La diversidad ha acompañado a la Iglesia "desde el vientre materno", y si bien fue, también desde el "vientre materno" causa de conflictos y tensiones (basta leer con un poco de atención los Hechos de los Apóstoles), no por ello parece haber sido menos querida por Dios en su plan salvífico.
Si creemos, entonces, que la Antigua Alianza con Israel preparó los caminos para la acogida de la Nueva y definitiva Alianza, ofrecida en Jesucristo, el Logos de Dios encarnado, es cierto que parte no pequeña de esa preparación se obró mediante la diversidad presente en el judaísmo. Retrospectivamente, se puede apreciar cómo la pluralidad de formas de vivir la única alianza con Yahveh que tenían los fariseos, los saduceos, los esenios, los de la diáspora, etcétera, aseguró que la Iglesia naciente (incluso la judeocristiana, de tendencia más impermeable a los paganos) conjugara distintos estilos y tradiciones que le dieron ese equilibrio que (va de suyo, nunca estuvo exento de tensiones y vaivenes, a veces terribles y literalmente cruentos) es una de las características más bellas de la Iglesia católica.
Hace poco, leyendo a Voltaire (Tratado de la tolerancia), molino del que no tenía previsto sacar agua para este potrero, encontré una frase que expresaba bastante cabalmente mi sentir: "Diferían [los saduceos] mucho más de los demás judíos, que los protestantes difieren de los católicos; no por eso dejaron de permanecer en la comunión de sus hermanos, y aun se vieron grandes sacerdotes de su secta." Efectivamente, es lindo ver cómo sucedió en Israel y en las primeras comunidades cristianas que grandes diferencias no lograron romper la unidad. Concretamente, llama la atención de Voltaire (y la mía) que las fuertes divergencias en la Iglesia primitiva con respecto a la necesidad de la Ley de Moisés se hayan podido asumir sin necesidad de mayores rupturas, siendo así que en otros tiempos por cosas de menor monta hubo cismas tremendos. Sin ser tan simplista que pretenda dejar de lado que la unidad no se logra sino es en la verdad, sin embargo es edificante asomarse a los conflictos de los primeros seguidores de Jesús y ver que supieron tolerar grandes diferencias con tal de no atentar contra la unidad de la Iglesia. Se dio entonces lo que más tarde propusieron los Padres: "en lo esencial, unidad; en lo accidental, libertad; en todo, caridad."
Si creemos, entonces, que la Antigua Alianza con Israel preparó los caminos para la acogida de la Nueva y definitiva Alianza, ofrecida en Jesucristo, el Logos de Dios encarnado, es cierto que parte no pequeña de esa preparación se obró mediante la diversidad presente en el judaísmo. Retrospectivamente, se puede apreciar cómo la pluralidad de formas de vivir la única alianza con Yahveh que tenían los fariseos, los saduceos, los esenios, los de la diáspora, etcétera, aseguró que la Iglesia naciente (incluso la judeocristiana, de tendencia más impermeable a los paganos) conjugara distintos estilos y tradiciones que le dieron ese equilibrio que (va de suyo, nunca estuvo exento de tensiones y vaivenes, a veces terribles y literalmente cruentos) es una de las características más bellas de la Iglesia católica.
Hace poco, leyendo a Voltaire (Tratado de la tolerancia), molino del que no tenía previsto sacar agua para este potrero, encontré una frase que expresaba bastante cabalmente mi sentir: "Diferían [los saduceos] mucho más de los demás judíos, que los protestantes difieren de los católicos; no por eso dejaron de permanecer en la comunión de sus hermanos, y aun se vieron grandes sacerdotes de su secta." Efectivamente, es lindo ver cómo sucedió en Israel y en las primeras comunidades cristianas que grandes diferencias no lograron romper la unidad. Concretamente, llama la atención de Voltaire (y la mía) que las fuertes divergencias en la Iglesia primitiva con respecto a la necesidad de la Ley de Moisés se hayan podido asumir sin necesidad de mayores rupturas, siendo así que en otros tiempos por cosas de menor monta hubo cismas tremendos. Sin ser tan simplista que pretenda dejar de lado que la unidad no se logra sino es en la verdad, sin embargo es edificante asomarse a los conflictos de los primeros seguidores de Jesús y ver que supieron tolerar grandes diferencias con tal de no atentar contra la unidad de la Iglesia. Se dio entonces lo que más tarde propusieron los Padres: "en lo esencial, unidad; en lo accidental, libertad; en todo, caridad."
