sábado, 2 de noviembre de 2024

Volver a rezar por los muertos.

Reflexiones en la Conmemoración de los fieles difuntos.

"Tumba en la pampa" (Buenos Ayres, ca. 1880)  foto de Francisco Ayerza

 Pocas realidades hay que hayan experimentado cambios tan rápidos e importantes en Occidente como las prácticas culturales en torno a la muerte. En casi apenas una generación (la de quienes hoy son nonagenarios) se acabó la práctica del luto y del duelo, se tendió a abandonar los sepulcros con referencias religiosas o fúnebres y surgieron los cementerios-parque, se popularizó la cremación, mermó significativamente la visita a los cementerios, se acortaron drásticamente los velorios -que algunas veces ya ni se realizan-, se prescindió en la mayor parte de ellos de la presencia de clérigos o rezadoras, se dejó de organizar novenarios y menguó sensiblemente la cantidad de misas encargadas por difuntos, y se fue transformando incluso el sentimiento trágico de la muerte -con sus manifestaciones de desgarro y tristeza- en negación psicológica, disimulada no pocas veces con una banalización que obliga a estar lo más alegre que lo permitan las circunstancias.

   Es innegable que estas prácticas sociales no son más que expresiones -y en ese sentido precisos indicadores- de un cambio cultural profundo, en el que la pérdida de la fe cristiana no es, por cierto, un dato secundario.

   La Iglesia, que está inserta en el mundo y nunca es impermeable a los vaivenes sociales y culturales, también ve cómo estos cambios repercuten en sus propias costumbres.

    En este día en que celebramos la Conmemoración de los fieles difuntos quisiera llamar la atención sobre el hecho de que, incluso en la Iglesia, cada vez rezamos menos por los muertos. Ni siquiera en este día dedicado ex profeso a esta plegaria de sufragio. 

    Casi no hablamos, por ejemplo, de las indulgencias, preciosa posibilidad que la Iglesia nos ofrece para beneficiar a los queridos difuntos en su camino de purificación hacia el Cielo.

    Los curas, de hecho, solemos aprovechar este día, como las misas de difuntos en general, no para rezar por ellos, sino en el mejor de los casos para dirigirnos a los deudos con palabras de consuelo y de esperanza en la vida eterna (que bienvenido sea siempre).

    Es elocuente, a este respecto, el lema con que la arquidiócesis de Buenos Aires engloba hace ya varios años las actividades pastorales del 2 de noviembre en los cementerios: "Consuelen a mi pueblo". El acento está claramente puesto en acompañar a las personas vivas que se acercan a rezar por los difuntos, y si bien -por supuesto- no faltan misas, responsos y bendiciones de sepulturas, todo ello más bien se da con el objetivo de acompañar a los dolientes, que de beneficiar a los finados.

    En la invitación, la Arquidiócesis explica: "La Iglesia invita a rezar y recordar a los seres queridos difuntos. Es un día significativo, en el que de manera especial se hace memoria de ellos y de la huella que han dejado en nuestra vida. Ellos nos recuerdan que caminamos hacia el encuentro con el Señor y nos impulsan a transitar nuestra vida con esperanza". Como se ve, el verbo rezar está indefinido (no aclara "por quién"), y el hincapié se hace en algo tan importante y humano, como "hacer memoria de ellos". Ahora bien, para recordar a nuestros  muertos queridos no se necesita la fe ni la presencia de los ministros de la Iglesia. El aspecto de fe, en todo caso, es para beneficio de nosotros los vivos, a fin de que crezcamos en la esperanza de que "caminamos al encuentro del Señor".

    Es indudable que la Iglesia tiene mucho que hacer acompañando a todas las personas que sufren, entre ellas, consolando a los tristes. Pero temo que tratándose de la muerte, ya no estamos considerando como prójimos -objetos de nuestras obras de misericordia- a los que dejaron este mundo, sino sólo a los vivientes. Y me pregunto: ¿Seríamos capaces de organizar, como Iglesia, responsos a todas las tumbas de los cementerios (por lo menos las cristianas) así asistan o no los deudos? ¿Seguimos fomentando los curas -prescindiendo del interés económico- que la gente encargue misas por sus muertos, aunque no asistan a ellas para ser consolados?

   La gran pregunta que queda es: ¿seguimos creyendo en que tiene sentido la oración por las almas de los muertos?

    Rezar por los difuntos sólo tiene sentido si existe el purgatorio, esa genialidad de la misericordia de Dios para ayudarnos en nuestra necesidad de reparar, también después de esta vida, las consecuencias de nuestros pecados, y así gozar del cielo con todas nuestras capacidades. En efecto, no hay razón para rezar por los que ya gozan de la felicidad eterna en el Cielo. Y ¿para qué rezar por los que rechazaron definitivamente el perdón de Dios y están irremediablemente condenados? Sólo tiene sentido orar por las almas del purgatorio.

    Pienso que esta verdad de fe se muestra muy debilitada en la conciencia de los cristianos de hoy. Y eso por varias causas. 

    La primera sería la certeza -bastante presuntuosa- de que los difuntos "ya están en el cielo". No suena compatible con la noción más vastamente difundida de la misericordia de Dios el que pueda darse algo así como un penoso purgatorio antes de entrar en la Gloria, en el que las ánimas benditas estén necesitadas de nuestros ruegos y sacrificios. De la mano de esto, la pérdida del sentido del pecado hace lo suyo en la autopercepción de nuestra inocencia. Si Dios es tan bueno, y nosotros también, entonces los muertos ya "están mejor que nosotros". 

    Unido a esto está la crisis de otra verdad de fe: el Juicio particular y final. La misma liturgia abandonó el color negro y el acento tremebundo de las misas exequiales con su antífona de entrada "Dies irae, dies illa" que nos sobrecoge en las Misas de Réquiem. Pero pareciera que se pasó al extremo contrario. Ya no existe ningún temor al juicio de Dios, del que tantas veces Cristo nos habla en los Evangelios. No hay nada en juego. No hay drama alguno. Las tarjetas de los fallecidos que a veces se manda hacer para los entierros ya no traen retratos adustos y oraciones para orar por ellos sino que sólo están pensadas para recordarlos vitales y sonrientes. Las misas de difuntos son virtuales canonizaciones, donde los curas incluso cambiamos el color morado por el blanco pascual. 

  Entre el clero, influye asimismo la difundida teoría teológica de la "resurrección en la muerte", en la que se desecha por pueril o por helenizante y antibíblica la supervivencia del "alma separada", y con ella es más fácil todavía que se derrumbe también la certeza del purgatorio.

    Sea lo que fuere de nuestras sensibilidades (e insensibilidades) actuales y nuestras percepciones subjetivas, el purgatorio existe, y entre las obras de misericordia espirituales nos enseña la Iglesia que debemos rezar por los difuntos.                          

                                                                                   ****

    Algunos de nosotros tenemos la gracia de ser sacerdotes en barrios del gran Buenos Aires densamente poblados de gente provinciana o de países hermanos, que está dotada de una cultura tradicional radicalmente cristiana que es llamativamente resistente a la Ilustración. 

   Acompañándolos una y otra vez con ocasión de los fallecimientos -en sus novenarios, sus rosarios, sus velas encendidas, sus bendiciones de cruces y sus entierros, y sus infinitas listas de finados en cada misa-, también nosotros, curas modernos, tenemos la divina oportunidad de recuperar el buen rumbo, a condición, claro, de que no miremos al pueblo desde arriba, como quien acepta condescendientemente bendecir sus piadosas costumbres, sino que tengamos la actitud de aprender humildemente de quienes, como dice la Escritura, son "pobres en este mundo pero ricos en la fe" (Sant 2, 5).

