martes, 7 de enero de 2025

Y la estrella de Oriente se detuvo.

 Pensamientos en torno a la verdadera y a la falsa eternidad.

  Hace bastante viene dándome vueltas a las mientes el tema de las espiritualidades (religiones, filosofías...) orientales. Y es que, cada vez más, esa cosmovisión, en muchas expresiones, nos sale al cruce de múltiples maneras y en donde menos lo esperamos: "retiros espirituales" en las empresas, mindfullness en los jardines de infantes y budas en los de las casas; reiki en varias partes y yoga en todas...

 Ahora bien, esto no es un fenómeno nuevo. En la Epifanía del Señor también se dio un auténtico cruce entre la sabiduría oriental y el Evangelio de Jesucristo: y el relato del evangelista San Mateo echa mucha luz a la problemática, más actual que nunca, de ese encuentro (o desencuentro) de concepciones.

  Sin dudas, un protagonista insoslayable del escenario navideño es la estrella de Belén. Los magos, en el Evangelio, dicen a Herodes: "Hemos visto su estrella [la del rey de los judíos] en el Oriente".

   Nadie duda de que los reyes magos representan a todo el mundo pagano: por eso su llegada al pesebre supone un misterio de "epifanía": el cumplimiento de esa revelación a los gentiles de que habían hablado los profetas. La tradición, que pintó a Baltasar como de raza negra, confirma esa intención de ver en esos tres misteriosos peregrinos a la totalidad de los hombres de buena voluntad que buscaban la verdad a tientas.

    Pues bien: los paganos llegan del Oriente siguiendo el curso de una estrella.

  El paganismo siempre tendió a divinizar los astros. Hasta el día de hoy, nosotros llamamos a los planetas con los nombres de los dioses del panteón romano (Júpiter, Saturno, Venus, etc.). También los indios americanos divinizaron al sol y a la luna. Y es lógico, porque acaso no haya nada, en este mundo, que dé más impresión de estabilidad y de orden que los astros, que, además, son luminosos y están en el cielo. Sus altos ciclos perfectos "alrededor de la tierra" rigen los ciclos vitales de nuestro mundo inferior: de la "vuelta del sol" dependen nuestras cuatro estaciones, con su renovado milagro en cada primavera; con las cuatro fases de la luna, que mueven las mareas, medimos nuestras semanas y meses.

  Y de hecho, la única "eternidad" que los paganos conocen es esa infinitud de los ciclos que nunca se detienen, la del "eterno retorno".

   Pero en la Epifanía del Señor pasó lo que no podía pasar nunca: la estrella se detuvo. Y debajo de donde la luminosa estrella oriental terminó su cansado curso se hallaba, recostado en lo oculto de la tierra, el único y verdadero Eterno. El que había entrado de lleno en la historia justamente para romper con su Cruz -como quien pone un palo en la rueda- el círculo cansado de la falsa eternidad inmanente, siempre presa de sí misma.

   "Y la estrella se detuvo": el ciclo se rompió. Dios tuvo que meterse en el ruedo del mundo y en el circo de la historia para romperlos desde dentro, permitiéndoles, por fin, abrirse a la verdadera eternidad de Dios y otorgarles así un norte, una dirección, un sentido. Porque en la concepción cíclica de la historia no hay, en el fondo, antes ni después, más ni menos, mejor ni peor, no hay referencia alguna: cualquier punto es indistinto en la circunferencia.

  La falsa eternidad del paganismo es la que pretende trasladar al mundo del espíritu los repetitivos ciclos que sí -indudablemente- vigen en el mundo inferior. Pero el mundo material, en sus transformaciones cíclicas, es sólo una caricatura de lo eterno. La verdadera infinitud, en cambio, es la del mundo del espíritu, que tiene un origen determinado y tiene un final más allá de sí mismo. Y cuando se aplica a las realidades humanas y espirituales la rueda falsamente infinita de la religión oriental, ésta aplasta su identidad y se cae en el placebo de las teorías reencarnacionistas, que acaban por quitarle peso a la responsabilidad personal relativizando, en última instancia, el bien y el mal.

  Podríamos, didácticamente, plasmar estas concepciones de la infinitud en dos imágenes parejamente hídricas. La falsa eternidad pagana, típica de la sabiduría de Oriente, es como la fuente, que una y otra vez toma y escupe hacia el cielo la misma agua que luego habrá de caer en ella para reiniciar el mismo recorrido circular. Por el contrario, la genuina eternidad, propia de la concepción cristiana, está cabalmente expresada poéticamente en los versos de Manrique: "nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir".

  También hoy, cuando por los inmunodeficientes poros de nuestra fe enferma nos contagiamos de costumbres orientales vuelve a darse -aunque no lo sepamos- este cruce entre las dos concepciones de la eternidad. Pero no hay compatibilidad entre una y otra, por más que una mirada muy superficial lo suponga posible. Hoy como ayer, el brillo exterior (la estrella), la ciencia (magos), la riqueza (regalos regios) parecen venir de Oriente, y nos deslumbran. Pero el Evangelio de la Epifanía nos enseña que la verdadera realeza, la verdadera ciencia, el verdadero tesoro están en la concretísima y opaca humildad del Dios hecho carne: Jesucristo, el Señor. 

  Y los magos orientales, dejando de lado el brillo de la estrella y la corte real de Herodes, supieron bajar la mirada y reconocer en la humildad de la tierra al Rey de los cielos, postrándose en su presencia y deponiendo ante Él lo que venían atesorando. 

  Que no nos pase hoy que los cristianos, olvidados del don de la verdad que nos habita, hagamos el camino inverso y nos postremos, des-lumbrados -es decir, apagada la lumbre de nuestra fe- por el atrayente brillo de la espiritualidad oriental, ante los astros del paganismo, que nos sumergirán una y otra vez en su rueda -quizá- sin fin, y -seguro- sin salida.


Ayacucho, 7 de enero de 2025

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