viernes, 22 de octubre de 2010

El fuego amable de Jesús

"Yo he venido a traer fuego sobre la tierra ¡y cómo desearía que ya estuviese ardiendo!" (Lc 12, 49).

¡Fuego! Sin certeza de qué es lo que el Señor haya querido decir con esta frase, hay algo que está claro: Jesús tiene un fuego para dar. Jesús tiene adentro de su corazón un amor que le quema en ganas de compartirlo, de contagiarlo, de entregarlo. Jesús tiene un corazón de carne (como había prometido Ezequiel), y ese corazón es un corazón ardientemente apasionado por el Reino. Tiene tantas ganas de incendiar la tierra con ese fuego... pero sabe íntimamente que para poder quemar todo tiene que primero dejarse quemar él del todo.
Estoy convencido de que esa pasión de Jesús, ese fuego de su corazón es el mismo Espíritu Santo, que lo "llena", que lo "arrastra" (cf. Lc 4, 1), que "lo estremece de gozo" (Lc 10, 21)... Es el mismo Espíritu que en su bautismo era como una paloma, pero que después de su otro bautismo (cf. Lc 12, 50) -la muerte y resurrección- fue un fuego imparable para el incendio de Pentecostés.
El propio Lucas juega con las dos imágenes -la paloma y el fuego- para referirse al Espíritu Santo. Y el gran san Agustín nos ayuda a entender por qué: "Cuando [Dios] envió el Espíritu Santo, lo hizo visible de dos maneras: por medio de una paloma y por medio del fuego: [...] en esta mostró la sencillez; en éste, el fervor.[...] Para que la sencillez no quedara como algo frío, lo mostró en el fuego. [...] También ustedes sean sencillos, pero de modo tal que sean  fervientes" (In Ioan. evang. tr. VI, 3-4).
Creo que, como cristianos llamados a la "sabiduría del diálogo", esto bien puede servirnos de discernimiento. En efecto, también la vida cristiana requiere un "termómetro"... No hay amor verdadero que sea frío. "Porque hay algunos que se dicen sencillos, y son vagos; se llaman mansos, y son apáticos" (San Agustín, Idem). Si nuestra sencillez, nuestra mansedumbre, nuestra amabilidad y tolerancia no son compatibles con un corazón apasionado por el bien y la verdad, entonces no son tolerancia sino apatía, "indiferentismo" y qué-más-dá. La apertura al diálogo, si no es compatible con la "valentía de la libertad de los hijos de Dios",  ni es sabia ni es virtuosa. Hay una mansedumbre que viene de la muerte, como dice por ahí Larralde: "suelen ser las más podridas las aguas que están más calmas".
Por eso, Señor Jesús, quemanos con el fuego amable de tu Espíritu, para que nuestro corazón aprenda a ser manso y humilde como una paloma, ardiente y apasionado como el fuego.

martes, 5 de octubre de 2010

La incierta certidumbre de Dios

"Conozcamos, corramos al conocimiento del Señor,
cierta como la aurora es su salida;
vendrá a nosotros como la lluvia temprana,
como la lluvia tardía que riega la tierra" (Oseas 6, 3)

¡Corramos, esforcémonos por conocer a Dios! Vale la pena todo el aguante agotador de la noche, todo ese gemir sobrecargado, vale la pena pedir ayuda sin parar y no cansarse de querer salir, querer salir...
Dios cumple los deseos del corazón siempre (porque él desea más que nosotros); Dios cumple sus promesas siempre. Por larga que sea la noche, la aparición de Dios es "cierta como la aurora".
"Cierta como la aurora"... La venida de Dios es segura con esa "necesidad física" del sol que vuelve a salir... Esto es estrictamente así: la necesidad física es expresión y efecto de la libertad amorosa de Dios, y no al revés. La inexorabilidad de los cielos -de las leyes naturales- está creada por la inexorabilidad del amor eterno de Dios: "Él hizo sabiamente los cielos porque es eterna su misericordia" (Sal 135, 5). La certeza de la aurora no es más cierta que la certeza del amor de Dios, sino su fruto y su espejo.
Ahora bien, él vendrá "como la lluvia que riega la tierra"... Estotra imagen habla más bien de la "inmanejabilidad" de la aparición de Dios, y muy pertinentemente está colocada justo después de la imagen del amanecer: de lo contrario, parecería que uno, reloj en mano, podría saber cuándo exactamente va a visitarnos el Señor: faltan diez, nueve ocho... Para corregir esta ilusión, Oseas nos propone la comparación con la lluvia, que no sabemos cuándo va a venir, "porque en muchas ocasiones truena y no sabe llover".
De la primera comparación, aprendemos la certeza irreversible de que Dios llegará; de la segunda, la incertidumbre de que no sabemos cuándo. Todo lleva a que no confiemos en nuestras especulaciones, sino que pongamos toda la esperanza en él.
Esta es la esperanza cristiana, certeza divina que nos permite andar entre las incertidumbres humanas (tan cierta aquélla como éstas). Así vivió también Jesús, que vivió como Hijo la "hora": ya está viniendo, ya viene... pero recibiéndola siempre de la voluntad de Dios, el único que sabe "el día y la hora". Nosotros, hijos como él -y en él-, renunciamos a manejar la historia, y le dejamos el asunto al Padre, mientras vivimos, con todo, la propia necesidad de cada día.