miércoles, 2 de octubre de 2024

Sobre la tentación de la falsa apertura

Reflexiones sobre el Evangelio del Domingo XXVI 

    El Evangelio de este Domingo (XXVI del Tiempo Ordinario, año B), tomado de San Marcos (9, 38-43.45.47-48), junto con la primera lectura (Núm 11, 25-29), nos alerta especialmente contra la tentación del sectarismo. Que podría definirse como la complacencia de pertenecer a un grupo exclusivo, y, llevada al extremo, como el regodeo en que otros muchos no pertenezcan a él. Todo lo contrario de la voluntad de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tim 2, 4). 

    En la liturgia de la Palabra de este domingo, nada menos que dos grandísimos instrumentos de Dios como Josué y San Juan, siendo jóvenes, quedan expuestos al público bochorno por sus respectivos maestros, Moisés y Cristo, que los reprenden por la cerrazón de su mirada y la mezquindad de su celo. Ciñéndonos al Evangelio, vemos cómo el Señor recrimina al hijo de Zebedeo por haber intentado impedir que dos desconocidos ("no son de los nuestros") expulsaran demonios en nombre de Cristo. San Juan quería impedir una obra buena por el mero hecho de que quienes la llevaban a cabo no pertenecían a su grupo. El Maestro le hace ver cómo su estrechez de miras le había impedido reconocer el bien, y formula para siempre el antídoto contra toda forma de encierro autorreferencial: "El que no está contra nosotros, está con nosotros". Es lo que los maestros de la Iglesia más tarde repitieron con santo Tomás de Aquino: "Toda verdad, dígala quien la dijere, viene del Espíritu Santo" (Suma Teológica, I-II, 109, 1 ad 1). 

  Este espíritu de apertura es esencial a la Iglesia, que por eso es católica, es decir, universal: enviada y abierta a todos. La Iglesia siempre ha sido reacia a los movimientos centrípetos, que la encierran y deforman. Cristo mismo fue especialmente sensible ante la cerrazón religiosa de los fariseos, que se complacían en "no ser como los demás hombres" (Lc 18, 11) y por eso fueron incapaces de reconocerlo como Mesías. 

  Cierto es que en la Iglesia -por voluntad de su Fundador- hay roles de autoridad bien definidos. Pero toda jerarquía en la Iglesia está al servicio de su misión universal, que es su razón de ser: "Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos" (Mt 28, 19). Esa universalidad de pueblos que está patente en el milagro fundacional de Pentecostés, donde se ve que la Iglesia nació siendo universal, y ya desde el primer día predicó el Evangelio en todas las lenguas.

    Quizá hoy en día es bastante fácil comprender que la Iglesia no debe ser algo cerrado en sí mismo, una suerte de selección de pocos elegidos, dormidos en sus laureles. Pero, a la hora de evitar esta tentación, es mucho más difícil saber qué quiere decir que la Iglesia debe ser "abierta" y "universal". 

    De hecho, muchas veces lo que se entiende por apertura es una peligrosa caricatura de ella. 

    Una y otra vez aparece, en la historia de la Iglesia y de la cultura occidental, la tentación -no menos peligrosa- de oponerse al fanatismo sectario y a las guerras provocadas por la intolerancia religiosa con la renuncia de la verdad, con la opción por el relativismo o la indiferencia por la verdad como una condición sine qua non para establecer el diálogo y la convivencia pacífica entre los hombres. 

    Los ilustrados del siglo XVII y XVIII nos han legado buenas lecciones al respecto, propiciando una religión racionalista, que era a fin de cuentas un lavado deísmo, desprovisto de toda encarnadura y por ende incapaz de salvar. Pero las derivas de estas ideologías han continuado siendo operantes hasta hoy. 

    En efecto, en varios existe el secreto convencimiento de que no es posible la apertura y el diálogo fraterno sin dejar de lado la verdad. La verdad, como tal, está bajo sospecha. En el fondo, esto se debe a que se la concibe como el objeto de una razón fría y dominadora, siempre desencajada de la vida, de los sentimientos, de la historia concreta de los hombres y las mujeres a quienes debemos amar. "El amor, sí; la verdad, bueno, vamos viendo...". Se trata de una falsa dicotomía, asumida a partir de concepciones erróneas de lo que es la verdad y de lo que es el amor. Esta falsa disyuntiva es la que se expresa todavía hoy en día en la opción de la "ortopraxis" en desmedro de la "ortodoxia". 

