¿UN HIJO MÁS?
Fabrice
HADJADJ
Título
original: Encore un enfant?, Mame, París, 2022.
Traducido por Cristián Dodds (h.)
DIOS Y AYACUCHO
EDICIONES
Junín 261, Las
Tunas, Gral. Pacheco, provincia de Buenos Ayres
Año del Señor
2025
Chatov balbuceaba palabras sueltas, brumosas,
exaltadas. Era como algo que le removía el espíritu y que, por sí solo, sin que
él lo quisiera para nada, se adueñaba de su alma.
-“Había dos seres y, de pronto, un tercero, una
tercera alma, completa, acabada, como ninguna mano humana la podría formar… ¡Un
nuevo pensamiento, un nuevo amor, eso asusta…! ¡Y no hay nada más grande en el
mundo!”
-“¡Oh, sí, que suenen los instrumentos…! ¡Es sólo
la continuación del desarrollo de un organismo! Y no hay nada ahí adentro,
ningún misterio”, se reía con sincera jovialidad la partera Arina Projorovna. “¡A
ese paso, cualquier mosca será un misterio! Es esto, nada más: hay gente que no
debería nacer. Primero, renueven todo, de modo que no haya ni una persona de más,
y recién después tráiganlas al mundo. De lo contrario, a ésta, pasado mañana,
habrá que mandarla al hospicio”.
Dostoievski, Los demonios, III, 5, VI.
A nuestros padres,
que en buena hora nos tuvieron.
A nuestros hijos,
que en buena hora los tuvimos.
PREFACIO
¿Un libro
más?
“¿Un
hijo[1] más?” No
estoy seguro de que esto se pueda decir con el mismo tono que “¿Un vaso más?”.
Por supuesto, no habría que subestimar esta última pregunta. Las campañas de
seguridad vial nos tienen acostumbrados a lo serio del caso. Conducir después
de haber bebido una copa de más puede poner en peligro la vida de uno así como
la de un tercero (casi tanto como cuidar de la abuela de uno sin un barbijo
FFP2). Sólo quedaría agregar que las entonaciones -aperitivas o digestivas- con
las que decimos: “¿Un vasito más… para el camino?” no serían seguramente bien
recibidas por una mujer a quien se le
estuviera sugiriendo ser otra vez madre, y esto no sólo a causa de las campañas
de seguridad planetaria.
Para
indicar mejor el tono justo, habríamos podido diseñar la letra del texto al
estilo de un cómic, y puntuar el título con tres clases de puntos: de
interrogación, de exclamación y de suspenso… De hecho, a partir de nuestro
cuarto hijito, y quizá antes, mi mujer y yo hemos oído muchas veces a personas
bien intencionadas, que se preocupaban sinceramente por nuestra relación,
exclamando: “¡¿Un hijo más?!” A partir del séptimo, ya nos lo dijeron incluso
los católicos que habían tenido seis o menos, como si se tratara de una
competencia en la que tuvieran que descalificarnos por doping.
La
forma interrogativa, cuando era acompañada de la exclamativa, tenía todos los
visos de un reproche: éramos unos inconscientes. Cosa que yo no nunca me atrevía
a desmentir. Al contrario, me hundía más: “Compréndannos… Ya con el primero
estábamos totalmente sobrepasados… Por eso es que nos dijimos que podríamos
tener otros más…”
Pero
no estoy del todo seguro de que lo hayamos siquiera pensado. Nunca hubo entre
nosotros un “proyecto de paternidad”. Nunca nos propusimos una familia
numerosa. Simplemente nos abrazábamos… sin invitar a subir a nuestra cama a los
laboratorios farmacéuticos ni a las industrias del látex. Y éramos demasiado
desorganizados como para respetar el método Billings, aunque el moco vaginal me
interesase bastante.
¿Programa o promesa?
A Vincent Morch, el director de la editorial Mame[2], esta
justificación le pareció pobre. Los antinatalistas se hacían cada vez más
numerosos (eso sí: sin multiplicarse ellos mismos) y cada vez más furiosos. Me invitó
a defenderme mejor. Yo no me había defendido, o no lo había hecho bastante: y
entonces accedí a hacerlo. Por eso surgió este doble librito.
He retomado y
desarrollado en él una conferencia que di en Verona, la ciudad de Romeo y
Julieta, y con la que no estaba tan disconforme. Y le he agregado, como primera
parte, una diatriba (por no decir un panfleto), puesto que la mejor defensa es
siempre un ataque.
Dos
textos, entonces, con dos estilos diferentes. El primero, bien detallado, según
las reglas del género, sin notas a pie de página; el segundo, más especulativo,
por no decir más serio, donde incluso da la impresión de que me he disparado
una bala en el pie después de haber apuntado contra los neomalthusianos. Uno no
puede reinventarse. Siempre me gustó el debate, pero más me gusta el cuestionar,
y más todavía ese punto de la reflexión en el que ya no se entiende nada, tanto
que la pregunta tiende a volverse oración. Así, después de haberme puesto a
defender el hecho de tener muchos hijos, me he ceñido a preguntar si
está bien tener incluso uno. ¿Qué es lo que nos lleva, en efecto, a
emprender la aventura de la mortalidad para un tercero?
La
promesa de Dios a Abraham: “Yo te bendeciré y multiplicaré tu descendencia
como las estrellas del cielo y como las arenas de la orilla del mar” (Gén
22, 17) les parece a muchos, hoy en día, como la planificación de un atentado
suicida. Los argumentos que esgrimen en favor de esa visión no son, con todo,
nada despreciables. Su debilidad, sin duda, estriba en que piensan en términos
de planificación y no de promesa, al punto de que confunden promesa con
programa. Esta observación nos ubica más allá de la situación actual. Es
necesario, por lo tanto, ser más radicales de lo que es la objeción del ambientalismo,
y de plantear el problema hasta el fondo, como quien cava una tumba, con la
eventual posibilidad de dar con un tesoro escondido (que es el ejemplo
proverbial del final feliz en los textos de Tomás de Aquino: Fodiens
sepulcrum invenit thesaurum[3]).
En
esa tarea, llegué hasta criticar esa moral fundada exclusivamente en el cálculo
y la prevención de las consecuencias. Me vi obligado, sobre todo, a abandonar
el campo de la ética para dirigirme hacia la filosofía de la naturaleza y a la
metafísica, y llegar finalmente a esta afirmación tremendamente nietzscheana: “Nuestra
carne está antes que nuestro espíritu; nuestra racionalidad debe acoger el
impulso de nuestra animalidad para ser vigorosa de veras”. Sin embargo, para
que esta acogida pueda darse sin una ceguera “vitalista”, conviene admitir que
nuestra animalidad es muy espiritual -El burro conoce el pesebre de su
dueño, pero Israel no conoce nada (Is 1, 3)-, y que en ella la promesa de
la vida no es para nada vana. En consecuencia, lo sobrenatural (tener esperanza)
nos es necesario para llevar a cabo con lucidez aquello que hay de más natural
en los demás vivientes (engendrar). En fin, ya verán ustedes…
Hacer[4],
tener, procrear, engendrar… un hijo
El título de
este libro fue motivo de discusión. Provisoriamente, la casa editorial lanzó en
sus canales un “¿Por qué seguir haciendo hijos?”. En seguida me opuse,
justamente por esos dos verbos. Es curioso: pareciera que no tenemos palabras
adecuadas para expresar la cosa más normal y más corriente. Hablamos de “hacer”
o de “tener”, justo donde, estrictamente hablando, no se trata ni de tener ni
de hacer.
Como
el verbo es atraído sin cesar hacia su sentido propio, uno termina por “hacer niños”
como quien “hace” los quehaceres domésticos, un libro o unos asuntos, o sea,
como eso que podríamos elegir no hacer (a causa de los asuntos, del libro o de
los quehaceres domésticos). El problema no es de ayer: viene de la más rancia
antigüedad. “Niño”, en griego, se dice teknon, de la misma raíz que tekné,
la técnica. Los antiguos mostraban así una tendencia al eugenismo. El abandono
de los recién nacidos (apothesis en griego, expositio en latín)
era práctica habitual. Aristóteles invita a deshacerse de los deformes, o sea
de los contrahechos.
La
Summa totius logicae[5], por
mucho tiempo atribuida a Tomás de Aquino, explica que el auxiliar “haber”[6] puede
entenderse de diversas maneras, y la mayoría equívocas. No se “tiene” un hijo
como quien tiene una propiedad privada en la bahía de Juan-les-Pins[7]. El verbo
no remite aquí primeramente a la categoría del tener sino a la de la relación:
el padre es padre por el hijo, así como el hijo es hijo por el padre, aunque
uno es el origen y el otro, el término. Napoleón no se preocupará mucho por esa
fineza en distinguir: en su apología del Código Civil, el día de su voto
definitivo en la Asamblea, el orador gubernamental no tuvo empacho en destacar
que esa mezcolanza de pinceles y de bebitos era irrefutable: “¿Quién puede
negar que la autoridad paterna no depende enteramente del derecho que el padre
tiene a disponer de sus bienes?” Ahora bien, no vayamos a equivocarnos acerca
de las intenciones del legislador: esa reducción no era tanto para conferirle
al padre un derecho absoluto sobre su prole cuanto para permitirle al Estado
disponer de las familias como lo hacía con los bienes públicos.
“Procrear”
es evidentemente demasiado teológico: “engendrar” no tiene ningún error, pero
su redundancia[8]
no explicita nada. En mi ensayo, empleo la frase “dar la vida”. Ésta permite
insistir sobre el don, y hacer el contraste con nuestra mortalidad. Pero no
está exenta de otras posibles confusiones. En realidad, nosotros no damos la
vida como si fuéramos sus principios: es más bien la vida que da a sí misma a
través de nosotros.
¿Habrá
que hablar entonces de “transmitir”? La negligencia vuelve por el otro lado:
uno transmite algo a alguien que preexiste a ese acto de transmisión. Pero lo
que es “transmitido” -y ahora sí es mejor decir “lo que es dado”- es el mismo
“alguien” a él mismo. En el fondo, ningún hombre da la vida y ninguno la
recibe: él es, más bien, el que se recibe por ella, con ella y en ella.
Pretender que uno ha dado o ha recibido la vida presupone dos sujetos que dominen
la vida desde afuera (pero ¿cuál sería ese “afuera” para nosotros, sino lo no
viviente?). Esta pretensión llevaría a los padres a decir: “Nosotros te hemos
dado la vida, ¡y mira cómo te portas tú, desagradecido, con tus creadores!”
Pero también autorizaría al hijo de responderles la protesta al modo gnóstico:
“Yo no les pedí nada… ¿Saben dónde se pueden meter esta vida que me dieron…?”,
como si él hubiera existido antes de existir en este mundo.
Nos
queda “generar”, que me gusta, con la condición de que se lo entienda a partir
del hebreo bíblico: Yadal. El verbo se substantiva en plural: toldot
(geneaí en la Setenta[9] y generationes
en la Vulgata[10]).
Designa los “engendramientos”, pero quiere también decir “historia”. Se emplea
tanto para una genealogía como para un relato. Como lo hacía notar en sus
cursos León Askenazi (más conocido como “Manitou”), la historia, para el judío,
es más intergeneracional que de acontecimientos. El hecho de generar es el
acontecimiento de los acontecimientos: no introduce un nuevo objeto ni un nuevo
hecho en el mundo (de aquí también el límite de “traer al mundo”), sino un
nuevo sujeto, a través de cuya mirada y libertad todo podrá, quizá, ser
renovado. En el intervalo de una generación a la otra, más allá de crisis de
adolescencia y retornos simplemente pendulares, puede tener lugar una redención
que sobrepase las proyecciones individuales.
En
el texto masorético[11], toldot
conoce muchas grafías: una completa (malé) con dos vav[12]:
toldot en la transliteración; otra defectiva (hasser) porque le
falta una vav e incluso a veces las dos: tldt. La primera
aparición de la palabra en su forma completa está al final de la creación en
siete días: Éstas son las generaciones de los cielos y de la tierra (Gén
2, 4). La última se encuentra en el libro de Rut (4, 18): Éstas son las generaciones
de Perets, nacido éste del incesto de Judá con su nuera Tamar, a la sazón
vestida de prostituta. Eso quiere decir dos cosas sobre el generar tomado en su
plenitud. La primera ya la he mencionado: cada acto de generar es un comienzo,
una re-creación; generar nos vuelve a ubicar en la Génesis de todas las cosas
-tierra y cielos-.
La
segunda es que la plenitud no está en el origen sino en el fin de la
generación. Perets fue concebido en las circunstancias más sórdidas. Su nombre,
no obstante, quiere decir “brecha”. Él atraviesa el muro de la maldición,
porque sus generaciones conducen al nacimiento del mesías figurado por David.
Las toldot prometen más de lo que nosotros proyectamos: El Eterno
frustra los planes de las naciones (Sal 32, 10), Él aniquila las
tramoyas de los astutos (Job 5, 12), Él arroja a los poderosos de su
trono y enaltece a los humildes (Lc 1, 52).
Pero
¿quién entiende hoy el verbo “generar” en este sentido, conforme a las
resonancias de una revelación?
Al final
hemos renunciado a todo verbo en aras de un adverbio: “todavía”[13], que
habrá que captar a la vez como una reiteración y una inauguración, dado que el
segundo hijo, el tercero o incluso el duodécimo es todavía el único. Con esta
elipsis[14], corro
el riesgo de que el tema se intérprete en un sentido moral: “¿Eres todavía un
niño?”. Pero eso se une con una de mis tesis: es necesario un cierto espíritu
de infancia, de abandono en el Padre eterno, para atreverse a llevar una vida
nueva en éste, nuestro mundo viejo.
“Después de la desgracia de nacer…”
Un
prefacio se escribe siempre al final. Pero como yo soy un poco lento[15](aunque
debe reconocerse que todo hombre es lento en la medida en que su reflexión no
es cerrada ni superficial), me aprovecho de eso para agregar a hurtadillas un
“sub-capitulito”, y abordar un caso límite que me acucia desde hace mucho. El
lector puede saltearlo si quiere, y empezar directamente por la diatriba. Pero
si le gusta la literatura tal vez le convenga tener un poco de paciencia. Se
trata, en efecto, de una frase de Chateaubriand en sus Memorias de
ultratumba. Recuerda al Cioran[16] del Inconveniente
de haber nacido. Suena como la más perentoria de las declaraciones
antinatalistas. Sin embargo, aunque la piel es de Esaú, la voz sigue siendo de
Jacob.
Chateaubriand
acaba de admitirlo: él “no asiste a un bautismo o a un casamiento sin sonreír
amargamente o sufrir una opresión en el corazón”. Y es entonces que confiesa:
“Después
de la desgracia de nacer, no conozco otra peor que la de traer un hombre al
mundo”[17].
Afirmación
abrupta, y más cuando viene sin glosa alguna. Incluso los comentaristas se
apresuran a atribuirla al romanticismo más desbocado, o sea, al más abatido. Fingir
que se pierden las ilusiones para engañarse mejor a sí mismo: “el mundo es
indigno de mí”, “los árboles me comprenden mejor que mis vecinos”, “no tengo
otro camino que el vagar indefinido”, etc. Aquel a quien en ese entonces
llamábamos “encantador” no sería más que un desencantado y, en cuanto a nuestro
asunto, el peor de los adversarios.
Pero
yo creo, más bien, que es nuestro aliado. ¿Quién mejor que él, después de todo,
para desenmascarar a los románticos? En 1822, en Londres, el caso andaba de
boca en boca. El que estaba “de moda” debía “presentarse a primera vista como
un hombre desgraciado y enfermo, […] tener algo de negligente con su persona,
las uñas crecidas, la barba no entera, no afeitada sino crecida de repente, por
sorpresa, por olvido, en medio de las preocupaciones de la desesperanza; una mecha
de cabello al viento, un mirar profundo, perdido y fatal; los labios contraídos
en un desdén por la especie humana; un corazón aburrido, byroniano, ahogado en
el disgusto y el misterio del ser”.[18]
Aunque
su temperamento fuera solitario y su matrimonio en gran medida arreglado (llegaba
a llamar a su mujer “mi viuda” y declaró haberse casado con ella para complacer
a su propia hermana Lucila), Chateaubriand defiende el estado conyugal como
aquello que justamente lo resguardó de ese byronismo por el que los los jóvenes
oscuros y bellos acaban siempre por volverse solterones amargados:
“Si
me hubiera mantenido soltero, ¿acaso habría producido más cantidad de obras, y ésas
hubieran sido mejores? […] Si no me hubiera casado, ¿no me habría dejado mi misma
debilidad a merced de una creatura indigna? ¿No habría dilapidado y corrompido
mis horas como lord Byron? Hoy, que me hundo en los años, todas mis locuras
habrían pasado; no me quedaría más que el vacío y los remordimientos: solterón
sin estima, ya engañado o desengañado, viejo pájaro que estaría repitiendo mi
cansada melodía a quien no la querría oír. La licencia total a mis deseos no
habría agregado una sola cuerda a mi lira, ni un sonido más emocionado a mi
voz”.[19]
A
decir verdad, Chateaubriand es antes que nada un católico, y hay mil maneras de
serlo: los hay lunares y solares, razonables y extravagantes, flemáticos,
sanguíneos, biliosos y melancólicos: tan numerosas son las habitaciones en la
casa del Padre. El que no haya desgracia más grande que nacer y dar la vida no
lleva de ninguna manera al autor de René a disuadir a la gente de tener
hijos o de dejarlos nacer. Al contrario, dado que la desgracia es congénita,
dado que nos es impuesta desde el origen, nada nos impide el tener hijos
incluso en medio del desastre.