En una época en que la Iglesia se abre decididamente al diálogo, y pone todos sus esfuerzos en promover la unidad de los cristianos, duele sobremanera constatar en nuestras propias comunidades cuánta cerrazón se da entre los que se llaman a sí mismos "abiertos" y desprecian a los que consideran "cerrados", así como entre quienes se consideran "ortodoxos" y miran, en el mejor de los casos con pena, a los que juzgan "relativistas" y "heterodoxos". Si bien es casi un lugar común, al menos en ciertos contextos eclesiales, oír hablar del "don de la diversidad", cuesta que esta verdad se haga carne en el día a día. Por eso nos anima y reconforta encontrar que esta característica de la Iglesia de Cristo esté tan claramente presente en los albores de su misión en la tierra.
En ninguna otra parte acaso se aprecia más rotundamente este misterio de unidad y diversidad de la Iglesia como en Pentecostés. Tenemos antes que nada los elementos que destacan la unidad: "Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar" (Hch 2, 1) En este "todos" está cifrada toda la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios: en efecto, acaba de completarse el colegio apostólico de los "doce", figura del nuevo Israel, con la elección de Matías (cf. Hch 1, 26), y está presente "María, la madre de Jesús" (cf. Hch 1, 14). Para hacer más patente la unidad se dice que están en "un mismo lugar", en una misma "casa" (Hch 2, 2). "De repente vino del cielo un ruido como de viento impetuoso, que llenó toda la casa en que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo (…)" (Hch 2, 2-4a) Irrumpe el viento, que es una ráfaga –no muchas-, y todos quedan llenos de un mismo Espíritu, el Espíritu Santo. Incluso, si analizamos el relato pormenorizadamente, dice que primero se les aparecen las lenguas como de fuego, y en un segundo momento éstas van a repartirse y posarse sobre cada uno, como si quisiera acentuar la unidad del Espíritu previa a su entrega a cada uno. Está clara la unidad, pues.
Sin embargo, el mismo versículo cuarto nos dice que "se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Hch 2, 4b). Y sigue el relato del milagro por el cual unas personas venidas a Jerusalén (la ciudad santa como madre que congrega a los "hombres piadosos"… ¡qué gran signo de unidad!) "de todas las naciones que hay bajo el cielo"(Hch 2, 5) y los oían hablar "cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6). Aquí tenemos, explícita, a la Iglesia universal, a la Iglesia orientada "hacia el universo", "kat' holón": católica. ¿Por qué Dios no hizo el milagro a la inversa? ¿No habría sido igualmente maravilloso el que esa gente "de todas las naciones" hubiera podido entender de pronto el arameo, que habría quedado como signo de unidad? Pero no. Hablar todos arameo habría sido "uniformidad" y Dios no la quiso. "La Iglesia en este momento de su nacimiento habla ya todas las lenguas" (Ratzinger). Se dice que en la escena de Pentecostés se da una inversión del relato de Babel (que significa "confusión"). Con todo, es notable que lo que Pentecostés remedia es precisamente la "confusión", la incomunicación, el desencuentro entre los hombres, producido por su desprecio de Dios, reuniéndolos en el seno de la Iglesia; pero aquello mediante lo cual se produjo esta confusión, es decir, la multiplicidad de lenguas, se mantuvo. De esta manera, el milagro es aún mayor: el amor de Dios, que une entre sí a los hombres, es capaz de hacer que éstos se entiendan sin necesidad de uniformarlos. Así se manifiesta la voluntad divina de preservar la diversidad entre los hombres, y en concreto, dentro de su Iglesia.
Y con esto se nos da también la clave última del asunto, con la que quisiera terminar: la difícil tarea de la unidad -no "a pesar de", ni "por sobre de", ni "más allá de", sino "en" la diversidad- no es un logro humano: es un don de Dios que "viene del cielo" (Hch 2, 2). Es el Espíritu Santo el que edifica la Iglesia y es él quien hace posible el milagro de la "unidad católica". Y esa unidad la puede hacer sólo Él por ser el Amor personal del Padre y del Hijo. Siendo el fruto de ambos, es él quien hace que el Padre sea el Padre y el Hijo sea el Hijo. El amor, en efecto, es el único factor que une sin confundir, que une haciendo a la vez que cada cosa sea lo que es. Y por eso, con la esperanza que nos da recibir en cada Pentecostés la "prenda del Espíritu" (2 Cor 5, 5), pedimos incansablemente, ahora y siempre, para la Iglesia, cada día, que Dios la "lleve a su perfección en la caridad".