    A todos los fieles difuntos, especialmente aquellos por quienes nadie reza, aquellos más necesitados de la misericordia de Dios, y a todos aquellos "cuya fe sólo Tú conociste", dales, Señor, el descanso eterno y que brille para ellos la luz que no tiene fin.

miércoles, 2 de octubre de 2024

Sobre la tentación de la falsa apertura

Reflexiones sobre el Evangelio del Domingo XXVI 

    El Evangelio de este Domingo (XXVI del Tiempo Ordinario, año B), tomado de San Marcos (9, 38-43.45.47-48), junto con la primera lectura (Núm 11, 25-29), nos alerta especialmente contra la tentación del sectarismo. Que podría definirse como la complacencia de pertenecer a un grupo exclusivo, y, llevada al extremo, como el regodeo en que otros muchos no pertenezcan a él. Todo lo contrario de la voluntad de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tim 2, 4). 

    En la liturgia de la Palabra de este domingo, nada menos que dos grandísimos instrumentos de Dios como Josué y San Juan, siendo jóvenes, quedan expuestos al público bochorno por sus respectivos maestros, Moisés y Cristo, que los reprenden por la cerrazón de su mirada y la mezquindad de su celo. Ciñéndonos al Evangelio, vemos cómo el Señor recrimina al hijo de Zebedeo por haber intentado impedir que dos desconocidos ("no son de los nuestros") expulsaran demonios en nombre de Cristo. San Juan quería impedir una obra buena por el mero hecho de que quienes la llevaban a cabo no pertenecían a su grupo. El Maestro le hace ver cómo su estrechez de miras le había impedido reconocer el bien, y formula para siempre el antídoto contra toda forma de encierro autorreferencial: "El que no está contra nosotros, está con nosotros". Es lo que los maestros de la Iglesia más tarde repitieron con santo Tomás de Aquino: "Toda verdad, dígala quien la dijere, viene del Espíritu Santo" (Suma Teológica, I-II, 109, 1 ad 1). 

  Este espíritu de apertura es esencial a la Iglesia, que por eso es católica, es decir, universal: enviada y abierta a todos. La Iglesia siempre ha sido reacia a los movimientos centrípetos, que la encierran y deforman. Cristo mismo fue especialmente sensible ante la cerrazón religiosa de los fariseos, que se complacían en "no ser como los demás hombres" (Lc 18, 11) y por eso fueron incapaces de reconocerlo como Mesías. 

  Cierto es que en la Iglesia -por voluntad de su Fundador- hay roles de autoridad bien definidos. Pero toda jerarquía en la Iglesia está al servicio de su misión universal, que es su razón de ser: "Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos" (Mt 28, 19). Esa universalidad de pueblos que está patente en el milagro fundacional de Pentecostés, donde se ve que la Iglesia nació siendo universal, y ya desde el primer día predicó el Evangelio en todas las lenguas.

    Quizá hoy en día es bastante fácil comprender que la Iglesia no debe ser algo cerrado en sí mismo, una suerte de selección de pocos elegidos, dormidos en sus laureles. Pero, a la hora de evitar esta tentación, es mucho más difícil saber qué quiere decir que la Iglesia debe ser "abierta" y "universal". 

    De hecho, muchas veces lo que se entiende por apertura es una peligrosa caricatura de ella. 

    Una y otra vez aparece, en la historia de la Iglesia y de la cultura occidental, la tentación -no menos peligrosa- de oponerse al fanatismo sectario y a las guerras provocadas por la intolerancia religiosa con la renuncia de la verdad, con la opción por el relativismo o la indiferencia por la verdad como una condición sine qua non para establecer el diálogo y la convivencia pacífica entre los hombres. 

    Los ilustrados del siglo XVII y XVIII nos han legado buenas lecciones al respecto, propiciando una religión racionalista, que era a fin de cuentas un lavado deísmo, desprovisto de toda encarnadura y por ende incapaz de salvar. Pero las derivas de estas ideologías han continuado siendo operantes hasta hoy. 

    En efecto, en varios existe el secreto convencimiento de que no es posible la apertura y el diálogo fraterno sin dejar de lado la verdad. La verdad, como tal, está bajo sospecha. En el fondo, esto se debe a que se la concibe como el objeto de una razón fría y dominadora, siempre desencajada de la vida, de los sentimientos, de la historia concreta de los hombres y las mujeres a quienes debemos amar. "El amor, sí; la verdad, bueno, vamos viendo...". Se trata de una falsa dicotomía, asumida a partir de concepciones erróneas de lo que es la verdad y de lo que es el amor. Esta falsa disyuntiva es la que se expresa todavía hoy en día en la opción de la "ortopraxis" en desmedro de la "ortodoxia". 

    Un excelente ejemplo de la vigencia de esta concepción filosófica la tenemos en el Papa Francisco, que afirma una y otra vez: "La realidad es superior a la idea" (EG 231). Y si bien esa frase es pasible de ser bien entendida, constatamos, por la coherencia con otras enseñanzas pontificias, que no es así. 

    En el ámbito del diálogo ecuménico e interreligioso, varias veces Francisco postula como insoslayable esa disyuntiva entre la teoría (idea) y la praxis (realidad) en un pensamiento que ha expresado en varias ocasiones: "Avanzar, caminar juntos. Es cierto que el trabajo teológico es muy importante y hay que reflexionar, pero no podemos esperar a recorrer el camino de la unidad hasta que los teólogos se pongan de acuerdo" (Discurso al Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, 6 de mayo de 2022). 

    Lamentablemente, esta equivocada concepción de la verdad se traduce en afirmaciones muy graves cuando llega el momento de poner en práctica ese diálogo ecuménico o interreligioso, urgido -pensamos- por la buena voluntad de estar en comunión y paz con todos. Sin ir más lejos, en el recentísimo viaje apostólico al lejano oriente, el Pontífice enseñó enfáticamente: "Todas las religiones son un camino para llegar a Dios. Y, hago una comparación, son como diferentes lenguas, como distintos idiomas, para llegar allí. Porque Dios es Dios para todos. Y por eso, porque es Dios para todos, todos somos hijos de Dios. “¡Pero mi Dios es más importante que el tuyo!” ¿Eso es cierto? Sólo hay un Dios, y nosotros, nuestras religiones son lenguas, caminos para llegar a Dios. Uno es sijs, otro, musulmán, hindú, cristiano; aunque son caminos diferentes. Understood?" (Discurso en el Encuentro interreligioso con jóvenes en Singapur, 13 de septiembre de 2024). 

    Ahora bien, estas afirmaciones suponen poner entre paréntesis que la religión cristiana es fruto de una positiva revelación divina, y que el Verbo divino se hizo carne (cf. Jn 1, 14) y es Jesucristo, y que por consiguiente sólo Él es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6), "el único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tim 2, 5), y que fundó una sola Iglesia para que "todos sean uno" (Jn 17, 21), enviada a todo el mundo para anunciar el Evangelio y bautizar, etcétera. 

    La ambigüedad de frases papales como "Dios no es católico" o "Dios quiere la pluralidad de las religiones" se resuelve aquí en una claridad total. Ya no hay duda de lo que Francisco está diciendo, bien que llevado por el deseo de la fraternidad universal, pero preso de malas premisas filosóficas. No hay salida: para poder vivir en paz como hermanos de todos deberemos renunciar a la fe cristiana y postular metodológicamente un deísmo desencarnado, donde las pretensiones de ese Hombre concreto, Cristo, no nos molesten. 

    ¿Cómo puede ser que, queriendo ensalzar la realidad sobre la idea hayamos desembocado en la más absoluta desencarnación de Dios? Es que los presupuestos eran racionalistas, por más antiplatónicos y revolucionarios que pintaran.

