martes, 8 de abril de 2025

LOS LÍMITES QUE DIOS NOS PONE

 

Reflexiones a partir de las lecturas del Domingo III de Cuaresma (ciclo C)

 

“Quien pida amor,

ha de inspirar respeto.”

José Martí

 (“Por Dios que cansa”,

Flores del destierro).

 

"Noli me tangere" de Bartolomaeus Spranger (1546-1611)


¿La ira de Dios?

A veces aparecen, en las lecturas de la Misa, algunos de esos pasajes bíblicos incómodos, en que Dios parece “mostrar los dientes”, desdiciendo, con su tono amenazante, la dulce imagen inocua que muchas veces nos hemos hecho de Él.

Y no es fácil encontrar teólogos y predicadores que “se hagan cargo” de estas páginas: la mayoría los pasa por alto, lisa y llanamente, como si no existieran. Se recorta así, de hecho, la Sagrada Escritura, reduciéndola a nuestras pobres dimensiones.

Hoy, después de que en el Salmo cantamos la misericordia del Señor, la epístola de san Pablo nos recuerda que nuestros padres, en el desierto, no fueron agradables a Dios: “No nos rebelemos contra Dios, como algunos de ellos, por lo cual murieron víctimas del Ángel exterminador” (1 Cor 10, 10). Pero luego continúa con una severa admonición: “Todo esto […] está escrito para que nos sirva de lección a los que vivimos en el tiempo final. Por eso, el que se cree muy seguro, ¡cuídese de no caer!” (1 Cor 10, 11-12).

Y el mismo Jesús, en el Evangelio, a raíz de dos hechos luctuosos sucedidos en sus días, pronuncia -también dos veces- esta amenaza: “Y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (Lc 13, 3.5).

Entonces, me acordé de un teólogo que se animó a dar cuenta de esos pasajes ásperos que a los predicadores posmodernos nos gustaría muchas veces evitar. Gracias a la página del Sr. Jack Tollers, conocí un brillante artículo del jesuita francés Jean Daniélou, titulado “Magnalia Dei”[1]. En él, Daniélou, haciendo un comentario sapiencial del cántico de Habacuc (presente en la Liturgia de las Horas), se propone no solamente tener en cuenta, sino explicar la importancia que tiene para la revelación de Dios la manifestación de su ira.

Daniélou, en su artículo, comienza mostrando someramente cómo sólo el contacto vivo con las Escrituras puede darnos el verdadero sentido de las palabras más importantes con que caracterizamos a Dios que se revela: verdad, justicia y amor, que pueden fácilmente verse adulteradas.

Y habiendo establecido, cómo no, que “el amor es la suprema revelación del Dios bíblico” (p. 3) , el autor propone detenerse esta vez en una de sus “características más misteriosas: su ira” (íd.).

Luego, tras rechazar, de la mano de Tertuliano, la siempre acechante tentación del antiguo Marción, aún hoy vigente, -según la cual la ira pertenecería a la imagen de Dios del Antiguo Testamento, en tanto que el Nuevo nos presentaría al Dios-Amor-, Daniélou nos lleva a admitir sin rodeos que “la ira es una de las actitudes del Dios de la Biblia” (p. 6). Que, por supuesto, no está reñida con su amor, salvo que con “mala filosofía” (íd.), consideremos como pecaminosas en sí mismas a las pasiones humanas (la ira o los celos, p. ej.).

Insoslayable es la referencia a la ira de Cristo, que no solo pronunció amenazas, sino que se tomó el tiempo para hacer un látigo y echó intempestivamente a los comerciantes del templo de Jerusalén, y no con solas palabras perentorias sino derribando violentamente sus mesas (y por ende su dinero). Esta ira -explica Daniélou- “no es el resentimiento de un amor propio herido” (p. 7). La ira de Dios es “negativa a pactar con lo inadmisible, la expresión de su incompatibilidad con el pecado” (íd.).

 

La ira de Dios como manifestación de su existencia

Pero un poco más adelante, Daniélou afirma que la ira de Dios no sólo es una manifestación pedagógica en contra de lo que está mal, sino que, incluso cuando se expresa en las grandes catástrofes (naturales o humanas) nos permite experimentar su misterio, su presencia trascendente, su intensidad vital: “Así, en su núcleo más profundo, la cólera de Dios es la expresión de la intensidad de la existencia divina, de la violencia irresistible con la que se lleva todo por delante cuando se manifiesta. En un mundo que permanentemente le da la espalda, a veces Dios recuerda violentamente que existe.” (p. 7).

De manera que, lejos de tratarse de un lenguaje tosco y antropomórfico, casi indigno de un discurso teológico, la ira de Dios consigue revelarnos un aspecto de Dios absolutamente fundamental: su ser distinto de nosotros (su alteridad), su trascendencia, y la tremenda intensidad de su ser. “Las expresiones abstractas nos hacen alcanzar la verdad, pero no la intensidad de las cosas. Al contrario, las expresiones de celos, de cólera, expresan la intensidad de la existencia divina […], aquello en Él que es lo más diferente de nosotros, esto es, esencialmente, la intensidad de su existencia, sin proporción posible con la nuestra” (p. 7).

Daniélou hace estas reflexiones comentando el texto de Habacuc en que la ira de Dios se manifiesta en dos clases de imágenes: de tormenta y de guerra. La furia de la guerra, el fragor de la tempestad expresan la ira del Señor de la historia.

Y Cristo, en el pasaje antes aludido, nos enseña a leer con fe justamente dos episodios que representan dos tipos de desgracias. Una es la masacre provocada por la sangrienta represión de Poncio Pilato a unos rebeldes galileos; la otra, un accidente: el derrumbe de la torre de Siloé.

No se trata de pensar, con la seguridad teológica de los amigos de Job, que las víctimas eran dignas de un castigo divino… Jesús desecha de entrada los juicios que pretenden comprender los inefables designios de Dios. “¿Creen que ellos eran más culpables que los demás […]? Les aseguro que no” (Lc 13, 3. 5).

Sin embargo, ambas noticias trágicas deben servirnos, dice el Señor, para convertirnos. Ante los dos tipos de calamidades (las provocadas directamente por el hombre y las más fatídicas, sean más o menos naturales), en los corazones cristianos deberían resonar las palabras de Cristo: “y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera” (Lc 13, 3).

La violencia del mal (natural o humano) que -incluso hoy, con terremotos, inundaciones o guerras- pone al desnudo nuestra fragilidad y nuestra insignificancia frente a poderes que aplastan, puede y debe servirnos para “despertarnos” de nuestro sueño antropocéntrico, de nuestra ilusión técnica de omnipotencia, y para volver nuestra mirada al único Todopoderoso, al único que Es.

Ese Ser de Dios, intenso, poderoso, real y concreto, muchos de nosotros ya no lo percibimos. Porque aunque profesemos creer, vivimos como si Dios no existiera. Nuestro ateísmo práctico debilita, difumina, vacía la presencia de Dios convirtiéndolo en un dios meramente nocional y, sobre todas las cosas, irrelevante. Hasta que nos sacude existencialmente, hasta que nos “golpea” de alguna manera.

            También en las relaciones humanas suele sucedernos que sólo mediante ciertos “golpes” nos percatemos de que había un “otro” que requería mi atención. Un padre que frena el recorrido de un hijo abstraído para exigir un saludo, o las a veces terribles formas de los hijos de “llamar la atención” de sus padres… abstraídos. Dolorosamente, ese ser, ese otro, se hace presente y nos rescata de nuestro egoísmo.

 

Los límites que Dios nos pone

Y aquí entra en juego la lectura de la revelación de Dios a Moisés en la zarza ardiente: “Yo soy el que soy”. (Daniélou recordaba, para mostrar la abismal trascendencia del ser divino, lo que Jesús le dijo en revelación privada a santa Catalina de Siena: “yo soy el que soy; tú, la que no eres”).

Cuando Moisés se acercaba, fascinado, curioso, hacia la zarza que ardía sin consumirse, Dios lo para en seco con una orden terminante: “¡Detente! ¡No te acerques! ¡No pises! ¡Quítate las sandalias! Porque el suelo que estás hollando es sagrado” (cf. Éx 3, 5). Aquí está toda la pedagogía del respeto, de la reverencia de lo sagrado.

Para poder revelar su Ser, Dios tiene que poner un límite. Sin esa barrera, sin esa obligación (en este caso, de descalzarse, que podría ser cualquier otra), Dios hubiera sido apenas el objeto de la curiosidad de Moisés, que una vez satisfecho, habría seguido su camino sin pena ni gloria, sin revelación divina y sin crecimiento interior.

Más tarde, después de las plagas de Egipto, las manifestaciones de Dios en el mismo cerro Sinaí y frente a todo el pueblo liberado serán mucho más claras y evidentes, pero asimismo más furiosas -más intensas-: temblor de tierra, viento huracanado, fuego eruptivo. Y los límites mucho más amenazantes: “Deslinda el contorno de la montaña y di: guárdense de subir al monte y aún de tocar su falta. Todo aquel que toque el monte, morirá” (Éx 19, 12). El pueblo no tiene dudas de que está frente al poderoso Dios que por amor los liberó del Faraón.

Estas manifestaciones contundentes, estos límites que Dios nos pone, son su primer acto de amor: revelarnos su existencia. Sin algo que “toque” nuestra vida, que tuerza en algo nuestro rumbo, en el fondo no percibimos al Señor (aunque lo confesemos con los labios). ¿Y cómo vamos a amar o a reconocernos amados por alguien a quien no conocemos?

 

“El inicio es el temor del Señor”

Humanamente hablando, pasa lo mismo. En la psicología evolutiva aprendemos que, antes de nacer, tenemos con nuestras madres un vínculo de simbiosis, que es en realidad un no-vínculo, porque la creatura piensa que la madre no es sino una prolongación de sí mismo. Y sólo los límites (no alimentarse ya incesantemente sino a determinadas horas, cada vez más espaciadas, no estar pegada ya al cuerpo de la madre todo el tiempo, etc.) le van enseñando que la madre es “otro”. Y sólo en ese misterioso y entrañable diálogo primordial, sólo después de aprender a decir “mamá” aprenderá a decir “yo”.

Ahora bien, a nosotros bien puede pasarnos que, a pesar de los años, quedemos afectivamente presos de un profundo egoísmo (“narcisismo” les gusta decir a los psicólogos), favorecido por un modo de vida que nos provee todo tipo de satisfacciones, y reduce a casi ninguna las limitaciones de nuestros deseos. Tenemos todo, y todo ya. El niño interior que nos habita está siempre alzado y mamando (aunque los deseos y sus objetos vayan mudando).

Estando así las cosas, y además exacerbadas por el individualismo casi militante de nuestra cultura, con frecuencia podemos constatar que el prójimo directamente desaparece. Los otros entran en nuestro espectro vital sólo en cuanto que tienen una utilidad para nosotros. Aunque seamos inteligentes, y los conozcamos, llamándolos por su nombre, existencialmente sólo los reconocemos en cuanto que nos proporcionan alguna utilidad. No son registrados como “otros” (como otros “yo”), como personas con su propia vida y sufrimientos e intereses, sino como objetos de nuestros deseos. Afectivamente, no los vemos en sí mismos, vemos tan sólo nuestra necesidad hasta que la hemos saciado.

Sólo los límites puestos a tiempo pueden arrancarnos de ese egoísmo narcisista. Sólo cuando la presencia del otro me impone una norma -cualquiera que sea- ante la cual el impulso primario e irracional de mi deseo se estrella, se golpea, se ve frenado, puedo recién reconocerlo. Porque no es lo mismo conocer que reconocer. Reconocer es conocer al otro pero respetándolo como otro. Deponiendo cualquier intento de convertirlo en objeto, en mercancía, renunciando a utilizarlo.

