión de amor, y es otra manera de vivir respondiendo y reflejando el amor de Jesús. Sin comprender la espiritualidad que lleva consigo, el celibato no se entiende, y está bien que no se entienda, que sea "signo de contradicción". Más allá de las conveniencias prácticas, que son mucho más discutibles, está el celibato como una manera de vivir como Jesús vivió. Es una puerta abierta a que el amor de Dios lo tome a uno por completo. Un "hacerse capacidad" no para "quedarse con las ganas" sino para poder consagrarse por entero a Dios y a su Reino. Si la sexualidad humana está para expresar el amor dado y recibido entre dos personas, en este caso es igual: los célibes expresamos con nuestra sexualidad "silenciosa" un amor que quiere ser a todos pero sin exclusividad con nadie... como fue el de Jesús. El celibato está al servicio del amor, está para poder querer "con todo" a Dios, y "desde" este amor, querer mucho a muchas personas a las que nunca hubiéramos querido si nos hubiéramos entregado a un amor exclusivo en la vida familiar. Ejemplo paradigmático de celibato ideal: la Madre Teresa, una "máquina de amar" sin más límites que la limitación de ser un ser humano... Un cura "solterón", es decir, un cura que no quiere a casi nadie, y nunca está disponible, y vive cómodo e instalado y no se gasta por los demás, por más que viva perfectamente bien la continencia, no es un verdadero célibe. Un cura que esté viviendo bien su celibato está amando mucho y siendo muy amado, y por eso está feliz como persona. Yo he conocido y conozco curas así, y su testimonio me invita a seguir caminando. Por ahora soy un proyecto de cura célibe, y aunque la Iglesia me permitiera casarme, eligiría el celibato, porque siendo consciente de sus muchas dificultades estoy, sin embargo, convencido de su bondad.
Muchas veces, es cierto, tengo miedo de convertirme en un solterón y de no vivirlo bien. Y para eso confío en la gracia de Dios y en la oración de ustedes...
miércoles, 6 de agosto de 2008
Monturero cué
El verso de abajo es un "estilo" que le hice al monturero de "El Rodeo", añorada guarida de cueros y recuerdos. ¡Cuántas veces, en las siestas de tormenta, me iba a cobijar en esa casita entrañable, y enancado en las monturas, me pasaba horas enteras mirando llover por la ventanita desvencijada, drogándome con el incienso de la lana mojada y con el delicioso golpeteo de la lluvia en el techo de chapa...! Era un pequeño edificio, muy gauchito, de la época de mi bisabuelo, de paredes blancas y molduras de color ocre, abrazado en los pies por una veredita de ladrillos. Estaba erguido en la entrada del monte, en el lugar mismo donde nacen casi todas sus avenidas y calles, de modo que quien venía por ellas lo veía siempre allá adelante, firme como un soldado apostado contra el horizonte. Lo prologaba un criollo palenque de fierro que hizo mi padre antes de que yo aprendiera a recordar, y un añoso eucalipto, a su lado, le prestaba su trémula sombra y lo regaba o de hojas largas o de florcitas tenues. Uno de esos días de viento furioso, el arbolazo amigo, cansado de pechar el Sur, dejó caer su brazo envejecido, y el monturero, quebrado el espinazo, se vino abajo. Mi amigo Santi Madero, que pasó esos días por el camino, me pintó el lúgubre escenario. Y yo me juré a mi mismo reconstruirlo. Pero cuando pude volver al campo, sólo después de algunos meses, miré al fondo de la calle y no vi más que el palenque desolado y, junto a él, una tristísima tapera de recuerdos, poblada de cardos y vacío.
Tardé bastante, pero al fin cumplí mi propósito, y reconstruí las cuatro paredes del monturero con estas cuatro décimas criollas. Y le dejé en el techo, como un bautismo, la primera lluvia de mis lágrimas.
martes, 5 de agosto de 2008
Responso de un monturero (estilo)
de la estancia "La Victoria",
centinela de la historia
en "La Loma del Rodeo";
por eso, cuando te veo
sin remedio derrotado,
siento que se ha terminado
con vos parte de mi vida,
que arrastraste en tu caída
lo mejor de mi pasado.
