martes, 13 de octubre de 2009

Lo que el signo muestra (IV parte)

Amor sin ruido
"El amor ha de ponerse más en las obras que en las palabras", escribió san Ignacio de Loyola. De puro buen español, él sabía bien que "obras son amores, y no buenas razones". Pero fue sobre todo de su Maestro Jesús que Ignacio había aprendido esta verdad.

En efecto, Cristo nos enseñó -y nos enseña- el amor de Dios más con las obras que con las palabras.

Él mismo enseñó insistentemente que para entrar en el Reino de Dios no basta con "escuchar" la Palabra, sino que hay que "practicarla".

Pero esta pedagogía del "amor concreto" la descubrimos fundamentalmente en su misma manera de vivir y de enseñar. En efecto, la fascinación, el encanto, la fuerza de sus palabras no residían en su brillo o en su abundancia, "como los escribas y fariseos", sino, a diferencia de ellos, en la "autoridad" y en el "poder" que tenían. La palabra tiene autoridad cuando es capaz de tranformar la vida. En las obras brilla la verdad de las palabras. Jesús hablaba con autoridad porque vivía lo que enseñaba, porque enseñaba de lo que vivía.

Jesús enmarcó de silencio sus tres años de intensa predicación. Como preparación a su ministerio público, él vivió calladamente los treinta años de su vida oculta; como rúbrica y testimonio de sus enseñanzas, padeció calladamente sus últimos tres días. La Buena Noticia de Cristo no son sólo sus palabras -como se deduciría de algún evangelio apócrifo- sino su vida entera: el silencio de Belén y Nazaret, el callar de la cruz y de la resurrección, y también sus palabras de vida eterna, entrelazadas siempre con miradas, caricias y milagros.

Una de las últimas palabras de Jesús en su vida terrena fue "hagan esto en memoria mía". Así quedaba instituido el recuerdo obrante y permanente del acto de amor más grande de la historia: la muerte y la resurrección del Hijo de Dios hecho hombre. Pues bien, si lo "recordado" en este "memorial", si lo "contenido" en este "sacramento" fue "amor sin ruido", es lógico que también sea silencioso el signo que lo "contiene" y produce: los signos eucarísiticos hablan, incluso al callar.

Efectivamente, en el humilde Pan de cada misa no hay nada extraordinario, no hay grandes palabras, y sin embargo ahí está el "amor de los amores", sin ruido, recreando los corazones, edificando la Iglesia, reconciliando al mundo.

A veces Dios regala fuertes "experiencias" de su amor: son momentos, horas, tal vez días, de gracia y de plenitud. Vivencias interiores patentes de su cariño, de su misericordia, de su llamada, de su elección para con nosotros. Experiencias tan intensas como pasajeras, pero que dejan una huella muy difícil de borrar. Es como pastar en las cumbres del Horeb, la montaña santa de Dios, después de tanto caminar y caminar por el desierto. Estas experiencias de amor, como pasa también en las relaciones humanas, muchas veces van de la mano con palabras extraordinariamente tiernas e íntimas: vibramos y gozamos con las palabras de amor que el Espíritu sembró en los profetas, en los salmos, en el Cantar...

Pero reducir las "experiencias de Dios" a estos encuentros extraordinarios, a estas "tranfiguraciones" del camino, puede hacernos olvidar que el amor de Dios -igual que el amor humano- no es sólo el que se manifiesta en las cumbres gozosas de la comunión íntima. Si la Eucaristía es el "sacramento del amor", entonces el amor de Dios, como el de un padre o de una madre, es el que se manifiesta principalmente en el "pan de cada día". En la eucaristía, la Palabra nunca se queda en palabras, sino que se vuelve obra: Dios nos da de comer en la boca cada día, cada semana, como nuestros padres cuando éramos chiquitos. Antes, durante y después de las palabras lindas de amor, Dios nos ha dado un amor fiel, un amor que está siempre, un amor que da lo mejor sin esperar ningún tipo de retribución -ni siquiera la del recuerdo agradecido-. Es un amor que sin hacer nada extraordinario hace posible la vida misma. Es un amor que no dice casi nada y que hace todo, que edifica todo, que construye todo. Es el amor de Dios que obra "sin ruido".

Es la Eucaristía. Es el mismo Jesús, LA Palabra de Amor del Padre que, como en la Cruz, sigue diciendo todo no con los labios, sino con la vida entregada, y que nos invita, cada día, cada semana, a poner el amor más en las obras que en las palabras.

3 comentarios:

Natalio Ruiz dijo...

Justo leo hoy este nuevo eslabón de la hermosa cadena de lo mostrado por el signo, luego de aportar en mi blog a lo del Athos un poema de Quevedo que comienza:

La palabra del Padre te da la hostia;
que pase la palabra de boca en boca.

Y siempre pienso que de lo poco que la Virgen nos dice en el Evangelio es: hagan lo que Él les diga y el Padre: Escuchadle.

Y es que en Él, Logos, Palabra, Ser, Existencia, Obra, etc. son todo la misma cosa.

Y por eso sólo allí, en la Eucaristía donde el Logos se nos es dado, está la fuente de nuestro apostolado, nuestra vida espiritual, nuestras obras, etc.

Si olvidamos eso olvidamos "lo que el signo muestra".

Respetos significados.

Natalio

Cristián Dodds (hijo) dijo...

Muchas gracias como siempre, respetado Natalio.
A mi lo que me impresiona es que la Palabra calle, y que quiera seguir siendo Palabra pero en silencio. Es tan opuesto a cualquier lógica humana, a cualquier estrategia comunicacional, a cualquier plan pastoral... que pudiendo decir literalmente todo (porque todo fue hecho por la Palabra) no diga nada, y ame en silencio. Es muy de Dios.
Muy lindo lo de Quevedo. Voy a buscarlo en la página del hombrecito gris.

G. A. D. dijo...

Es el amor sin ruidos el verdadero y no aquel se que quiere hacer "ver o notar".
Ese que nos nutre, nos alimenta y nos da vida.
Ese que nos llena el alma.

Abrazo enorme mi estimado Crsitian.