  Pienso que es Benedicto XVI nos brinda una piedra de toque para distinguir, en cristiano, la verdadera de la falsa apertura. Él afirmaba que, tratándose de la Iglesia, lo contrario de "conservador" no era "progresista", sino "misionero". Por consiguiente, cuando la apertura de la Iglesia debilita o ahoga la misión, esa apertura no es verdadera.

    ¿En qué queda la misión de la Iglesia si ya somos todos hijos del único Dios, y si todas las religiones son lenguajes igualmente válidos para acceder a Él? Y de hecho, las consecuencias prácticas del magisterio papal aludido conducen expresamente a evitar todo "proselitismo". 

    Ahora bien, la falta de fervor misionero acaba por dejar a los miembros de la Iglesia en la comodidad de su statu quo, dejando en evidencia la falsedad de la tan declamada apertura. La falsa apertura encubre así, debajo del fragor de las declaraciones, el peor de los encierros y la más ruin de las cerrazones: la del individualismo que se desinteresa de la suerte del otro, y que es la verdadera enfermedad pandémica de nuestra sociedad.

    Sólo hay genuina apertura donde no se oponen la verdad ("Dios es luz" -1 Jn 1, 5-) y el amor ("Dios es amor" -1 Jn 4, 8-), donde se "obra la verdad en el amor" (Ef 4, 15),  donde a fin de cuentas se busca cumplir la voluntad universalmente abierta de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". 

sábado, 27 de enero de 2024

Calalo

            El domingo, terminada la misa, me avisaron que habían encontrado muerto al “Ale”, el hijo de Calalo. Un chico alegre y querible, cartonero como su padre, que tenía apenas veinte años.

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Calalo es un personaje entrañable de mi barrio. Alto, flaco, de cabeza calva, tiene el lejos venerable de un monje trapense, aunque de cerca, su desdentada sonrisa y su rostro ajado revelan crudamente al hombre pobre y sufrido, precozmente avejentado.

Como un caracol humano, cada día sale con un carro enorme, que parece un apéndice de sí mismo, a caminar las cerca de cuarenta cuadras que separan su casa en el fondo de Las Tunas del centro comercial de Gral. Pacheco. Los días que yo más temprano salgo, a eso de las siete de la mañana, hacia la parada de la ruta 9, él ya desanduvo las cuarenta cuadras, y lo veo sentado, con su carro lleno de cartones, en la puerta del chatarrero donde “entrega”.

Más tarde, hará otro viaje. Otras ochenta cuadras. Y así, cada día del año. 

Fuera de esas frescas horas matinales, no es común verlo, a él, fresco.

Pero Calalo siempre sonríe.

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La última vez que lo había visto había sido en mi cumpleaños, hacía menos de dos semanas. Alegre. Bailando toda la noche con las señoras de la capilla, con mis parientes, con quien se pusiera adelante. Sinceramente cariñoso, pero con la pegajosa efusividad del alcohol.

Hoy tiene los ojos llorosos. Está cansado de ir y venir a hablar con dos punteros del barrio, y con el delegado municipal, y con los de la cochería. En el exiguo patio delantero de su casa están todos en rueda: hijos, parientes, vecinos. Todos, en la casa, dicen que el Ale no se quitó la vida, sino que lo mató la novia. Hay tristeza. Hay dolor. Hay enojo. Y en medio de y por sobre todo eso, hay la poderosa y cristiana resignación de los pobres de este mundo.

Muchas idas y vueltas: que los documentos no aparecen, que las complicaciones de la autopsia… Y si no pagan el sepelio, la municipalidad les impondrá sus mezquinas condiciones, que excluyen la posibilidad de velarlo a cajón abierto y más de dos horas, amén de quitarles la posibilidad de decidir en el futuro el destino final de sus restos. Pero ellos quieren a toda costa velarlo en su casa, y el tiempo que haga falta, y pasearlo por los lugares donde él paraba.  Y sacarán de donde no tienen. Y organizarán una colecta entre los vecinos y amigos.

Las demoras hicieron que se postergara la entrega del cuerpo. Lo velarán al día siguiente, desde el mediodía, pero les negaron el derecho de despedirlo en su propia casa, por las precarias condiciones… Al menos podrán hacer pasar el cortejo fúnebre delante de su casa, donde nadie nunca le negó al derecho a vivir… en precarias condiciones.

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A la mañana siguiente, a las siete, estaba yo en la parada de la ruta. Mi vista somnolienta estaba fija hacia donde tenía que aparecer el 203, como si con la intensidad de la mirada pudiera apurar la llegada del colectivo. De repente, me reclaman desde la otra vereda. Pero no puedo creer lo que veo. Era Calalo, que, como todas las mañanas, volvía de Pacheco, con su enorme carro cargado. Y quería avisarme el horario y el lugar del velorio. Calalo, el que esa misma tarde tenía que enterrar a su hijo. Calalo, que en medio de la muerte, seguía con la vida. Calalo que, como un caracol humano, seguía caminando, cargando con su vida y con su pobreza. 

¿Cuánto más le habrá pesado ese carro hoy?

El querido Calalo, con su carro a cuestas, se me hizo que era Cristo por las calles de mi barrio, enseñándonos a cargar la cruz.

lunes, 8 de enero de 2024

Non confundar in aeternum

    

Cristo enseñando a la multitud (James Smetham)

    Hace ya bastantes años escribí, en este mismo cuaderno cibernético, tres articulillos casi seguidos, describiendo el lastimoso estado de confusión que afectaba al ambiente -incluso eclesial- con ocasión de la legalización del mal llamado "matrimonio igualitario". Aquí están:

Juirle a la confusión (junio de 2010)

Santos Discépolo, ruega por nosotros (julio 2010)

MEA CULPA (julio 2010), que tuvo en su momento considerable repercusión. 

    Releyendo esas palabras hoy, a propósito de la Declaración del Card. Víctor M. Fernández Fiducia supplicans (ratificada del propio Papa Francisco), me siento en la obligación de escribir acerca del tema una vez más. Sobre todo, si considero que cuando escribí esos textos, antes de ser ordenado, no gravaba mi conciencia la responsabilidad pastoral que hoy tengo como sacerdote.

La verdad importa

      En efecto, según el Evangelio, el primer deber del pastor es la enseñanza, el apacentar -alimentar- con la verdad: "Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre, y tuvo compasión de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato" (Mc 6, 34). Sólo después llegará el momento de darles de comer el pan material. Porque "no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4). Dar la verdad es la primera misericordia.

      Mi primera reflexión se encamina precisamente a reivindicar la enseñanza de la verdad como el supremo bien de la persona humana, frente a una incorrecta comprensión de la evangelización, hoy muy en boga, que contrapone la ortodoxia a la ortopraxis, la doctrina a la pastoral, la verdad a la misericordia, abrazando unilateralmente los últimos polos de la falsa disyuntiva y despreciando los primeros como abstracciones, ideología, elitismo intelectual y perenne fuente de condena y división. En cambio, Cristo dice: "Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado" (Jn 17, 3). La vida eterna es conocer una verdad que es Dios mismo. Verdad que, en cristiano, no es una idea abstracta, sino el encuentro real con Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14, 6), como tan bien lo expresó el Papa cooperador de la verdad, Benedicto XVI, en el comienzo de su Deus Caritas est.

     En efecto, cuando el Señor dio sus últimas palabras a los Apóstoles, les pidió que fueran a todo el mundo, bautizaran, y enseñaran "a guardar todo lo que yo les he mandado" (cf. Mt 28, 20).