Aún adivino tu estampa
recortando el horizonte
en el ojo donde el monte
se abre a la luz de la pampa...
Ya no veré el sol que estampa
besos de oro en tu costado,
como cuando, ya cansado,
me llegaba hasta tu alero
como hasta un altar campero
a ofrendarte mi recado.
Eras el templo sagrado
guardián de pilchas camperas:
riendas, matras, encimeras
y cueros amontonados;
al fondo, varios recados
en el aire galopaban,
y al entrar se destacaba,
por su criolla distinción,
el recado del patrón:
mi abuelo, Don Jaime Achával.
Ya es una imagen perdida
ver toda la caballada
en tu palenque ensillada
antes de la recorrida.
Ya tu presencia extinguida
cubrió el yuyo y la maleza,
y me gana la certeza
que a tu palenque olvidado
quisiera morir atado
con un cabresto 'e tristeza.
miércoles, 9 de julio de 2008
Oración por la Patria a María de Itatí
lunes, 30 de junio de 2008
Rezar: seguir al Caminante
El escriba que nos relata Mateo tiene un espontáneo y lindísimo deseo: seguir a Jesús. Muchas veces, nuestras mejores intenciones son como la de él. Queremos, en efecto, seguir a Jesús. Creemos ciertamente que él es nuestro Maestro. Y quisiéramos decirle, nosotros también: "te seguiré a donde te vayas". ¿Qué es ese "dónde"? No parece, por el final de la historia, que el escriba pensara en un "adondequiera"… sino más bien en un lugar concreto. El contexto y la repetición, en griego, del mismo verbo (apérjomai), ayudan a entenderlo así. Un versículo antes, de hecho, Jesús había ordenado irse del sitio donde estaba, hacia la orilla.
La oración, entonces, es mirarnos en el espejo de la Palabra de Dios –donde quien nos habla es Jesús- y renunciar, cada día, a esos "dondes" en que hemos terminado, una vez más, reclinando nuestras cabezas. El único sitio donde el discípulo apoya la cabeza es Jesús mismo (cf. Jn 13, 23). ¡Pero el caso es que Jesús mismo está siempre en camino y "no tiene dónde reclinar la cabeza"! Por eso, el descanso del discípulo nunca pasa por decir: "¡Hasta acá llegué! ¡No sigo más!", porque en la medida en que se detiene y deja que el Maestro se aleje, se queda sin ese "seno" donde recostarse, sin ese "yugo liviano" que lo alivia de la fatiga.
viernes, 27 de junio de 2008
El rostro de Jesús (II)

El "anonimato facial" de Jesús
Todos nos habremos preguntado más de una vez cómo es el rostro de Jesús. Tal vez yo me lo planteo seguido porque casi no hay imágenes de Jesús que me convenzan. El rostro de Jesús es un aspecto esencial de esa genialidad inaudita que es la encarnación, y acaso una de sus consecuencias más sugerentes... En efecto, la cara de Jesús de Nazareth es "el rostro humano de Dios". "Todo un Dios" reside en y se expresa con una mirada, con una sonrisa, con unos gestos humanos únicos, concretos, singulares... ¿Qué discípulo del Resucitado no quiere ver la cara de Jesús?
Y sin embargo si hay algo que el Nuevo Testamento justamente no hace es dejarnos una descripción física de Jesús. ¡Qué misterio! Ningún evangelista recogió tradiciones que nos hablen de cómo era el rostro de Jesús, de cómo era su sonrisa, del color de su mirada. Esa mirada fulminante de amor hondo que encontramos en Mt 9, 9: la que solita hizo que un publicano dejara todo y lo siguiera como hipnotizado...
¡Qué ganas de haber sido uno de los contemporáneos de Jesús, de haberlo visto así, en primera fila...! Pero siempre me consuelo de esta insatisfacción congénita pensando que, a fin de cuentas, al Resucitado no puede nadie reconocerlo de entrada o por su propia cuenta, y que si estuviera allá me pasaría como a la Magdalena, que creyó que era el jardinero, o como a los discípulos, que lo creyeron un fantasma o un caminante mal informado...
