Ya hace unos días que empecé nuevamente a rezar en el parque de la parroquia. Las tardes están lindas, ya no hace tanto frío, los días son más largos...
Cada vez que viene un amigo a visitarme, hago unos mates y nos vamos a charlar a algún rincón del parque que tenga, en verano, la intimidad de la sombra, y, en invierno, la acogedora calidez del sol. Me encanta poder hacer lo mismo con Dios, que es "el campo que me tocó como herencia": salir al parque y tomar unos mates con Jesús.
A lá hora de la oración
-sí, señor, todos los días-
cuando acalla sus porfías
el día, con su canción,
otra vez prendo el fogón
y, abajo de unos acacios,
me pongo a matear despacio
y a charlar con el Patrón.
-sí, señor, todos los días-
cuando acalla sus porfías
el día, con su canción,
otra vez prendo el fogón
y, abajo de unos acacios,
me pongo a matear despacio
y a charlar con el Patrón.
El parque de la parroquia es grande. Es el marco, el amortiguador vegetal necesario para que nuestra capilla decimonónica no se estrelle contra la policroma modernidad suburbana. Sus árboles y plantas son como un resumen de nuestra identidad: conviven en él eucaliptos, acacios y criollísimos talas y ombúes -recuerdos de su no tan lejano pasado, cuando era estancia de los Pacheco- con finas casuarinas, altas palmeras y elegantes pinos, todos en la irreprimible comunión de un vehemente sotobosque de cañas, hiedras y ñangapiríes. Sus sectores más europeizantes tienen el pasto cortado, pero a mí me gusta instalarme en la hojarasca umbría del bosque nativo, donde juegan los zorzales y resuena más solemnemente la noble labor del pájaro carpintero.
Después de la siesta, a eso de las cuatro y pico, ensillé el mate y salí, con una mantita al hombro, la Biblia y una silla de jardín. Al principio me quedé quieto un ratito, como quien junta migas de silencio en una parva. (Desde el fondo del parque, los apurados gritos de la ruta cercana quedan como difuminados en un lejano murmullo vago y constante: al rato, con un poco de buena volutad y un mucho de empeño lírico, uno se convence del silencio...). El sol convalesciente de agosto estaba todavía bastante alto y sus dedos, entre los árboles, se estiraron audaces hasta mi cara como queriendo convencerme de que no habían olvidado el tibio arte de sus caricias.
Como siempre, antes de abrir la Biblia, traté de leer esa otra Biblia de los iletrados y los sencillos, ese hermoso prefacio a la Revelación que es la naturaleza. Y me quedé ahí.
El sol cayente resaltaba, con sus rubias miradas, distintos sectores del parque, destacando acá el invisible empeño de una tela de araña perfecta, más allá una concentrada danza de mosquitos precoces, y al fondo una alegre colonia de florcitas amarillas.... Y allá a lo lejos, en medio del profundo verdor de los pastos altos, un machetazo de luz de entre las hojas parecía estar degollando a un canoso "panadero". Como enaltecidos por este lateral juego de luz en retirada, los pastitos en medio de la tierra seca desplegaban una vitalidad nueva, ensayando frágiles bracitos que bostezaban frescura.
Pero este mundillo verde y vívido que el sol iba desnudando ante mis ojos estaba rodeado de los esqueletos grises del invierno. Confinadas en la sombra, como en vegetales fosas comunes, se acolchonaban las hojas muertas, víctimas del último otoño. Las acacias negras estiraban sus tensas manos estériles contra el mórbido cielo del este, esgrimiendo el agostado pretexto de unas pocas chauchas solteronas. Levantando la mirada, nada desdecía al invierno imperante. El verde neutral de los eucaliptos y pinos no hacía sino reforzar el marrón despojado de las ramas secas. Ni las calandrias ni los zorzales quebraban el silencio tristón del atardecer, despedido solamente por el responso lloroso de las palomas. Era agosto.
Y sin embargo, si mis ojos se detenían en la punta de una ramita cercana, descubrían la audacia indecente de los ínfimos retoños desafiando, como otros Davides, al inmenso Invierno filisteo.
