Una
de las más persistentes malas costumbres litúrgicas (en realidad,
paralitúrgicas) de nuestras misas vernáculas la constituyen los “guiones”,
sobre todo cuando se dedican no a dar oportunas moniciones (“nos ponemos de
rodillas”, p. ej.) sino a traducir a los fieles, en confusos circunloquios, lo que la Palabra de Dios dirá
claramente segundos después.
Pero bueno, a veces sirven. Como me sirvió el que escuché en la misa del sábado pasado, cuando me disponía a proclamar el Evangelio. En efecto, la mentada introducción terminaba sentenciando: “el amor a Dios no es otra cosa que el amor al prójimo”. Frase rotunda y chocante que me dio pie para improvisar un sermón bastante diferente al que me traía pensado.
¿Se
puede decir que el amor a Dios es, sin más, el amor al prójimo? Y parece que
no.
En primer lugar, porque lo contradice
el mismo Señor en el Evangelio: “Los fariseos, cuando oyeron que
había hecho callar a los saduceos, se juntaron a consejo; y le preguntó uno de
ellos, que era doctor de la Ley, para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el
mandamiento más grande de la Ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Éste es el mayor y
el principal mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la Ley y los Profetas”
(Mt 22, 34-40, Domingo XXX durante el año, ciclo A).
Jesús, a la pregunta por “el”
mandamiento más grande, responde con dos, a los que enlaza sin dudas para
siempre (porque “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”). Sin embargo,
en su respuesta no los unifica propiamente, sino que afirma que son dos (“de
estos dos mandamientos…”), llamando a uno “primero” y a otro “segundo”. Todavía
más: para que no queden dudas de que el orden entre ellos le importa, después
de enunciar el primero agrega: “Este es el más grande y el principal
mandamiento”.
Así, Cristo sintetiza el Decálogo
promulgado por Moisés con un mandamiento que comprende los tres primeros
mandatos referidos al amor a Dios (primera tabla) y otro que resume los siete
restantes del amor al prójimo (segunda tabla). Por eso, dice que “toda la Ley y
los Profetas”, es decir, toda la Escritura, depende de estos dos mandamientos.
Al unir así el primer mandamiento,
tomado del “Escucha, Israel…” (Dt 6, 5), con el que él llama segundo, citado
del Levítico (19, 8), Jesús da a entender que no se pueden separar -hablando en
cristiano- el amor a Dios del amor al prójimo. Es decir, no se puede dar el
amor a Dios sin el amor al prójimo. Como no se puede dar una fe viva sin obras:
“de la misma manera que sin su espíritu, el cuerpo está muerto, así también,
sin obras, está muerta la fe” (Sant 2, 26). La formulación más clara y
contundente de esta enseñanza cristiana la hizo San Juan en su primera Carta:
“el que dice: yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso, pues el que
no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (cf. 1 Jn
4, 20).
Como ésta de San Juan, todas las enseñanzas del Nuevo Testamento que insisten un poco unilateralmente en el amor al prójimo son enseñanzas dirigidas a comunidades de fieles cristianos, es decir, que dan por supuesta y resabida la primacía del amor a Dios, para advertirles del riesgo de cerrarse en si mismos o de desentenderse del amor concreto a los pobres. En esta línea se inscriben la parábola del buen samaritano, la parábola del juicio final de Mt 25, el mandamiento nuevo, o la lapidaria frase de San Pablo: "Toda la Ley alcanza su plenitud en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Ga 5, 14).
Ahora bien, no se pueden leer estas enseñanzas desde el pretendido "nuevo paradigma" de "Dios ha muerto"... Leer la Biblia sin fe es siempre sacarla de contexto, pues todo lo que allí está ha sido escrito desde la fe y para la fe. No es legítimo ni honesto interpretar estas enseñanzas evangélicas desde una perspectiva meramente filantrópica o de fraternidad naturalista o intramundana.
Digámoslo una vez más: no puede deducirse de aquí que el amor de Dios sencillamente se identifique con
el amor a los hermanos. Si es cierto que no puede haber amor a Dios sin amor al prójimo, también lo es que no
cualquier amor al prójimo expresa o supone el amor a Dios.
A mi ver, esta confusión no es sino una manifestación más de la tragedia mayor de nuestro tiempo: se ha reemplazado la
primacía de Dios por la primacía del hombre.
Pero aun suponiendo
que sea inocente, no es inocuo decir que el amor a los hermanos es, sin más, el
amor a Dios.