La esperanza, su composición y su descomposición
Para empezar
-verdad de Perogrullo- la desgracia de nacer no puede ser experimentada si uno
no ha nacido ya: “Si no hubiéramos nacido, no experimentaríamos el horror de ya
no ser”.[20]Antes
de constatar el mal está, como condición para ello, el hecho positivo del
existir: sin esa dicha fundante de ser, “el horror de ya no ser” no podría hacer
nada. Uno no se hace “verdaderamente desgraciado”, a fin de cuentas, sino
cuando es incrédulo:
“La vida del ateo es un espantoso destello que
no sirve más que para descubrir un abismo. ¡Dios de grandeza y misericordia! ¡Tú
no nos has arrojado a la tierra para unas indignas tristezas y para una
felicidad miserable! Nuestro inevitable desencanto nos revela que nuestros
destinos son más sublimes.[21]”
Aquí
está el segundo punto: esta infelicidad innata apunta hacia el porvenir. Para
Chateaubriand, hay algo peor que la infelicidad profunda: son las tristezas
fútiles y la felicidad mundana. Ésta es la paradoja clave: lo que nos hace
inevitable y dignamente infelices viene de la esperanza. “Los animales no están
atormentados por esa esperanza que manifiesta el corazón del hombre”, porque él
es “la única creatura que busca afuera de sí, que no es para sí misma el todo”.
El Genio del cristianismo muestra que es la bienaventuranza misma,
atrayéndonos, la que nos arranca del confort y nos hunde en la desolación:
“Que nos digan primero, si es que el alma se
extingue en la tumba, de dónde nos viene ese deseo de felicidad que nos
atormenta. Nuestras pasiones pueden aquí abajo ser fácilmente saciadas: el
amor, la ambición, la ira tienen asegurada una plenitud de goce; la necesidad
de felicidad es lo único que no tiene satisfacción ni objeto, pues nosotros
sabemos bien qué es esa felicidad que deseamos. Hay que admitir que, si todo fuera
materia, la naturaleza aquí se habría equivocado terriblemente: ha fabricado un
sentimiento que no se aplica a nada”.[22]
Tercer
punto: esa infelicidad apunta también hacia el pasado. Aparece como una
catástrofe. Algo ha fallado al comienzo. ¿Cómo entender, si no, ese sentimiento
de privación a la vez innato y no natural, pues se basa en una alegría de ser
que es previa? Chateaubriand remite al
pecado original. Él interpreta así el nombre hebreo enosh que, junto con
adam, significa “hombre”, y que la Biblia de Jerusalén traduce
frecuentemente como “mortal”:
“Enosh,
hombre, viene, por su raíz, del verbo anash, “estar gravemente enfermo”.
Dios no le dio ese nombre a nuestro primer padre; lo llamó simplemente Adam,
“tierra colorada” o “limo”. Fue recién después del pecado que la descendencia de
Adán tomó ese nombre de enosh o de “hombre”, que tan bien convenía a sus
miserias y que recordaba muy elocuentemente tanto la culpa como el castigo. Tal
vez, en un impulso de angustia, Adán, testigo de los dolores de su esposa, al
recibir en sus brazos a Caín, su primogénito, lo elevó hacia el cielo clamando:
“¡Enosh! ¡Oh, dolor!” Triste exclamación, con la cual iba a ser
designada, a partir de entonces, la raza humana”.[23]
Finalmente,
cuarto y último punto, esta “gran infelicidad” nos incita a una misión
“sublime” aquí abajo. Chateaubriand lo adivina por una fatalidad de carácter:
“Por
todos los lugares que pude, he tendido la mano al éxito, pero yo no entiendo
nada la prosperidad: estoy siempre listo para dedicarme a las desgracias y no
sé servir a las pasiones en su triunfo”.[24]
Las
desgracias piden dedicación como el mendigo pide limosna. Chateaubriand relee a
Homero y considera la figura de Príamo, todavía de pie tras haber perdido a sus
cincuenta hijos y sólo cayendo de rodillas para reclamar el cuerpo de Héctor, a
fin de darle sepultura: “¡Respeta a los dioses, oh Aquiles, ten piedad de mí!
¡Acuérdate de tu propio padre! ¡Ay, qué desgraciado soy! ¡Nadie, por infeliz
que haya sido, ha descendido jamás hasta este abismo de miseria: yo estoy
besando las manos que han matado a mi hijo!”[25]
En
esta paternidad se develan “las dos situaciones más sublimes y más conmovedoras
de la vida; la vejez y la desgracia”. Situaciones que se manifiestan todavía
mejor en Abraham. En la revelación judía y cristiana “todo es trágico: los
lugares, el hombre y la Divinidad”.[26] Por eso,
la palabra de Jesús: “El que recibe a un niño en mi nombre, a mí me recibe”
no tiene nada que ver con un ingenuo sentimentalismo. Chateaubrand la cita a
propósito de la muerte de Astyanax en el Andrómaca de Racine[27]. Recibir
a un niño es recibir a Cristo: a alguien que está inseparablemente ligado a la
cruz y a una dicha más grande que el mundo.
He
querido seguir brevemente el pensamiento de Chateaubriand, y sin embargo, en el
temperamento, prácticamente no hay un autor del que me sienta más lejos. Mi
humor habitual, más chestertoniano, no me dispone casi a hablar tan sin
vueltas, como él, de la desgracia de dar la vida y de la desgracia aún peor de haber
nacido. No obstante, estoy de acuerdo con él en lo esencial. Aquellos que ven
tan desgraciada la vida debieran vislumbrar que eso es consecuencia de una
vocación trascendente, y un motivo más para vivirla y para darla.
Pero
¿quién acepta todavía “lo más sublime y lo más conmovedor”? Ya no somos lo
bastante trágicos ni lo bastante cómicos. No nos perdemos con novelas rosas, el
melodrama y la sátira. Justamente por eso nos faltan la altura y la humildad
necesarias para acostarnos como es debido, y recrear la aventura de procrear.
Como me dicen que tuve demasiados…
Familia
numerosa,
planeta y planning.
Pues llegará el día en que se dirá:
¡Felices las estériles!
Lc 23, 29.
1.
Que quede claro, tanto como sea posible en medio de
tantas oscuridades: mi propósito nada tiene de programático. Tengo una familia
numerosa, y punto. No soy un promotor de la familia numerosa. La aventura es
siempre ésa, tan particular, de un hombre y de una mujer, con sus deseos y sus
dramas, con sus ahogos y desahogos[28]. Se convierten
en una bestia de dos espaldas: de allí saldrá un angelito – o no-, que se
volverá demonio – o no-. No encendamos tan fuerte la la luz. No violemos el
secreto de la cámara conyugal.
Sin ser militantes del hijo único,
José y María no tuvieron más que un solo chico. A la jueza Débora se la llama “madre
en Israel” (Jue 5, 7), cuando el autor sagrado no le atribuye ningún hijo.
En cuanto a Niobé, que se enorgullece de sus catorce retoños radiantes y se
burla públicamente de Leto, que no tenía más que dos niños enfermizos, ella se
infla de orgullo, pero las flechas de Ártemis y Apolo[29] salen
disparadas para desinflarla.
El mandamiento de casarse y de tener
hijos, explica Tomás de Aquino, por natural que sea, no concierne a cada
individuo, sino a la especie en su conjunto: “La naturaleza nos inclina a
cierta cosa de dos modos: de un primer modo, como a aquello que es necesario a
la perfección de cada uno; y una inclinación así obliga a todo el mundo… De un
otro modo, como a aquello que es necesario a la multitud; y como esto tiene que
ver con bienes numerosos y que a menudo se contraponen unos a otros, no tienen
todos que buscarlos al mismo tiempo; de lo contrario cada hombre debería
dedicarse a la agricultura, a la albañilería y a todos los demás oficios y
servicios necesarios a la comunidad humana”. Y citar a Teofrasto citado por San
Jerónimo: “No es conveniente para el sabio casarse”. Es necesario, pues, que
algunos tengan hijos, pero también es necesario que haya célibes consagrados a
la sabiduría, una sabiduría tan carnal y vivificante, como para que se ponga de
manifiesto que todavía es bueno tener niños. No, yo no formo parte de esos
sabios.
Prolífico anónimo
2.
Me compete, con todo, responder a las esquelas que un
misterioso corresponsal iba deslizando, a intervalos regulares, en nuestro
buzón. Nosotros -mi esposa, nuestras cinco hijas, nuestros cuatro varones y yo,
vivimos en una comuna de la Suiza francófona demasiado residencial: llena de
vacas y de ovejas. En un país donde la tasa de fecundidad es de 1,4 hijos por
mujer, no podemos sino causar sorpresa. Parecemos una tribu de gitanos en medio
de un Rotary Club.
Nuestros vecinos no se imaginaban que
se les instalaría un patio de escuela al lado de ellos, con adultos
incompetentes que tienen una tendencia a gritar muy fuerte, sea para hacerse
obedecer, sea para acusarse mutuamente de ser demasiado permisivos. Me da pena
por ellos. Sinceramente. Siempre puedo autoconvencerme de que “esto mete mucha
vida”. Pero también mete mucho ruido, y porque sí. Por eso será que recibimos
esas palabras sin demasiada ortografía, redactadas con la misma letra negra
sobre hojas de cuaderno dobladas en cuatro: “El pueblo está arto de sus
niños tan atrebidos y de la educación religiosa que ustedes les dan, que
da vergüenza, ustedes no tienen respeto por las mujeres y vivimos en un mundo
difícil y ustedes no saven hacer otra cosa que hijos, se meten en sus
casas, se aprobechan de nosotros y no trabajan. ¡Vergüenza les devería
dar!”
De todos los sentimientos que podría
inspirar nuestra presencia, la vergüenza es por cierto el más destacado. Otro
pasaje lo confirma: “Es vergonzoso ustedes inician a sus niños al sexo y los
dioses, todos estamos hofendidos váyanse váyanse váyanse… todos…”.
Reconozco que la mención “sexo y dioses” me dio cierto orgullo: el vínculo
entre el bajo vientre y los cielos es la señal de una educación bien vertical.
Con respecto al ultraje, nos afecta menos que la presencia de los que nos
rodean, pues, a decir verdad, nuestros compueblanos han sido siempre muy amables,
y de una indulgencia tal que me llena cada día de admiración y de gratitud.
3.
Pero esto no ocurre sólo en Clochemerle. Pasa también
en la radio y televisión estatales. Hace poco, estaba allí, invitado para el
tema: “¿Está en crisis la paternidad?” Habían colocado delante de mí, para la
polémica, a un tal Antoine Buéno, exalumno de la Essec[30]y combativo
autor de un libro Permiso para procrear[31] (Albin Michel, 2019). He aquí, como botón de muestra, el edificante prólogo:
“Al momento de escribir estas líneas, mi mujer está embarazada. El segundo, y el
último, porque no habrá otro. Este segundo hijo dudamos mucho en tenerlo.
Finalmente, cedimos a nuestro deseo, aun sabiendo que era egoísta. No veo
ninguna razón para estar orgulloso de esta decisión. Al revés. Hablo poco de
esto. Pero, cuando hay que anunciar la noticia, tengo naturalmente derecho a
recibir las “¡felicitaciones!” de rigor. ¿Felicitaciones? ¿En serio?
¿Felicitaciones por qué? ¿Por contribuir a la destrucción del ecosistema? Ese
“felicitaciones” siempre me ha exasperado. Es la prueba de la inconciencia
animal y suicida en la que vivimos de cara al medio ambiente.”
Se nota cómo es la felicidad para los
Buéno. Sobre todo, no hay que felicitarlos. Eso exaspera al futuro papá. El don
de la vida es egoísta. El “feliz acontecimiento” se corresponde con un atentado
suicida. No sabemos muy bien cómo se lo va a tomar ese segundo chico, cuando
esté en edad de leer ese extracto: quizá se vuelva parricida a fin de reducir el
agujero de la capa de ozono. En todo caso, hay mejores que él para cuidar el
medio ambiente (ese medio ambiente en que no hace falta cuidar demasiado a los
animales, en todo caso a la dimensión “animal” del hombre, tan inconsciente…)
Con tal grado de autoflagelación, yo
me debía esperar que su palo de fierro no me tratara con dulzura. Eso no
faltó. Arrancó en seguida, si bien con algunas basuritas en el motor:
“Voy a empezar haciendo un acto de
contrición… y atención, que esto no es un estandarte… Está muy, pero muy mal lo
que les voy a decir… No estoy para nada orgulloso de ello… pero cuando escucho
testimonios como el del panelista de recién que ha tenido nueve hijos [¡Ése soy
Johnny!], no puedo evitar ser intolerante, no puedo evitar lanzar el anatema
sobre los occidentales que tienen tantos hijos…”
Ese fue su preámbulo. Me agarró
rápido. Una mano que está hurgando en tus calzones para tratar de practicarte algo
más que una circuncisión no es lo más agradable del mundo. Por suerte, la
pandemia nos hacía conferenciar en modo virtual. Además -como lo sabemos por
todas sus precauciones oratorias- mi interlocutor era un caballero: “él no se
enorgullecía de ser intolerante”. Si tuvo que “lanzarme el anatema”, fue obligado
y a pesar suyo, como un pontífice: “no pudo evitar”, del mismo modo que yo no
pude evitar, como una bestia en celo, preñar a mi mujer…
Lo más chocante, sin dudas, es esa
recuperación perversa pero significativa del vocabulario católico.
Se trata, en efecto, de un proyecto
de gran envergadura, provisto de una retórica institucional. Antoine Buéno es
“consejero en el Senado, encargado del seguimiento de la Comisión de Desarrollo
durable y de la Delegación de Prospectiva” y vale la pena cortar-pegar este
iluminador párrafo de su página en Wikipedia: “Defiende la idea de que se
pueden defender los derechos de la naturaleza, los niños y las mujeres mediante
la instauración de un sistema de control de la natalidad basado en un contrato
parental nacional, capaz de luchar contra el abuso infantil, y un mercado
global de derechos reproductivos destinado a financiar la planificación
familiar y la educación de las niñas en todo el mundo.”
4.
La idea no es nueva en Europa. Los que me atacan
(entre ellos, mi vecino cacógrafo) tienen grandes nombres que los corroboran.
Condorcet escribía en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos
del espíritu humano (décima época): “Si los hombres tienen obligaciones con
respecto a los seres que todavía no son, no consisten en darles la existencia,
sino la felicidad; tienen por objeto el bienestar general de la especie humana
o de la sociedad en la que viven”. John Stuart Mill, el gran maestro del
utilitarismo moral, afirmaba en sus Principios de economía política:
“Incluso suponiendo un estado progresivo de la riqueza, es indispensable una
limitación prudente y consciente de la población. No podemos esperar que la
moralidad progrese hasta que no miremos a las familias numerosas con el mismo
desprecio con que miramos la ebriedad o cualquier otro exceso corporal.”
No me queda más que adherir a los
Prolíficos anónimos. Y pedirle perdón a mi hija, ya mayor, por haberla tenido
sin “permiso de procrear”, por ser un “besador temerario” como otros son
“conductores temerarios”. No digo nada de mi mujer -séptima de ocho, ella es
demasiado parcial…-; en cambio yo, que tengo un solo hermano ¡y quince años
menor!, me he criado como hijo único. Pude saborear el privilegio. Entonces me
tiro la piedra a mí mismo. Y con una fuerza tanto más lapidaria que la de esa
profecía del Verbo en persona: “Llegarán los días donde se dirá: ¡Felices
las estériles!”[32]
Por último, prometo que este año no pondremos un niñito Jesús en el pesebre. Para
dar buen ejemplo. En su lugar, colocaremos un detector de monóxido de carbono.
Y utilizaremos preservativos biodegradables.
Pero ¡soy tan reincidente! Tengo
miedo de ser un enemigo del reciclaje. Todos los argumentos de la anti-natalidad
se resumen en uno sólo: “Si le damos rienda suelta a Venus, nos va a traer a
Marte[33]”. Desde
el momento en que no podemos recurrir a la contracepción, hacer el amor es hacer
la guerra. La superpoblación lleva a los conflictos, las hambrunas, las
epidemias, las catástrofes climáticas de todo tipo. Pero ¿y si amamos a Venus y
a Marte? ¿Y si sostenemos que la supervivencia es para la vida, y no al revés,
y que lo trágico es constitutivo de nuestro paso por la tierra? En pocas
palabras, ¿y si somos de la peor especie, pero de la especie todavía humana,
cristiana y nietzscheana, y tan amigos de la naturaleza que obedecemos a sus incrementos
de energía vital?
Cuestiones demo(no)gráficas
5.
Parece ser de rigor que, antes de dar cifras, uno
entone una coplita contra las estadísticas. ¿Por qué habría yo de romper esta
costumbre? Son tres los consultores que parten de cacería. El primero apunta y
dispara un metro por arriba de un canario salvaje. El segundo tira un metro por
debajo. El tercero ni siquiera alza el rifle y grita: “Le dimos”. Los tres
estaban sorprendidísimos de no encontrar el bosque repleto de cadáveres,
sabiendo que 20 millones de animales son cazados cada año. No está de más precisar
además que, en la medida en que el riesgo de un accidente mortal por cacería es
de 0,00000006 %, habían considerado inútil aprender algo sobre el manejo del
fusil.
Estamos lejísimos del tiempo en que
Paul Ehrlich publicaba La bomba P[34]
(por “población”). Antoine Buéno sigue sosteniendo que “la natalidad es un arma
de destrucción masiva contra el medio ambiente” (todo el tiempo que esta idea
duró dándome vueltas en la cabeza, me sorprendí a mí mismo caminando con las
piernas bien abiertas, y tomando infinitas precauciones manuales cada vez que
tenía que ir al baño). Pero puede encontrarse obras más serias como La bomba
demográfica en discusión, de Yves Charbit y Marisa Gaimard. Hace poquito, en la góndola de un Relais[35],
antes de tomarme un tren para Friburgo, estuve hojeando el “best-seller
prospectivo de la investigación americana”. Transcribo estas líneas de El
mundo en 2040 visto por la CIA: “Durante los próximos veinte años, la
población mundial seguirá creciendo cada año hasta alcanzar una cifra estimada
en 9.200 millones en 2040, pero la tasa de crecimiento demográfico se
desacelerará en todo el planeta. El crecimiento en la mayoría de los países
asiáticos disminuirá rápidamente, y después de 2040 la población se concentrará
en torno a personas más ancianas”.