    Un excelente ejemplo de la vigencia de esta concepción filosófica la tenemos en el Papa Francisco, que afirma una y otra vez: "La realidad es superior a la idea" (EG 231). Y si bien esa frase es pasible de ser bien entendida, constatamos, por la coherencia con otras enseñanzas pontificias, que no es así. 

    En el ámbito del diálogo ecuménico e interreligioso, varias veces Francisco postula como insoslayable esa disyuntiva entre la teoría (idea) y la praxis (realidad) en un pensamiento que ha expresado en varias ocasiones: "Avanzar, caminar juntos. Es cierto que el trabajo teológico es muy importante y hay que reflexionar, pero no podemos esperar a recorrer el camino de la unidad hasta que los teólogos se pongan de acuerdo" (Discurso al Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, 6 de mayo de 2022). 

    Lamentablemente, esta equivocada concepción de la verdad se traduce en afirmaciones muy graves cuando llega el momento de poner en práctica ese diálogo ecuménico o interreligioso, urgido -pensamos- por la buena voluntad de estar en comunión y paz con todos. Sin ir más lejos, en el recentísimo viaje apostólico al lejano oriente, el Pontífice enseñó enfáticamente: "Todas las religiones son un camino para llegar a Dios. Y, hago una comparación, son como diferentes lenguas, como distintos idiomas, para llegar allí. Porque Dios es Dios para todos. Y por eso, porque es Dios para todos, todos somos hijos de Dios. “¡Pero mi Dios es más importante que el tuyo!” ¿Eso es cierto? Sólo hay un Dios, y nosotros, nuestras religiones son lenguas, caminos para llegar a Dios. Uno es sijs, otro, musulmán, hindú, cristiano; aunque son caminos diferentes. Understood?" (Discurso en el Encuentro interreligioso con jóvenes en Singapur, 13 de septiembre de 2024). 

    Ahora bien, estas afirmaciones suponen poner entre paréntesis que la religión cristiana es fruto de una positiva revelación divina, y que el Verbo divino se hizo carne (cf. Jn 1, 14) y es Jesucristo, y que por consiguiente sólo Él es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6), "el único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tim 2, 5), y que fundó una sola Iglesia para que "todos sean uno" (Jn 17, 21), enviada a todo el mundo para anunciar el Evangelio y bautizar, etcétera. 

    La ambigüedad de frases papales como "Dios no es católico" o "Dios quiere la pluralidad de las religiones" se resuelve aquí en una claridad total. Ya no hay duda de lo que Francisco está diciendo, bien que llevado por el deseo de la fraternidad universal, pero preso de malas premisas filosóficas. No hay salida: para poder vivir en paz como hermanos de todos deberemos renunciar a la fe cristiana y postular metodológicamente un deísmo desencarnado, donde las pretensiones de ese Hombre concreto, Cristo, no nos molesten. 

    ¿Cómo puede ser que, queriendo ensalzar la realidad sobre la idea hayamos desembocado en la más absoluta desencarnación de Dios? Es que los presupuestos eran racionalistas, por más antiplatónicos y revolucionarios que pintaran.

  Pienso que es Benedicto XVI nos brinda una piedra de toque para distinguir, en cristiano, la verdadera de la falsa apertura. Él afirmaba que, tratándose de la Iglesia, lo contrario de "conservador" no era "progresista", sino "misionero". Por consiguiente, cuando la apertura de la Iglesia debilita o ahoga la misión, esa apertura no es verdadera.

    ¿En qué queda la misión de la Iglesia si ya somos todos hijos del único Dios, y si todas las religiones son lenguajes igualmente válidos para acceder a Él? Y de hecho, las consecuencias prácticas del magisterio papal aludido conducen expresamente a evitar todo "proselitismo". 

    Ahora bien, la falta de fervor misionero acaba por dejar a los miembros de la Iglesia en la comodidad de su statu quo, dejando en evidencia la falsedad de la tan declamada apertura. La falsa apertura encubre así, debajo del fragor de las declaraciones, el peor de los encierros y la más ruin de las cerrazones: la del individualismo que se desinteresa de la suerte del otro, y que es la verdadera enfermedad pandémica de nuestra sociedad.

    Sólo hay genuina apertura donde no se oponen la verdad ("Dios es luz" -1 Jn 1, 5-) y el amor ("Dios es amor" -1 Jn 4, 8-), donde se "obra la verdad en el amor" (Ef 4, 15),  donde a fin de cuentas se busca cumplir la voluntad universalmente abierta de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad".