sábado, 2 de noviembre de 2024

Volver a rezar por los muertos.

Reflexiones en la Conmemoración de los fieles difuntos.

"Tumba en la pampa" (Buenos Ayres, ca. 1880)  foto de Francisco Ayerza

 Pocas realidades hay que hayan experimentado cambios tan rápidos e importantes en Occidente como las prácticas culturales en torno a la muerte. En casi apenas una generación (la de quienes hoy son nonagenarios) se acabó la práctica del luto y del duelo, se tendió a abandonar los sepulcros con referencias religiosas o fúnebres y surgieron los cementerios-parque, se popularizó la cremación, mermó significativamente la visita a los cementerios, se acortaron drásticamente los velorios -que algunas veces ya ni se realizan-, se prescindió en la mayor parte de ellos de la presencia de clérigos o rezadoras, se dejó de organizar novenarios y menguó sensiblemente la cantidad de misas encargadas por difuntos, y se fue transformando incluso el sentimiento trágico de la muerte -con sus manifestaciones de desgarro y tristeza- en negación psicológica, disimulada no pocas veces con una banalización que obliga a estar lo más alegre que lo permitan las circunstancias.

   Es innegable que estas prácticas sociales no son más que expresiones -y en ese sentido precisos indicadores- de un cambio cultural profundo, en el que la pérdida de la fe cristiana no es, por cierto, un dato secundario.

   La Iglesia, que está inserta en el mundo y nunca es impermeable a los vaivenes sociales y culturales, también ve cómo estos cambios repercuten en sus propias costumbres.

    En este día en que celebramos la Conmemoración de los fieles difuntos quisiera llamar la atención sobre el hecho de que, incluso en la Iglesia, cada vez rezamos menos por los muertos. Ni siquiera en este día dedicado ex profeso a esta plegaria de sufragio. 

    Casi no hablamos, por ejemplo, de las indulgencias, preciosa posibilidad que la Iglesia nos ofrece para beneficiar a los queridos difuntos en su camino de purificación hacia el Cielo.

    Los curas, de hecho, solemos aprovechar este día, como las misas de difuntos en general, no para rezar por ellos, sino en el mejor de los casos para dirigirnos a los deudos con palabras de consuelo y de esperanza en la vida eterna (que bienvenido sea siempre).

    Es elocuente, a este respecto, el lema con que la arquidiócesis de Buenos Aires engloba hace ya varios años las actividades pastorales del 2 de noviembre en los cementerios: "Consuelen a mi pueblo". El acento está claramente puesto en acompañar a las personas vivas que se acercan a rezar por los difuntos, y si bien -por supuesto- no faltan misas, responsos y bendiciones de sepulturas, todo ello más bien se da con el objetivo de acompañar a los dolientes, que de beneficiar a los finados.

    En la invitación, la Arquidiócesis explica: "La Iglesia invita a rezar y recordar a los seres queridos difuntos. Es un día significativo, en el que de manera especial se hace memoria de ellos y de la huella que han dejado en nuestra vida. Ellos nos recuerdan que caminamos hacia el encuentro con el Señor y nos impulsan a transitar nuestra vida con esperanza". Como se ve, el verbo rezar está indefinido (no aclara "por quién"), y el hincapié se hace en algo tan importante y humano, como "hacer memoria de ellos". Ahora bien, para recordar a nuestros  muertos queridos no se necesita la fe ni la presencia de los ministros de la Iglesia. El aspecto de fe, en todo caso, es para beneficio de nosotros los vivos, a fin de que crezcamos en la esperanza de que "caminamos al encuentro del Señor".

    Es indudable que la Iglesia tiene mucho que hacer acompañando a todas las personas que sufren, entre ellas, consolando a los tristes. Pero temo que tratándose de la muerte, ya no estamos considerando como prójimos -objetos de nuestras obras de misericordia- a los que dejaron este mundo, sino sólo a los vivientes. Y me pregunto: ¿Seríamos capaces de organizar, como Iglesia, responsos a todas las tumbas de los cementerios (por lo menos las cristianas) así asistan o no los deudos? ¿Seguimos fomentando los curas -prescindiendo del interés económico- que la gente encargue misas por sus muertos, aunque no asistan a ellas para ser consolados?

