"Mi corazón, como ulúa..."
(Felipe Corpos- Sixto Palavecino, Como el sacha mishi)
(Felipe Corpos- Sixto Palavecino, Como el sacha mishi)
Hace unas semanas estuve misionando en Brea Pozo Viejo, Santiago del Estero. Fueron días lindísimos en que, además de encontrar gente buenísima y compartir con ellos la vida y la fe, pude conocer algunos de los secretos del monte santiagueño.
Después de visitar, cada mañana, a alguna familia, me gustaba volver a la escuelita donde vivíamos no por el camino sino por el medio del monte, con uno de los changuitos amigos, Emanuel, que me hacía de baquiano.
El monte santiagueño es una rara conjunción de aridez y vida: es lo que en la jerga difícil de los libros de biología se llama "bosque xerófilo", o sea: "bosque amante de la sequedad". Sin embargo, la aridez del monte no es como, por ejemplo, la de las estepas patagónicas, esas soledades donde los vientos helados amedrentan al arbusto más corajudo y la infinidad sobrecoge el corazón. No. En los montes de Santiago crecen muchísimas especies de plantas, arbustos y árboles (y algunos de gran tamaño, como los algarrobos y los quebrachos colorados). Pero cuando uno, entusiasmado, se interna, la tierra ignorante de gramilla, los salitrales sólo habitados por el jume y las plantas de cactus le echan a uno en cara la seca verdad: en esos lugares en que el agua escasea, el sol requema y la tierra cubre todo con su infatigable polvareda la vida no es cosa fácil.
En una de mis salidas me detuve ante un cactus. Era una especie de cardoncito rastrero, enroscado como víbora en la tierra pelada, que me levantaba dos o tres bracitos espinudos como amenazante bienvenida. ¿Y éste cómo se llama?, le pregunté, una vez más, con incorregible avidez botánica, a mi paciente guía. -"Ulúa", me dijo. "U-lúa", repetí en voz alta para cerciorarme.
La ulúa es un cactus petisón, nada llamativo frente al gran cardón o a las tunas y quimiles de vistosas pencas, sus parientes mayores del monte. De hecho, habría seguido de largo si no hubiera entrevisto, bajo las espinas, una suerte de pelotita roja, como una frutillota escondida en lo más enmarañado de esa silvestre corona de espinas. Colorada y redondita, esa fruta era como el corazón de ese cactus, defendido por las espinas. Emanuel, notando mi perplejidad, antes de que le pregunte nada me dijo: "se come". Y sin esperar, con montaraz destreza, hizo viborear su bracito entre las espinas y con sólo dos dedos, para evitar las "janas" -minúsculas espinas como filososos pelos invisibles que crecen en la misma cáscara- la despegó del tronco. Después, haciendo un tajo con un palito en la gomosa cáscara colorada, abrió la ulúa y dejó ver una pulpa blanca con puntitos negros, igual a una bochita de helado de crema granizada. Lo probé, tímidamente: era inverosímilmente fresca y tenía, en la boca, la consistencia de la nieve y un dulzor manso en el final, como para dejar pensando. ¡Increíble! Que en medio del monte polvoriento, bajo el sol aplastante del enero santiagueño, entre las espinas hostiles de un cactusito cualunque, hubiera ese fruto dulce y tan fresco, me pareció un milagro. Los días siguientes, me dediqué a convidarles a mis amigos de la misión ese rico hallazgo del monte, ese sabroso corazón de las espinas.
Después de visitar, cada mañana, a alguna familia, me gustaba volver a la escuelita donde vivíamos no por el camino sino por el medio del monte, con uno de los changuitos amigos, Emanuel, que me hacía de baquiano.
El monte santiagueño es una rara conjunción de aridez y vida: es lo que en la jerga difícil de los libros de biología se llama "bosque xerófilo", o sea: "bosque amante de la sequedad". Sin embargo, la aridez del monte no es como, por ejemplo, la de las estepas patagónicas, esas soledades donde los vientos helados amedrentan al arbusto más corajudo y la infinidad sobrecoge el corazón. No. En los montes de Santiago crecen muchísimas especies de plantas, arbustos y árboles (y algunos de gran tamaño, como los algarrobos y los quebrachos colorados). Pero cuando uno, entusiasmado, se interna, la tierra ignorante de gramilla, los salitrales sólo habitados por el jume y las plantas de cactus le echan a uno en cara la seca verdad: en esos lugares en que el agua escasea, el sol requema y la tierra cubre todo con su infatigable polvareda la vida no es cosa fácil.
En una de mis salidas me detuve ante un cactus. Era una especie de cardoncito rastrero, enroscado como víbora en la tierra pelada, que me levantaba dos o tres bracitos espinudos como amenazante bienvenida. ¿Y éste cómo se llama?, le pregunté, una vez más, con incorregible avidez botánica, a mi paciente guía. -"Ulúa", me dijo. "U-lúa", repetí en voz alta para cerciorarme.