         El Espíritu Santo que Dios dejó a su Iglesia para que la guíe es "el Espíritu de la Verdad" (Jn 15, 26), porque es el Espíritu de Cristo, la Palabra hecha carne. Del otro lado, está el "Padre de la mentira" (Jn 8, 44), el "homicida desde el principio" (íd.), el Demonio. El evangelio de San Juan, así, asocia en la persona de Cristo la Verdad a la Vida, y en Satanás, la mentira a la muerte.

           Para los cristianos, entonces, lo que atañe a la verdad no sólo no es secundario, sino que es importantísimo. Siempre la Iglesia fue de pocas cosquillas en estos asuntos, siempre estuvo atenta a oponerse pronto y enérgicamente a las doctrinas que afectaban al dogma y a la moral. La Iglesia toleró bastante los pecados y las incoherencias de sus miembros -incluso los más encumbrados- pero fue siempre más intolerante con las herejías. La Iglesia, así, se mostró consciente de lo perniciosas que son las malas doctrinas, pues en el largo plazo generan gravísimas consecuencias, y bien pero bien tangibles. Esa fue justamente la misión que siempre han tenido los sabios: alertar contra lo que a primera vista parece inocuo. Como el centinela que, desde el mangrullo, donde los de abajo ven sólo una nube sabe reconocer un malón.

La confusión, herramienta del Enemigo

        La mentira se hace digerible sólo haciéndose pasar por verdadera. Por eso la obra maestra del Demonio es la confusión. A Cristo, en el desierto, Satanás le cita las Sagradas Escrituras. Satanás confunde. La Biblia nos alerta, además, contra una confusión que puede ser perpetua: "En ti, Señor, espero; no quede yo confundido para siempre" (Salmo 30, 2). Es decir, que la confusión eterna es otro nombre del infierno. 

            El magisterio de la Iglesia debe ser, por tanto, una fuente de claridad, de luz y de verdad y nunca de confusión. Porque la confusión nunca es inocua. "Cuando ustedes digan sí, que sea sí, cuando digan no, que sea no; cualquier cosa que digan más allá viene del Demonio" (Mt 5, 37).

       Sin embargo, en muchos documentos recientes de la Santa Sede existe una innegable ambigüedad. Ambigüedad en que caben tanto la interpretación ortodoxa como hermenéuticas heréticas. 

        Un ejemplo de particular gravedad se da en el Documento de Abu Dhabi (2019). Allí se declara solemnemente que "la libertad es un derecho de toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo, raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente. Por esto se condena el hecho de que se obligue a la gente a adherir a una religión o cultura determinada, como también de que se imponga un estilo de civilización que los demás no aceptan." (Francisco, Documento sobre la fraternidad humana por la paz mundial y la convivencia común). 

        Aquí se afirma en voz alta algo absolutamente incompatible con la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo: que Dios quiere que haya muchas religiones. Más tarde, el Papa, ante los cuestionamientos por estas palabras, autorizó a un grupúsculo de obispos de un ignoto país asiático a que explicaran que en el caso de las religiones, el Papa se estaba refiriendo a la "voluntad permisiva" y no "positiva" de Dios (ver aquí la entrevista a Mons. Schneider), siendo así que las demás diversidades que se enumeran en el texto son del orden natural (sexo, raza, color...) y por tanto de voluntad "positiva". Es decir, que están expresamente confundidos los bienes -que Dios hizo y quiere, como la diferencia sexual- y los males -que Dios tolera pero no quiere, como las idolatrías o las sectas-. Con todo, nunca se corrigió el Documento ni se hizo una aclaración formal. 

             Exigir la clarificación de las ambigüedades -nunca deseables- en los textos magisteriales, para evitar la confusión de los fieles, es lo que pretenden las "dubia" que se elevan al Dicasterio de la Doctrina de la Fe. El género literario de estas consultas y respuestas (responsa) siempre estuvo al servicio de la claridad de los fieles, y por eso sólo admitía la contundente respuesta de "sí" o "no", admitiendo ulteriormente alguna explicación. 

             Sin embargo, el año pasado hemos asistido, con la asunción de Mons. Fernández como Prefecto del dicasterio de marras, a una innovación grande en esta tradición, con ocasión de las responsa a las dubia que algunos cardenales venían presentando desde la aparición de la exhortación Amoris laetitia. Ahora las respuestas, abandonando el tradicional laconismo, fueron párrafos no exentos de nuevas ambigüedades y que, de hecho, suscitaron nuevas consultas que requirieron más aclaraciones...

            El resultado es que el estado de confusión persiste, y "trabaja".

¿Prohibido prohibir?

        Especialmente elocuente en este sentido es la Carta que el Papa Francisco le envió al actual Prefecto explicándole su cometido al frente del Dicasterio de la Doctrina de la Fe. Allí, el Sumo Pontífice le pide explícitamente al nombrado cardenal que no se dedique, como hizo antes esa Congregación, "incluso con métodos inmorales", a perseguir "posibles errores doctrinales", "como enemigos que señalan y condenan", sino unilateralmente en positivo a "promover el saber teológico". Aquí y allá, en esta breve pero importantísima misiva, el Papa, apoyándose en su propio aforismo de que "la realidad es superior a la idea" (Evangelii Gaudium, 233), expresa esa desconfianza de que antes hablamos hacia la "teología de escritorio", la "lógica fría y dura que busca controlarlo todo". 

            El Papa, así, limita la tarea de este importantísimo organismo pastoral de la Sede petrina a promover positivamente la teología sin condenar errores. Pero, comenzando por el mismo Cristo y recorriendo todo el Nuevo Testamento, por no referirnos a los profetas de Israel, los pastores de la Iglesia siempre, además de enseñar mansamente lo positivo, se dedicaron con mucho ahínco a combatir los errores y alertar contra los falsos pastores. ¿Hace falta que escriba páginas y páginas con las citas de todo tipo en este sentido, ciñiéndome solamente a la Sagrada Escritura? Cualquiera los puede encontrar. Particularmente ejercieron esta dimensión de vigilancia -eso quiere decir epíscopo- los Apóstoles Pedro y Pablo, Santiago y Juan. 

                Pero ¿qué problema hay con advertir y prevenir los errores? ¿Qué mal hay en señalar a los lobos del rebaño o a los malos pastores? ¿No "grita con amor" (san Agustín), incluso con celosa violencia, cualquier madre a sus hijos cuando están en peligro cierto? ¿No alerta la sufrida madre pobre a su hijo adolescente contra los peligros de "la calle" y de la "mala junta"? ¿Por qué no ha de hacerlo con nosotros la santa Madre Iglesia? 

            ¿O es que no hay enemigos? ¿O es que vivimos en un mundo ideal donde no hay malos intencionados y somos "fratelli tutti"? ¿O es que las desviaciones en el plano teórico no nos incumben, son discusiones estériles que no tocan la realidad?

            En rigor, no es que el Papa piense que no hay más doctrinas riesgosas para la vida de los cristianos, más bien parece que existe una única heterodoxia, que el Papa sí se encarga -y personalmente, en la misma Carta al prefecto- de condenar: "Necesitamos que la Teología esté atenta a un criterio fundamental: considerar “inadecuada cualquier concepción teológica que en último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia”.

                Sea como fuere, no hace falta estar tan alto en el mangrullo para avizorar las negras tormentas que las grises nubes de hoy anticipan: bastan uno o dos peldaños de altura para que muchos de nosotros, que también tenemos que velar por el común rebaño de Cristo, estemos suficientemente preocupados y muy incómodos con esta magna confusión, en la que muchos otros colegas nuestros parecen aquiescerse con placidez. 