* * *
Entonces pensé que la tardecita de este agosto es como yo. Más aún: que la vida del hombre es como estos días del invierno terminal. Porque no es cierto que nuestros días sean siempre la aridez y el frío triste del invierno. Y ¿quién diría que su vida es como una eterna primavera? En cambio, creo que el tiempo de vivir es una urdimbre incoherente pero fascinante de luz y de sombra, de gozo y de dolor, de vida y de muerte.
Por momentos cantamos bajo la tibieza del sol de la vida, y florece nuestra alegría y se despliega nuestro vigor. Los signos de la caducidad y de la muerte, sin embargo, nos envuelven por todos lados. Y a veces ese abrazo frío se estrecha y nos invade: toda nuestra frescura y nuestra vitalidad se queman con la cruel cachetada de las heladas tardías. Pero basta que brille el sol un domingo para que un pimpollo nuevo se asome, incorregible, en la herida todavía abierta del retoño que murió. En nuestra vida, como en esta tardecita de agosto, saben vivir juntos el victorioso canto del primer zorzal y el silencio fúnebre de los grillos dormidos; la osadía blanca de los ciruelos y azahares y la tenacidad cadavérica de los árboles pelados.
Sin embargo, no es cierto que la vida del hombre sea una guerra eterna entre la vida y la muerte. En nuestra historia, como en este agosto, el invierno está irreversiblemente vencido, aunque en algunos sectores siga enseñoreándose de sombra y de frío. La vida, inexorable, está creciendo en lo oculto, y aunque pierde los primeros combates y yerra sus primeros tiros, su victoria flamea ya en el estandarte triunfal del prunus en pura flor.
* * *
Cuando el invierno de la historia parecía más duro que nunca, brotó el renuevo primero, cantó el primer zorzal, "floreció el almendro": resucitó Jesús. Desde entonces, la muerte está herida de muerte, y el Reino de la Vida crece misteriosa pero inexorablemente, como la semilla bajo la tierra helada, como el retoño nuevo de esta tarde gris.
"En medio del invierno, floreció el almendro..."
9 comentarios:
Cristián,
Muy bueno el post! Lo tuyo es una lectio divina de la naturaleza. Es un perfecto ejemplo de lo que dice San Pablo en Romanos I, 20.
Un abrazo
Mi muy estimado Cristián:
Sus relatos son muy interesantes, muy llenos de vida, de color, de imagenes que recuerdan "recuerdos".
Para mi, que conozco ese parque del que Ud habla, no me es dificil cerrar los ojos y recrear esas imagenes.
Y sí, "la muerte está herida de muerte" cuando cada invierno florece un almendro, porque "en medio de lo triste, lo sensible se renueva."
Abrazo.
G.A.D.
Permiso. Ahora vine yo para acá.
¡Muy buena entrada!
Pinta muy interesante este blog, un hallazgo.
Ya tenemos lectura para rato...
Hola, me llamo Agostina soy de Tucuman, me ha gustado mucho tu blog.
Tu testimonio me ayuda a perseverar en mi seguimiento de Cristo.
Segui adelante y conta con mis oraciones por tu fidelidad y perseverancia.
¡Bienvenidos Juan Ignacio y Agostina, gracias por entrar! Saben que la tranquera de Ayacucho, aunque en la foto está cerrada, no tiene candado...
Escribe ud. lindo, hermano. Muy descriptiva su relato y muy nostálgico. Hermoso ejemplo y testimonio para tomarnos ese minutito que necesitamos a diario para acercarnos a Dios y a las cosas sencillas. Jesús lo llene de bendiciones y lo haga perseverar en su vocación. Me alegraría muchísimo si me pudiera hacer llegar alguna fotito de ese parque que ud. describe.
Estimado Tau:
Gracias por las "ponderancias", notieneporqué.
No tengo ninguna foto del parque. Pero de tenerla no sé si se la mandaría, ¿sabe? La foto le revelaría las apariencias: aquí yo le quise decir algo sobre lo esencial, que es "invisible a los ojos" (El principito).
Y es que en todas estas cosas lindas y queridas (como este parque, como Ayacucho) sólo vale la razón del gran Osiris: porque el parque "no es como aparenta, sino como yo lo siento".
À bientôt!
BUENÍSIMO!!!! Muy gráfico y muy profundo a la vez. Me gustó mucho la "tardecita de agosto". La comparto. Espero ansiosa nuevas entradas!
Vicky A.
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