La
fe, el culto, el martirio
Si así fuera, ¿para qué siguen estando
en las enseñanzas de Cristo la fe, el culto, la religión misma? Bastaría con
amar al otro para honrar a Dios. La única liturgia sería la caridad.
Pero
no: Dios pide ser amado directamente, por sí mismo. Él es un Dios personal y
quiere ser conocido y amado personalmente. Quiere el homenaje de nuestra fe, de
nuestra confianza y sumisión a él.
A
Cristo no le es indiferente que creamos o no en él. La fe lo conmueve: “Mujer,
¡qué grande es tu fe!” (Mt 15, 28), “Les aseguro que en ninguna persona de
Israel he encontrado una fe semejante” (Mt 8, 10), “Al ver la fe de esos hombres”
(Mc 2, 5), como lo conmueve su ausencia: “Hombres de poca fe” (Mt 15, 8) “, ¿Cómo puede ser que no tengan fe?” (Mc 4, 40) “Y se asombraba de su falta de
fe” (Mc 6, 6), “Les reprochó su incredulidad” (Mc 16, 14). La fe es
determinante para la salvación: “Tu fe te ha salvado” (Lc 19, 42). Tan es así
que al dar la misión a los Once antes de ser elevado al Cielo, Jesús los manda
a predicar el Evangelio a todos, de modo que “el que crea y se bautice, se
salvará; el que no crea, se condenará” (Mc 16, 16). Y la fe, finalmente, es el
fruto que volverá a cosechar en su Segunda Venida: “Pero cuando venga el Hijo
del hombre ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8). Lo dice cabalmente
la Carta a los Hebreos: “Sin la fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11, 6).
Los
evangelios, además, nos enseñan a demostrar esa fe y amor a Cristo con actos de
culto cuando nos dice, por ejemplo, que los discípulos “se prosternaron delante
de él diciéndole: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios” (Mt 14, 33) o que lo
aclamaron junto con la multitud al entrar en Jerusalén (cf. Lc 19, 28-40), o que
se postraron ante él al momento de la Ascensión (cf. Lc 24, 51). La
complacencia expresa del Señor ante estos actos de adoración a su persona está
en la respuesta tajante que da a Judas, quien reprochaba a santa María
Magdalena el derroche de su unción con la excusa de la beneficencia a los
pobres (cf. Jn 12, 3-8), lo mismo que cuando refiriéndose a ella declaró:
“María eligió la mejor parte, que no le será quitada” (Mt 10, 42).
Es
más. Dios quiere que lo amemos más que a nuestra propia vida (por eso no dice:
“ama al Señor tu Dios como a ti mismo” pues pide que lo amemos más que a
nosotros mismos). Jesús estaba enseñando que él era Dios cuando pedía lo mismo:
“el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama
a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí […] el que pierda a su
vida a causa de mí, la asegurará” (Mt 11, 37. 39).
Por
eso Jesús, que es el modelo del “hombre nuevo”, ofrece su vida hasta la muerte
en obediencia amorosa a Dios su Padre. “Padre, si quieres apartar de mí esta
copa…, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42). “Padre, a tus
manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Amó a Dios más que a su vida. Y
“siguiendo sus huellas” (1 Pe 2, 21) los Apóstoles murieron mártires:
derramaron su sangre por amor a Jesucristo, su Dios y su Señor. Todos los
gloriosos mártires de la Iglesia nos enseñan, existencialmente, la importancia del
primer mandamiento.
Dicho esto, nunca debemos olvidar que la primacía de Dios consiste en primer lugar, en que “Él nos amó primero” (1 Jn 4, 19). El mandamiento nuevo que el Señor da en la Última Cena después del lavatorio de los pies: “ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13, 34) es nuevo porque brota, como de su fuente, de su propia entrega en la Cruz, que es “el amor más grande”, el de quien “da la vida por los amigos” (Jn 15, 13). “Esto es el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino Dios que nos ha amado a nosotros, y nos ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Por eso, la caridad -como la fe y como el culto- es una gracia, un don sobrenatural. No se puede amar sino permaneciendo en el amor de Cristo, como los racimos a la parra, porque nos dice: “Sin mí, no pueden hacer nada” (Jn 15, 6). Por eso, como dice Benedicto XVI: “el amor puede ser mandado, porque antes es dado” (Deus Caritas est, 14).
1 comentario:
Buenísimo
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