La bomba P no es, ciertamente, un
petardo húmedo, pero su expansión geométrica, en un siglo, se volvió un fracaso. No es más
que transitoria, a causa de eso que los especialistas llaman la “transición
demográfica”: con el progreso de la medicina, tal vez con la instrucción, la
tasa de mortalidad no hace ya de contrapeso a la tasa de natalidad; pero sobre
todo con la instrucción, y tal vez con el progreso de la medicina, la tasa de
natalidad decrece, y llegamos a que la fecundidad de los “países europeos
desarrollados” sea de 1,5 hijo por mujer (o sea que la mitad de las mujeres
tiene un medio hijo).
Eso está muy por debajo de la tasa de
2,1 que garantiza la estabilidad. Jean Bourgeois-Pichat, tras haber dirigido durante diez años el Instituto nacional de estudios demográficos, publicó en
1988 un minucioso artículo titulado “Del siglo XX al siglo XXI: Europa y su
población después del año 2000”. Ahí demostraba que si la fecundidad mundial se
correspondiera a la de la República federal de Alemania (por entonces 1,2),
habría que esperar la total desaparición de los europeos alrededor del año
2250, y de todos lo seres humanos hacia el año de gracia 2400 después de
Nuestro Señor Jesucristo.
Por otro lado -pero de la misma
moneda-, en un excelente texto de 1981, “Demografía y negacionismo”, Alfred
Sauvy desplazaba seriamente el problema: “Tomemos la cuestión demográfica como
un todo: ¿Cuál es el fenómeno más preocupante? El envejecimiento de la
población. Éste levanta un extraordinario negacionismo, en tanto que es, por
mucho, el fenómeno más seguro, el más antiguo (ya lleva dos siglos en Francia),
el más fácil de medir (sin que haga falta recurrir a un cuarto decimal), el más
fácil de predecir.”
El testimonio flagrante de este
envejecimiento y de sus consecuencias está escrito en el mármol de la muy
turística “ciudad de los enamorados”: “El estudio del historiador Beltrami
sobre Venecia es tan concluyente como poco conocido: la decadencia económica y
política ha seguido, paso a paso, el camino del envejecimiento de la población.
[…] Evidentemente, es de mal gusto que, cuando vamos a admirar las bellezas de
la Plaza de San Marcos, nos preguntemos por qué Venecia cayó. Pero veamos, de
todos modos, en ese mismo lugar, esas lindas estatuas de los Tetrarcas: la
preocupación está inscrita en sus rostros. Ya en el tiempo de Diocleciano, el
problema era el envejecimiento de la población de Roma. Descubrimos la misma
renuencia a ver en la historia de España. España en el siglo XVI conquista
territorios, se puede pensar que va a ser riquísima; se podrán dejar las
tierras áridas de las campañas superpobladas para cultivar sólo las fértiles.
Pero es a partir de ese momento que empieza la decadencia. Y el siglo XVIII es,
sin ninguna duda, clarividente cuando nos dice: ‘España tuvo la desgracia de
cambiar sus hombres por metales’.”
Podemos anticiparlo: nuestra
desquiciada gestión del Covid-19 también se debió a esta pirámide de las edades
que avanza hacia su cúspide. Medidas que eran convenientes a los viejos se
extendieron a todos y, como los jóvenes sólo tienen un valor accesorio, ni nos importa que de paso los hayamos
ahogado… un poquito.
6.
Me voy a cuidar bien de no saltar a las apuradas del
diagnóstico al pronóstico, y luego del pronóstico a la receta. Una vez más,
desconfío de las injerencias del Estado en la domus[36], de que
órdenes de expertos sean impuestas a los padres, aunque sean para obligarlos a follar[37].
Como lo dice, una vez más, Sauvy: “El que habla de una insuficiencia de
los nacimientos es mal recibido. Se teme que vaya a proponer algunas
liberalidades para con las familias, que se traducirán en nuevos impuestos o en
el rechazo de otras reivindicaciones.” No es tanto que las predicciones
estadísticas estén ineluctablemente expuestas a la irrupción de un “cisne
negro”. Pero tenemos que tener en cuenta al “patito feo”, y a que hay una gran
diferencia entre los datos de la natalidad en cifras y el don carnal de la
vida. ¿Cómo se compagina eso cuando llega la hora de los gemidos? ¿Cómo
establecer una relación entre la prospectiva global y la penumbra conyugal? Aquí
está la verdadera dificultad.
Hemos visto que algunos nunca se
acuestan sin poner antes arriba de la cama, bien abierto, el último informe del Giec[38].
La panza de su mujer embarazada anda
menos mal que el planeta. La existencia misma de su segundo hijo (y
último) los abruma de remordimientos. No solamente el “monte de Venus” viene
con las armas de Marte, sino que no podemos mirarlo con deseo sin tener al
mismo tiempo un ojo atento al panel de proyectos para consultar todas las
indicaciones medioambientales. Sí,
es tan así: los libertarios más verdes
han inventado un pecado carnal más mortal que bajo la Inquisición. Y los toros
más entusiasmados, después de haber visto el noticiero de las ocho, se resisten
a la monta.
No abogo por la venda en los ojos.
Quisiera precisamente que se le levante un poco el “casco 3D”. Podría darse que nuestra
hiper-conciencia de los problemas globales reduzca nuestra conciencia de las
realidades locales. La vista corta es mala, pero ¿y qué si la vista larga nos
oculta al prójimo? ¿Y si un padre a partir de ahora se siente culpabilísimo por
haber comido una banana con su hijo? ¿Puede uno aceptar eso que un filósofo
calificó como “ética sin rostro”? Una ética así, que pretende impulsarnos más
allá de nosotros mismos, ¿tiene el poder de impulsarnos? Es el problema de la
moral utilitarista: ésta juzga la acción según sus consecuencias universales
(como si no fueran en su mayor parte contingentes), y practica “la igual
consideración de los intereses.” Siguiendo esta óptica de estación espacial,
sería injusto manifestar preferencia por alguien cercano antes que por un
lejano. El acto moral se vuelve así tan desinteresado que difícilmente podremos
encontrar en él el más mínimo interés. Es, sobre todo, tan desencarnado, ha
separado tan bien el deber y el deseo, que el deseo de obrar por deber
desaparece, salvo para aquellos espíritus que ya funcionan como inteligencias
artificiales.
7.
El libro del Génesis es necesariamente muy “genésico”:
se trata de poblar la tierra a partir de una sola pareja. Incluso cuando el
deseo no está, los patriarcas deben desabrochar las mangas y bajarse el
pantalón. No hay nadie que sea muy precavido en cuanto a diluvios o carestías.
Eso es para el que tendrá una descendencia tan
innumerable como la arena y las estrellas.
La cuestión de limitar los
nacimientos aparece, sin embargo, ya en los primeros versículos del Éxodo.
Faraón prevé que su bello Egipto va a ser arrasado por los hijos de Jacob como
por una nube de langostas. Entonces los somete a trabajos forzados, luego hace
arrojar a sus neonatos al Nilo. Pero no habría que concluir apresuradamente que
el libro santo ve únicamente con buen ojo la multiplicación de los hebreos. En
el Éxodo (1, 7) el verbo para “multiplicar” no es rabah, como en el
Génesis, sino charats, que el resto del Éxodo no empleará más que una
sola vez para anunciar una plaga: “El río hervía de ranas, que
saldrán y entrarán en tu casa, en tu dormitorio y en tu cama” (7, 28). La
mención de la cama y del dormitorio invita a hacer una comparación: la
fecundidad humana puede degenerar en bullir, hormiguear, pulular de reptiles (charats
se traduce también por “reptar”). El engendrar puede volverse producir
engendros; la prole, proliferación.
Luchar contra esta deriva no será,
sin embargo, de competencia de Faraón, aunque ese faraón se llame el rey David.
Su gran pecado, al final del libro de Samuel, no es otro que hacer el censo.
Redujo los nombres a números, las doce tribus a un solo pueblo que es preciso
fichar y explotar conforme a las directivas de un gobierno central (para
bienestar de todos, se entiende). Pero hete aquí que sobreviene la gran peste,
y todos los cálculos fracasan (2 Sam 24 y 1 Cró 21).
Aun cuando el censar no reciba una desaprobación
formal, aquí se pone de relieve un aspecto dramático. Así aparece en el libro
de los Números -justamente- (que los judíos titulan más bien Bamidbar: “En
el desierto”). En él, no se cansan de contar a los 600.000 israelitas en
marcha, los que han salido de la esclavitud, según sus diversas familias; pero
es para que al final esa cifra se derrumbe a 2: de la generación libertada,
únicamente Josué y Caleb entrarán en la Tierra prometida. Mucho más tarde,
luego de la contra-epopeya de la realeza judía, los profetas no apostarán más
que por el residuo, los despojos, el “pequeño resto” (2 Re 19, 31; Is
37, 32; Jer 31, 7…), que da tanta lástima que ni siquiera vale la pena que lo
evaluemos.
Que el aumento de la natalidad
desemboca en un aumento de la mortalidad, no es ninguna novedad. Cuantos más
niños haya, más dramas habrá, y la alegría y el dolor, la danza y el duelo
crecerán parejos. Jamás saldremos de la Edad Media: la tasa de mortalidad
infantil ya no es más de un niño sobre cuatro… pero en 2020 hubo en Francia
220.000 abortos y 736.000 nacimientos, lo que sigue dando casi casi 1 sobre 4.
La cuestión
remite, en el fondo, a la aceptación de nuestra condición mortal. Y al hecho de
que la bondad parece siempre cruel, en último lugar. ¿Qué es lo menos terrible?
¿Tener un hijo bautizado que muere a temprana edad o impedir a un bebe que
nazca? Los de tripas sensibles y corazón duro optarán por el segundo término de
la alternativa. Los de corazón de carne y entrañas fuertes optarán por el
primero.
Renunciar a un vuelo transatlántico y
tener un hijo menos
8.
En 2017, la revista Environmental Research Letters
sacó un artículo que empezó a pulular sobre la Red tan
raudamente como las ranas en el palacio de Ramsés II. Llevaba como título, en inglés: “The Climate
Mitigation Gap: Education and Government Recommenations Miss the Most Effective
Individual Actions”, lo que en good spanish se traduce: “La laguna
en la lucha contra el calentamiento: las recomendaciones de los educadores y de
los gobernantes dejan de lado el eficaz compromiso individual.” El extenso
pasquín contenía una iconografía muy difundida via
la AFP[39].
Uno podía, de un solo golpe de vista a unas cucardas azules, comparar el “impacto positivo” de nuestras
diferentes acciones en favor del medioambiente. Aparecía que “reciclar tu
plástico”, “cambiar tus bombitas”, “colgar tu ropa blanca” o “lavarla con agua
fría” no eran gran cosa al lado de “renunciar a un vuelo transatlántico” (sobre
todo si uno es el único pasajero). Pero la medida más a propósito para “reducir
tu huella de carbono”, la que marchaba a la cabeza y dejaba atrás a todas las
demás cucardas azules, tanto que había que
doblarla para mantenerla sobre la página, era “to have one fewer child”
–“tener un hijo menos”.
En seguida me acordé de la Modesta
proposición publicada por Jonathan Swift en 1729. Ésta no valoriza a los
niños según la variables de la “huella de carbono”, sino por su aporte proteico. Su exhortación es a
que los pobres se coman a sus hijos, o que se los vendan a los ricos como un plato
gourmet. Así podríamos resolver al mismo tiempo resolver el problema del
hambre, evitar el drama del aborto y -añade Swift- “reducir de forma
considerable la cantidad de papistas[40], que son
los mayores hacedores de hijos.”
Por lo que hace a nuestra[41] infografía, antes incluso de
indignarnos contra su moralismo, tendríamos que preocuparnos por su falta de rigor
científico. Podemos más o menos darnos cuenta de lo que significa “colgar tu
ropa blanca” o “renunciar a un vuelo transatlántico”, pero ¿qué quiere decir
“tener un hijo… menos”? ¿Consiste en concebir el proyecto de tener tres y
después, pensándolo bien, quedarse con dos? ¿Consiste en tener de hecho un, y
después eliminarlo?
Otro pase mágico: se comparan cosas
que no son del mismo orden. Tener un coche a nafta (2,4 toneladas de dióxido de
carbono por año) y tener un hijo (58,3 toneladas), muy buen, no hay ahí foto,
pero tenemos, por una parte, una cosa y, por otra, un sujeto; por un lado, un
modo de vida y, por otro, una vida… El niño reúne, en cierto modo, el coche, el
secarropa, los pañales descartables, un montón de plástico y baños de agua
caliente, etc. Si comparar elementos entre sí sigue teniendo sentido, ya no lo
tiene más comparar un elemento con el todo, quiero decir, con el ser que los
contiene a todos -y que podría seleccionarlos-. Deberíamos, más bien, apostar a
la rebelión de ese nuevo ser, conforme al infaltable retorno del péndulo
intergeneracional: podría criticar a sus padres por haberse dedicado a una vida
tan derrochadora. ¿Y si el eco-antinatalista mataba a Greta[42] antes de
nacer?
9.
Un hijo no es una cosa más entre otras. Es una mirada
que puede renovar el mundo entero; es él el que incita a incita a sus viejos a luchar
por el futuro, más allá de su propio ombligo. Sin la apertura de una mirada
humana, la diversidad de los seres vivos no sería más que una proliferación sin
testigo ni garante. Sin la intervención de la mano humana, la tierra, lejos de
volverse terreno o terruño, es apenas un “planeta”, como se dice entre esa
gente ya ingrávida, y un planeta que no tuvo que esperar a los Sapiens
para hacer desaparecer cuatro o cinco veces incluso al 90% de las especies.
Todos sabemos que los dinosaurios se extinguieron al final del cretácico, y el
único que no puede consolarse de esta pérdida es el hombre: les da figuritas de
Tyrannosaurus rex a sus pequeños tiranos, hace revivir los Jurassic Park,
organiza marchas por el clima en la estación Glaciar[43], añora
el paleolítico (cuando la esperanza de vida de las mujeres era mucho menor que
la suya, y la poligamia muy recomendada…)
Los dos investigadores de la Environmental
Research Letters, después de haber investigado más, reconocieron, en una
entrevista a Life Site: “El problema principal no es la cantidad de
niños, sino la sociedad de hiperconsumo en la que esos niños nacen”. Los Amish
tienen, como promedio, entre ocho y diez hijos, con un modo de vida mucho más
ecológico que el de un solo golden boy. Para mí, que tengo nuevo
monstruitos y un coche demasiado chico para que quepamos todos, está totalmente
fuera de presupuesto un vuelo transcontinental o hacer el tour de “Tropical
Thai”. Si no hay cinturón de castidad, hay que ajustarse el cinturón.
El desarrollo del consumismo y la
disminución de los hijos por familia están estrechamente relacionados. Pero
¿cuál es la consecuencia? ¿Cuál es la causa? ¿Acaso son los muchos críos los
que te llevan a consumir frenéticamente y a viajar por todos lados para matar
la angustia y para escapar de la soledad? Al contrario: te tienen ocupado, te
sedentarizan, te rompen la paciencia de un modo que no te dejan tiempo para
aburrirte, te enseñan incluso el sentido
del reutilizar (la ropa pasa del grandes a chicos), y hay que ver lo que es
redescubrir la alegría de estar todos sentados alrededor de la mesa, antes que
divertirse cada uno con su tablet.[44]
¡Pobrecito el que no tiene suficiente
esperanza para dar la vida o para dejar que otros lo hagan, y con generosidad! No
voy a sumarle una acusación al peso de su miserable situación: está reducido a
la necesidad de ser un turista, a ser entretenido continuamente por aparatos
conectados (los videos on line emiten cerca del 25% de los gases de
efecto invernadero), la consumición de cosas le sirve para compensar lo que ha
perdido en comunión de personas. No hay duda: el desafío no es menos hijos,
sino más barrios -y, por supuesto, más justicia en la distribución de las
verdaderas riquezas-.
10.
Todos los artículos del Environmental Research
carecen de la verdadera ecología, la que indica su etimología, la del logos de
la oikos (la palabra del hogar): cuando ya no se tiene hogar, es lógico que se incendie el mundo. Detrás de
ellos se esconde aún la corta lógica del pastor Malthus, que tan evidente es
sobre el papel: los individuos hacen 1, 2, 4, 8, 16, 32, mientras que los
recursos hacen 1, 2, 3, 4, 5 , 6. Lo adicional no puede resistir a lo
exponencial. Es impecable: una vez más, miren lo que yo calculo y mezquinen el
culo.
Esta óptica es intocable, no tanto
por su cientificidad como por el dogma que le proporciona al liberalismo:
competencia entre individuos y recursos escasos… ¡que gane el mejor! El mercado
que se autorregula es más infalible que el papa.
En El origen de las especies,
sin miedo de dar un salto rapidísimo de la economía política a la biología,
Darwin aplica el maltusianismo a la naturaleza entera: “Puesto que nacen más
individuos de los que pueden vivir, es menester que haya, en cada caso, una
lucha por la existencia […]. Es la doctrina de Malthus aplicada, con una
intensidad mucho más considerable, a todo el reino animal y vegetal…”. El
principio de selección natural es consecuente al principio de población. Ahora
bien, eso quiere decir que la naturaleza debe la variopinta diversidad de sus
creaturas y el aparente equilibrio de sus ecosistemas a sus permanentes
masacres.
