Reflexiones a
partir de las lecturas del Domingo III de Cuaresma (ciclo C)
“Quien pida amor,
ha de inspirar respeto.”
José Martí
(“Por Dios que cansa”,
Flores del
destierro).
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"Noli me tangere" de Bartolomaeus Spranger (1546-1611) |
¿La ira de Dios?
A veces
aparecen, en las lecturas de la Misa, algunos de esos pasajes bíblicos
incómodos, en que Dios parece “mostrar los dientes”, desdiciendo, con su tono
amenazante, la dulce imagen inocua que muchas veces nos hemos hecho de Él.
Y no es fácil
encontrar teólogos y predicadores que “se hagan cargo” de estas páginas: la
mayoría los pasa por alto, lisa y llanamente, como si no existieran. Se recorta
así, de hecho, la Sagrada Escritura, reduciéndola a nuestras pobres
dimensiones.
Hoy, después
de que en el Salmo cantamos la misericordia del Señor, la epístola de san Pablo
nos recuerda que nuestros padres, en el desierto, no fueron agradables a Dios:
“No nos
rebelemos contra Dios, como algunos de ellos, por lo cual murieron víctimas del
Ángel exterminador” (1 Cor 10, 10). Pero luego continúa con una severa
admonición: “Todo esto […] está escrito para que nos sirva de lección a los que
vivimos en el tiempo final. Por eso, el que se cree muy seguro, ¡cuídese de no
caer!” (1 Cor 10, 11-12).
Y el mismo Jesús, en el Evangelio, a
raíz de dos hechos luctuosos sucedidos en sus días, pronuncia -también dos
veces- esta amenaza: “Y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma
manera” (Lc 13, 3.5).
Entonces, me acordé de un teólogo que
se animó a dar cuenta de esos pasajes ásperos que a los predicadores
posmodernos nos gustaría muchas veces evitar. Gracias a la página del Sr. Jack
Tollers, conocí un brillante artículo del jesuita francés Jean Daniélou,
titulado “Magnalia Dei”[1].
En él, Daniélou, haciendo un comentario sapiencial del cántico de Habacuc
(presente en la Liturgia de las Horas), se propone no solamente tener en
cuenta, sino explicar la importancia que tiene para la revelación de Dios la
manifestación de su ira.
Daniélou, en su artículo, comienza
mostrando someramente cómo sólo el contacto vivo con las Escrituras puede
darnos el verdadero sentido de las palabras más importantes con que
caracterizamos a Dios que se revela: verdad, justicia y amor, que pueden
fácilmente verse adulteradas.
Y habiendo establecido, cómo no, que
“el amor es la suprema revelación del Dios bíblico” (p. 3) , el autor propone
detenerse esta vez en una de sus “características más misteriosas: su ira”
(íd.).
Luego, tras rechazar, de la mano de
Tertuliano, la siempre acechante tentación del antiguo Marción, aún hoy vigente,
-según la cual la ira pertenecería a la imagen de Dios del Antiguo Testamento,
en tanto que el Nuevo nos presentaría al Dios-Amor-, Daniélou nos lleva a
admitir sin rodeos que “la ira es una de las actitudes del Dios de la Biblia”
(p. 6). Que, por supuesto, no está reñida con su amor, salvo que con “mala
filosofía” (íd.), consideremos como pecaminosas en sí mismas a las pasiones
humanas (la ira o los celos, p. ej.).
Insoslayable es la referencia a la
ira de Cristo, que no solo pronunció amenazas, sino que se tomó el tiempo para
hacer un látigo y echó intempestivamente a los comerciantes del templo de
Jerusalén, y no con solas palabras perentorias sino derribando violentamente
sus mesas (y por ende su dinero). Esta ira -explica Daniélou- “no es el
resentimiento de un amor propio herido” (p. 7). La ira de Dios es “negativa a
pactar con lo inadmisible, la expresión de su incompatibilidad con el pecado”
(íd.).
La ira de Dios como manifestación de
su existencia
Pero un poco más adelante, Daniélou
afirma que la ira de Dios no sólo es una manifestación pedagógica en contra de
lo que está mal, sino que, incluso cuando se expresa en las grandes catástrofes
(naturales o humanas) nos permite experimentar su misterio, su presencia
trascendente, su intensidad vital: “Así, en su
núcleo más profundo, la cólera de Dios es la expresión de la intensidad de la
existencia divina, de la violencia irresistible con la que se lleva todo por
delante cuando se manifiesta. En un mundo que permanentemente le da la espalda,
a veces Dios recuerda violentamente que existe.” (p. 7).
De
manera que, lejos de tratarse de un lenguaje tosco y antropomórfico, casi
indigno de un discurso teológico, la ira de Dios consigue revelarnos un aspecto
de Dios absolutamente fundamental: su ser distinto de nosotros (su alteridad),
su trascendencia, y la tremenda intensidad de su ser. “Las expresiones
abstractas nos hacen alcanzar la verdad, pero no la intensidad de las cosas. Al
contrario, las expresiones de celos, de cólera, expresan la intensidad de la
existencia divina […], aquello en Él que es lo más diferente de nosotros, esto
es, esencialmente, la intensidad de su existencia, sin proporción posible con
la nuestra” (p. 7).