Fiducia supplicans

            Dicho esto, no es novedad que ahora el Card. Fernández salga con un documento barroso, que lejos de sacarnos del pantano nos hunde más en él. Sobre llovido, mojado. Muchos lo han analizado pormenorizadamente, y recomiendo, por su claridad, lo que de él ha escrito su antecesor, el Card. Müller, y también lo que dice el padre dominico Fray Nelson Medina, sobre todo por el respeto y amor hacia el Santo Padre que trasunta.

     Rezamos por él a la Virgen, como está dicho en este blog permanentemente, para que "confirme en la fe a sus hermanos" (Lc 22, 32), y por cada uno de nosotros, pedimos con fe (fiducia supplicans): "Non confundar in aeternum!"


Ayacucho, 8 de enero del año del Señor 2024

martes, 27 de junio de 2023

La deriva de Cáritas

  ¡Pobre barquilla mía, entre peñascos rota,
sin velas desvelada, y entre las olas sola!

                                                                       (Lope de Vega)

El hecho  

    Hace algún tiempo, en el marco de la formación que Cáritas de mi diócesis -San Isidro- ofrece a quienes trabajan en sus numerosas obras educativas y sociales, se dictó un taller que propuso, literalmente, “Des/armar la masculinidad para ensanchar la equidad”. El profesional convocado a conducirlo fue un psicólogo, el Lic. Luis María Urgoity (algunas de cuyas ideas pueden escucharse en este videíto)[1].

¿Cómo llegamos a esto?

Poco tiempo después, en una reunión laboral, me entretuve mirando un lindo cuaderno, algo así como una agenda o anotador, hecho por Cáritas para sus empleados y voluntarios. En las últimas páginas del cuadernillo encontré un artículo acerca de la “educación popular”, propuesto evidentemente como contenido orientador para todos los que trabajamos para los más pobres en las obras de nuestra diócesis.

            Ese texto, firmado por Nicolás Armando Herrera Farfán, es el mismo que fue publicado por la Universidad de San Isidro (institución que pertenece también al obispado) en el número 8 de su revista “Poliedro”, a la que me remito para leerlo completo aquí[2].

            A diferencia del -para algunos de nosotros- inquietante título del taller del Lic. Urgoity, las palabras de este artículo son mucho menos chocantes. Son palabras bonitas. Incluso tienen algo de demasiada dulzura. Y, sin embargo, entiendo que estas “reflexiones colectivas”, aparentemente inocuas y amables, son las puertas abiertas por las que pueden ingresar, campantes, los planteos explícitos de la ideología de género. Y quién sabe cuántas cosas más.

             Es preciso, por consiguiente, ir en primer lugar a las causas del problema, y discutir estos principios filosóficos que Cáritas propone como orientación, para no tener que seguir lamentando la aparición de talleres tan poco formativos como el que tuvo lugar este año.

El artículo del Sr. Herrera Farfán

I.                Las propuestas para una ética de la docencia popular

            El autor, inspirado sobre todo en Paulo Freire -en cuyo honor está escrito el artículo- propone diez “hipótesis” que son, afirma, “reflexiones-provocaciones” sobre la educación popular.

            Me detendré, antes que nada -y para valorar lo positivo- en distintas afirmaciones prácticas que, puestas aquí y allá a lo largo del artículo, van delineando con bastante nitidez una ética concreta para el educador popular.

            “Cada encuentro entre dos seres es un acontecimiento único, una epifanía, una revelación. Hay que asumir el desafío y la fiesta de la vida que se produce en los encuentros entre dos seres” (p. 11).

            “Si se desconoce la vida de los educandos, se puede incurrir en una especie de “invasión cultural” -sin importar las intenciones iniciales-, pudiendo conducir a la inautenticidad, el extractivismo cognitivo y la injusticia epistemológica: pensar que el otro no piensa” (p. 12).

            “En la evaluación son fundamentales la comprensión humana, la dialogicidad y la humildad” (p. 13).

            “Como nadie sabe todo y nadie ignora todo, el educando también educa y el educador también aprende” (p. 13).

”Condiciones planteadas por Freire: “Amar profundamente a las personas y al mundo”, “Una cuota profunda de humildad”, “Tener una fe intensa en las personas” […]” (p. 14).

“El propósito final de la educación es humanista, pues se ocupa de reconocer, promover y/o restituir la condición de humanidad de las otras personas” (p. 16).

            En este nivel de afirmaciones acerca del quehacer concreto se podrá estar más o menos de acuerdo, se querrá acentuar o matizar algo, pero no hay mayores problemas a la hora de asumirlos como norma.

            En cambio, los inconvenientes se presentan en la pretendida fundamentación filosófica de esta suerte de mandamientos pedagógico-populares.

II.             La fundamentación “filosófica”

            Sólo como botón de muestra, analizaremos su primera “hipótesis”, su primera “reflexión-provocación”, que lleva como título “El Ser está siendo”.

Ésta es, en su formulación, categórica:

“Resulta imposible asumir una ontología rígida” (p. 11).

Y en su contenido, decididamente filosófica:

 “El Ser no es una substancia, algo dado, acabado, cristalizado, rígido. El Ser es dinámico, activo, cambiante y cambiable, perfectible, inacabado, inquietante y novedoso. El Ser está siendo, asumiendo el devenir como condición de posibilidad. Pienso en el sentido de aquella máxima de Heráclito de Éfeso de que “nadie se baña dos veces en el mismo río”, pero voy más allá para situarme en la posición de un discípulo avanzado que le advirtió a Heráclito que ni siquiera es posible bañarse dos veces en la misma agua” (p. 11).

            De todo esto parece seguirse esta conclusión -con la que no podemos menos de estar en profundo acuerdo-:

            “Por ello, cada encuentro entre dos seres es un acontecimiento único, una epifanía, una revelación. Hay que asumir el desafío y la fiesta de la vida que se produce en los encuentros entre dos seres” (p. 11).  

            Esta frase es en todo cierta menos en las primeras palabras: “Por ello”.

            Es precisamente a causa de lo permanente, y no de lo cambiante, que cada encuentro entre las mismas personas es único. La auténtica novedad no viene de la mudanza, sino de la hondura. En todo caso, (y casi parafraseando al poeta Bernárdez) así como el follaje y las flores de un árbol provienen de la profundidad de las raíces, el dinamismo y la vitalidad de las personas brotan de la inagotable profundidad de su esencia. No disfruta de la “fiesta de la vida” el que necesita variar de lugar, de gusto, de acción, de amante, de moda, de lo que sea, sino el que encontró en sí mismo y en el otro una fuente permanente de fresca novedad. No experimenta una genuina “revelación” el que hace zapping, sino quien puede ver una y otra vez la misma película sin cansarse jamás. 

            Pero vamos a la argumentación del autor.

            Su primer error es no distinguir en ningún momento que la palabra “ser” no quiere decir siempre lo mismo. Pasa por alto toda la “analogía” del ser. Y por otra parte, lo más llamativo es que lo escribe con mayúsculas (como si se refiriera al Ser absoluto) al mismo tiempo que lo des-absolutiza en todas las formas posibles. Como si quisiera ser Parménides al mismo tiempo que Heráclito. “El Ser es dinámico, cambiante, etc.” Literariamente está todo bellamente dicho. Pero no tiene rigor filosófico alguno. Debería detenerse a explicar qué quiere decir con cada adjetivo que predica del ser (“inacabado”, “perfectible”, “inquietante”, etc.), ya que “filosóficos estamos”… Hay mil preguntas necesarias que pasa por alto. ¿Cómo el Ser con mayúscula va a cambiar? ¿Qué hay distinto del Ser con mayúscula, sino el no-Ser? ¿Qué quiere decir, para el Ser, cambiar, sino dejar de ser? ¿No tendría entonces que llamarse más propiamente “Devenir”, y no “Ser”? ¿No será que habrá seres con minúsculas, además del Ser? ¿Seres que no son el Ser sin más, sino que son esto o lo otro, y que éstos sí pueden cambiar? Si todo cambia en todo sentido, ¿quién es el que cambia? Y si todo cambia, tampoco permanece un sujeto del que poder predicar el cambio. Algo debe permanecer para que exista un cambio. Si todo cambia, no hay nada que cambie. ¿O habrá que admitir que esas realidades cambiantes en realidad no son en sí mismas, sino que son apenas manifestaciones -en última instancia inexistentes- de ese único Ser -ahora sí- con mayúsculas?