   La gran pregunta que queda es: ¿seguimos creyendo en que tiene sentido la oración por las almas de los muertos?

    Rezar por los difuntos sólo tiene sentido si existe el purgatorio, esa genialidad de la misericordia de Dios para ayudarnos en nuestra necesidad de reparar, también después de esta vida, las consecuencias de nuestros pecados, y así gozar del cielo con todas nuestras capacidades. En efecto, no hay razón para rezar por los que ya gozan de la felicidad eterna en el Cielo. Y ¿para qué rezar por los que rechazaron definitivamente el perdón de Dios y están irremediablemente condenados? Sólo tiene sentido orar por las almas del purgatorio.

    Pienso que esta verdad de fe se muestra muy debilitada en la conciencia de los cristianos de hoy. Y eso por varias causas. 

    La primera sería la certeza -bastante presuntuosa- de que los difuntos "ya están en el cielo". No suena compatible con la noción más vastamente difundida de la misericordia de Dios el que pueda darse algo así como un penoso purgatorio antes de entrar en la Gloria, en el que las ánimas benditas estén necesitadas de nuestros ruegos y sacrificios. De la mano de esto, la pérdida del sentido del pecado hace lo suyo en la autopercepción de nuestra inocencia. Si Dios es tan bueno, y nosotros también, entonces los muertos ya "están mejor que nosotros". 

    Unido a esto está la crisis de otra verdad de fe: el Juicio particular y final. La misma liturgia abandonó el color negro y el acento tremebundo de las misas exequiales con su antífona de entrada "Dies irae, dies illa" que nos sobrecoge en las Misas de Réquiem. Pero pareciera que se pasó al extremo contrario. Ya no existe ningún temor al juicio de Dios, del que tantas veces Cristo nos habla en los Evangelios. No hay nada en juego. No hay drama alguno. Las tarjetas de los fallecidos que a veces se manda hacer para los entierros ya no traen retratos adustos y oraciones para orar por ellos sino que sólo están pensadas para recordarlos vitales y sonrientes. Las misas de difuntos son virtuales canonizaciones, donde los curas incluso cambiamos el color morado por el blanco pascual. 

  Entre el clero, influye asimismo la difundida teoría teológica de la "resurrección en la muerte", en la que se desecha por pueril o por helenizante y antibíblica la supervivencia del "alma separada", y con ella es más fácil todavía que se derrumbe también la certeza del purgatorio.

    Sea lo que fuere de nuestras sensibilidades (e insensibilidades) actuales y nuestras percepciones subjetivas, el purgatorio existe, y entre las obras de misericordia espirituales nos enseña la Iglesia que debemos rezar por los difuntos.                          

                                                                                   ****

    Algunos de nosotros tenemos la gracia de ser sacerdotes en barrios del gran Buenos Aires densamente poblados de gente provinciana o de países hermanos, que está dotada de una cultura tradicional radicalmente cristiana que es llamativamente resistente a la Ilustración. 

   Acompañándolos una y otra vez con ocasión de los fallecimientos -en sus novenarios, sus rosarios, sus velas encendidas, sus bendiciones de cruces y sus entierros, y sus infinitas listas de finados en cada misa-, también nosotros, curas modernos, tenemos la divina oportunidad de recuperar el buen rumbo, a condición, claro, de que no miremos al pueblo desde arriba, como quien acepta condescendientemente bendecir sus piadosas costumbres, sino que tengamos la actitud de aprender humildemente de quienes, como dice la Escritura, son "pobres en este mundo pero ricos en la fe" (Sant 2, 5).