Creo que si le preguntáramos a quienes vieron a Jesús el porqué de este silencio nos hablarían de inefabilidad. Si Santo Tomás de Aquino, después de una experiencia mística, quiso en un arranque quemar todas sus quaestiones y quaestiúnculas porque eran como paja comparadas a lo que había visto, pienso que lo mismo les pasaría a los discípulos ensayando una descripción de Jesús... Al final, deben de haber dicho: ¡Es imposible! ¡Es inútil! ¿Cómo atrapar en palabras su mirada? ¿Cómo fosilizar su sonrisa en adjetivos? ¿Cómo congelar la frescura de sus gestos?
Pero también pienso en por qué Dios en su plan revelador no habrá querido dejarnos en su Palabra los rasgos físicos de su Hijo. Y entonces me acuerdo de Mateo 25... Tata Dios hizo que, por la encarnación, el rostro de cada hombre necesitado (y ¿qué hombre no lo es?) fuera también el "rostro divino" de Cristo. La identificación es estricta: "¿pero cuándo te vimos (...)?" preguntan los hombres en el juicio. Y Jesús les asegura que él estaba en cada hermano pequeño: "a mí me lo hicieron".
Por eso para quienes se toman en serio el Evangelio esta pregunta por el rostro de Jesús no tiene sentido. Ellos (pienso, una vez más, en la Madre Teresa) son los "puros de corazón" que "verán a Dios" (Mt 5, 8). Los mismos que pueden de verdad "reconocerlo en la fracción del pan" (Lc 24, 35), y por eso, viviendo en su mismo Espíritu, se parten ellos mismos y se entregan cada día haciéndose prójimos del Jesús pequeño en los hermanos.
No hay tal "anonimato facial" de Jesús. En el rostro de Jesús, Hombre perfecto, Hijo e Imagen del Padre, cabe el rostro de cada hombre, creado a imagen de la Imagen y llamado a ser hijo en el Hijo.
viernes, 13 de junio de 2008
El rostro de Jesús
Aquel mediodía de Jerusalén, una mujer, sin pensarlo demasiado tal vez, se abrió paso audazmente entre la multitud y secó el rostro ensangrentado de Jesús, sin hacer caso de las reacciones de la gente. La osadía de compasión de la Verónica la impele a acercarse a la cara de Jesús desfigurada por el dolor y las afrentas, ante la cual todos apartan los ojos. Es el rostro del que nos habla Isaías, "tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre". ¿Qué vió ella en ese condenado, para hacer lo que hizo?
Ese mismo hombre desfigurado por los azotes, la corona de espinas y los golpes, había sido poco antes presentado al pueblo por el procurador romano. Según el evangelio de Juan, Pilato presentó entonces a ese Jesús con estas solemnes palabras: "Ecce homo", "He aquí al hombre". Pilato no sabía la gran verdad que pronunciaba, pero el evangelista (y nosotros), sí. Y es que, en efecto, ese Jesús es "el hombre" sin más, el hombre nuevo presentado a los hombres, el verdadero hombre que viene a restaurar y a mostrarnos, con su vida entregada, nuestro auténtico rostro, nuestra verdadera identidad.
Esa mujer valiente entendió que ahí había un hombre, que "ése era el hombre". La corajuda compasión de la Verónica supo ver adentro lo que no vio afuera la exquisita pusilanimidad de Pilato. Su sensibilidad desempañó el espejo frío de la hermosura meramente externa. Verónica descubrió en esa cara desfigurada al "más bello de los hombres" -como dice el salmo 44, que la liturgia del Lunes Santo le aplica al Cristo "sin aspecto atrayente, sin gracia ni belleza"-.
Sería difícil que salieran mujeres así de nuestras multitudes de hoy. De hecho, muchas veces el culto a la superficialidad en que vivimos nos impide esta hondura. Aquella Verónica, podríamos decir, trascendió la "cultura de la imagen". En cambio, pareciera que esta imagolatría de la belleza de nuestra sociedad termina deshumanizándonos: hace que no respetemos nuestra propia identidad ni la de muchos hermanos nuestros, a quienes finalmente dejamos de lado.