            Por supuesto que tiene razón Heráclito. Pero en algo sí, y en algo no. (¡Un filósofo debe tomarse el trabajo de distinguir!) Las aguas del río son siempre otras distintas. Pero hace siglos y siglos que el Paraná, así Heráclito mismo lo quisiera remontar mil veces aguas arriba y navegarlo otras mil aguas abajo, sigue siendo el Paraná.

            Detrás de estas frases del Sr. Herrera Farfán se deja ver, paradójicamente, la idea del ser preconcebido como algo necesariamente unívoco, estático, pétreo, como una especie de cauterizador ideológico que en manos de las élites opresoras estaría coagulando permanentemente toda vitalidad, todo dinamismo y toda novedad, a fin de mantener el sistema reinante. Ahora bien, ¿acaso toda concepción del ser es de por sí contraria al “estar siendo”? Y sobre todo ¿es necesario recurrir al puro devenir para evitar cualquier asomo de rigidez racionalista en el acceso a la realidad del mundo y de los otros? 

En algunos de los muchos adjetivos que hilvana el Sr. Herrera se adivina un desplazamiento de la ética al terreno de la realidad objetiva. Estaríamos de acuerdo en que somos nosotros los "inacabados", los "imperfectos", los que debemos por ello guardar una suerte de "humildad metódica" ¡pero no es el "Ser" en sí mismo el que es inquieto e "inquietante"! A la inversa, sostener la existencia de seres sustanciales -es decir, de identidades estables, cuya profundidad remite al Ser creador y por eso mismo son siempre sorprendentes- no nos convierte a quienes las conocemos en soberbios y totalitarios.

El puro devenir heraclitiano, que bellamente profesa Herrera Farfán, es, finalmente, incompatible con la visión del mundo como creación de Dios, que nos enseña la Biblia. Porque todo lo que existe proviene de un “amor” que es “eterno” (cf. Salmo 136). Porque Dios es Amor (1 Jn 4, 8). Y ese amor no es hoy sí y mañana no (cf. 2 Cor 1, 19), es amor fiel, incondicional, estable y firme. El ser de Dios es la más dinámica de las vidas: es el amor -decía Dante[3]- “que mueve el sol y las estrellas”. Es el Ser que hace ser. Es el Inmóvil que mueve. Y por ende todas las cosas participan, a su medida, de su “estabilidad”, de su “firmeza”, porque participan de su ser, que es amor eterno. Las cosas tienen consistencia. Tienen identidad. Tienen nombre. Y por eso merecen respeto.

Lo enseña rotundamente el Concilio Vaticano II: “La Iglesia afirma que bajo todas las realidades cambiantes hay muchas que no cambian, porque tienen su fundamento último en Cristo, que es ayer, hoy y el Mismo para siempre”.[4]

III.           El “senti-pensar” como método

Al cabo de unas líneas uno comprende que el autor no ha pretendido ser prolijo en sus términos ni en su argumentación. Son -lo advirtió- “reflexiones-provocaciones”, y se me antojan frases de contenido filosófico disparadas al aire como las municiones de un escopetazo, sembradas al voleo con premeditado descuido lógico. Ponerse a rebatir, como hemos intentado, cada una de las afirmaciones y a hacer ver su inexistente trabazón interna llevaría mucho tiempo y parece improcedente, e incluso irrespetuoso (¡líbrenos Dios!), sobre todo cuando esta coherencia argumentativa no parece haber sido siquiera buscada. 

Sea como sea, no se puede proponer una fundamentación pretendida -o mejor pretensiosamente- ontológica de la educación con palabras, por momentos bonitas (“esperanzar”, “sentipensar”), por otros abstrusas (“sujetidades”, “situacionalidad”) y siempre inconsistentes. No se puede decir en el primer párrafo que el “Ser no es algo dado” (p. 11) y luego hablar de una “investigación” (p. 12), de un “ethos” popular (p. 12), reconociendo así una identidad, por variable que sea-…  ¿Cómo compatibilizar ese respeto del educador, esa humildad, esa consideración a la alteridad (sí, señor: me seguiré resistiendo a decir “otredad”) del otro con un “conocer que es praxis” (cf. p. 15)? ¿No era primero lo investigativo? ¿De qué realidad se puede hablar si todo es un “decurso”? ¿Cómo hablar de “humanizar” (p. 16), si no podemos decir -seríamos tan esencialistas- qué es lo humano, pues siempre cambia? ¿Y qué es esa “naturaleza” (p. 12) que debemos respetar, y que es una “sujetidad” (p. 12)? ¿Se puede hablar sencillamente de “realidad” (p. 15) desde un puro devenir?

Acaso la respuesta a esta perplejidad la encontremos en la novena “reflexión-provocación” (p. 16) donde el autor confiesa que en realidad no piensa: él “senti-piensa”.

Por supuesto que detrás de este infausto neologismo de “senti-pensar” se puede benignamente reconocer una búsqueda de corrección al racionalismo frío, un esfuerzo de superación del espiritualismo desencarnado y del objetivismo a-histórico, etc. Sea. Pero una cosa es querer destacar la integralidad del ser humano en la acción de conocer, y otra, muy distinta, "producir" confusión.

Porque hay que decirlo de una vez: no es lo mismo sentir que pensar. Son acciones distintas, y tienen objetos distintos, por más que se den en un mismo sujeto. Y que sean distintas no quiere decir que se den separada o desintegradamente. Es el mismo animal el que huele y ve, pero no “olfa-mira”. Con un sentido, percibe los colores y las formas, y con otro sentido distinto, los olores… Y es el mismo animal, sin desintegrarse ni empobrecerse. Con mucha más razón, nosotros, animales racionales, con los sentimientos, sentimos; con las emociones, nos emocionamos; y con la razón, entendemos.

Distinto hubiera sido referirse al influjo recíproco entre el conocimiento y el afecto espiritual (el amor), que no se excluyen, porque están en el mismo orden. Y que santo Tomás llamaba “conocimiento por connaturalidad”.

Distinto hubiera sido traer a cuento las distinciones tan certeras y fecundas como las que los medievales hicieron entre “razón” (la facultad de razonar, de elucubrar, de argumentar, de “pensar”) y “entendimiento” o “intelecto” (el que entiende, el que intuye, el que ve cómo son las cosas, el que hace el juicio). Quizá habría sido suficiente con estudiar de qué se trata esta dimensión “no racionalista” del entendimiento humano para quedar a salvo de esa “invasión cultural” y de ese “extractivismo cognitivo” que -no lo dudo- maestros de mentalidad colonizadora aplican irrespetuosamente a sus alumnos.

Distinto hubiera sido conocer un mínimo del tesoro milenario del pensamiento cristiano...

En cambio, qué poco ayuda proponer la confusión deliberada de entreverar emociones y pensamientos (“Sentir-pensar-actuar”, propone Herrera Farfán en la pág. 16, reformulando aquella célebre tríada).