Daniélou
hace estas reflexiones comentando el texto de Habacuc en que la ira de Dios se
manifiesta en dos clases de imágenes: de tormenta y de guerra. La furia de la
guerra, el fragor de la tempestad expresan la ira del Señor de la historia.
Y
Cristo, en el pasaje antes aludido, nos enseña a leer con fe justamente dos episodios
que representan dos tipos de desgracias. Una es la masacre provocada por la
sangrienta represión de Poncio Pilato a unos rebeldes galileos; la otra, un
accidente: el derrumbe de la torre de Siloé.
No
se trata de pensar, con la seguridad teológica de los amigos de Job, que las
víctimas eran dignas de un castigo divino… Jesús desecha de entrada los juicios
que pretenden comprender los inefables designios de Dios. “¿Creen que ellos
eran más culpables que los demás […]? Les aseguro que no” (Lc 13, 3. 5).
Sin
embargo, ambas noticias trágicas deben servirnos, dice el Señor, para
convertirnos. Ante los dos tipos de calamidades (las provocadas directamente
por el hombre y las más fatídicas, sean más o menos naturales), en los
corazones cristianos deberían resonar las palabras de Cristo: “y si ustedes
no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (Lc 13, 3).
La
violencia del mal (natural o humano) que -incluso hoy, con terremotos,
inundaciones o guerras- pone al desnudo nuestra fragilidad y nuestra
insignificancia frente a poderes que aplastan, puede y debe servirnos para
“despertarnos” de nuestro sueño antropocéntrico, de nuestra ilusión técnica de
omnipotencia, y para volver nuestra mirada al único Todopoderoso, al único que
Es.
Ese
Ser de Dios, intenso, poderoso, real y concreto, muchos de nosotros ya no lo
percibimos. Porque aunque profesemos creer, vivimos como si Dios no existiera.
Nuestro ateísmo práctico debilita, difumina, vacía la presencia de Dios
convirtiéndolo en un dios meramente nocional y, sobre todas las cosas,
irrelevante. Hasta que nos sacude existencialmente, hasta que nos “golpea” de
alguna manera.
También en las relaciones humanas
suele sucedernos que sólo mediante ciertos “golpes” nos percatemos de que había
un “otro” que requería mi atención. Un padre que frena el recorrido de un hijo
abstraído para exigir un saludo, o las a veces terribles formas de los hijos de
“llamar la atención” de sus padres… abstraídos. Dolorosamente, ese ser, ese
otro, se hace presente y nos rescata de nuestro egoísmo.
Los límites
que Dios nos pone
Y
aquí entra en juego la lectura de la revelación de Dios a Moisés en la zarza
ardiente: “Yo soy el que soy”. (Daniélou recordaba, para mostrar la abismal
trascendencia del ser divino, lo que Jesús le dijo en revelación privada a
santa Catalina de Siena: “yo soy el que soy; tú, la que no eres”).
Cuando
Moisés se acercaba, fascinado, curioso, hacia la zarza que ardía sin
consumirse, Dios lo para en seco con una orden terminante: “¡Detente! ¡No te
acerques! ¡No pises! ¡Quítate las sandalias! Porque el suelo que estás hollando
es sagrado” (cf. Éx 3, 5). Aquí está toda la pedagogía del respeto, de la reverencia
de lo sagrado.
Para
poder revelar su Ser, Dios tiene que poner un límite. Sin esa barrera, sin esa
obligación (en este caso, de descalzarse, que podría ser cualquier otra), Dios
hubiera sido apenas el objeto de la curiosidad de Moisés, que una vez
satisfecho, habría seguido su camino sin pena ni gloria, sin revelación divina
y sin crecimiento interior.
Más
tarde, después de las plagas de Egipto, las manifestaciones de Dios en el mismo
cerro Sinaí y frente a todo el pueblo liberado serán mucho más claras y
evidentes, pero asimismo más furiosas -más intensas-: temblor de tierra, viento
huracanado, fuego eruptivo. Y los límites mucho más amenazantes: “Deslinda
el contorno de la montaña y di: guárdense de subir al monte y aún de tocar su
falta. Todo aquel que toque el monte, morirá” (Éx 19, 12). El pueblo no
tiene dudas de que está frente al poderoso Dios que por amor los liberó del
Faraón.
Estas
manifestaciones contundentes, estos límites que Dios nos pone, son su primer
acto de amor: revelarnos su existencia. Sin algo que “toque” nuestra vida, que
tuerza en algo nuestro rumbo, en el fondo no percibimos al Señor (aunque lo
confesemos con los labios). ¿Y cómo vamos a amar o a reconocernos amados por alguien
a quien no conocemos?