    A todos los fieles difuntos, especialmente aquellos por quienes nadie reza, aquellos más necesitados de la misericordia de Dios, y a todos aquellos "cuya fe sólo Tú conociste", dales, Señor, el descanso eterno y que brille para ellos la luz que no tiene fin.

miércoles, 2 de octubre de 2024

Sobre la tentación de la falsa apertura

Reflexiones sobre el Evangelio del Domingo XXVI 

    El Evangelio de este Domingo (XXVI del Tiempo Ordinario, año B), tomado de San Marcos (9, 38-43.45.47-48), junto con la primera lectura (Núm 11, 25-29), nos alerta especialmente contra la tentación del sectarismo. Que podría definirse como la complacencia de pertenecer a un grupo exclusivo, y, llevada al extremo, como el regodeo en que otros muchos no pertenezcan a él. Todo lo contrario de la voluntad de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tim 2, 4). 

    En la liturgia de la Palabra de este domingo, nada menos que dos grandísimos instrumentos de Dios como Josué y San Juan, siendo jóvenes, quedan expuestos al público bochorno por sus respectivos maestros, Moisés y Cristo, que los reprenden por la cerrazón de su mirada y la mezquindad de su celo. Ciñéndonos al Evangelio, vemos cómo el Señor recrimina al hijo de Zebedeo por haber intentado impedir que dos desconocidos ("no son de los nuestros") expulsaran demonios en nombre de Cristo. San Juan quería impedir una obra buena por el mero hecho de que quienes la llevaban a cabo no pertenecían a su grupo. El Maestro le hace ver cómo su estrechez de miras le había impedido reconocer el bien, y formula para siempre el antídoto contra toda forma de encierro autorreferencial: "El que no está contra nosotros, está con nosotros". Es lo que los maestros de la Iglesia más tarde repitieron con santo Tomás de Aquino: "Toda verdad, dígala quien la dijere, viene del Espíritu Santo" (Suma Teológica, I-II, 109, 1 ad 1). 

  Este espíritu de apertura es esencial a la Iglesia, que por eso es católica, es decir, universal: enviada y abierta a todos. La Iglesia siempre ha sido reacia a los movimientos centrípetos, que la encierran y deforman. Cristo mismo fue especialmente sensible ante la cerrazón religiosa de los fariseos, que se complacían en "no ser como los demás hombres" (Lc 18, 11) y por eso fueron incapaces de reconocerlo como Mesías. 

  Cierto es que en la Iglesia -por voluntad de su Fundador- hay roles de autoridad bien definidos. Pero toda jerarquía en la Iglesia está al servicio de su misión universal, que es su razón de ser: "Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos" (Mt 28, 19). Esa universalidad de pueblos que está patente en el milagro fundacional de Pentecostés, donde se ve que la Iglesia nació siendo universal, y ya desde el primer día predicó el Evangelio en todas las lenguas.

    Quizá hoy en día es bastante fácil comprender que la Iglesia no debe ser algo cerrado en sí mismo, una suerte de selección de pocos elegidos, dormidos en sus laureles. Pero, a la hora de evitar esta tentación, es mucho más difícil saber qué quiere decir que la Iglesia debe ser "abierta" y "universal". 

    De hecho, muchas veces lo que se entiende por apertura es una peligrosa caricatura de ella. 

    Una y otra vez aparece, en la historia de la Iglesia y de la cultura occidental, la tentación -no menos peligrosa- de oponerse al fanatismo sectario y a las guerras provocadas por la intolerancia religiosa con la renuncia de la verdad, con la opción por el relativismo o la indiferencia por la verdad como una condición sine qua non para establecer el diálogo y la convivencia pacífica entre los hombres. 

    Los ilustrados del siglo XVII y XVIII nos han legado buenas lecciones al respecto, propiciando una religión racionalista, que era a fin de cuentas un lavado deísmo, desprovisto de toda encarnadura y por ende incapaz de salvar. Pero las derivas de estas ideologías han continuado siendo operantes hasta hoy. 