Darwin está obligado a sostener eso,
aunque el buen tipo que hay en él siempre se encabrite. Lo prueban estos dos
pasajes, en los que he destacado sus expresiones de incomodidad:
“Todo
lo que podemos hacer es tener presente, en todo momento, que todos los seres
organizados se esfuerzan perpetuamente por multiplicarse según una progresión
geométrica; que cada uno de ellos, en ciertos períodos de su vida, durante
ciertas temporadas del año, en el curso de cada generación, o a ciertos
intervalos, debe luchar por la existencia y verse expuesto a una gran
destrucción. Pensar en esta lucha universal provoca reflexiones tristes,
pero podemos consolarnos con la certeza de que, en la naturaleza, la guerra
no es incesante; que allí no se conoce el miedo, que la muerte es por lo
general temprana, y que los que sobreviven y se multiplican son los seres
vigorosos, sanos y felices. […].
“Aunque
nos dé rechazo, deberíamos admirar el instintivo odio salvaje que lleva a
la abeja reina a matar, desde que nacen, a las jóvenes reinas -sus hijas-, o a
morir en el combate; nadie duda, en efecto, que obra por el bien de la
comunidad y que, ante el inexorable principio de la selección natural, poco
importan el amor o el odio maternales, aunque este último sentimiento, por
suerte, sea bastante raro.”
La
contradicción entre sense and sensibility es, por así decir, sensible,
pero la ciencia debe ignorarla. Nuestro gran naturalista, sin embargo, habrá
estado muy fastidiado de ver cómo sus lectores operaron un salto metodológico
tan veloz como el suyo, pero en sentido contrario: puesto que él naturalizó el
maltusianismo, ellos se creyeron en el derecho de construir un darwinismo
social. A partir de 1910, el sociólogo Jacques Novicow definió a éste último con
una concisión notable: “La doctrina que considera el homicidio colectivo como
la causa del progreso de la humanidad”. Y, si bien los nazis hicieron de esto
una parte esencial de su ideología, añadiéndole la esterilización colectiva,
esto sobrepasa largamente el marco del nazismo y será admitido por notorios
anti-nazis como Julián Huxley, primer director general de la Unesco y pionero
del transhumanismo.
En vano se
rebeló Darwin, en El descenso del hombre, contra la apropiación política
de sus hipótesis: “No podemos reprimir nuestra capacidad de empatía (aun
admitiendo que la inflexible razón se ha vuelto una ley para nosotros) sin dañar
la parte más noble de nuestra naturaleza. […] Por lo tanto, tenemos que sufrir,
sin quejarnos, los efectos incontestablemente malos que resultan de la
persistencia y de la propagación de los seres débiles”. Era demasiado tarde. La
parte más noble de nuestra naturaleza cedió ante la parte más eficiente de
nuestra tecnología. “La propagación de los débiles, aunque mala e irracional a
primera vista, no debe ser reprimida por decretos despóticos”… una declaración
así ni siquiera ha sido oída, especialmente en nuestros días. Adiós a los
“nobleza obliga”; ¡hola! a los “No puedo evitar lanzarles el anatema”…
Un mundo sin niños
11. En La posibilidad de una isla, Michel Houellebecq describe, a través del diario de un humorista depresivo, la cercana emergencia de los “neo-humanos”. Una etapa decisiva se dio con la aparición, en Florida, de las primeras childfree zones, “residencias de lujo destinadas a treintañeros desacomplejados que reconocen, sin ambages, que ya no pueden aguantar más los gritos, la baba, los excrementos, en fin, los inconvenientes medioambientales que ordinariamente acompañan a los hijos”:
“Por lo tanto, el ingreso a las residencias
está amablemente prohibido a los niños de menos de trece años […]. Se dio un
paso importante: después de muchas décadas, el despoblamiento occidental (que
por lo demás no tenía nada de específicamente occidental: el mismo fenómeno se
reproducía en cualquier país, de cualquier cultura, una vez alcanzado cierto
nivel de desarrollo económico) era objeto de hipócritas lamentaciones,
vagamente sospechosas en su unanimidad. Por primera vez personas jóvenes,
educadas, de un buen nivel socioeconómico, declaraban públicamente que no
querían niños, que no sentían el deseo de soportar el caos y las
responsabilidades asociadas a la crianza de un hijo. Evidentemente, una desenfado
tan grande no podía sino generar imitadores.”
Confieso que
no me disgustaría del todo esa residencia bajo las palmeras. Empaparía mi bizcocho
en muchas copas de champagne. Escribiría En búsqueda de la vida
perdida bajo un seudónimo estadounidense. Todos los días, fitness a
nivel -2, y al final, a partir de los primeros achaques, eutanasia desde el 26°
piso. Un solo reproche, tal vez: deberíamos haber levantado los altos paredones
de ese islote con torreones de vigilancia en las cuatro esquinas para
protegernos de toda la vieja humanidad, abandonada ahí afuera para que se
reproduzca como ratas flacas, pero ¿a quién dejar todo esto después de nuestra
muerte? Es cierto que las última novedad apenas se transmite: después de veinte
semanas es obsoleta. Sin embargo, el gesto de la transmisión también debería
formar parte de las cosas que se compran, y, de cualquier modo, hacen falta
nuevos residentes. Y así se te ocurre la idea de la clonación.
¡Ay!
Mientras que nosotros fabricaríamos en frascos a nuestros dignos herederos, los
otros seguirían hartándose de champiñones sin parar, en el nombre de Alá o de
una pulsión miserable. Acabaríamos aplastados bajo la masa. Tal vez la
selección artificial no sea, al final, una ventaja selectiva.
12.
Yo no he venido al mundo en el Florida
All-Inclusive Resort y tengo que constatar que la sociedad llamada
occidental (es decir la opuesta a donde el sol se levanta), tendiendo a hacer
de sus miembros simples parásitos de sus máquinas, se distingue radicalmente de
las comunidades tradicionales. Para afilar su objetividad de etnógrafa, Marika
Moisseeff se esforzó por analizarla como si fuera una comunidad verdaderamente
exótica: los Dentcico (anagrama de Occident). En todas las demás
comunidades, la maternidad es una característica preciosa, divina, saludable;
mientras que entre los Dentcico es un “poder maléfico”.
El gran mito que catequiza al
Dentcico desde su juventud, o que al menos expresa el fundamento de sus
diversas creencias, es el de Neila (anagrama de Alien, la vista de cine
de Ridley Scott). Neila resume la Ley y los Profetas[45], y el
retorno del rechazo maternal:
“La procreación, despojada de sus derechos
naturales, flota en algún punto del espacio e intenta con todas sus fuerzas
volver a la tierra, junto a sus queridos humanos que la habían negado. El
arsenal de Neila está constituido por su sistema reproductor, y su arma suprema
es el embarazo: el contenido de sus huevos es implantado en el pecho de sus
víctimas por intermedio de un órgano proyectil, una de cuyas extremidades,
inflada, se pega sobre la cara, mientras que la otra, alargada como un pene, se
hunde en el esófago: llegado a término el embarazo, el alumbramiento del
neonato provoca la explosión del huésped portador.”
Evidentemente,
una facción de los Dentcico optó por una posición más moderada: la maternidad
puede no ser una invasión explosiva, siempre y cuando aparezca
indiscutiblemente como una realización personal. Entonces, está permitido tener
un solo hijo, por incubadora, y repitiendo el mantra: “One child one planet[46].”
Se cree, incluso, que este unigenitismo[47] evita el
maltrato: ¡miren cómo se jodió José con sus hermanos! Jacob hubiera hecho mejor
teniendo un solo varón (eso nos habría ahorrado todas las complicaciones que se
deben a la existencia de los judíos).
Lamentablemente,
cuando uno mete a su hijo, como un engranaje, dentro de la realización de uno
mismo, difícil es no maltratarlo tan pronto como busca afirmarse un poco; y si
uno, más bien, se preocupa por la realización de él -como es el único, como pusimos
todos los huevos en su canasta, y no estando en medio de más hermanos y
hermanas que dispersen nuestra vigilancia-, corremos el serio riesgo de molerlo
a palos cada vez que deja de responder a nuestros proyectos de éxito y de
ascensión social… Podemos adivinarlo: esta facción de los Dentcico es muy
minoritaria. Uno está más Complete without kids[48],
según Ellen Walker, Ph. D. (abreviación que distingue al chamán).
13.
Voy a hundirme más todavía. Yo no hago un culto de la
infancia. Es justamente este culto el que lleva a no tener hijos: “¡son inocentes
chiquitos perfectos!”. En efecto para ellos nacer, ser arrojados a este pantano
lleno de injusticia y terminar siendo, al fin del día, un viejo carcamán lleno
de achaques sería parecido a lo que, en la teología gnóstica, es la caída de un
querubín, que es aprisionado en un cuerpo de bestia doliente y feroz.
Contra esta exaltación abortiva,
prefiero dejar sentado que el niño es un ser imperfecto, maravilla insoportable
o adorable flagelo, marcado por el pecado original y con necesidad de ser
corregido, más aún, orientado, por su cuerpo y por sus padres, madres y
maestros, a través de muchos aprendizajes, hacia una vitalidad más alta que el
balbucir “ajó” y el agitar de un sonajero…
No hay que engañarse. Los mismos
discípulos estuvieron tentados de crear una childfree zone alrededor del
Mesías. Los sinópticos[49] lo
repiten, comenzando por Mateo el publicano (19, 13-14): “La gente le llevó a
los niños para que les impusiera las manos y rezara por ellos. Pero los
discípulos los alejaron. Y Jesús dijo: “Dejen a los niños, y no les impidan
venir a mí, pues el reino de los cielos es para los que se les parecen”.”
¿Cómo entender esta concretísima
hospitalidad? No se trata aquí de la infancia como una idea espiritual, sino de
verdaderos rapaces bulliciosos en medio de nosotros, como perritos en medio de
vasos sagrados. ¿Cómo, si el niño es imperfecto y perturbador, puede ser signo
de la perfección y de la paz (“Si ustedes no se hacen como este niño…”)?
En principio, lo que da acceso al reino celestial es la semejanza con Dios, ¡y
el mismo Dios declara que el reino pertenece a los que se asemejan a estos
mocosos!
14.
La conclusión es implacable: un mundo sin niños no es
solamente un mundo sin Dios, es un mundo sin mundo, sin reino, sin porvenir
(dado que el dejen venir es la irrupción del
acontecimiento, incluso para los discípulos).
La gracia divina es filial, relación
con el Padre, de modo que los padres humanos tienen necesidad de sus pequeños
para tener Su imagen. La gracia salva inesperadamente a la vieja crápula que
merecía condenación, y es porque ella era como este niño, que llega de
pronto: comienzo en medio de nuestra historia, nuevo partir dentro de nuestras lindas
sábanas.
Hannah Arendt no tuvo ningún hijo
pero nos animó mucho a que nosotros los tuviéramos. Una tarde, estaba
escuchando El Mesías de Haendel, el aleluya polifónico, lleno de
fugas, imprevisible, y sus entrañas se
estremecieron: “For unto us a Child is born! Unto us a Son is given! And the
government shall be upon His shoulder![50]” De pronto,
su pensamiento se centró en el misterio de la Navidad como en el acontecimiento
de todo nacer. Eso se convirtió en su meditación final, en La condición humana:
“El milagro que salva al mundo -el ámbito de
las cosas humanas- de la ruina normal, “natural”, es, a fin de cuentas, el
hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de
obrar. En otras palabras: es el nacimiento de hombres nuevos, el hecho de que
empiecen de nuevo, la acción de la que son capaces por derecho de nacimiento.
Solamente la experiencia total de esta capacidad puede otorgar a las cosas
humanas la fe y la esperanza, esas dos características esenciales de la
existencia que la Antigüedad griega había ignorado por completo, dejando de lado
la fe jurada, en la que ella veía una virtud rarísima y deleznable y poniendo a
la esperanza entre las perniciosas ilusiones de la caja de Pandora. Son esta
esperanza y esta fe dentro del mundo las que sin duda tuvieron su expresión más
sucinta y más gloriosa en la frase de los Evangelios que anuncian su “buena
noticia”: “Un niño nos ha nacido”.”
El
niño es, ciertamente, imperfecto, pero lleva consigo una perfección: la
perfección de la promesa, de esta promesa que él no hace, sino que es; de esta
promesa que ningún hombre puede mantener, pero que se vuelve a hacer con el relanzarse
de cada generación, hasta un Juicio final que no es de nuestra competencia.
Esos ojos grandes abiertos, esas manitos que se abren, esa figura que se
aprieta en paños y después florece en ofrenda, esa sorpresa así como esos
gritos, todo eso se nos arroja con ingenua temeridad, se inaugura sin reservas,
afirma la atracción de una vida que siempre se nos escapa. Los niños ponen de
manifiesto que fuimos prometidos antes de nosotros poder prometer. Sin esta
promesa más grande, que nos precede, pero de la que dan testimonio esos
pequeños que nos siguen, no vale la pena seguir.
¿Por qué dar la vida a un mortal?
Una fragilidad radical
Fue en esa
calle, en el 18[51],
que los
buenos de mis padres tuvieron que hacer cosas tristísimas durante el invierno
del 92…
Eso nos
transporta lejos.
Era un
negocio de “Modas, flores y plumas”.
En él había
sólo tres sombreros como modelos
en una sola
vitrina, me lo contaron muchas veces.
El Sena se
congeló ese año. Nací en mayo.
Yo soy la
primavera.
Céline, Muerte en cuotas.
Félix
Féneon, elevando los sucesos a arte poética, escribió unas “novelas en tres renglones”.
He aquí dos de ellas:
“Considerando que su hija (19 años) demasiado poco austera, Jallat, un
relojero estefanés[52], la
mató. Es cierto que le quedan otros once hijos.”
“El Sr.
Guigne, de Chalon se ahogó en Saône queriendo salvar a unos niños, que al final
se salvaron.”
Queda
claro que no es necesario ser extenso para introducir al gran drama. Por lo
demás, hay una forma de hacerlo todavía más breve, y menos investigada: la
inscripción, hecha no por un escribano sino por un hombre del oficio, y quizá
por una máquina, sobre una lápida. Por ejemplo:
Félix Féneon
1861-1944
Toda
peripecia fue borrada: el padre empleado viajante, la juventud en Mâcon, el
compromiso anarquista, la obra de crítica literaria, las amistades con los
artistas más grandes de su tiempo, el retiro en Saint-Palais-sur-Mer de
Charente-Maritime… Queda sólo la intriga de la venida al mundo y luego la del
retorno al polvo, como en el título de este ensayo: los dos extremos de nuestra
carrera terrestre ligados por un guion. De este modo, los cementerios -donde no
viene nada mal ir a tomar aire arrastrando un cochecito, a salvo del ruido y
del tránsito- nos ofrecen la literatura más concisa y, sin embargo, la más
fuerte: en un lugar determinado, un nombre propio, su año de nacimiento, su año
de muerte, como una poesía postrera, y mucho más cruel todavía en cuanto que
las letras se borran y nuevas lápidas vendrán a enterrar las actuales.
Algunos
quieren entender esta impactante síntesis invirtiendo las señales de los
acontecimientos. Un personaje de Eurípides dice: “Deberíamos reunirnos y llorar
por el niño que nacía, de verlo entrar en este río de desgracias; hoy, que está
muerto, y por fin descansa de estas miserables fatigas, debemos alegrarnos y
llevarlo a la pira con grandes júbilos.”[53] Samuel
Becket, en Esperando a Dios, pone en labios de un ciego esta poderosa
imagen: “[Las mujeres] paren montadas sobre una tumba; la luz brilla un
instante y luego vuelve a hacerse la noche.” La cuna, entonces, no sería más
que una ilusión: es la tumba el sitio en que el niño, antes o después, se
acuesta.
La
muerte hiere de nulidad al nacimiento. Los millones de años que anteceden y que
siguen a este paso tan efímero dentro de un cosmos indiferente lo equiparan prácticamente
a la nada. Convencidos de haber alcanzado la cima de una breve lucidez, esta
sería la apresurada conclusión. Pero no es tan fácil la cosa. Aunque sea por
“un instante”, según Beckett, la “luz brilla”.
Pero
la anulación no es pura y simplemente la nulidad. Es necesario que haya habido
algo. ¿Y por qué hay algo y no más bien la nada? ¿Por qué esta fugacidad entre
los fríos astros? Pero su dicha, por corta que sea no es opaca ni pequeña, e
ilumina al mundo más vívidamente que un relámpago, y hace que su noche se
manifieste como tal. Más aún: el sentimiento de no ser no es lo primero. Si
experimentamos duramente el sinsentido de nuestra fugaz existencia, es
justamente porque estamos destinados al sentido, y eso no una, sino tres veces:
destinados al sentido como sensible, como tendencia hacia un fin y como
significación -querámoslo o no-.
La
oscuridad no goza de su penetrante negrura si no es sobre un fondo de claridad.
La muerte de los que amamos no sería tan terrible si primero no hubiéramos
experimentado la bondad de sus vidas. Sin eso, no habría absurdo, ni tristeza,
ni siquiera cuestionamiento. Sólo el maravillarse abre espacio a la tragedia, y
la tragedia no debe hacernos olvidar de ese maravillarse fundamental -herido,
sin duda, y cuestionado- pero sin el cual no podríamos gritar tan fuerte contra
los cielos.
La pregunta de las preguntas
En
un escrito de 1985 titulado “In vitro veritas”[54],
Philippe Muray enumera una serie de preguntas muy metafísicas y a la vez muy
físicas:
“¿Por
qué? ¿Por qué nos reproducimos? ¿Por qué tenemos que reproducirnos? ¿Por
qué esta voluntad desnuda, ahora que la técnica le ofrece al género humano la
posibilidad no reproducirse? Es la pregunta de las preguntas, que sigue sin
respuesta a través del tiempo. Es la esencia misma del porqué.”[55]
Si
le perdonamos a Muray el uso del verbo “reproducirse”, más propio de los
organismos fisíparos, de la clonación (y, en rigor, bajo una forma no
pronominal, de las fotocopias), nos sorprenderemos de la hondura de sus
palabras. Mediante su pregunta central “¿Por qué reproducirse?”, despliega tres
afirmaciones del todo sorprendentes y evidentes, que entretejen inseparablemente
lo carnal y lo espiritual.
“Et habet tua mentula mentem”
Primero
afirma que se trata de “la pregunta de las preguntas”. Incluso, que contendría
“la esencia del porqué”. El porqué anterior
a todos los porqués no es, entonces, “¿La vida vale la pena de ser
vivida?” ni “¿Cuál es el sentido de la vida?”. Esas preguntas no tienen la
misma necesidad ni la misma urgencia: sólo surgieron con la extraña raza de los
filósofos, quienes, por lo demás, tienen una tendencia a no procrear (ni
Heráclito, que decía que todo fluye; ni Platón, quien, sin embargo, se
interesaba por la educación; ni Spinoza, para quien un nuevo hijo es una
modificación de la substancia divina; ni Kant, en quien no sabemos muy bien si
es que la propagación de la especie no es un imperativo categórico; ni
Nietzsche, que critica de todos modos la alternativa aut liberi, aut libri –“o
los hijos, o los libros”-, ni el mismo Muray han dejado descendencia. Pero hay
que decir que lo mismo ocurre con los papas -en principio-). Esto es signo de
que la cuestión del engendrar es primitiva, diríamos inmemorial. Y desde el
origen, los mitos, los ritos y las religiones se hicieron cargo de ella. “Et
habet tua mentula mentem”, decía Rabelais en el Libro cuarto. Lo que
puede traducirse como: “Tu pene tiene espíritu”. De hecho, al final siempre terminan
apareciendo los dioses.
Al
cabo de una amplia encuesta etnológica, Maurice Godelier llega a establecer esta
regla: “En ninguna parte, en ninguna sociedad pueden un hombre y una mujer
engendrar solos.”[56] Les hace
falta la cooperación “de los difuntos, de los ancestros, de los espíritus, de
las divinidades.” En los inuit[57] está
Sila, maestro del universo, que le otorga al niño su soplo, y un alma. En los baruya
de Nueva Guinea, el Sol le proporciona al feto una nariz, ojos, y dedos en las
manos y los pies. En los aborígenes de Australia, es preciso que intervenga el
tótem del canguro o de la tortuga.
Rémi
Brague, en su lindo librito Las anclas en el cielo, anota: “Una vez que
estamos en la vida, no hacen falta razones para permanecer en ella. Alcanza con
cierta inercia […]. Por el contrario, sí nos hacen falta razones para dar
la vida.”[58]
De hecho, el hambre de tostadas o la distracción de leer el diario pueden ser
suficientes para que nos levantemos por la mañana. Si para levantarnos
tuviéramos que haber respondido a la pregunta por el sentido de la vida, la
mayoría de nosotros se quedaría en la cama mucho más tiempo (y pienso que
algunos no se levantarían nunca). Pero, en cambio, las ganas de comer dulce de
frutilla o las últimas noticias sobre la pandemia no alcanzan a darnos un
argumento suficiente para tener un hijo.
¿Por
qué es necesario un motivo así? Porque, a diferencia de los demás animales,
nosotros no tenemos instinto. El ciervo vive lejos de la cierva durante el
período que va de diciembre a agosto. Come solo. Se rasca en los árboles la
pelusa de sus cuernos nuevos. Únicamente entre el 15 de septiembre y el 15 de
octubre se reencuentra con ella para engendrar a los cervatillos. Un grito
característico, el bramido, que parece provenir de las entrañas de la tierra,
le avisa a todo el bosque que él está preparado para copular y para combatir a
los jóvenes que pretendan cuestionar su supremacía sobre la manada. No es ésta
la conducta del francés promedio, ni siquiera en Marsella. Es cierto que en
algunas ocasiones, al cruzarse con una francesita hermosa, el marsellés o
incluso el auvernés son capaces de gemir de una manera que media entre el
bramido y el mugido, o de silbar tres notas agudas… pero es evidente que eso no
los lleva automáticamente a engendrar, la semana siguiente, nuevos
marsellesitos o auvernesitos.
Nosotros
no conocemos el celo. En su lugar, tenemos ritos. En nosotros, la tendencia
natural exige ser canalizada culturalmente (es decir, conforme a nuestra
naturaleza social y fabuladora) para llegar a su fin. Claro que tenemos una
tendencia natural de dar la vida, pero su realización no es espontánea: no se
lleva a cabo sin que medie una razón más o menos explícita, porque somos
animales racionales. Y explícita, más
menos que más, pues esa razón no debe matar el deseo. Al contrario, es
necesario que nos excite en nuestra misma animalidad. No podría, por lo tanto,
prescindir de imágenes atractivas o de relatos estimulantes (por supuesto, nada
que ver con la pornografía). Pero está claro que un tratado de filosofía que
nos explicara qué bueno es tener hijos como conclusión de rigurosos silogismos
no alcanzaría. Ante todo, tendría uno que leerlo con su esposa, cosa nada
fácil… Además, debiera llevarnos a una concepción más allá del concepto, con un
ardor carnal que es de otro orden e incluso se opone a toda especulación. Un
mito fundacional podría prácticamente reemplazar esta función, y proporcionar
una “razón ardiente”[59]. Pero
¿cómo hacerlo en la era tecno-científica? Éste es un serio problema.
Cuando lo lógico se separa de lo
genealógico
Esto
nos lleva inmediatamente a la segunda pregunta. Esta pregunta quedó “sin
respuesta a través del tiempo”. ¿Quiere decir que nunca tuvo respuesta? Al
revés: las respuestas han sido muchas. Lo que faltó fue la pregunta.
Antes,
el procrear no era una pregunta, sino un objetivo indiscutible. Había que
mantener el linaje. Había que hacer que los ancestros volvieran. No era ni
siquiera un deber, algo que le fuera impuesto desde afuera al discernimiento de
una libertad. Era la misma corriente de una vida que fluye de su manantial y
vuelve al mar. La familia era inmortal, así como las especies animales eran
inmortales, en una naturaleza marcada por el ciclo de las estaciones y no por
la posibilidad real de una extinción. Chateaubriand describe así a las tribus
del Niágara:
“El
nacimiento y la muerte han perdido menos sus costumbres indígenas, porque éstas
no se van así nomás, como la parte de la vida que las separa; no son cosas de
moda, que pasan. Al recién nacido, para honrarlo, se le da el nombre más
antiguo de su casa: el de su abuelo, por ejemplo. Los nombres, de hecho,
siempre se toman de la línea materna. A partir de ese momento, el niño ocupa el
lugar de la mujer de la que ha recibido el nombre. Al hablarle, se le da el
grado de parentesco que ese nombre revive: así, un tío puede saludar a su
sobrino con el título de abuela. Esta costumbre, que parece graciosa,
es, sin embargo, emocionante. Resucita a los ancianos difuntos; reproduce, en
la fragilidad de los primeros años, la fragilidad de los últimos; acerca los
extremos de la vida; les comunica una especie de inmortalidad a los ancestros y
los considera presentes en medio de sus descendientes.”[60]
Los
indios no están sometidos a las “cosas que pasan de moda”. Y son más
espirituales que nosotros. A los ojos de ellos, la carne perece, pero a sus
oídos, el nombre perdura, como la idea platónica, que domina y ordena la
realidad sensible. La abuela ha regresado bajo los rasgos del nieto, como la
golondrina (otra, y sin embargo siempre la misma) regresa en la primavera. No
viene a cuento discutir si se trata de un nombre materno o paterno: es preciso
que ese nombre vuelva, estacionalmente. Y aunque no sea el del individuo, será
al menos el de la familia. Fue con este objetivo, cuando Sodoma acababa de ser
destruida, que las hijas de Lot no dudaron en acostarse con su padre.
Huelga
insistir en lo lejos que estamos de estas concepciones antiguas. Podemos, aquí
o allá, despenalizar el incesto, pero el objetivo no será ya el de asegurar la
perennidad de un linaje, sino más bien, rizando el rizo, hacer que la
generación se derrumbe sobre sí misma. En la medida en que la procreación fue
volviéndose una pregunta, nos hemos hallado desprovistos en medio de todas las
viejas respuestas, más fastidiosas que benéficas, puesto que era respuestas a
una pregunta que, como tal, nunca nos la habíamos hecho.
¿Qué
implica este hecho de que en las sociedades tradicionales la mitología o la
religión asuman la cuestión de la fecundidad? Que lo lógico esté completamente
subordinado a lo genealógico. La religión, en esto, está haciendo algo más que
garantizar exteriormente la continuidad de las generaciones, pues ella misma se
inscribe dentro de esa secuela: las generaciones son esenciales a ella. También
los dioses nacen, aunque no sean mortales. La teología es una teogonía. Los
ritos más profundos no tienen que ver tanto con la muerte como con la
fertilidad o, más bien, una fertilidad que atraviesa la muerte, como las de las
flores después del invierno.
Con
el advenimiento de la filosofía, lo lógico se irá escindiendo, progresivamente,
de lo genealógico, y superando las visiones demasiado tribales o paganas. El
hombre se vuelve cada vez menos un hijo, y cada vez más una persona. La
cuestión del origen se va volviendo la de la Causa primera universal y no la de
una familia singular.
El
filósofo se pregunta: “¿Por qué hay algo y no más bien nada?”, pero casi
siempre pasa por alto el hecho de que su pregunta sólo es posible porque ha
nacido y porque heredó una lengua materna. Se interroga acerca del Hombre, con
H mayúscula, pero olvida, a menudo, que existen, de verdad, hombres y mujeres,
hijos e hijas, padres y madres, e incluso abuelos (mientras que, en las
sociedades primitivas, no había nada más decisivo que la verdad del abuelo).
De
este modo, se va operando una progresiva separación del sabio y del hombre, del
pensador y del esposo. Aunque se opongan en el punto de vista doctrinal, los
filósofos en general están de acuerdo en no casarse ni tener hijos. Ya he
nombrado a algunos de ellos, y no menores, más arriba. Leibniz[61], genio
universal, es una mónada soltera y nulípara[62]. Tiene
como heredero al hijo de su cuñado, un tal Löffler, por demás oscuro. El mejor
de los mundos posibles es imposible en medio de las turbulencias de una nutrida
tropa de niños. En teoría, el principio de razón suficiente debía conducirlo al
principio de generación continua. En la práctica, el primer mandamiento no es
tanto Sean fecundos como Sean felices.
La
cuestión de la felicidad ha hecho mucho daño a la fecundidad. Desde el momento
en que de lo que se trata es de realizarse como individuo, vivir serenamente y
sin problemas, está todo dado para que eso se traduzca en no meterse en los
líos del matrimonio, de los adolescentes granudos y de la familia política.
Salvo circunstancias excepcionales, según Epicuro, “el sabio no se casa ni procrea”[63]: tales
ataduras pondrían en peligro su ataraxia[64].
Además,
la afirmación puede adquirir un cariz altruista, si en lo que se piensa es, más
bien, la felicidad del niño mismo. ¿Quién puede jactarse de poder conducirlo a
la felicidad? ¿Cómo estar seguros de que se lo va a educar bien? Ya en el siglo
V antes de nuestra era, Demócrito atestigua: “Educar a los niños es una cosa
difícil: conseguirlo conlleva muchos combates y preocupaciones, y fracasar causa
un dolor sin par.” Y parece que un siglo después, cuando le preguntaron a Tales
de Mileto por qué no tenía descendencia, éste dio esta respuesta emblemática:
“Por amor a los niños.”[65] Y he
aquí que, con el que es considerado como el primer sabio griego, ya estamos
lejísimos de la evidencia primitiva. Lo lógico está tan emancipado de lo
genealógico que el amor a los niños se ha convertido en la razón para no
tenerlos.
Quizá
eso explique la poca cantidad de mujeres filósofas en otras épocas. No es que
eran menos inteligentes, sino que su inteligencia estaba un poco más encarnada.
Esta separación entre la propia realización y la procreación no les era tan
sencilla como a los hombres, llenos de sus propias tripas (o sea, desprovistos
de útero). El embarazo, a pesar de sus inconvenientes, también les parecía un
desplegarse personal. Habrá que esperar recién al feminismo posmoderno para no que
no se vea, en el embarazo, otra cosa más que la invasión y el flagelo.
Por
último, para dejar la pregunta sin respuesta, existió hasta hace muy poco el
natalismo ideológico. La población europea llegó a más que duplicarse en el
siglo XX. Es verdad que los avances de la medicina algo incidieron, pero más
todavía la utopía misma del progreso. Había que sacar retoños para la Patria,
el Partido, el Reich o los Soviets, e incluso hoy por hoy para
ese Estado islámico, que no vacila en decir que “la procreación es la jihad
de las mujeres”. Esto se une perfectamente con la perspectiva republicana de
antes de 1914, la que encontramos en el famoso manual escolar La vuelta a
Francia por dos niños, en que la multiplicación de los francesitos era
considerada una contribución a fin de reconquistar Alsacia y Lorena.
Engendrar
no es un fin en sí mismo, pero sigue siendo un medio todavía indiscutido: hace
falta carne de cañón, brazos para el koljoz[66], pies
para la misión civilizadora. Pero basta que se verifique que ese medio es
dudoso para que todo se dé vuelta. Es lo que ocurrió en China: bajo Mao, las
mujeres que habían tenido más de diez bebitos merecían el título de “mamás
honorables”; a partir de 1979, con Deng Xiaoping y la política del hijo único,
esas mismas mujeres fueron vistas como enemigas del Pueblo o, para decirlo con
términos más acordes a nuestra época, en que la causa social se recicló en la
causa animal, “enemigas del Medioambiente.”
Dorar la píldora
Ya
sea por el mito o por la utopía, la pregunta ha quedado sin respuesta hasta el
día que se nos venga encima (un poco como si el cielo se nos cayera sobre la
cabeza). A partir de ahora -y es el tercer punto- no sólo la pregunta se hace,
sino que su respuesta queda librada a una “voluntad desnuda”. En Occidente, al
menos, el porqué no fue asumido socialmente y está cada vez más privatizado (lo
cual es, desde ya, muy contradictorio). Dejar una posteridad después de uno es
una cosa eminentemente social y nunca podría reducirse a un problema individual.
Cuanto más hacemos de la procreación una cuestión individual, menos podrá
obtener una respuesta favorable, pues un individuo es un individuo, antes que
un hijo o un padre.
Detrás
de esta revolución, para dorárnosla, está, ciertamente, la píldora. Houellebecq,
en Las partículas elementales, da este terrible veredicto sobre el amor
de sus dos personajes, Michel y Annabelle: “En medio del suicidio occidental,
está claro que ellos no tenían ninguna opción. Con todo, siguieron viéndose una
o dos veces por semana. Annabelle fue de nuevo a un ginecólogo y volvió a tomar
la píldora.”[67]
En 1967, poco después de haber abandonado la orden de santo Domingo, la Soeur
Sourire[68] canta
“La píldora de oro” en versos malísimos pero muy elocuentes del “suicidio
occidental” (ella, de hecho, se suicidaría dieciocho años después):
“La
píldora ¡qué impactante viene!
aunque dos filos tiene,
ella confirma la victoria
de los amantes sobre la historia.”
Al
separar químicamente el “hacer el amor” del “hacer hijos”, la píldora es
presentada como una victoria de los amantes. Pero esta victoria es “de dos
filos”: como es lograda “sobre la historia”, o sea, sobre la posteridad, la
cantante un poco teme que la “historia de amor” no sea más que una aventura sin
consecuencias. En eso, sin dudas, se gana cierta independencia con respecto a
la naturaleza, pero esa independencia se paga con una dependencia más grande
con respecto a un dispositivo artificial.
Porque
la píldora no previene solamente contra un nacimiento indeseado: afecta también
al nacimiento deseado. Anula la transmisión de madre a hija, la verdadera
cultura femenina que se vivía por fuera del sistema mercantil. Antes (no
“antes” en el pasado reciente, tal vez con este adverbio mi intento de pensar remite
a otra “vez”, hecha de inmemorialidad y de porvenir) la madre conversaba con su
hija acerca de los varones, del flechazo, de la seducción, de sus propios
éxitos y fracasos, de la forma de cuidarse de la perdición. Hablaba de las
reglas que ella tenía, más que de las reglas que se le imponían
desde afuera. En lugar de esto, hoy va al ginecólogo con su hija teen para
hacerle recetar Minidril o Jasminelle[69]. El
relato intergeneracional fue reemplazado por la industria farmacéutica, y las
palabras edificantes, por la prescripción de un experto. La mamá cool ya no hace moral: abandona a su hija a ese mercado de 25 mil millones de
dólares.
Con
la píldora que Annabelle retomó, Houellebecq remite a su lector a un episodio
anterior de la novela, en que evoca muy expresamente a la ley Neuwirth, como
acto de rendición al paradigma tecnológico-mercantil:
“El 14
de diciembre de 1967, la Asamblea nacional aprobó, en primera votación, la ley
Neuwirth, sobre la legalización de la contracepción; aunque todavía no estaba
financiada por la Seguridad social, la píldora fue, a partir de ese momento, de
venta libre en las farmacias. Desde entonces, grandes sectores de la población
tuvieron acceso a la liberación sexual, antes reservada a los estamentos
superiores, profesiones liberales y artistas (como también a ciertos
empleadores de pymes). Es irritante comprobar que esta liberación sexual
fue presentada, algunas veces, so capa de sueño comunitario, cuando en realidad
se trataba de un nuevo descanso en la escalada histórica del individualismo.