En ninguna otra parte acaso se aprecia más rotundamente este misterio de unidad y diversidad de la Iglesia como en Pentecostés. Tenemos antes que nada los elementos que destacan la unidad: "Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar" (Hch 2, 1) En este "todos" está cifrada toda la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios: en efecto, acaba de completarse el colegio apostólico de los "doce", figura del nuevo Israel, con la elección de Matías (cf. Hch 1, 26), y está presente "María, la madre de Jesús" (cf. Hch 1, 14). Para hacer más patente la unidad se dice que están en "un mismo lugar", en una misma "casa" (Hch 2, 2). "De repente vino del cielo un ruido como de viento impetuoso, que llenó toda la casa en que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo (…)" (Hch 2, 2-4a) Irrumpe el viento, que es una ráfaga –no muchas-, y todos quedan llenos de un mismo Espíritu, el Espíritu Santo. Incluso, si analizamos el relato pormenorizadamente, dice que primero se les aparecen las lenguas como de fuego, y en un segundo momento éstas van a repartirse y posarse sobre cada uno, como si quisiera acentuar la unidad del Espíritu previa a su entrega a cada uno. Está clara la unidad, pues.
Sin embargo, el mismo versículo cuarto nos dice que "se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Hch 2, 4b). Y sigue el relato del milagro por el cual unas personas venidas a Jerusalén (la ciudad santa como madre que congrega a los "hombres piadosos"… ¡qué gran signo de unidad!) "de todas las naciones que hay bajo el cielo"(Hch 2, 5) y los oían hablar "cada uno en su propia lengua" (Hch 2, 6). Aquí tenemos, explícita, a la Iglesia universal, a la Iglesia orientada "hacia el universo", "kat' holón": católica. ¿Por qué Dios no hizo el milagro a la inversa? ¿No habría sido igualmente maravilloso el que esa gente "de todas las naciones" hubiera podido entender de pronto el arameo, que habría quedado como signo de unidad? Pero no. Hablar todos arameo habría sido "uniformidad" y Dios no la quiso. "La Iglesia en este momento de su nacimiento habla ya todas las lenguas" (Ratzinger). Se dice que en la escena de Pentecostés se da una inversión del relato de Babel (que significa "confusión"). Con todo, es notable que lo que Pentecostés remedia es precisamente la "confusión", la incomunicación, el desencuentro entre los hombres, producido por su desprecio de Dios, reuniéndolos en el seno de la Iglesia; pero aquello mediante lo cual se produjo esta confusión, es decir, la multiplicidad de lenguas, se mantuvo. De esta manera, el milagro es aún mayor: el amor de Dios, que une entre sí a los hombres, es capaz de hacer que éstos se entiendan sin necesidad de uniformarlos. Así se manifiesta la voluntad divina de preservar la diversidad entre los hombres, y en concreto, dentro de su Iglesia.
Y con esto se nos da también la clave última del asunto, con la que quisiera terminar: la difícil tarea de la unidad -no "a pesar de", ni "por sobre de", ni "más allá de", sino "en" la diversidad- no es un logro humano: es un don de Dios que "viene del cielo" (Hch 2, 2). Es el Espíritu Santo el que edifica la Iglesia y es él quien hace posible el milagro de la "unidad católica". Y esa unidad la puede hacer sólo Él por ser el Amor personal del Padre y del Hijo. Siendo el fruto de ambos, es él quien hace que el Padre sea el Padre y el Hijo sea el Hijo. El amor, en efecto, es el único factor que une sin confundir, que une haciendo a la vez que cada cosa sea lo que es. Y por eso, con la esperanza que nos da recibir en cada Pentecostés la "prenda del Espíritu" (2 Cor 5, 5), pedimos incansablemente, ahora y siempre, para la Iglesia, cada día, que Dios la "lleve a su perfección en la caridad".
(San Isidro, 8 / XII / 2005)
1 comentario:
Soy Carolina de Mar del plata: El fin de semana (26/7/08) tuve el placer de conocer Ayacucho, "el rincon del diablo". Una ciudad con el encanto de lo nuestro, de lo argentino. Con aires de conservación, que remontan a la epoca de las carretas, la yerra y la doma. Un honor respirar tu aire Ayacucho, espero visitarte pronto.
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