    En efecto, en varios existe el secreto convencimiento de que no es posible la apertura y el diálogo fraterno sin dejar de lado la verdad. La verdad, como tal, está bajo sospecha. En el fondo, esto se debe a que se la concibe como el objeto de una razón fría y dominadora, siempre desencajada de la vida, de los sentimientos, de la historia concreta de los hombres y las mujeres a quienes debemos amar. "El amor, sí; la verdad, bueno, vamos viendo...". Se trata de una falsa dicotomía, asumida a partir de concepciones erróneas de lo que es la verdad y de lo que es el amor. Esta falsa disyuntiva es la que se expresa todavía hoy en día en la opción de la "ortopraxis" en desmedro de la "ortodoxia". 

    Un excelente ejemplo de la vigencia de esta concepción filosófica la tenemos en el Papa Francisco, que afirma una y otra vez: "La realidad es superior a la idea" (EG 231). Y si bien esa frase es pasible de ser bien entendida, constatamos, por la coherencia con otras enseñanzas pontificias, que no es así. 

    En el ámbito del diálogo ecuménico e interreligioso, varias veces Francisco postula como insoslayable esa disyuntiva entre la teoría (idea) y la praxis (realidad) en un pensamiento que ha expresado en varias ocasiones: "Avanzar, caminar juntos. Es cierto que el trabajo teológico es muy importante y hay que reflexionar, pero no podemos esperar a recorrer el camino de la unidad hasta que los teólogos se pongan de acuerdo" (Discurso al Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, 6 de mayo de 2022). 

    Lamentablemente, esta equivocada concepción de la verdad se traduce en afirmaciones muy graves cuando llega el momento de poner en práctica ese diálogo ecuménico o interreligioso, urgido -pensamos- por la buena voluntad de estar en comunión y paz con todos. Sin ir más lejos, en el recentísimo viaje apostólico al lejano oriente, el Pontífice enseñó enfáticamente: "Todas las religiones son un camino para llegar a Dios. Y, hago una comparación, son como diferentes lenguas, como distintos idiomas, para llegar allí. Porque Dios es Dios para todos. Y por eso, porque es Dios para todos, todos somos hijos de Dios. “¡Pero mi Dios es más importante que el tuyo!” ¿Eso es cierto? Sólo hay un Dios, y nosotros, nuestras religiones son lenguas, caminos para llegar a Dios. Uno es sijs, otro, musulmán, hindú, cristiano; aunque son caminos diferentes. Understood?" (Discurso en el Encuentro interreligioso con jóvenes en Singapur, 13 de septiembre de 2024). 

    Ahora bien, estas afirmaciones suponen poner entre paréntesis que la religión cristiana es fruto de una positiva revelación divina, y que el Verbo divino se hizo carne (cf. Jn 1, 14) y es Jesucristo, y que por consiguiente sólo Él es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6), "el único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tim 2, 5), y que fundó una sola Iglesia para que "todos sean uno" (Jn 17, 21), enviada a todo el mundo para anunciar el Evangelio y bautizar, etcétera. 

    La ambigüedad de frases papales como "Dios no es católico" o "Dios quiere la pluralidad de las religiones" se resuelve aquí en una claridad total. Ya no hay duda de lo que Francisco está diciendo, bien que llevado por el deseo de la fraternidad universal, pero preso de malas premisas filosóficas. No hay salida: para poder vivir en paz como hermanos de todos deberemos renunciar a la fe cristiana y postular metodológicamente un deísmo desencarnado, donde las pretensiones de ese Hombre concreto, Cristo, no nos molesten. 

    ¿Cómo puede ser que, queriendo ensalzar la realidad sobre la idea hayamos desembocado en la más absoluta desencarnación de Dios? Es que los presupuestos eran racionalistas, por más antiplatónicos y revolucionarios que pintaran.

  Pienso que es Benedicto XVI nos brinda una piedra de toque para distinguir, en cristiano, la verdadera de la falsa apertura. Él afirmaba que, tratándose de la Iglesia, lo contrario de "conservador" no era "progresista", sino "misionero". Por consiguiente, cuando la apertura de la Iglesia debilita o ahoga la misión, esa apertura no es verdadera.