“¡No te acerques, quítate las sandalias!” no es un acto de distanciamiento de parte del Dios de los padres. ¡Si está hablándole a Moisés para decirle que el clamor del pueblo llegó a sus oídos, si está anunciándole que va a bajar a liberarlos…! Pero sin el límite, que es, digámoslo ya, sencillamente el respeto (que la Biblia llama “temor de Dios”), no sólo Moisés no conocerá su misericordia, sino que ignorará su misma existencia. En la mañana de la Resurrección, será el mismo Cristo quien se lo diga a la Magdalena: Noli me tangere! ¡No me toques!” (Jn 20, 17).

 

Si no es respetuoso, no es amor

La gran trampa en que caemos hoy en las relaciones humanas es pensar que puede existir amor sin respeto: que corregir, marcar diferencias, imponer normas y castigos atenta contra el amor.

Todo lo contrario: para poder amar a alguien, y para poder ser amado por él, antes debo reconocerlo como distinto de mí y él a mí como distinto de sí.

“Quien pida amor, ha de inspirar respeto”, comenzaba sentenciando el poeta. Y quien quiera saber si ama de veras a alguien, piense simplemente si es de verdad respetuoso con él. Que no es tratarlo de “usted” solamente, sino saludarlo siempre, preguntar cómo está, no llamarlo solamente cuando uno lo necesita, preocuparse por sus asuntos, nunca querer manipularlo, etc.

Nunca el verdadero amor anula el respeto. El respeto es el inicio del amor, pero también es el medio y el final.

 Como el temor de Dios, que es el inicio, pero no desaparecerá en la Caridad consumada de la gloria, cuando seguiremos adorándolo, sobrecogidos de amor: “¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!” (cf. Ap 4, 8).

 

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Que la Cuaresma sea la ocasión para dejarnos corregir por la Madre Iglesia que nos impone -sí, impone- las normas del ayuno, de la limosna, de la oración, a fin de que Dios deje de ser un “Ente” y sea reconocido por nosotros como Alguien verdaderamente presente. Dejémonos contrariar por esta santa disciplina que nos permitirá convertirnos, o sea, que nos permitirá volver a ver a Dios, pero tan concreto, tan real, tan cotidiano, que me toca el bolsillo, el tiempo, los gustos.

“Y si ustedes no se convierten…”


[1] https://www.etvoila.com.ar/la-colera-de-dios

martes, 7 de enero de 2025

Y la estrella de Oriente se detuvo.

 Pensamientos en torno a la verdadera y a la falsa eternidad.

  Hace bastante viene dándome vueltas a las mientes el tema de las espiritualidades (religiones, filosofías...) orientales. Y es que, cada vez más, esa cosmovisión, en muchas expresiones, nos sale al cruce de múltiples maneras y en donde menos lo esperamos: "retiros espirituales" en las empresas, mindfullness en los jardines de infantes y budas en los de las casas; reiki en varias partes y yoga en todas...

 Ahora bien, esto no es un fenómeno nuevo. En la Epifanía del Señor también se dio un auténtico cruce entre la sabiduría oriental y el Evangelio de Jesucristo: y el relato del evangelista San Mateo echa mucha luz a la problemática, más actual que nunca, de ese encuentro (o desencuentro) de concepciones.

  Sin dudas, un protagonista insoslayable del escenario navideño es la estrella de Belén. Los magos, en el Evangelio, dicen a Herodes: "Hemos visto su estrella [la del rey de los judíos] en el Oriente".

   Nadie duda de que los reyes magos representan a todo el mundo pagano: por eso su llegada al pesebre supone un misterio de "epifanía": el cumplimiento de esa revelación a los gentiles de que habían hablado los profetas. La tradición, que pintó a Baltasar como de raza negra, confirma esa intención de ver en esos tres misteriosos peregrinos a la totalidad de los hombres de buena voluntad que buscaban la verdad a tientas.

    Pues bien: los paganos llegan del Oriente siguiendo el curso de una estrella.