A fin de cuentas, si el conocer es una praxis, y el conocer es senti-pensar, y entonces el autor sobre todo ha querido producir en sus oyentes “senti-pensamientos”, pues bien, parece que lo logra. Y el lector no iniciado al pensamiento filosófico, conmovido en sus sentimientos por los párrafos retóricos y palabras bonitas de ética aparentemente cristiana, al final asentirá -aunque sea oscuramente- a los presupuestos de una filosofía ajena a la realidad e incompatible con la fe. Y que -digámoslo las veces que haga falta- no es inocua, porque desactiva todas las defensas con las que poder reconocer los errores de la ideología con los que las élites intelectuales de hoy nos colonizan, con la (¿inadvertida?) complicidad de muchos de los "propios". Una filosofía del devenir absoluto, madre e hija de esta in-sociedad de lo líquido en que estamos, no hace más que seguir habilitando la licuación y la liquidación de todas las identidades, con las terribles consecuencias psicológicas y sociales que eso conlleva.

El resultado de lo confuso no puede ser sino más confusión. El senti-pensamiento metódico, así sea en aras de un objetivo deseable, bello y agradable termina siendo un aval a lo contradictorio y a lo inconsecuente. El público senti-pensante es y será tan dócil a las propuestas (las sensatas y las no tanto) del Sr. Herrera Farfán como a las de quien lo invite a desarmar la masculinidad, o a lo que sea. En una palabra: será manipulable. 

Porque hete aquí que vivimos en una era de “pensamiento débil” y de permanente interpelación a nuestra dimensión afectiva y animal. Podríamos decir sin temor a equivocarnos que la inflación de lo emotivo es un requisito de la sociedad capitalista, que nos necesita consumidores insaciables, genuflexos ante la manipulación publicitaria. Incluso los debates de temas tan medulares como la legalización del aborto se libraron, justamente, en el terreno del sentimiento, apelando casi únicamente a las emociones, y nunca a la razón, ni siquiera en su expresión científica. Menudo favor le haremos a nuestra gente si, embarullándola con argumentos mitad emotivos, mitad retóricos, no le enseñamos a desarticular, con su inteligencia, las artimañas de quienes quieren permanentemente manipularlos desde cualquier tipo de propaganda. ¡Esto no hará más que hacerlos cada vez más vulnerables frente a las “colonizaciones” ideológicas! 

Conclusión

Como remate de su artículo, y muestra elocuentísima de las riberas en las que esta filosofía del devenir desemboca, el autor nos termina proponiendo: “Amar es enfrentar los sistemas político económicos de muerte, enajenación y deshumanización. Se trata del “amor eficaz” de Camilo Torres” (p. 17). Sí, señor: la reflexión colectiva de Cáritas se cierra con la referencia a ese sacerdote colombiano que dejó la parroquia para hacerse guerrillero, hasta literalmente morir matando, con el fusil en la mano. 

Pues, ¿qué decir? Son “senti-pensamientos”… bastante peligrosos.

                                                                                           §§§§

Al verla dolorosamente huérfana, buscando fundar su pensamiento y su acción no en nuestra propia tradición -¡que la tenemos, válgame Dios!- sino en la filosofía hegeliana, como soltando adrede sus amarras en el río del puro devenir, es lógico que nos alarmemos de las derivas que Cáritas de la diócesis de San Isidro va teniendo. Lo peor del caso es que, puesto que en el turbulento río de Heráclito y en las turbias aguas del Sr. Herrera Farfán nada permanece, esta deriva de Cáritas me hace temer que, a fin de cuentas, sea Cáritas misma la que está a la deriva.

¡Pobre barquilla mía, entre peñascos rota,
sin velas desvelada, y entre las olas sola!
                                                                       

Notas
:

[1] Esta iniciativa ya había tenido un antecedente organizado por la misma Cáritas y la Universidad de San Isidro, con una capacitación sobre “Nuevas paternidades y nuevas masculinidades” dictada por la ONG Pro Mundo. https://caritassanisidro.org.ar/nuevas-paternidades-y-nuevas-masculinidades/. La perspectiva de género aparece muy atractivamente presentada en una publicación de Cáritas nacional llamada “La otra pandemia”. https://caritas.org.ar/Documentos/LaOtraPandemia_2021.pdf

[2] HERRERA FARFÁN, Nicolás Armando. “Reflexiones sobre educación popular. A propósito del centenario de Paulo Freire”, en Poliedro 8 (2021), 10-19Se puede ver aquí: https://usi.edu.ar/publicacion-archivos/numero-8-completo/ . Allí el autor reconoce que el contenido de su artículo fue fruto del trabajo conjunto con el equipo de educación de Cáritas San Isidro en un taller efectuado el 17 de octubre de 2021. 

[3] Divina Comedia, Paradiso, XXXIII, v. 145.

[4] Conc. Ecum. Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 10.


jueves, 6 de abril de 2023

Poncio Pilato y los riesgos de la sinodalidad

"Ecce homo" de Antonio Ciseri

 Pilatos entre Cristo y la muchedumbre

             Escuchar el relato de la Pasión, el Domingo en que se inaugura la Semana Santa, siempre nos conmueve y deja pensativos. En el evangelio según san Mateo, que este año hemos leído, me llamaron la atención algunos detalles que me parecieron reflejar, como en un límpido espejo, nuestra realidad actual. Particularmente me detendré en la figura de Poncio Pilato, en la escena en que interroga a Cristo.

            El juez Pilato está, por decir, entre Jesús - el acusado- por un lado, y los sumos sacerdotes y el sanedrín -los acusadores-, por otro. El interrogatorio va al meollo de la cuestión: “¿Eres tú el rey de los judíos?” (Mt 27, 11), a lo que el Señor responde sencilla, casi amablemente: “Tú lo has dicho” (ibid.). Inmediatamente, el gobernador romano da lugar a que el Señor oiga las acusaciones de las autoridades judías, que vociferaban desde afuera. Pero Jesús no abre la boca: no responde nada.

            Actitudes tan diferentes muestran, a las claras, lo diferente de unas y otras acusaciones y de unos y otros acusadores. Ante una verdad (“Tú eres el Rey de los judíos”), Cristo responde con llaneza. En cambio, ante la falsedad de las otras acusaciones y la mala voluntad de los acusadores, Jesús calla. Pareciera estar enseñándonos que no hay que entrar en la tramposa lógica de los mentirosos, que no hay que hablar siquiera con el tentador. En efecto, frente a la mentira basta y sobra su sola y desnuda presencia: porque Él mismo es la verdad.

            Pilato, nos dice san Mateo apenas unas líneas después, quedó “muy admirado” (Mt 27, 14) de la actitud de Cristo, y convencido de la mala voluntad de quienes lo acusaban, “que lo habían entregado por envidia” (Mt 27, 18). Pero sin embargo no lo declaró inocente. No hizo justicia. No cumplió con su deber.

            Lo que sigue después ya supone esta injusticia primera: Jesús queda como culpable, y tan preso como el otro “preso famoso” (Mt 27, 16), Barrabás. Ahora Pilato, que tenía la costumbre, para cada pascua, de liberar al preso que el pueblo eligiera, encara a la muchedumbre y le da a elegir entre Jesús y Barrabás. Y así comete una segunda injusticia, igualando al inocente con el culpable.

            Aquí hay que detenerse en el nombre que san Mateo nos da del otro preso: él también se llama Jesús, Jesús Barrabás. Entonces, la pregunta del gobernador establece una forzosa comparación: “¿A quién quieren que les ponga en libertad: a Jesús Barrabás o a Jesús llamado el Mesías?” (Mt 27, 17). Ahora bien, Barrabás quiere decir “Hijo del Padre” (Bar-Abbás). Mesías, o en griego Cristo, quiere decir el “ungido”, y era, de hecho, como decir: “el rey”.