    ¿En qué queda la misión de la Iglesia si ya somos todos hijos del único Dios, y si todas las religiones son lenguajes igualmente válidos para acceder a Él? Y de hecho, las consecuencias prácticas del magisterio papal aludido conducen expresamente a evitar todo "proselitismo". 

    Ahora bien, la falta de fervor misionero acaba por dejar a los miembros de la Iglesia en la comodidad de su statu quo, dejando en evidencia la falsedad de la tan declamada apertura. La falsa apertura encubre así, debajo del fragor de las declaraciones, el peor de los encierros y la más ruin de las cerrazones: la del individualismo que se desinteresa de la suerte del otro, y que es la verdadera enfermedad pandémica de nuestra sociedad.

    Sólo hay genuina apertura donde no se oponen la verdad ("Dios es luz" -1 Jn 1, 5-) y el amor ("Dios es amor" -1 Jn 4, 8-), donde se "obra la verdad en el amor" (Ef 4, 15),  donde a fin de cuentas se busca cumplir la voluntad universalmente abierta de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". 

sábado, 27 de enero de 2024

Calalo

            El domingo, terminada la misa, me avisaron que habían encontrado muerto al “Ale”, el hijo de Calalo. Un chico alegre y querible, cartonero como su padre, que tenía apenas veinte años.

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Calalo es un personaje entrañable de mi barrio. Alto, flaco, de cabeza calva, tiene el lejos venerable de un monje trapense, aunque de cerca, su desdentada sonrisa y su rostro ajado revelan crudamente al hombre pobre y sufrido, precozmente avejentado.

Como un caracol humano, cada día sale con un carro enorme, que parece un apéndice de sí mismo, a caminar las cerca de cuarenta cuadras que separan su casa en el fondo de Las Tunas del centro comercial de Gral. Pacheco. Los días que yo más temprano salgo, a eso de las siete de la mañana, hacia la parada de la ruta 9, él ya desanduvo las cuarenta cuadras, y lo veo sentado, con su carro lleno de cartones, en la puerta del chatarrero donde “entrega”.

Más tarde, hará otro viaje. Otras ochenta cuadras. Y así, cada día del año. 

Fuera de esas frescas horas matinales, no es común verlo, a él, fresco.

Pero Calalo siempre sonríe.

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La última vez que lo había visto había sido en mi cumpleaños, hacía menos de dos semanas. Alegre. Bailando toda la noche con las señoras de la capilla, con mis parientes, con quien se pusiera adelante. Sinceramente cariñoso, pero con la pegajosa efusividad del alcohol.

Hoy tiene los ojos llorosos. Está cansado de ir y venir a hablar con dos punteros del barrio, y con el delegado municipal, y con los de la cochería. En el exiguo patio delantero de su casa están todos en rueda: hijos, parientes, vecinos. Todos, en la casa, dicen que el Ale no se quitó la vida, sino que lo mató la novia. Hay tristeza. Hay dolor. Hay enojo. Y en medio de y por sobre todo eso, hay la poderosa y cristiana resignación de los pobres de este mundo.

Muchas idas y vueltas: que los documentos no aparecen, que las complicaciones de la autopsia… Y si no pagan el sepelio, la municipalidad les impondrá sus mezquinas condiciones, que excluyen la posibilidad de velarlo a cajón abierto y más de dos horas, amén de quitarles la posibilidad de decidir en el futuro el destino final de sus restos. Pero ellos quieren a toda costa velarlo en su casa, y el tiempo que haga falta, y pasearlo por los lugares donde él paraba.  Y sacarán de donde no tienen. Y organizarán una colecta entre los vecinos y amigos.

Las demoras hicieron que se postergara la entrega del cuerpo. Lo velarán al día siguiente, desde el mediodía, pero les negaron el derecho de despedirlo en su propia casa, por las precarias condiciones… Al menos podrán hacer pasar el cortejo fúnebre delante de su casa, donde nadie nunca le negó al derecho a vivir… en precarias condiciones.