Como lo indica la hermosa palabra “ménage”[70], la
pareja y la familia constituyen el último islote de comunitarismo primitivo en
el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual tuvo como consecuencia la
destrucción de esas comunidades intermedias que eran las últimas que quedaban
separando al individuo del mercado. Ese proceso de destrucción continúa hasta
nuestros días.”[71]
Si
“ménage” es una “hermosa palabra”, según Houellebecq, lo es en la medida
que la familia va llevando adelante [ménage] una convivencia que
resiste a la mercantilización generalizada de lo real. Es un “islote de
comunitarismo primitivo en el seno de la sociedad liberal”. La madre no vende
sus comidas, y no les alquila las piezas a los suyos. El padre no busca
aumentar sus magras ganancias a costa del tiempo que pasa con el hijo. El mismo
jabón lava un cuerpo y después otro sin que uno se sienta pobre. En familia, no
sólo la circulación de los bienes sino, sobre todo, la producción de algunos de
ellos está prácticamente fuera de la influencia del mercado, de las
instituciones estatales o de la innovación tecnológica. Allí, hacemos los
quehaceres domésticos [ménage] en sentido amplio, es decir que
hacemos cosas juntos, y no sólo “el amor”. Ahora bien, si ya no hay bienes que
producir juntos en el espacio familiar, si el padre ya no tiene un taller donde
mostrar a su hijo el arte de la carpintería ni una mesa donde contar la
historia del séptimo día o de la liberación de los hebreos, ¿por qué seguir
teniendo hijos? ¿Por qué no ser, mejor, el cuadro superior que instruye a sus
nuevos empleados en una start-up?
En
otra página de las Partículas elementales, Bruno no puede relacionarse
con su chico, absorbido como está en su Super Mario Land en el Game
Boy. Propone esta explicación:
“Los
niños eran la transmisión de un estado, de unas reglas y de un patrimonio. Eso
era bien conocido en los estamentos feudales, pero también en los comerciantes,
los paisanos, los artesanos; de hecho, en todas las clases sociales. Hoy en día
eso no existe más: soy asalariado, soy inquilino, no tengo nada que transmitir
a mi hijo. No tengo ningún oficio que enseñarle, ni siquiera sé qué va a poder
hacer él el día de mañana; las reglas que conocí no van a ser válidas para él,
que vivirá en otro mundo. Aceptar la ideología del cambio permanente es aceptar
que la vida de un hombre quede estrictamente reducida a su existencia
individual, y que las generaciones pasadas y futuras no tengan ninguna
importancia a sus ojos. Así es como vivimos, y para un hombre, hoy en día,
tener un hijo no tiene ya ningún sentido.”[72]
Por
supuesto que podemos condenar el aborto, pero aquí se trata más bien de la
innovación técnico-mercantil que impide el nacimiento, especialmente de las
innovaciones en materia de fertilización asistida. La fertilización asistida[73]
trasplanta la procreación del dominio de los hombres y las mujeres al de los
ingenieros. El don de la vida se trueca en derecho al hijo, y el derecho al
hijo se trueca en el deber de no tener más. El nacimiento por vía sexual es
desplazado por la fabricación controlada, y entonces ya no se trata de
transmitir la vida recibida sino de producir un ser adaptado a nuestros
proyectos, cuya existencia será funcional, sus días, agradables, y su muerte,
dulce. Con estos criterios, ¿quién no va a preferir un yorkshire[74] o un robot?
Estos
“avances” se presentan, para colmo de males, en un contexto de crisis ecológica
y antropológica. La naturaleza ya no es para nosotros como un ciclo perpetuo en
el cual se inserta el ciclo de los nacimientos y de los fallecimientos. Sus
recursos no son ilimitados. Los pañales Pampers arruinan su
biodiversidad. Por consiguiente, o hay que cambiar el tren de vida -consumir
mucho menos y seguir procreando- o hay que conservarlo lo máximo posible
-consumir igual o más pero procreando menos-.
Por
lo demás, ahora vemos a la especie humana en su conjunto -y no ya solamente a
los individuos o las civilizaciones- como mortal. Nunca insistiremos demasiado
en hasta qué punto la toma de conciencia de la finitud de las especies
constituye un cambio radical con respecto al pensamiento antiguo. Para los
antiguos, los individuos morían pero, al engendrar, aseguraban la propagación
de la especie. Esta perpetuidad de la especie era, para Platón o Aristóteles,
una manera de “participar de lo divino e inmortal”. La mortalidad, en el plano
individual, era absoluta, pero compensada por una inmortalidad en el plano de
la especie (reencontramos ese esquema en el natalismo político: inmortalidad de
Roma, inmortalidad del Reich, etc.). Si esa participación divina es puesta en
cuestión; si la procreación desemboca, a fin de cuentas, en la completa
desaparición y no en la pervivencia, no digo ya de un nombre de familia, como
en otro tiempo, sino del simple nombre de “hombre”… ¿Para qué demonios seguir?
El bien contra el ser
Estamos,
pues, en una situación sin precedentes, que parece dar vuelta todo lo que antes
fue. Ayer las comunidades humanas ofrecían a sus miembros razones para vivir y
para dar la vida. Hoy construimos una sociedad de individuos y un dispositivo
de consumo que brinda razones para distraerse de la angustia de la muerte, y
para legitimar el suicidio como diversión última. Ayer, la procreación proporcionaba
acceso a estatus cada vez más importantes, desde padres, abuelos hasta el
estatus social supremos de ancestro (la dignidad de Abraham sigue siendo la de
ser el padre de una multitud de pueblos, y el mismo Dios engendra en su seno a
un Hijo, y por él espira al Espíritu, de modo que la paternidad y la filiación
se presentan dentro del orden de los nombres trinitarios como anteriores a la
espiritualidad). Hoy el ancestro es aquel a quien hay que eutanasiar.
Ser
padre o madre no ofrece, en sí, ninguna promoción en las jerarquías
contemporáneas. Todo lo contrario, es la marca de una inferioridad, de una
degradación, de una traba para alcanzar al magnífico estado de sujeto autónomo,
trabajador atlético y consumidor eco-durable, siempre joven, siempre disponible
para un encuentro furtivo, para horas suplementarias, para los últimos dispositivos
electrónicos… En la Alemania del Este, justo después de la reunificación,
cientos de mujeres tuvieron que recurrir a la esterilización para demostrar a
un futuro empleador su libertad: eran dignas de confianza, podían otorgarles
altos empleos. De hecho, una de las divisas de Un mundo feliz[75] es
“Civilizar es esterilizar”.
Así
las cosas, los “homosexuales” están mejor preparados para tener niños. Para
ellos, se trata de una opción pura, sin vínculo alguno con una ciega tendencia
animal; y el hecho de pasar por un servicio biotecnológico es lo más natural
del mundo. Ellos, tal vez, serán los últimos en hacerse hacer niños, mientras
que la unión del varón y la mujer subsistirá sólo en su ejemplaridad romántica,
como el sueño de un todo autosuficiente: cenas con velas, salidas al teatro,
viajes a Venecia, a Capri o a las Maldivas, el
tornillo y el tarugo, la lapicera y el capuchón, lo que encaja perfectamente (y
que es, por eso mismo, lo que más se opone al hecho de engendrar).
En el Figaro del 11 de noviembre de 2021 puede leerse este título notable: “Mi
matrimonio se murió en el minuto en que nació mi hijo: hablan los padres.” El
horizonte es el de volvernos Dink con perros (“Dink” es el acrónimo por Double Income No Kids, “dos ingresos sin hijos”).
¿Quién
tiene la carga de la prueba?
Según la filósofa canadiense
Christine Overall, autora de ¿Por qué
tener hijos?, la “carga de la prueba” (“the burden of the proof”) ha cambiado de lado: ya no son los que no quieren tener hijos quienes
deben justificarse, sino los que quieren tenerlos. La procreación, antes, era
una ley socio-biológica a la que uno se atenía. Pero ahora, puesto que deriva
de una decisión personal -si no arbitraria- se resiste a presentarse como el
fruto de una deliberación racional:
“La decisión de tener hijos exige más
justificaciones y reflexiones prudentes que la decisión de no tenerlos, porque
la procreación crea un ser humano dependiente, indefenso y vulnerables, cuyo
futuro es incierto. El que elige no tener hijos toma un camino ético menos
arriesgado. Después de todo, la gente que no existe no puede sufrir por no
haber sido creada. No están investidos de un derecho a venir al mundo, y
nosotros no tenemos el deber de hacerlos nacer en ella. Pero, desde que el niño
está en el mundo, tenemos responsabilidades gravísimas frente a él […]. Tanto
más cuando que los niños no son ni animales de compañía ni pequeños
psicoterapeutas[76].”
Todo esto que dice Cristina Sobretodo está lleno de cuestiones
metafísicas, pero como su discurso se sitúa sobre el plano ético, ella se larga
sin mirar y acaba diciendo que la decisión de tener hijos, para ser moral, debe
responder a tres criterios: 1° el cuidado del bienestar de la madre y del hijo;
2° el respeto por la autonomía de las mujeres; 3° el rechazo de usar al niño o
a la madre como medios en vistas a un fin distinto de ellos.
Pero ¿cómo se puede estar seguros
del bienestar de un hijo? ¿Qué autonomía puede haber en una mujer que se deja
invadir por otro ser? ¿Quién puede -sin un tremendo orgullo, pretender sondear
las cloacas de su alma y declarar que su hijo no le sirve para nada, que es
únicamente un fin y para nada un instrumento? Uno intuye que la deliberación
tiene grandes posibilidades de ser larga y de no hallarle salida antes de la
edad de la menopausia o de la inhumación. Yo, si hubiera estado sentado en mi
oficina, antes que estar acostándome con mi mujer, y me hubiera interrogado
seriamente acerca de nuestra capacidad para conducir a un nuevo ser hacia la
libertad, la verdad y la felicidad, cuando soy un pecador inveterado y “mi
dulce y tierna” no es capaz de decidirse entre un lemon
pie o una pasta frola, creo que habría terminado
yéndome a la cama solo y con un Lexotanil.
Volviendo a Tales de Mileto, el
primer sabio que puntillosamente sopesó los pros y las contras, él tenía una
madre, y cuentan que ella lo presionaba para casarse, en una época menos
individualista que la nuestra. Al principio, él respondía: “Todavía no, soy muy
joven.” Al final, respondió: “Ya no hay tiempo, soy muy viejo.” Es que lleva
tiempo juntar, en la cabeza de uno, las pruebas suficientes para convencer a su
sexo: a éste no lo queda más que debilitarse.
Tan juiciosas reflexiones
difícilmente se le ocurran a una joven mujer enamorada, precisamente por ser
joven, por ser enamorada, y quizá también -aunque no quisiera parecer demasiado
filógino[77]- por ser mujer. Cristina Sobretodo no lo ignora, pero se hace la que
no sabe, porque su palabra de secaría en su raíz. Con semejantes criterios
éticos, en efecto, ninguno de nosotros estaría aquí. Las mujeres de antaño
corrían al parto sin pensar tanto en su bienestar: no existía la peridural;
cerca del 4 % de ellas moría durante el parto; de dos hijos, sólo uno llegaba a
la adultez, y el hecho de tenerlo no les valía sino una pequeña gloria: era la
cosa más normal del mundo… Una maternidad así nos parece hoy en día una locura,
algo inconcebible para una mujer liberada. Esta mujer liberada, como entiende
el embarazo a partir de una decisión voluntaria y moral, les imputa a las
mujeres de antes tanto un coraje sobrehumano como una sumisión de esclava.
Descubrimos así que nuestra pregunta
no hace solamente a las procreaciones futuras sino también a las procreaciones
pasadas: lo que está en juego es la legitimidad de nuestra existencia. Digamos,
asimismo, que nuestras razones de hoy tienden a destruir las de ayer. Tratando
de legitimar mediante un cálculo ético racional la vida que podríamos dar,
estamos deslegitimando la vida que hemos recibido, que menospreciaba ese tipo
de cálculo. Haciendo que la responsabilidad por la especie pese sobre un solo
individuo, estamos reduciendo toda la aventura humana a una opción criticable y,
desarraigados del tiempo, incapaces de reconocernos en nuestros padres, y de
dejarnos reconocer por ellos o de experimentar de parte de ellos el
reconocimiento, nuestro libre albedrío trabaja en el vacío, sin aliento, sin
entusiasmo ni concupiscencia, como un tipo que tuviera que elegir en el menú de
un restaurante sin tener hambre, o como una rama que tuviera que producir un
fruto después de haber sido separada del tronco, de haberle cortado las venas
con la savia. Porque es gracias a la savia que los pimpollos acaban dando frutillas.
Y es gracias al hambre que tiene que “mi dulce y tierna” al final se decidió por
el lemon pie.
Dignidad y esterilidad: engendrar a
nadie
En
un estudio publicado en 2013 en Anales de demografía histórica, la
socióloga Charlotte Debest observó que los “sin hijos voluntarios” siempre son
“promotores de moral”. Ellos asimilan la procreación a “unas ganas irracionales
que trascienden todas las razones objetivas”, y al mismo tiempo imponen a los
padres rigurosísimas normas educativas, insistiendo que “el hijo no es una masa
que modelar”, sino “un individuo dotado de pensamiento”, y fustigando a los
padres que “vuelven a las 9 de la noche” y delegan sus obligaciones en niñeras[78].
En
los “sin hijos voluntarios”, el bien se opone al ser. La bondad que reclama el
niño va en contra de su existencia. Es el imperativo catatónico: “¡No
engendren… para el bien de las futuras generaciones!” Pero esto se aplica
también para las generaciones pasadas, que provienen del oscurantismo religioso
y del odioso patriarcado. Es necesario brindarle al pichón de ser humano
condiciones de vida tan excelentes y tan ciertas que evidentemente no puede
venir a este mundo. No podía ayer, porque la medicina no había avanzado lo
suficiente. Y no puede hoy, porque ha avanzado demasiado. Antes había demasiado
riesgo de que muriera en la infancia. Esta vez, está condenado a envejecer
dentro de una especie condenada a la mutación o a la extinción. Por lo tanto,
con una compasión sin pasión, con una proyección sin deseo, más vale no tener
hijos.
En
este punto, nos encontramos ante una paradoja mayor: sólo cuando se descubre
una cierta dignidad de la persona puede plantearse la cuestión de darle o no
una vida vulnerable y mortal, pues sólo entonces se manifiesta lo dramático de
exponer su dignidad a la indignidad. En la medida en que el niño sea visto como
vehículo, en la medida en que sea un medio para propagar la tribu, la raza, el
karma, la nación, la gran empresa, es muy fácil darle la vida -él morirá
cediendo su sitio a otros, y así sucesivamente-. Pero desde el momento en que
el niño es visto como un fin en sí mismo, un individuo incomparable,
irreductible a una función terrestre, desde que no es él una cosa más en medio
del tren del mundo, sino alguien más excelente que el mismo mundo, ¿por qué hay
que darle esta vida que va hacia la muerte? ¿Por dejarlo a merced de un
universo que lo ignora y que acabará quebrándolo?
Esto
es lo que no ven los “provida”. Ellos van por todos lados repitiendo que “el
embrión es una persona”. Pues precisamente porque es una persona -razonan en el
otro bando- nadie tiene el derecho de tomar la iniciativa de exponerla al
sufrimiento y a la pudrición. En el fondo, sería necesario que ella pudiera
decidir por sí misma... pero como no existe… Su bien de persona implica que eso
no sea bien para nadie, para ninguna persona humana, para ningún espíritu
arrojado así dentro de una carne de animal cazado y destinado a ser hecho
hilacha.
En
seguida nos damos cuenta que aquí aparece otro problema: el del modelo
contractualista. Las teorías políticas modernas presentan la sociedad como el
producto de un contrato establecido entre individuos iguales. Ahora bien ¿cómo
nacieron esos individuos? Pero no es ésa la cuestión: la preocupación por la
igualdad excluye la del origen. ¡Y por algo lo hace! La relación de origen es
necesariamente desigual: supone grandes y chicos, padres e hijos, expertos e
inexpertos… Y eso sin contar que el nacimiento no proviene del contrato: no
podemos preguntarle a un niño si está de acuerdo o no en venir al mundo. No
elegimos nacer. ¿Cómo podríamos elegir en nombre de él tratándose de un asunto
tan serio? ¡Si ahora ni siquiera queremos presionarlo para que estudie esto o
lo otro…!
Para
los “sin hijos voluntarios”, el hijo es considerado como una persona llena de
dignidad, y, por consiguiente, visto como un igual, un socio: no podríamos
darle la vida si no estuviéramos seguros de que su vida sería buenísima y si no
hubiéramos tenido su consentimiento libre y manifiesto. En resumen, cuanto más
se atribuye la dignidad a la decisión individual, menos hijos puede haber:
recibir la vida, en efecto, es anterior a cualquier posibilidad de elegir. Al
mismo tiempo, uno tiene la sospecha de que esta comparación entre el nacimiento
y la nada está bastante sesgada. Como lo recordó Jean Yanne: “¡Qué difícil es
la vida! -¿Comparada con qué?”
Él
también hacía notar que, si era cierto que el alcohol constituía una de las
primeras causas de mortalidad, también constituía una de las primeras causas de
natalidad[79].