Es el caso de las cirugías estéticas (no, claro está, las más "terapéuticas"), contra las cuales esto puede considerarse una especie de manifiesto. Quienes se someten a ellas hacen gala, la mayoría de las veces, de una gran pobreza: han perdido la sensibilidad que les permitiría ver la belleza surcando sus rostros añejados. No han aprendido a leer su propia vida en las arrugas, en los frunces y en las heridas de su propio semblante. Por el contrario, persiguiendo fútilmente una juventud que literalmente ya fue, tensionan y endurecen sus rostros, quedándose con una caricatura de piel joven -que habrá que seguir recauchutando cada vez más-, a cambio de la renuncia de la frescura irrecuperable de sus gestos, de su sonrisa, de sus guiños, en fin, de lo más propio que Dios les ha dado. Gracias a Dios, hemos podido contemplar hermosos ejemplos de gente que lleva altiva su cara avejentada, que nos enseñan una belleza desacostumbrada. Pienso concretamente en la Madre Teresa de Calcuta y en el último Juan Pablo II.
Si no somos capaces de trascender nuestra propia exterioridad, difícilmente podremos hacerlo con los demás. Habría que estudiar la relación que sin duda existe entre una exaltación de la imagen según un determinado y exclusivo tipo de belleza exterior y las tendencias discriminatorias, que viven y colean incluso en medio del mendaz universo de lo políticamente correcto.
La Verónica (esa mujer que el Evangelio ignora y que nos fue regalada por una anciana tradición) puede enseñarnos a encontrar la hermosura del rostro de Cristo ("Ecce homo"). Pero Jesús, que asumió en sí mismo todas nuestras fealdades y todas nuestras impurezas, nos hace a su vez descubrir la imagen de Dios en el rostro de los enfermos, de los discapacitados, de los excluidos y discriminados por su raza o por su aspecto diferente. Contemplando el rostro de Cristo aprendemos de manera nueva la dignidad de toda persona, sea cual sea su situación o su estado, y comprendemos definitivamente que la belleza auténtica no es la de un cuerpo perfecto o siempre joven sino la que nace del amor, de la vida entregada a los hermanos.
viernes, 30 de mayo de 2008
Lejanía
sábado, 10 de mayo de 2008
Una Iglesia unida en la diversidad: el regalo de Pentecostés.

Si creemos, entonces, que la Antigua Alianza con Israel preparó los caminos para la acogida de la Nueva y definitiva Alianza, ofrecida en Jesucristo, el Logos de Dios encarnado, es cierto que parte no pequeña de esa preparación se obró mediante la diversidad presente en el judaísmo. Retrospectivamente, se puede apreciar cómo la pluralidad de formas de vivir la única alianza con Yahveh que tenían los fariseos, los saduceos, los esenios, los de la diáspora, etcétera, aseguró que la Iglesia naciente (incluso la judeocristiana, de tendencia más impermeable a los paganos) conjugara distintos estilos y tradiciones que le dieron ese equilibrio que (va de suyo, nunca estuvo exento de tensiones y vaivenes, a veces terribles y literalmente cruentos) es una de las características más bellas de la Iglesia católica.
Hace poco, leyendo a Voltaire (Tratado de la tolerancia), molino del que no tenía previsto sacar agua para este potrero, encontré una frase que expresaba bastante cabalmente mi sentir: "Diferían [los saduceos] mucho más de los demás judíos, que los protestantes difieren de los católicos; no por eso dejaron de permanecer en la comunión de sus hermanos, y aun se vieron grandes sacerdotes de su secta." Efectivamente, es lindo ver cómo sucedió en Israel y en las primeras comunidades cristianas que grandes diferencias no lograron romper la unidad. Concretamente, llama la atención de Voltaire (y la mía) que las fuertes divergencias en la Iglesia primitiva con respecto a la necesidad de la Ley de Moisés se hayan podido asumir sin necesidad de mayores rupturas, siendo así que en otros tiempos por cosas de menor monta hubo cismas tremendos. Sin ser tan simplista que pretenda dejar de lado que la unidad no se logra sino es en la verdad, sin embargo es edificante asomarse a los conflictos de los primeros seguidores de Jesús y ver que supieron tolerar grandes diferencias con tal de no atentar contra la unidad de la Iglesia. Se dio entonces lo que más tarde propusieron los Padres: "en lo esencial, unidad; en lo accidental, libertad; en todo, caridad."