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A la mañana siguiente, a las siete, estaba yo en la parada de la ruta. Mi vista somnolienta estaba fija hacia donde tenía que aparecer el 203, como si con la intensidad de la mirada pudiera apurar la llegada del colectivo. De repente, me reclaman desde la otra vereda. Pero no puedo creer lo que veo. Era Calalo, que, como todas las mañanas, volvía de Pacheco, con su enorme carro cargado. Y quería avisarme el horario y el lugar del velorio. Calalo, el que esa misma tarde tenía que enterrar a su hijo. Calalo, que en medio de la muerte, seguía con la vida. Calalo que, como un caracol humano, seguía caminando, cargando con su vida y con su pobreza. 

¿Cuánto más le habrá pesado ese carro hoy?

El querido Calalo, con su carro a cuestas, se me hizo que era Cristo por las calles de mi barrio, enseñándonos a cargar la cruz.

lunes, 8 de enero de 2024

Non confundar in aeternum

    

Cristo enseñando a la multitud (James Smetham)

    Hace ya bastantes años escribí, en este mismo cuaderno cibernético, tres articulillos casi seguidos, describiendo el lastimoso estado de confusión que afectaba al ambiente -incluso eclesial- con ocasión de la legalización del mal llamado "matrimonio igualitario". Aquí están:

Juirle a la confusión (junio de 2010)

Santos Discépolo, ruega por nosotros (julio 2010)

MEA CULPA (julio 2010), que tuvo en su momento considerable repercusión. 

    Releyendo esas palabras hoy, a propósito de la Declaración del Card. Víctor M. Fernández Fiducia supplicans (ratificada del propio Papa Francisco), me siento en la obligación de escribir acerca del tema una vez más. Sobre todo, si considero que cuando escribí esos textos, antes de ser ordenado, no gravaba mi conciencia la responsabilidad pastoral que hoy tengo como sacerdote.

La verdad importa

      En efecto, según el Evangelio, el primer deber del pastor es la enseñanza, el apacentar -alimentar- con la verdad: "Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre, y tuvo compasión de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato" (Mc 6, 34). Sólo después llegará el momento de darles de comer el pan material. Porque "no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4). Dar la verdad es la primera misericordia.

      Mi primera reflexión se encamina precisamente a reivindicar la enseñanza de la verdad como el supremo bien de la persona humana, frente a una incorrecta comprensión de la evangelización, hoy muy en boga, que contrapone la ortodoxia a la ortopraxis, la doctrina a la pastoral, la verdad a la misericordia, abrazando unilateralmente los últimos polos de la falsa disyuntiva y despreciando los primeros como abstracciones, ideología, elitismo intelectual y perenne fuente de condena y división. En cambio, Cristo dice: "Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado" (Jn 17, 3). La vida eterna es conocer una verdad que es Dios mismo. Verdad que, en cristiano, no es una idea abstracta, sino el encuentro real con Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14, 6), como tan bien lo expresó el Papa cooperador de la verdad, Benedicto XVI, en el comienzo de su Deus Caritas est.

     En efecto, cuando el Señor dio sus últimas palabras a los Apóstoles, les pidió que fueran a todo el mundo, bautizaran, y enseñaran "a guardar todo lo que yo les he mandado" (cf. Mt 28, 20).

         El Espíritu Santo que Dios dejó a su Iglesia para que la guíe es "el Espíritu de la Verdad" (Jn 15, 26), porque es el Espíritu de Cristo, la Palabra hecha carne. Del otro lado, está el "Padre de la mentira" (Jn 8, 44), el "homicida desde el principio" (íd.), el Demonio. El evangelio de San Juan, así, asocia en la persona de Cristo la Verdad a la Vida, y en Satanás, la mentira a la muerte.