La transmisión de la vida tiene algo que supera nuestra comprensión. Pero no se
puede afirmar sin ingratitud e incoherencia que más vale no haber sido que ser,
pues sería utilizar la propia voz para negarla, y comparar algo con nada, o
sea, no comparar nada en absoluto. En cuanto a poner el bien por delante del
ser, y rechazar los hijos “por amor a los hijos”, es como creerse el mejor de
los horticultores por el hecho de cultivar únicamente flores artificiales.
También el puritanismo conoce sus masturbaciones: éstas se consuman en morales
imaginarias, en las que se proyecta todas las obras de caridad que se hace a
personas inexistentes, y cuya existencia no se quiere a ningún precio.
De la bellota a la encina de Mambré[80]
No
hemos respondido a la pregunta de las preguntas. En el camino, nuestro propósito
para incluso haberse desplazado hacia dos extremos.
Por
una parte, no se trata ya solamente de encontrar razones para dar la vida a un
mortal sino más bien, en el marco del catastrofismo actual, para ser padres en
la perspectiva del fin del mundo. Por otra parte, parecería que la idea misma
de buscarle una razón, de ir en pos de un porqué, es discutible. Es esperable:
si la pregunta “por qué procrear” contiene “la esencia del porqué”, el porqué
mismo debiera estar, por así decir, cuestionado. Cuando uno se pregunta: “¿Por
qué ‘¿por qué?’?”, es inevitable que nos veamos confrontados con lo “sin
porqué”, con el límite de lo absurdo y de la gracia…
Tratándose
de lo primero -ser padres en el fin del mundo-, podría responder: eso va de
suyo, o más bien, eso va de Dios (en judío o en cristiano). Cuanto más
apocalíptico se pone el mundo (que desde siempre lo fue), el hecho de dar la
vida a un mortal más queda sujeto a la esperanza teologal. Aunque las mujeres
paran montadas sobre una tumba, esa tumba tiene doble fondo. O, para decirlo
con una imagen más bíblica, los féretros cierran mal, las tumbas se abrirán,
las mortajas van a ser lavadas y dobladas por los ángeles lavanderos de la
gloria… La fe en la vida eterna abre un camino en medio de la muerte por el que
se pasa a pie enjuto[81].
Nosotros no tenemos hijos solamente para este mundo que pasa, sino “para que se
complete en el cielo el número de los elegidos[82]”. Por lo
tanto, podemos recibir la vida aún cuando al universo no le queden más que unas
pocas horas de vida.
Decir
esto, sin embargo, parece una clase de catecismo de preguntas y respuestas: no
nos estaría diciendo todo lo que quiere decir. La Revelación no es un sistema
de respuestas a todo. No es una promotora de imbecilidad. Ella nos interpela y nos cuestiona. Implica
un develar y un reinterpretar de lo real que está a cargo de la inteligencia.
Cuanto más hay de revelado, más hay para pensar, para discutir, para debatir
juntos. Así, esto que acabamos de decir nos muestra la íntima relación (que no
se ve más que al final) entre la vida mortal y la vida divina, entre el simple
hecho de engendrar aquí abajo y el ser engendrado del Hijo eterno. El sexo está
ligado esencialmente al Espíritu; la relación sexual lleva a las “relaciones
subsistentes”[83];
la esperanza no se nos exige solamente dentro de nuestros cráneos sino también
dentro de nuestros calzoncillos. ¿Qué significa esto concretamente?
La
Biblia cuestiona cosas que nosotros nunca, sin ella, hubiéramos cuestionado. La
paternidad en la Biblia está, desde el principio, radicalmente cuestionada. Si
recorremos la línea punteada que forman las primeras apariciones de la palabra
“padre”, nos sorprenderíamos muchísimo. La primera vez que aparece lo hace bajo
el signo de la separación, para decirnos que el hombre dejará a su padre y a
su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne (Gén 2, 24).
Después de eso, los primeros en ser llamados “padres” son los descendientes de
Caín: Jabal, padre de todos los que viven en tiendas y cerca de los rebaños, y
Jubal, padre de los que tocan el arpa y la flauta (Gén 4, 20-21). No son
padres, sino expertos. Están calificados por haber transmitido una técnica -la
cría, la música instrumental- y no la vida. Después se nombra a Cam, padre de
Canaán (Gén 9, 18). Este hijo de Noé fue maldecido en su propio hijo, por
haberse burlado de su padre. En efecto, el constructor del arca fue también
quien plantó la primera viña sobre la tierra seca; el que salvó del diluvio a
toda una casa y todo un zoológico se ahogó en una ánfora de vino. La figura
tutelar, el almirante de la nave capitana vacila, trastabilla y se cae,
totalmente borracho, mostrando su debilidad. Daba para reírse. Cam, padre de
Canaán, vio la desnudez de su padre y se lo contó a sus dos hermanos (Gén
9, 22). La sexta aparición de la palabra “padre” es entonces ésta: el padre
está desnudo… A la séptima, que cierra una primera serie, están ligados los dos
nombres de donde provienen los semitas y los hebreos: le nacieron también
hijos a Sem, padre de todos los hijos de Heber… (Gén 10, 21). La fórmula es
rara, y a menudo los traductores tienen que aclararla. Heber es el biznieto de
Sem. La relación de paternidad saltea tres generaciones, lo cual marca al mismo
tiempo una fecundidad y una desposesión, porque se es padre del hijo de otro,
descendiente lejano, con una autoridad que ya no puede alcanzarlo.
La
alusión a Adán, con ser discreta, no es menos patente. Los primeros pasos en la
parentalidad se llaman “la caída”: el padre volviéndose experimentado
(conociendo el bien y el mal), maldito en sus hijos (el mayor que mata al
menor), desnudado (los ojos que se abren a la vergüenza), rescatado por una
larga descendencia (la espera del Mesías), nos muestran a las claras que no
estamos precisamente delante de una exaltación del patriarcado ni delante de procreaciones
tan fluidas como las de los conejos. El hecho de ser padre y de tener hijos se
revela como altamente problemático, trágico, incluso.
En
el capítulo siguiente comienza la historia de Abram, literalmente el “padre
elevado”, que se convertirá en Abraham, el “padre de una multitud”. Allí se
retoma la cuestión del todo nuevamente. La nueva aparición de la palabra no lo
involucra a él sino a su padre Teraj, en la dramática circunstancia de la
muerte de su hijo menor: Harán murió en presencia de su padre Teraj, en su
país natal, Ur de los Caldeos (Gén 11, 28). El país del nacimiento se
convierte en el país de la muerte. El duelo es tan pesado que Teraj decide marcharse:
tomó a su hijo Abram, a su nieto Lot, hijo de Harán, y a su nuera Sarai,
esposa de Abram, y los hizo salir de Ur, en Caldea, para ir al país de Canaán;
sin embargo, una vez llegados a Harán, se establecieron allí. Los años de Teraj
fueron ciento cincuenta y, al cabo de ellos, murió en Harán (Gén 11,
31-32). Teraj nunca se repuso de la muerte de su benjamín. El nombre del hijo
fallecido se convierte en el nombre de la ciudad donde el padre se detiene y
muere. Es como un hombre que, viviendo en París, acabara de perder un hijo
llamado Esteban y, sin consuelo, se va a vivir a Marsella, pero resulta que no
puede llegar más allá de San Esteban.
La
vocación de Abram viene justo después. Se trata de dejar la casa de padre,
conforme al primer anuncio del Génesis: dejará a su padre… Pero al mismo
tiempo se trata de reencontrar al padre, porque el proyecto paterno que tan
tristemente había fracasado es retomado por la providencia del Eterno. El
país que te mostraré es esa tierra de Canaán adonde Teraj quería llegar
antes de perecer en Harán, abatido por el recuerdo de su hijo perdido. En lo
que concierne al tener hijos, Sarai es estéril, como si la tristeza de su
suegro le cerrara las puertas de la
vida: y no podrán reabrirse más que merced a la promesa divina. Será preciso
que Abram hospede a los tres extraños visitantes bajo las encinas de Mambré.
Será preciso que acepte reconocer a su mujer como su mujer -y no sólo como su
hermana, aunque, por ello, deba exponerse a morir[84]-.
Después, será preciso subir con Isaac la montaña en el país de Moriya[85]. Es la
primera vez que en la Biblia un hijo llama a su padre: “¡Padre!”. Justo ahí,
encaminándose hacia ese lugar donde el Insondable le pidió que se lo ofreciera
en holocausto. El duelo de Teraj no se supera sino en el sacrificio de Abraham.
Darle
la vida a un mortal es aceptar una prueba en la que no vemos nada, pero en la
que creemos en Dios que proveerá (Gén 22, 8 y 14). Aquí el ser se pone delante
de la visión del bien (como lo dice Rimbaud al final de su Temporada en el
infierno: “[…] pero la visión de la justicia es el placer de sólo Dios”). El
ser se arriesga a lo peor, porque ya hemos visto flores abrirse paso en las
gritas del cemento. Es que hay una bondad más grande que nos atrae, inesperada
como una resurrección, sin la cual no podríamos ni sufrir la desesperación ni
elevar plegaria alguna. Para no olvidarse de eso a la hora del deseo, el judío
deja grabado el juramento del Eterno en su sexo: alianza que no pasa por un
anillo de oro, sino que sustrae un anillo de carne, a fin de que la carne, en
su extremidad, sea parte, a partir de ahora, de esas realidades que se nos
escapan; a fin de que el glande[86] no tenga
miedo de abrirse paso como la encina al modo de un árbol genealógico.
¿Se
entiende? Yo no. Pero un poco trato. Estamos ante una cumbre de la revelación,
pero esa cumbre nos devuelve a la base, justamente como los primeros versículos
del Génesis (1, 27): a imagen de Dios los creó (cielos)… macho y hembra
los creó (calzones)… De hecho, esta anterioridad del ser sobre el bien y
esa atracción del bien que no vemos, ese deseo más poderoso que el deber y que se
abandona a la vida más allá del conocimiento del bien y del mal, es lo que trae
consigo el sexo, diana que hace que el arco se tense pero que, no bien la
esperanza cede su sitio al planning, nos esforzamos por contener con la
química, el látex o la homosexualidad.
“Hay más razones en tu cuerpo que en
tu mejor sabiduría”
¿Cómo
entender este entramado de lo más natural y de lo más sobrenatural? ¿Cómo
entender que nuestros deseos más animales son ya tendencialmente divinos, y que
nuestras palabras más cotidianas ya son implícitamente palabras del Evangelio? (Porque,
sin duda, cada vez más será necesario escuchar la Buena Noticia para ser
capaces de decir “buen día”, pero creyendo de verdad en la bondad del día…).
Es
justamente cuando la noche está a punto de triunfar que la lucecita más pequeña
se vuelve como embajadora de toda la luz. Entonces uno se da cuenta de que el
simple hecho de dar la vida ya contiene en sí mismo una secreta confianza en la
vida eterna. Confianza que no se sitúa en el plano psicológico ni biológico,
sino que es consustancial a la misma vida. Pues es evidente que nuestro propio
sexo nos impulsa naturalmente hacia el otro sexo, y que naturalmente esa unión
se abre en un engendrar, así como el encuentro de la llave y la cerradura abre
la puerta de una morada desconocida. Y, al mismo tiempo, esto tan elemental y
espontáneo para los animales en nosotros no puede justificarse sino a través de
la más metafísica de las meditaciones: Mi corazón y mi carne retozan por el
Dios vivo (Sal 83, 3).
Una
gran novela de estos últimos años, La Ruta, de Cormac McCarthy, indaga
con fuerza este misterio (la “Ruta", no hay que olvidarse, es uno de los
nombres de Cristo: Yo soy el camino -Jn 14, 6-. Dicho de otro modo: cuando
encontramos el camino seguimos buscando, no es más que el comienzo del viaje).
Un padre y su hijo van caminando rumbo al océano en medio de un mundo
devastado, sin árboles que den sombra ni animales que brinden comida. Para no
volverse caníbales, deben alimentarse con las últimas latas de conserva que han
sobrevivido a la catástrofe: encontrar una latita de Coca entre los
escombros constituye una fiesta indescriptible.
Cuando
nació el hijo, poco después del cataclismo que desoló la tierra, su madre se
suicidó: ¿para qué seguir en vano? ¿Para qué vivir, si será para ver cómo muere
su hijo? Pero el padre avanza, ciegamente, bestialmente, obstinadamente. Su
fuerza no le viene tanto de sí mismo sino de ver la cara de su hijo, con su
vulnerabilidad desamparada. ¿Por qué sigue? ¡Es, acaso, como un nuevo Abraham, esperando
contra toda esperanza (Rom 4, 18)? En realidad, no habita en él esperanza
alguna, pero cada paso que hace y que da con su hijo es el signo de una
esperanza que no es suya, sino la de la vida recibida y dada mediante él, de
esa vida que no tiene esperanza, sino que es esperanza, pues, si
ella hubiera tenido que aguardar a tener una, ni siquiera habría comenzado…
Cuando nuestra animalidad está antes
que nuestra racionalidad
Esto
nos lleva a la cuestión de la validez de un porqué en este campo. La “pregunta
de las preguntas” nos acerca a lo que podríamos llamar nuestra vulnerabilidad,
o más bien nuestra radical fragilidad.
Se
habla mucho de vulnerabilidad hoy en día, pero se lo hace para ocultar la
realidad más profunda. El motivo sería hacer el “elogio de la debilidad”, como
si la debilidad tuviera valor en sí misma (san Pablo dice: Porque es cuando
soy débil que soy fuerte -2 Cor 12, 10-; pero la debilidad no tiene sentido
más que porque en ella se manifiesta una fuerza trascendente). También sirve
para reforzar una posición de victimismo e irresponsabilidad. Con el concepto de
vulnerabilidad, el mal aparece como proviniendo siempre del exterior, lo cual
no se aplica a la fragilidad, como lo destaca Jean-Louis Chrétien:
“Dos aspectos nos llaman inmediatamente la
atención: el quiebre puede llegar de golpe e inesperadamente, y por ello, a un
largo proceso de desgaste, de erosión, de fatiga (aunque estos últimos
ciertamente pueden desembocar en un quiebre o fractura) y, por otra parte, la
neutralidad de esa palabra en cuanto a su fuente. Nada indica, en efecto, que
sea interna o externa. Uno puede quebrarse por sí solo, y no sólo por un choque
o agresión venido de afuera. Esta es una diferencia importante respecto de la
vulnerabilidad, muchas veces confundida con la fragilidad, y hoy en día muy de
moda, porque vulnerable es lo que puede ser herido, lo cual supone siempre un
ataque venido del exterior”.[87]
La
“vulnerabilidad” puede blindarnos contra nuestras propias faltas, y el riesgo
no menor es llegar a la conclusión de que “el infierno son los otros”[88], o que
seríamos perfectamente felices en un mundo sin agresión (o sea, lo que era el
Edén, que ya vemos cómo terminó…). En el fondo, esta noción remite a nuestra
pasiblidad, al mal que podemos padecer: el dolor, el sufrimiento, la muerte…
Pero, más allá de nuestra pasibilidad está nuestra pecabilidad, o sea la
posibilidad no ya del mal padecido sino del mal voluntariamente cometido: la
falta, la ofensa, el pecado… El orgullo puede hacer pasar esta pecabilidad como
una fuerza, pero no obstante siempre sigue siendo más peligrosa que la mera
pasibilidad, pues no se trata aquí solamente de estar mal, sino de volverse
malo.
La
focalización sobre el sufrimiento mediante el tema de la vulnerabilidad oculta,
a menudo, nuestra inclinación al pecado, infinitamente más grave. A partir de
aquí, la gran búsqueda de la vida humana se reduce a la de la salud, y no a la
de la salvación; a la del confort en la técnica, y no a la del esfuerzo
en la gracia. Fatalmente, al no preocuparse sino por el bien-estar[89], uno se
desvía hacia el bien sin ser: uno se castra o se histerectomiza: “La
esterilidad es un remedio útil y excelente contra la maldad de los niños”.[90]
Por
último, para terminar del todo con el mal sufrido o cometido, se nos promete un
mesianismo al revés, una especie de “Desnatividad”, con un pesebre sin niño
pero nunca sin un pavo con castañas, para que mastiquemos el vacío. Es el
último pecado, el más mortal y el más bonito, el que destruye la muerte y borra
la ofensa pero en su posibilidad misma: una exterminación total pero sin ningún
asesinato, por agotamiento de los protagonistas, porque se deja de relanzar la
tragedia humana. Ortensio Lando considera esta paradoja sin llevarla todavía a
sus últimas consecuencias:
“Pero
díganme un poco, ustedes que desean una mujer fecunda: ¿saben ustedes qué clase
de hijos ella tendría si no fuera estéril? Es seguro que el imperio romano no habría
sufrido para su gran mal monstruos tan horribles como Calígula, Nerón, Cómodo y
Basiano, si Marco Antonio, Domiciano y Septimio Severo no hubieran tenido
esposas, o si ellas, al menos, hubieran sido estériles.”[91]
Lo
que este autor italiano del siglo XVI[92]
considera con ironía, nosotros lo citamos con seriedad imperturbable. De ahí
proviene esta fragilidad radical, como una grieta a esta altura, en el sitio
mismo en que se unen nuestra pasibilidad y nuestra pecabilidad. Ésta afecta la
sucesión de nuestras generaciones. Se debe a nuestra misma razón. La fragilidad
específicamente humana no está ante todo del lado del cuerpo sensible, sino de
nuestra razón cuestionadora, de esta inteligencia humana que no es ni el puro
intelecto angélico ni el simple instinto animal. Mientras que en los demás
animales la propagación de la especie es un tipo de automatismo, en nosotros
está dejada a nuestro juicio. Tenemos la posibilidad de renunciar a ella. Y
paradójicamente, por haberle buscado demasiado el porqué y el cómo al
engendrar, nos dirigimos casi
ineluctablemente hacia la extinción.
