martes, 31 de enero de 2023

"Felices los de corazón puro, porque verán a Dios"

   La bienaventuranza a los "limpios de corazón" no ocupa, por cierto, el primer lugar en el elenco. Sin embargo, está aparejada a una promesa que es más que esencial, en la medida en que constituye el sentido de la vida misma: "porque verán a Dios". Y la vida verdadera, la vida eterna no es sino poder ver a Dios. "Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero..." (Jn 17, 3).

    A los oídos contemporáneos, quizá la perspectiva de esta visión no diga mucho (de esto nos hemos ocupado en este otro articulillo) pero, lo sepa o no, todo hombre está permanentemente buscando el rostro de Dios, y sólo viéndolo encontrará sosiego y dicha.

   Así es: solamente los limpios pueden ver al Limpio. Sólo los de corazón puro son capaces de conocer al Puro. No en vano tenemos la esperanza de una instancia previa al Cielo, invento de la misericordia de Dios, en que Dios mismo nos purificará del todo y nos hará así capaces de contemplarlo cara a cara. Se llama, elocuentemente, Purgatorio.

    Sin embargo, la promesa de esta bienaventuranza no  habla de un futuro que excluya el presente, sino que, al igual que el mismo "reino de los Cielos" que Cristo hace presente, "está cerca", y "ya está aquí", aunque como semilla pequeña. Por lo tanto, la "pureza de corazón" nos interesa no únicamente para ir al Cielo, sino también para vivir bien esta vida, pudiendo reconocer en medio de "este valle de lágrimas", la presencia fiel y misericordiosa de Dios.

   Ahora bien, ¿a qué se llama "pureza" de corazón? La "pureza" es la característica de lo que no tiene mezclas extrañas, de lo que no está adulterado por nada, de los que está en estado prístino, como recién salido de las manos del creador.

  ¿Qué es, pues, lo que "mancha", lo que adultera, lo que vuelve impuro el corazón humano? En sentido  general, podemos afirmar que cualquier pecado nos "ensucia". Sin embargo, tanto la experiencia humana (y el lenguaje habitual), como la tradición bíblica y eclesial atribuyen una peculiar nocividad en este sentido a los pecados que tienen que ver con el desorden en la dimensión sexual. No casualmente la Iglesia desde hace mucho ha formulado el objeto de los mandamientos sexto y noveno como "actos" y "pensamientos impuros". 

   Por cierto, a partir de la "revolución sexual" de los años sesenta, se ha trabajado sin pausa para derribar cualquier "tabú" sexual. Tan es así, que lo que hoy se ha vuelto un "tabú", algo prohibido, es referirse a las conductas que involucran lo sexual en términos de licitud e ilicitud, de mérito o culpa, de gracia o pecado. Del sexo se puede hablar libremente; del pecado sexual...¡ni mencionarlo! En efecto, pareciera que, si en otra época de la iglesia hubo una cierta obsesión por el sexto mandamiento, hoy se da la obsesión contraria: hacer como si no existiera.

    Pero la lujuria, pecado capital -o sea, origen de muchos otros-, por más que se la quiera ocultar, sigue estando entre las causas de muchísimos problemas sociales, bien visibles y bien actuales: familias rotas, infidelidades, abusos sexuales, explotación de niños y mujeres, acosos y femicidios, y un largo etcétera.

    Además, diga lo que diga la "cultura" dominante, en toda persona hay un anhelo profundísimo, una nostalgia -me animo a decir constitutiva- de pureza. La pérdida de la inocencia, que todos experimentamos al crecer, deja en el fondo del corazón una huella dolorosa, como la memoria de un paraíso perdido. En muchas personas, esta especie de herida congénita ha quedado como sepultada en confines inconscientes del alma. A Dios gracias, la universal (¡todavía!) experiencia del contacto con los niños pequeños, provoca una alegría, una satisfacción misteriosa y profunda que nos remite esa hondura anímica donde parece todavía jugar y reír un niño interior.

    Sin embargo, no hablaré esta vez de los "actos", ni siquiera de los "pensamientos impuros". En cambio -y ya que la bienaventuranza de la pureza de corazón remite luego al "ver" a Dios-, me referiré a la pureza en el "ver" y en el "mirar". Por lo demás, seguramente antes de un pensar o actuar impuro, hay un ver que dejó lugar a la impureza. 

      "La lámpara del cuerpo es el ojo. Si el ojo está sano, todo el cuerpo estará iluminado; pero si el ojo está enfermo, todo el cuerpo quedará en tinieblas" (Mt 6, 22-23), dice el Señor en el mismo Sermón de la Montaña. De alguna manera, somos lo que miramos. Pero para profundizar en esto remito a otra reflexión.

      Hoy vivimos en una cultura escrupulosamente preocupada por la pureza de lo que ingerimos: proliferan las tiendas que venden productos "orgánicos", puros, vírgenes y naturales. Purificamos hasta el agua potable. La sociedad es cada vez más consciente de que hay ingestas que, aunque no produzcan una inmediata descompostura, pueden ir envenenándonos de a poco.

         Sin embargo, no tenemos ni remotamente el mismo cuidado en discernir lo que dejamos entrar (no ya al cuerpo, sino al espíritu) por los oídos y por los ojos. Sobre todo en este tiempo, en que estamos expuestos -voluntariamente- casi sin pausa a las imágenes desde nuestros teléfonos celulares. Y es sabido que, a diferencia de los alimentos, que causan una indigestión pasajera, las imágenes tienen en nuestra psiquis una duración casi imperecedera (para bien o para mal).

      Urge, en nuestro mundo de hoy, que tomemos conciencia de esto. La facilidad al acceso a la pornografía no tiene precedentes en la historia. Con ello, imperceptiblemente, el límite de lo que es lícito o normal mirar se ha corrido, de hecho, muchos más lejos... La inmensísima mayoría de la gente no ve ni remotamente que pueda ser un problema el hecho de que sus hijos tengan una televisión con internet libre en sus habitaciones o que no tengan restricciones en el uso de celulares o tablets. Hay que decirlo: lo que dejamos entrar por  los ojos nos afecta, nunca es indiferente. Las imágenes impuras conllevan una dinámica psicológica que provoca primero miradas, luego pensamientos, por fin acciones impuras. Eso daña nuestros vínculos, nuestra capacidad de respetar al otro, nuestra misma facultad de amar, y por ende, de ser felices.

         Dirijamos nuestros ojos a la Virgen, a quien hace siglos miramos preferentemente en sus advocaciones de la Purísima (Luján, Itatí, del Valle...): es decir, la Inocente, la Sin Mancha, la Celestial... Que el dejarnos mirar por su mirada limpia nos desate esa profunda nostalgia de inocencia que nos constituye y nos anime a querer vivir el camino que nos propone el Maestro: "Felices los puros de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5, 8). 

  


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