           Para los cristianos, entonces, lo que atañe a la verdad no sólo no es secundario, sino que es importantísimo. Siempre la Iglesia fue de pocas cosquillas en estos asuntos, siempre estuvo atenta a oponerse pronto y enérgicamente a las doctrinas que afectaban al dogma y a la moral. La Iglesia toleró bastante los pecados y las incoherencias de sus miembros -incluso los más encumbrados- pero fue siempre más intolerante con las herejías. La Iglesia, así, se mostró consciente de lo perniciosas que son las malas doctrinas, pues en el largo plazo generan gravísimas consecuencias, y bien pero bien tangibles. Esa fue justamente la misión que siempre han tenido los sabios: alertar contra lo que a primera vista parece inocuo. Como el centinela que, desde el mangrullo, donde los de abajo ven sólo una nube sabe reconocer un malón.

La confusión, herramienta del Enemigo

        La mentira se hace digerible sólo haciéndose pasar por verdadera. Por eso la obra maestra del Demonio es la confusión. A Cristo, en el desierto, Satanás le cita las Sagradas Escrituras. Satanás confunde. La Biblia nos alerta, además, contra una confusión que puede ser perpetua: "En ti, Señor, espero; no quede yo confundido para siempre" (Salmo 30, 2). Es decir, que la confusión eterna es otro nombre del infierno. 

            El magisterio de la Iglesia debe ser, por tanto, una fuente de claridad, de luz y de verdad y nunca de confusión. Porque la confusión nunca es inocua. "Cuando ustedes digan sí, que sea sí, cuando digan no, que sea no; cualquier cosa que digan más allá viene del Demonio" (Mt 5, 37).

       Sin embargo, en muchos documentos recientes de la Santa Sede existe una innegable ambigüedad. Ambigüedad en que caben tanto la interpretación ortodoxa como hermenéuticas heréticas. 

        Un ejemplo de particular gravedad se da en el Documento de Abu Dhabi (2019). Allí se declara solemnemente que "la libertad es un derecho de toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente. Por esto se condena el hecho de que se obligue a la gente a adherir a una religión o cultura determinada, como también de que se imponga un estilo de civilización que los demás no aceptan." (Francisco, Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común). 

        Aquí se afirma en voz alta algo absolutamente incompatible con la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo: que Dios quiere que haya muchas religiones. Más tarde, el Papa, ante los cuestionamientos por estas palabras, autorizó a un grupúsculo de obispos de un ignoto país asiático a que explicaran que en el caso de las religiones, el Papa se estaba refiriendo a la "voluntad permisiva" y no "positiva" de Dios (ver aquí la entrevista a Mons. Schneider), siendo así que las demás diversidades que se enumeran en el texto son del orden natural (sexo, raza, color...) y por tanto de voluntad "positiva". Es decir, que están expresamente confundidos los bienes -que Dios hizo y quiere, como la diferencia sexual- y los males -que Dios tolera pero no quiere, como las idolatrías o las sectas-. Con todo, nunca se corrigió el Documento ni se hizo una aclaración formal. 

             Exigir la clarificación de las ambigüedades -nunca deseables- en los textos magisteriales, para evitar la confusión de los fieles, es lo que pretenden las "dubia" que se elevan al Dicasterio de la Doctrina de la Fe. El género literario de estas consultas y respuestas (responsa) siempre estuvo al servicio de la claridad de los fieles, y por eso sólo admitía la contundente respuesta de "sí" o "no", admitiendo ulteriormente alguna explicación. 

             Sin embargo, el año pasado hemos asistido, con la asunción de Mons. Fernández como Prefecto del dicasterio de marras, a una innovación grande en esta tradición, con ocasión de las responsa a las dubia que algunos cardenales venían presentando desde la aparición de la exhortación Amoris laetitia. Ahora las respuestas, abandonando el tradicional laconismo, fueron párrafos no exentos de nuevas ambigüedades y que, de hecho, suscitaron nuevas consultas que requirieron más aclaraciones...