“El inicio
es el temor del Señor”
Humanamente
hablando, pasa lo mismo. En la psicología evolutiva aprendemos que, antes de
nacer, tenemos con nuestras madres un vínculo de simbiosis, que es en realidad un
no-vínculo, porque la creatura piensa que la madre no es sino una prolongación
de sí mismo. Y sólo los límites (no alimentarse ya incesantemente sino a
determinadas horas, cada vez más espaciadas, no estar pegada ya al cuerpo de la
madre todo el tiempo, etc.) le van enseñando que la madre es “otro”. Y sólo en
ese misterioso y entrañable diálogo primordial, sólo después de aprender a
decir “mamá” aprenderá a decir “yo”.
Ahora
bien, a nosotros bien puede pasarnos que, a pesar de los años, quedemos
afectivamente presos de un profundo egoísmo (“narcisismo” les gusta decir a los
psicólogos), favorecido por un modo de vida que nos provee todo tipo de
satisfacciones, y reduce a casi ninguna las limitaciones de nuestros deseos.
Tenemos todo, y todo ya. El niño interior que nos habita está siempre alzado y
mamando (aunque los deseos y sus objetos vayan mudando).
Estando
así las cosas, y además exacerbadas por el individualismo casi militante de
nuestra cultura, con frecuencia podemos constatar que el prójimo directamente
desaparece. Los otros entran en nuestro espectro vital sólo en cuanto que
tienen una utilidad para nosotros. Aunque seamos inteligentes, y los
conozcamos, llamándolos por su nombre, existencialmente sólo los reconocemos
en cuanto que nos proporcionan alguna utilidad. No son registrados como “otros”
(como otros “yo”), como personas con su propia vida y sufrimientos e intereses,
sino como objetos de nuestros deseos. Afectivamente, no los vemos en sí mismos,
vemos tan sólo nuestra necesidad hasta que la hemos saciado.
Sólo
los límites puestos a tiempo pueden arrancarnos de ese egoísmo narcisista. Sólo
cuando la presencia del otro me impone una norma -cualquiera que sea- ante la
cual el impulso primario e irracional de mi deseo se estrella, se golpea, se ve
frenado, puedo recién reconocerlo. Porque no es lo mismo conocer que reconocer.
Reconocer es conocer al otro pero respetándolo como otro. Deponiendo cualquier
intento de convertirlo en objeto, en mercancía, renunciando a utilizarlo.
“¡No
te acerques, quítate las sandalias!” no es un acto de distanciamiento de parte
del Dios de los padres. ¡Si está hablándole a Moisés para decirle que el clamor
del pueblo llegó a sus oídos, si está anunciándole que va a bajar a liberarlos…!
Pero sin el límite, que es, digámoslo ya, sencillamente el respeto (que
la Biblia llama “temor de Dios”), no sólo Moisés no conocerá su
misericordia, sino que ignorará su misma existencia. En la mañana de la
Resurrección, será el mismo Cristo quien se lo diga a la Magdalena: “Noli
me tangere! ¡No me toques!” (Jn 20, 17).
Si no es
respetuoso, no es amor
La
gran trampa en que caemos hoy en las relaciones humanas es pensar que puede
existir amor sin respeto: que corregir, marcar diferencias, imponer normas y
castigos atenta contra el amor.
Todo
lo contrario: para poder amar a alguien, y para poder ser amado por él, antes
debo reconocerlo como distinto de mí y él a mí como distinto de sí.
“Quien
pida amor, ha de inspirar respeto”, comenzaba sentenciando el poeta. Y quien
quiera saber si ama de veras a alguien, piense simplemente si es de verdad
respetuoso con él. Que no es tratarlo de “usted” solamente, sino saludarlo
siempre, preguntar cómo está, no llamarlo solamente cuando uno lo necesita,
preocuparse por sus asuntos, nunca querer manipularlo, etc.
Nunca
el verdadero amor anula el respeto. El respeto es el inicio del amor, pero
también es el medio y el final.
Como el temor de Dios, que es el inicio, pero
no desaparecerá en la Caridad consumada de la gloria, cuando seguiremos
adorándolo, sobrecogidos de amor: “¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!” (cf. Ap 4,
8).
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Que
la Cuaresma sea la ocasión para dejarnos corregir por la Madre Iglesia que nos
impone -sí, impone- las normas del ayuno, de la limosna, de la oración, a fin
de que Dios deje de ser un “Ente” y sea reconocido por nosotros como Alguien verdaderamente
presente. Dejémonos contrariar por esta santa disciplina que nos permitirá
convertirnos, o sea, que nos permitirá volver a ver a Dios, pero tan concreto, tan
real, tan cotidiano, que me toca el bolsillo, el tiempo, los gustos.
“Y si ustedes no se convierten…”
[1] https://www.etvoila.com.ar/la-colera-de-dios