En ninguna otra parte acaso se aprecia más rotundamente este misterio de unidad y diversidad de la Iglesia como en Pentecostés. Tenemos antes que nada los elementos que destacan la unidad: "Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar" (Hch 2, 1) En este "todos" está cifrada toda la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios: en efecto, acaba de completarse el colegio apostólico de los "doce", figura del nuevo Israel, con la elección de Matías (cf. Hch 1, 26), y está presente "María, la madre de Jesús" (cf. Hch 1, 14). Para hacer más patente la unidad se dice que están en "un mismo lugar", en una misma "casa" (Hch 2, 2). "De repente vino del cielo un ruido como de viento impetuoso, que llenó toda la casa en que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo (…)" (Hch 2, 2-4a) Irrumpe el viento, que es una ráfaga –no muchas-, y todos quedan llenos de un mismo Espíritu, el Espíritu Santo. Incluso, si analizamos el relato pormenorizadamente, dice que primero se les aparecen las lenguas como de fuego, y en un segundo momento éstas van a repartirse y posarse sobre cada uno, como si quisiera acentuar la unidad del Espíritu previa a su entrega a cada uno. Está clara la unidad, pues.
Sin embargo, el mismo versículo cuarto nos dice que "se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Hch 2, 4b). Y sigue el relato del milagro por el cual unas personas venidas a Jerusalén (la ciudad santa como madre que congrega a los "hombres piadosos"… ¡qué gran signo de unidad!) "de todas las naciones que hay bajo el cielo"(Hch 2, 5) y los oían hablar "cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6). Aquí tenemos, explícita, a la Iglesia universal, a la Iglesia orientada "hacia el universo", "kat' holón": católica. ¿Por qué Dios no hizo el milagro a la inversa? ¿No habría sido igualmente maravilloso el que esa gente "de todas las naciones" hubiera podido entender de pronto el arameo, que habría quedado como signo de unidad? Pero no. Hablar todos arameo habría sido "uniformidad" y Dios no la quiso. "La Iglesia en este momento de su nacimiento habla ya todas las lenguas" (Ratzinger). Se dice que en la escena de Pentecostés se da una inversión del relato de Babel (que significa "confusión"). Con todo, es notable que lo que Pentecostés remedia es precisamente la "confusión", la incomunicación, el desencuentro entre los hombres, producido por su desprecio de Dios, reuniéndolos en el seno de la Iglesia; pero aquello mediante lo cual se produjo esta confusión, es decir, la multiplicidad de lenguas, se mantuvo. De esta manera, el milagro es aún mayor: el amor de Dios, que une entre sí a los hombres, es capaz de hacer que éstos se entiendan sin necesidad de uniformarlos. Así se manifiesta la voluntad divina de preservar la diversidad entre los hombres, y en concreto, dentro de su Iglesia.
Y con esto se nos da también la clave última del asunto, con la que quisiera terminar: la difícil tarea de la unidad -no "a pesar de", ni "por sobre de", ni "más allá de", sino "en" la diversidad- no es un logro humano: es un don de Dios que "viene del cielo" (Hch 2, 2). Es el Espíritu Santo el que edifica la Iglesia y es él quien hace posible el milagro de la "unidad católica". Y esa unidad la puede hacer sólo Él por ser el Amor personal del Padre y del Hijo. Siendo el fruto de ambos, es él quien hace que el Padre sea el Padre y el Hijo sea el Hijo. El amor, en efecto, es el único factor que une sin confundir, que une haciendo a la vez que cada cosa sea lo que es. Y por eso, con la esperanza que nos da recibir en cada Pentecostés la "prenda del Espíritu" (2 Cor 5, 5), pedimos incansablemente, ahora y siempre, para la Iglesia, cada día, que Dios la "lleve a su perfección en la caridad".