La ulúa es un cactus petisón, nada llamativo frente al gran cardón o a las tunas y quimiles de vistosas pencas, sus parientes mayores del monte. De hecho, habría seguido de largo si no hubiera entrevisto, bajo las espinas, una suerte de pelotita roja, como una frutillota escondida en lo más enmarañado de esa silvestre corona de espinas. Colorada y redondita, esa fruta era como el corazón de ese cactus, defendido por las espinas. Emanuel, notando mi perplejidad, antes de que le pregunte nada me dijo: "se come". Y sin esperar, con montaraz destreza, hizo viborear su bracito entre las espinas y con sólo dos dedos, para evitar las "janas" -minúsculas espinas como filososos pelos invisibles que crecen en la misma cáscara- la despegó del tronco. Después, haciendo un tajo con un palito en la gomosa cáscara colorada, abrió la ulúa y dejó ver una pulpa blanca con puntitos negros, igual a una bochita de helado de crema granizada. Lo probé, tímidamente: era inverosímilmente fresca y tenía, en la boca, la consistencia de la nieve y un dulzor manso en el final, como para dejar pensando. ¡Increíble! Que en medio del monte polvoriento, bajo el sol aplastante del enero santiagueño, entre las espinas hostiles de un cactusito cualunque, hubiera ese fruto dulce y tan fresco, me pareció un milagro. Los días siguientes, me dediqué a convidarles a mis amigos de la misión ese rico hallazgo del monte, ese sabroso corazón de las espinas.
* * *
Uno de los últimos días de la misión, en otro paseo "botánico", encontré que las ulúas, ya maduras, habían como reventado: que había un tajo en su poncho rojo, y que los pajaritos del monte habían ido a endulzarse los picos en sus entrañas blancas.
* * * * * *
Pienso que el corazón del hombre es, muchas veces, como la ulúa de los montes de Brea Pozo. Muchas veces somos, a primera vista, duros y espinosos. Los rigores y las arideces de la vida nos han sacado espinas, espinas fieras y antipáticas: hemos cercado, quizá, con ramas y púas la indefensa ternura de nuestro corazón, y al corazón mismo, incluso, lo hemos provisto de agudas janas defensivas.
Sin embargo, a medida que crecemos en madurez, vamos de a poco perdiendo el miedo y animándonos a abrir lo que en nosotros hay de dulzura escondida. Me gusta pensar que, como la ulúa madura que revienta y, desde su herida, da vida y alegría a los pajaritos del monte, el corazón del hombre no sabe madurar sin abrirse. Como la ulúa, también nosotros sólo maduramos si abrimos el corazón y damos vida -nuestra vida- a los demás.
Pero, como a la ulúa, hay que saber darnos tiempo, también.
Sin embargo, a medida que crecemos en madurez, vamos de a poco perdiendo el miedo y animándonos a abrir lo que en nosotros hay de dulzura escondida. Me gusta pensar que, como la ulúa madura que revienta y, desde su herida, da vida y alegría a los pajaritos del monte, el corazón del hombre no sabe madurar sin abrirse. Como la ulúa, también nosotros sólo maduramos si abrimos el corazón y damos vida -nuestra vida- a los demás.
Pero, como a la ulúa, hay que saber darnos tiempo, también.
8 comentarios:
Agregar explicaciones o comentarios largos en esta...estaría de más.
Solo gracias por esa claridad linda para descubrir y compartir un secreto-misterio tan hondo en y de la naturaleza. Me sugiere muchísimas cosas lindas tu entrada de hoy.
(me trajo al recuerdo, quizás por el estilo del relato, algún cuento de Menapacce)
Saludos! Y que bien hace leerte. esta de hoy no tiene desperdicio!
¡Muy bueno Cris! Allá en la misión en Catamarca algún misionero apurado se quedó enjanado por el fruto de la tuna. Como a veces nos pasa a nosotros, que nos lastimamos por querer apurar el encuentro. ¡Abrazo!
¡Qué cierto, Edu! Por eso la última frase sobre el tiempo de la madurez... A veces pienso con dolor a cuántos habré enjanado yo, que venían con todas las ganas...
Como siempre, gracias por tu comentario. ¡Un fuerte abrazo!
Les dejo un regalito (pasenlo a todo el mundo!!!):
http://www.michaeljournal.org/akita.htm
Julia
Hola, Cristián, yo creo que tu blog tiene mucho futuro, si sigues algunas pequeñas reglas:
1- Escribe más breve.
2- Escribe más a menudo.
3- Paséate por muchos blogs, saludando y dejando tu dirección (hazte propaganda, vaya).
Un saludo.
Estimado Álvaro:
Gracias por sus consejos, de veras. Soy consciente de que hay dos cosas que me ponen fuera del "estilo blog": la largura y la escasez. Conozco blogs muy buenos que respetan las reglas del género, como p. ej. el del P. Edu, quien se dignó comentar esta entrada.
Pero no va a ser fácil cambiarlo, porque es cambiarme a mí mismo... Créame que trato de ser lo más conciso que puedo, salvada la literatura... ¡Espero no ser muy larguero cuando me toque predicar!
En cuanto a la publicidad, no me atrevo a hacerme propaganda. Tal vez sea inseguridá... Siempre me divirtió saber que el blog crecía solo, casi sin "empuje". Y creo que viene bien así. Pero si Ud. quiere propagarlo, adelante, nomás.
Gracias por escribir.
Hermoso relato...
hermoso relato cuanta razón el hombre cuando madura habré su corazón y comparte lo dulce que tiene dentro saludos
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