La confusión que estableció el que debía impartir justicia, equiparando al inocente con el culpable, se refleja en la confusión de sendos apodos. El violento sedicioso, sin dudas un celoso nacionalista judío, ansioso por derrocar a los romanos y restaurar el reino terrenal de Israel, tiene el título “bar abbás”, “Hijo del Padre”, el mismo, precisamente, que Dios pronuncia al ungir al Jesús de Nazaret: “Este es mi Hijo” (Mt 3, 17) y que por eso es más propio de Él. En cambio, nuestro Señor, rey pacífico y humilde, es presentado por Pilato como “Mesías”, título que, a secas, alentaba las esperanzas de un rey político, y que Cristo, por eso, al principio de su misión, mandaba silenciar.

Lo demás es sabido: la multitud, instigada por los sumos sacerdotes, elige la libertad de Barrabás y al mismo tiempo pide la crucifixión de Cristo. Y ante las insistencias de Pilato, que muestran, acaso, los últimos reclamos de su conciencia (reavivada por las palabras de su esposa) para evitar derramar esa sangre inocente, el pueblo grita cada vez más fuerte, tanto, que Pilato comprende que, de no complacer al pueblo, se producirá una tremenda revuelta. El gobernador se lava las manos, buscando ostentosamente conservar aquello que en ese mismo acto pierde: su inocencia. Y, refugiándose en la voluntad popular - “es asunto de ustedes” (Mt 27, 24)-, se lo entrega para que lo crucifiquen.


§§§§


El pecado de "los buenos" o los riesgos de la sinodalidad 

Cuando uno lee los evangelios de la Pasión, da la impresión de que se nos presenta a Poncio Pilato bajo una luz amable, y lo vemos, casi, con benignidad: pareciera que quiso liberar al Señor, y que alguito intentó para conseguirlo. Da la sensación de que el pecado de Pilato, como el de los miembros del pueblo presentes en esa muchedumbre, comparado con el de quienes fría y premeditadamente buscaron asesinar a Jesús, es ciertamente leve. Y, sin embargo, no deja de ser gravísimo. En las cadenas que apresaron al Señor para conducirlo a la muerte, hay eslabones más grandes y más chicos, pero todos fueron necesarios para cometer la injusticia de las injusticias y matar al “autor de la Vida” (Hech 3, 15).

Pero justamente por ello me quedé pensando en los que llamaré “los pecados de los buenos”, porque reflejan, sin duda, muchos de nuestros propios pecados, los de quienes somos cristianos y decimos seguir a Jesús.

Poncio Pilato es, para los evangelios, el gobernante, legítimo de hecho (cuya autoridad “viene de lo alto” -Jn 19, 11-), el responsable último de establecer la justicia, tan encomiada por el derecho romano. Su pecado primero y fundamental es haber decidido no decidirse, haber juzgado mejor no juzgar.

Este es el pecado de omisión de toda persona revestida con autoridad (incluida la jerarquía eclesiástica, entre cuyos miembros - ¡ay de mí! - me cuento…) cuando se corre de ese lugar en que Dios la ha establecido, y so capa de humildad, se baja del estrado para confundirse con el pueblo, y demagógicamente, promete dar fuerza de ley sólo a lo que la mayoría quiera.

Para toda autoridad existe, por cierto, un “balcón” que es legítimo. Hay una escucha del pueblo que es vital y necesaria para todo buen gobernante, como para cualquier padre o maestro es indispensable la mirada y escucha atentas a sus hijos o alumnos. Y todo lo que en ello se insista es poco. Sin embargo, el deber primero de la autoridad, por el bien de las personas a quienes sirve, es para con la verdad y la justicia, así resulten impopulares, como cuando los padres tienen que hacer correcciones que duelen.

Pilato debía hacer justicia y evitar la injusticia, y tenía personalmente el poder para hacerlo, pero eligió delegar ese poder en el pueblo. Por eso mismo, antes de que el “pueblo” -que casi nunca en la práctica es el pueblo, sino una masa influenciable, útil a una élite de interesados- elija mal, y aunque hubiera elegido bien, ya el más grave pecado de Pilato estaba consumado: había renegado de su misión y de su responsabilidad, abriendo así la posibilidad de que se cometiera, democráticamente, una terrible injusticia, y deponiendo la única arma que se disponía para evitarla: su autoridad.

La actualidad de esta tentación para cualquier persona que esté encargada de otras (desde el Papa hasta los padres primerizos, pasando por los gobernadores, los curas de barrio o los maestros de grado) es patente. Y más si consideramos que San Juan pone en boca de Pilato el fundamento último de su actitud, hoy más vigente que nunca: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18, 38). ¡Con qué facilidad, como padres y educadores, diciéndonos que hoy “cambiaron los tiempos”, nos quitamos a nosotros mismos la carga de educar en los valores de siempre!  ¡Qué fácilmente, en la Iglesia, miramos positivamente, como si se tratara de humildad intelectual, de respeto y de tolerancia, la actitud de disimular, esconder o desconocer la verdad de Jesucristo, “el mismo hoy, ayer y para siempre” (Heb 13, 8) y la identidad de su única Iglesia “fundamento y columna de la verdad” (1 Tim 3, 15)! ¡Qué cerca estamos de entender la tan mentada “sinodalidad” como un abdicar de nuestros insoslayables deberes (contraídos solemnemente ante Dios) de ser heraldos del Evangelio y pastores que alimentan a su pueblo con la verdad, entregando la propia vida! ¡Qué peligrosamente real es la tentación de eliminar, como si fuera nocivo, todo lo que expresa nuestra diferencia esencial con los laicos (no sólo las mitras, sino hasta el mismo hábito eclesiástico), para refugiarnos en el anonimato del pueblo, escabulléndonos de nuestro deber de ser ejemplos de santidad, de sabiduría, de caridad, de oración… y dejando al pueblo huérfano y a la deriva, literalmente “como ovejas sin pastor” (Mt 9, 36)!

Pilato no era tan malo: sólo era pragmático. Él buscaba la paz. Como tantos y tantas. Pero la quería ahora (en la historia). Y la quería acá (en este mundo). Y prefirió la paz temporal de no tener que pelearse otra vez con los judíos a la justicia y la verdad, que son eternas… pero menos prácticas.

Cuidémonos nosotros, en la Iglesia, de proponer una paz y una fraternidad, si son en desmedro de la verdad y de la justicia. Porque sólo Cristo es nuestra paz: y su paz viene de la cruz.

La multitud no era tan mala: sólo era impaciente. Pedía la libertad. Como tantos y tantas. Pero querían la libertad aquí (en este mundo) y ahora (en la historia). Y por eso prefirieron a un liberador “famoso”, a un “ídolo”, a un líder violento que, de hecho, se había jugado la vida luchando contra la opresión romana, en lugar de aquel maestro amoroso y pacífico, que hablaba de poner la otra mejilla y de perdonar siempre, que pagaba los impuestos al César y no reclutaba soldados, y prometía que la verdad los haría libres… Sí, 'tá bien, pero ¿cuándo?

Cuidémonos nosotros, en la Iglesia, de confiar optimistamente en las elecciones de las mayorías: que la ingenuidad no nos impida ver a las élites que manipulan a la gente conforme a sus intereses, y que el entusiasmo epocal por lo democrático no nos lleve a dar fuerza de ley a todo lo que el “pueblo” elija, renunciando a nuestro deber magisterial y de gobierno.

Ellos -y ellas- quizá creerán que están eligiendo a Jesús. Y sólo por no conocerlo bien, y sólo por soñar en construir la igualdad, la fraternidad y la libertad en este mundo, habremos elegido a Jesús… Bar Abbás. Y a Nuestro Señor, otra vez, lo habremos mandado a crucificar.