            El resultado es que el estado de confusión persiste, y "trabaja".

¿Prohibido prohibir?

        Especialmente elocuente en este sentido es la Carta que el Papa Francisco le envió al actual Prefecto explicándole su cometido al frente del Dicasterio de la Doctrina de la Fe. Allí, el Sumo Pontífice le pide explícitamente al nombrado cardenal que no se dedique, como hizo antes esa Congregación, "incluso con métodos inmorales", a perseguir "posibles errores doctrinales", "como enemigos que señalan y condenan", sino unilateralmente en positivo a "promover el saber teológico". Aquí y allá, en esta breve pero importantísima misiva, el Papa, apoyándose en su propio aforismo de que "la realidad es superior a la idea" (Evangelii Gaudium, 233), expresa esa desconfianza de que antes hablamos hacia la "teología de escritorio", la "lógica fría y dura que busca controlarlo todo". 

            El Papa, así, limita la tarea de este importantísimo organismo pastoral de la Sede petrina a promover positivamente la teología sin condenar errores. Pero, comenzando por el mismo Cristo y recorriendo todo el Nuevo Testamento, por no referirnos a los profetas de Israel, los pastores de la Iglesia siempre, además de enseñar mansamente lo positivo, se dedicaron con mucho ahínco a combatir los errores y alertar contra los falsos pastores. ¿Hace falta que escriba páginas y páginas con las citas de todo tipo en este sentido, ciñiéndome solamente a la Sagrada Escritura? Cualquiera los puede encontrar. Particularmente ejercieron esta dimensión de vigilancia -eso quiere decir epíscopo- los Apóstoles Pedro y Pablo, Santiago y Juan. 

                Pero ¿qué problema hay con advertir y prevenir los errores? ¿Qué mal hay en señalar a los lobos del rebaño o a los malos pastores? ¿No "grita con amor" (san Agustín), incluso con celosa violencia, cualquier madre a sus hijos cuando están en peligro cierto? ¿No alerta la sufrida madre pobre a su hijo adolescente contra los peligros de "la calle" y de la "mala junta"? ¿Por qué no ha de hacerlo con nosotros la santa Madre Iglesia? 

            ¿O es que no hay enemigos? ¿O es que vivimos en un mundo ideal donde no hay malos intencionados y somos "fratelli tutti"? ¿O es que las desviaciones en el plano teórico no nos incumben, son discusiones estériles que no tocan la realidad?

            En rigor, no es que el Papa piense que no hay más doctrinas riesgosas para la vida de los cristianos, más bien parece que existe una única heterodoxia, que el Papa sí se encarga -y personalmente, en la misma Carta al prefecto- de condenar: "Necesitamos que la Teología esté atenta a un criterio fundamental: considerar “inadecuada cualquier concepción teológica que en último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia”.

                Sea como fuere, no hace falta estar tan alto en el mangrullo para avizorar las negras tormentas que las grises nubes de hoy anticipan: bastan uno o dos peldaños de altura para que muchos de nosotros, que también tenemos que velar por el común rebaño de Cristo, estemos suficientemente preocupados y muy incómodos con esta magna confusión, en la que muchos otros colegas nuestros parecen aquiescerse con placidez. 

Fiducia supplicans

            Dicho esto, no es novedad que ahora el Card. Fernández salga con un documento barroso, que lejos de sacarnos del pantano nos hunde más en él. Sobre llovido, mojado. Muchos lo han analizado pormenorizadamente, y recomiendo, por su claridad, lo que de él ha escrito su antecesor, el Card. Müller, y también lo que dice el padre dominico Fray Nelson Medina, sobre todo por el respeto y amor hacia el Santo Padre que trasunta.

     Rezamos por él a la Virgen, como está dicho en este blog permanentemente, para que "confirme en la fe a sus hermanos" (Lc 22, 32), y por cada uno de nosotros, pedimos con fe (fiducia supplicans): "Non confundar in aeternum!"


Ayacucho, 8 de enero del año del Señor 2024