  El paganismo siempre tendió a divinizar los astros. Hasta el día de hoy, nosotros llamamos a los planetas con los nombres de los dioses del panteón romano (Júpiter, Saturno, Venus, etc.). También los indios americanos divinizaron al sol y a la luna. Y es lógico, porque acaso no haya nada, en este mundo, que dé más impresión de estabilidad y de orden que las estrellas, que, por lo demás, son brillantes y hermosas y están en lo alto del cielo. Sus ciclos perfectos "alrededor de la tierra" rigen los ciclos vitales de nuestro mundo inferior: de la "vuelta del sol" dependen nuestras cuatro estaciones, con su renovado milagro en cada primavera; con las cuatro fases de la luna, que mueven las mareas, medimos nuestras semanas y meses.

  De hecho, la única "eternidad" que los paganos conocen es esa infinitud de los ciclos que nunca se detienen, la del "eterno retorno".

   Pero en la Epifanía del Señor pasó lo que no podía pasar nunca: la estrella se detuvo. Y debajo de donde la luminosa estrella oriental terminó su cansado curso se hallaba, recostado en lo oculto de la tierra, el único y verdadero Eterno. El que había entrado de lleno en la historia justamente para romper con su Cruz -como quien pone un palo en la rueda- el círculo cansado de la falsa eternidad inmanente, siempre presa de sí misma.

   "Y la estrella se detuvo": el ciclo se rompió. Dios tuvo que meterse en el ruedo del mundo y en el circo de la historia para romperlos desde dentro, permitiéndoles, por fin, abrirse a la verdadera eternidad de Dios y otorgarles así un norte, una dirección, un sentido. Porque en la concepción cíclica de la historia no hay, en el fondo, antes ni después, más ni menos, mejor ni peor, no hay referencia alguna: cualquier punto es indistinto en la circunferencia.

  La falsa eternidad del paganismo es la que pretende trasladar al mundo del espíritu los repetitivos ciclos que sí -indudablemente- vigen en el mundo inferior. Pero el mundo material, en sus transformaciones cíclicas, es sólo una caricatura de lo eterno. La verdadera infinitud, en cambio, es la del mundo del espíritu, que tiene un origen determinado y tiene un final más allá de sí mismo. Y cuando se aplica a las realidades humanas y espirituales la rueda falsamente eterna de la religión oriental, esa rueda aplasta su identidad y su auténtica vocación de infinito, trocándola por el placebo de las teorías reencarnacionistas, que acaban por quitarle peso a la responsabilidad personal relativizando, en última instancia, el bien y el mal.

  Podríamos, didácticamente, plasmar estas concepciones de la infinitud en dos imágenes parejamente hídricas. La falsa eternidad pagana, típica de la sabiduría de Oriente, es como la fuente, que una y otra vez toma y escupe hacia el cielo la misma agua que luego habrá de caer en ella para reiniciar el mismo recorrido circular. Por el contrario, la genuina eternidad, propia de la concepción cristiana, está cabalmente expresada poéticamente en los versos de Manrique: "nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir".

  También hoy, cuando por los inmunodeficientes poros de nuestra fe enferma nos contagiamos de costumbres orientales, vuelve a darse -aunque no lo sepamos- este cruce entre las dos concepciones de la eternidad. Pero no hay compatibilidad entre una y otra, por más que una mirada muy superficial lo suponga posible. Hoy como ayer, el brillo exterior (la estrella), la ciencia (magos), la riqueza (regalos regios) parecen venir de Oriente, y nos deslumbran. Pero el Evangelio de la Epifanía nos enseña que la verdadera realeza, la verdadera ciencia, el verdadero tesoro están en la concretísima y opaca humildad del Dios hecho carne: Jesucristo, el Señor. 

  Y los magos orientales, dejando de lado el brillo de la estrella y la corte real de Herodes, supieron bajar la mirada y reconocer en la humildad de la tierra al Rey de los cielos, postrándose en su presencia y deponiendo ante Él lo que venían atesorando. 

  Que no nos pase hoy que los cristianos, olvidados del don de la verdad que nos habita, hagamos el camino inverso y nos postremos, des-lumbrados -es decir, apagada la lumbre de nuestra fe- por el atrayente brillo de la espiritualidad oriental, ante los astros del paganismo, que nos sumergirán una y otra vez en su rueda -quizá- sin fin, y -seguro- sin salida.


Ayacucho, 7 de enero de 2025