En
el fondo lo que aquí está en juego es la naturaleza misma de la razón. Tomás de
Aquino sostiene que nosotros somos “los más débiles de los espíritus”, o sea,
que al lado del más bajo de los ángeles de la guarda, el genio humano es un
bruto. Hasta para estimular y ejercer nuestra inteligencia tenemos absoluta
necesidad del cuerpo, de los sentidos, del mundo físico en su totalidad:
“Entre
las sustancias intelectuales, las almas humanas son, en el orden de la
naturaleza, las de grado más bajo. La perfección del universo lo requería, de
modo que hubiera diversos grados en las cosas. Por eso, si las almas humanas
hubieran sido constituidas por Dios de modo que hubieran ejercido su
inteligencia según el modo que conviene a los ángeles, lejos de tener un
conocimiento perfecto, habrían tenido un conocimiento general y confuso. Por lo
tanto, para que ellas pudieran tener un conocimiento perfecto y distinto de las
cosas, han sido naturalmente constituidas para estar unidas a un cuerpo, y de
este modo ellas reciben de las cosas sensibles un conocimiento propio de éstas
(de la misma manera que los hombres no cultos no pueden llegar a la ciencia sin
la ayuda de ejemplos concretos). Es evidente, por lo tanto, que el alma está
unida a un cuerpo en vistas a su mayor perfección, y que ella entiende
mediante las imágenes que le proveen los sentidos.”[93]
Cuando
Nietzsche escribe en su Zaratustra: “Hay más razón en tu cuerpo que en
tu mejor sabiduría”, no se imaginaba lo cerca que estaba de santo Tomás. Según
el Doctor Universal[94], nuestra
animalidad está antes que nuestra racionalidad: nuestro cuerpo es el primer
guía de nuestro espíritu. Si, con el pretexto de ir más a prisa, la razón
pierde su anclaje carnal y terrestre, se corta ella misma las alas. Ella, sin
duda, elabora maquinarias conceptuales que funcionan lo más bien, girando en
una abstracción sin fricciones. Pero esas máquinas no se hacen carne. La lógica
se vuelve aberrante en el momento en que se separa de lo físico, en el momento
que deja de ser genea-lógica. Cuando la atracción sexual es truncada en su
raíz, cuando el nacimiento es despreciado en beneficio de la innovación y la
gestación en pro de la ingeniería, nuestra razón ya no está motivada por la
vida. Ella raciocinará, razonará, racionalizará, pero terminará des-razonando
culpa de la hipertrofia de los mismos porqués, que se mudan en escepticismo,
porque la causa primera, necesariamente, es sin causa: el último porqué es sin
porqué. Pero así la razón no razona de verdad, porque su debilidad congénita
entre los espíritus pide que haya, más allá del razonamiento lógico, una
resonancia viva.
Como animales (¡e incluso plantas!)
La
lógica, en cuanto genealógica, trae consigo toda una ecología. En ella, los
animales se presentan como ejemplos. Las plantas se convierten en maestras
espirituales. Platón lo vislumbró.
En El
Banquete, Sócrates narra la entrevista que tuvo en su juventud con Diotima,
sacerdotisa de Mantinea. Ella, para hablarle sobre la belleza y la vocación
divina del hombre, le señala la vida más elemental. Sócrates pensaba que la
cima de la elevación era la unión gozosa con lo Bello. Diotima lo desengaña. No
se trata simplemente de unirse, sino de “engendrar en la belleza” (la enseñanza
es también cristiana: Yo soy la vid y ustedes, los sarmientos. El que
permanece en mí y yo en él lleva mucho fruto -Jn 15, 5). Para mostrarlo,
Diotima comienza refiriendo el nacimiento de Eros con un mito que, de no
tratarse de alegorías, parecería sórdido. Recuerda esas fiestas de adolescentes
que degeneran en una borrachera y culminan con embarazos inesperados.
Era el día
del nacimiento de Afrodita, y los dioses estaban de fiesta. Poros (cuyo nombre
quiere decir “riqueza”) había bebido demasiado néctar; “entorpecido por la
ebriedad, se durmió en el jardín de Zeus”. Penía (cuyo nombre quiere decir
“pobreza”) se aprovechó de su semi-conciencia para “acostarse junto a él” y
“hacerse hacer un hijo”. De modo que ni siquiera el nacimiento del Amor[95]tuvo
lugar en la pura lucidez. Fue menester que la Riqueza, hija de la Astucia,
quedara aturdida por el alcohol, y que la Pobreza se viera presionada por el
hambre.
Tras
la narración de ese mito, y antes de introducirse en la elevación hacia lo
Bello en sí, la sacerdotisa de Mantinea deja a un lado los dioses, las
definiciones y las ideas, y desciende hasta los animales irracionales.
¿No te das cuenta de la terrible situación en
que se encuentran todas las bestias, cada vez que las domina el impulso de
engendrar, tanto a las que caminan como a las que vuelan? Todas están enfermas
mientras están bajo el impulso del amor; primero, cuando están en el momento de
unirse a los otros, y después, cuando les llega el momento de alimentar a sus
crías: están prestas a luchar por sus pequeños y a sacrificarse por ellos; los
animalitos más débiles no vacilan en enfrentarse a los más fuertes; incluso
están preparadas a sufrir las torturas del hambre con tal de alimentar a sus
hijitos, y se desviven en toda forma por ellos. En los humanos -prosigue ella-
podemos imaginarnos que esta conducta es consecuencia de un cálculo. Pero, en
los animales ¿de dónde viene el amor que los pone en semejante estado?
Sócrates,
ante la pregunta, confiesa que no sabe. Y Diotima le declara en seguida: “¿Tú
piensas convertirte un día en alguien formidable en las cuestiones de Eros, y
no sabes qué decir sobre este tema?”[96] Lejos de
cualquier dualismo, la sacerdotisa le estaba diciendo a Sócrates que para
pensar el amor de la manera más divina era necesario mirar a los animales.
Y
con razón. ¡Con qué obstinación dos moscas pueden copularse al vuelo, mientras
que están siendo amenazadas por la palmeta! ¿No hay allí una lección, una
evidencia cósmica, a saber, que la vida no consiste tanto en conservarla, sino
en darla? El primer mandamiento del Eterno al Adán creado macho y hembra es
justamente éste: Sean fecundos, multiplíquense (Gén 1, 28). Y este
mandamiento ya se lo había dado a los pájaros y a los peces (Gén 1, 22), que
son para nosotros un eco viviente de ese mandato. Por lo demás, el verbo parah,
que traducimos como Sean fecundos, literalmente se refiere a la generosidad
de los árboles, de modo que podría traducirse como Fructifiquen. Para
escuchar la palabra del Eterno, es preciso mirar al cedro, a las carpas, a los
búhos. Jesús lo dice expresamente: Aprendan de un comparación tomada de la
higuera (Mt 24, 32). Miren los cuervos (Lc 12, 24). Nuestra
elevación espiritual tiene necesidad de lo vegetal y de lo animal. Si perdemos
el mundo, con sus cuervos y sus higueras -o sus caballas y sus ranas-, nuestra inteligencia se derrumba. En un
sistema de aparatos regidos por algoritmos, ella se vuelve impotente para
transmitir la vida.
Una
ecología verdaderamente profunda nos lleva a conclusiones muy contrarias a las
de muchos ecologistas. No tener hijos a fin de conservar la naturaleza es
reducir la naturaleza a un espectáculo que no nos inspira nada. La misma
naturaleza nunca es mezquina. Su “biodiversidad” es la rúbrica, no de una fría
defensa, sino más bien de una exposición indefinidamente -y definitivamente-
arriesgada. Contemplándola -que es algo más que sólo conservarla- nos sentimos
impulsados a obrar como ella, a seguir con esta aventura de generar, a pesar de
la crónica de una extinción anunciada.
Esta
constatación de una razón que se agosta sin la resonancia del mundo viviente
sigue estando, sin embargo, en un plano inmanente. Es necesaria, pero no
suficiente. La tierra buena tiene necesidad, todavía, de la lluvia y el sol. En
el primer mandamiento[97] hay dos
verbos seguidos. Parecen sinónimos, pero conviene distinguirlos. Ser fecundo no
es lo mismo que multiplicarse. Y ser fecundo, dar fruto, es lo primero. La
fructificación humana no es la simple proliferación: exige el nombre antes que
el número. Y el nombre es la plena estatura del hombre: de ahí la necesidad de
una paternidad y de una maternidad morales y espirituales, como la de Diotima
respecto de Sócrates, sin la cual no seríamos más que conejos o cuervos, y no
responderíamos al mandato subsiguiente de dominar los peces del mar, las
aves del cielo y todos los animales que andan sobre la tierra (Gén 1, 28).
Esta
dominación no establece una competencia entre la fecundidad humana y la
proliferación de las otras especies. Está fundada en la esperanza: aún cuando
la naturaleza fuera una mala madre, aún cuando sus diluvios quisieran barrer
toda vida de la superficie de la tierra, tendríamos que seguir ocupándonos de
la creación. Esta esperanza, por ende, necesita testimonios extremos: hombres y
mujeres que se consagren a una paternidad y a una maternidad en la gracia, que ya
estén viviendo en el fin de los tiempos y renuncien a multiplicarse para
ayudarnos a ser verdaderamente fecundos.
En el principio de una mortalidad
Nuestra
fragilidad de animales racionales es tal que nuestra razón, para entrar en una
racionalidad viva, tiene necesidad de
nuestra animalidad así como de la parábola de las plantas y de los demás
animales (Mt 24, 32), o del ejemplo de la primavera (no es porque sí que la
Pascua coincide con sus renuevos)… Pero la fragilidad de la que hablamos es
radical también por otra cuestión. No es solamente la fragilidad de la razón:
es también el principio de toda fragilidad humana. Darle la vida a un mortal no
supone una responsabilidad frente a una persona vulnerable que ya está ahí. Se
trata de traerla al mundo, y por consiguiente, de estar en el principio de su
fragilidad. Una cosa es ver sufrir a un niño, y otra cosa es ver sufrir a un
niño por culpa mía -aunque no sea yo quien lo haga sufrir- porque yo estoy en
el origen de su capacidad de sufrimiento.
Nuestra
mayor vulnerabilidad nunca está en nosotros mismos, sino en aquellos que
amamos. Superman bien puede ser invulnerable a las balas de revólver,
pero sigue siendo vulnerabilísimo a causa de su novia Luisa Lane: tocándola a
ella en su cuerpo, se lo alcanza a él en su corazón. Pero si además esa persona
amada es nuestro hijo, esa vulnerabilidad se convierte en algo que no es culpa,
pero que es, incluso en la inocencia, una responsabilidad frente a su
sufrimiento e incluso frente a sus carencias: “La maternidad -escribe Lévinas-
significa la responsabilidad por los otros, llegando hasta sustituir a los
otros y hasta sufrir tanto por el efecto de la persecución como por el
perseguir en el cual se pierde el perseguidor. La maternidad -el cargar por
excelencia- carga incluso con la responsabilidad por el perseguidor del
perseguidor.”[98]
La madre debe responder por el pecado de su hijo y, si el hijo no tiene pecado,
debe responder por su muerte. En su “Canción de cuna de la Madre de Dios”,
Marie Noël pone en labios de la Virgen María un canto en que ella se identifica
con la Cruz:
Dios mío, ya no tienes más carne
para partir con ellos el pan de la cena…
Tu carne en la primavera moldeada por mí,
oh, Hijo mío, yo misma te la di.
Dios mío, ya no tienes más muerte
para salvar al mundo… ¡Qué dolor!
Allí, tu muerte de hombre, una tarde, negra,
abandonada,
Hijito, soy yo quien te
la ha dado[99].
Dar la carne es dar también el sufrimiento en cuanto posibilidad. Dar la
vida es dar también la muerte en cuanto mortalidad. Y es entonces que el varón
y la mujer lúcidos, para poder unirse con la misma naturalidad que los animales,
y fructificar con el mismo vigor que el árbol, necesitan la fe en el Hijo
crucificado, muerto, sepultado y resucitado al tercer día, y necesitan el árbol
de la cruz y el cordero sin mancha.
Del “a
posteriori”
Vuelvo al tema de que nuestra razón necesita de vivientes para orientarse.
Lo que llamo la genea-lógica vivifica la lógica y le impide reducirse a la
tecnología. Ahora bien, justamente por exceder el imperio del cálculo y
abrirnos a lo imprevisible, la genealógica es una lógica del “a posteriori”.
-“¡Dale, tirate al agua!”
-“¿Y vos cómo sabés si no probaste?”
-“¡A nadar se aprende nadando!”
El orden práctico, tanto el del hacer como el del obrar, está siempre
jalonado por ese tipo de expresiones. Son los ancianos los que instan a los
jóvenes; es la madre de Tales la que lo azuzaba para asumir un compromiso
auténticamente físico: “¡Cásate aunque sea con la sirvienta antes de andar
caminando mirando al cielo y cayéndote en los pozos!” Sabiduría que viene de la
experiencia, muy distinto de la ciencia que viene de la experimentación.
Sabiduría del a posteriori, en donde no se ve nada de antemano, en donde
se confía en otros que han visto antes que nosotros, porque ellos mismos
aceptaron lanzarse sin ver.
Pero aquí el a posteriori es un continuo después. El sentido sólo
se revelará en las calendas griegas, o sea, en la Pascua judía[100]. Es
preciso ser padre para saber lo que es tener un hijo, pero cuando uno lo tiene,
eso sigue destruyendo nuestros proyectos, es siempre peor y mejor, más leve y
más duro, más triste y más alegre, más cómico y más trágico de lo que creíamos:
El Viviente desbarata los planes de las naciones y aniquila los proyectos de
los pueblos (Sal 32, 10). La genealógica es como ese campo en que la buena
semilla y la maleza crecen juntos, hasta la sorpresa postrera de la cosecha.
Ésta nunca es exactamente lo que se esperaba, justamente porque es lo real.
Cuanto más tupido y dorado va creciendo el trigo, todavía más invasiva se
vuelve la cizaña… ¿Es esto una razón para no sembrar?
Si todavía
puede haber un acontecimiento
Supongamos
que me pongo a considerar los pros y las contras, como lo sugiere Christine
Overall, para ver si es que estoy en condiciones de recibir una nueva vida. Una
evaluación de ese tipo estaría falseada de entrada: yo pensaría a partir de mis
proyectos, de mi situación actual, y la vida nueva, comparada a la vieja, no
tendría nada de nuevo. La planificación no permite considerar el nacimiento
como un acontecimiento.
Si
el nacimiento, en cambio, es un acontecimiento; si es el acontecer mismo de la
vida en medio del empecinamiento mineral; si es el surgir de un nuevo rostro, entonces
yo no puedo preverlo: mi situación queda transformada por completo y son mis
proyectos los que deben adaptarse a y reconfigurarse con ese nacimiento (que es
mi renacimiento), y no el nacimiento adaptarse a mis proyectos.
Cuando
una chica es derivada hacia el aborto porque no se cree capaz de criar a un
hijo, se está olvidando de la revolución copernicana que supone el advenimiento
de un hijo, y de las posibilidades -ayer imposibles- que el contacto con esa
carita inesperada le conferirá. Pues mi hijo no viene al mundo como un ser
entre otros, sino como la renovación del mundo para mí, y como el cambio íntimo
de mi ser, que se convierte de individuo a padre. Por lo tanto, es imposible
predeterminar lo que vendrá en un nacimiento, ni en el pesimismo ni tampoco en
el optimismo. La revelación del “a posteriori”[101] siempre
nos hace acusar el golpe: libera sus inevitables contragolpes, alegres y
calamitosos, del golpe que tiramos al golpe que recibimos, desde el golpe de un
flechazo[102]
hasta el golpe de gracia.
Por
eso mismo, la lógica del aborto es un aborto de la lógica: es su impotencia
para entrar en la trama secreta de la vida, para volverse genea-lógica. (No
estoy acusando aquí a las mujeres que abortaron: estoy describiendo una lógica,
no un hecho; y esa lógica se ha vuelto tan invasiva que podemos reconocerles a
ellas las circunstancias más atenuantes). Es coherente con la degradación del
acontecimiento a elemento de un programa.
También
Hans Jonas, buscando fundamentar la responsabilidad humana en una realidad
concreta, llega a esta genea-lógica del “a posteriori”. Para él, el ser
que funda el deber ser, el hecho del que brota el derecho, es el “recién
nacido, cuya sola respiración dirige un ‘tú debes’ irrefutable en torno suyo, a
saber: que se ocupen de él”.
“El
deber que se manifiesta en el niño que mama tiene una evidencia, una concreción
y una urgencia indudables. Aquí coinciden la facticidad extrema del ser-tal, el
derecho más extremo todavía a esta facticidad y la extrema fragilidad del ser.
En él se manifiesta, de modo ejemplar, que el lugar de la responsabilidad es el
ser arrojado en el devenir, librado al carácter perecedero y amenazado de
perecer.”[103]
Este
“tú debes” irrefutable que se revela en el niño que mama no es, sin embargo,
irresistible. Lo irrefutable, precisamente, es aquello a lo que no podemos
renunciar más que evitándolo o eliminándolo. Para no escuchar ese “tú debes”,
nos vemos forzados a recurrir a la contracepción o al infanticidio. El que mama
depende tan por entero de nuestro amamantarlo, nos obliga con tanta fuerza en
su abandonada debilidad y con tanto poder en su expuesta desnudez, que
únicamente podemos defendernos de ello mirando para otro lado y dejándolo como
pasto de los lobos.
“¡Ah,
sí!, gritó la hachera, ¡por qué no te vas tú a entregar a tus hijos!” Su marido
había tenido la peregrina idea de explicarle la enorme pobreza que ellos iban a
tener, pero ella no podía aceptarlo: era pobre, sí, pero era su madre. Sin
embargo, después de considerar el dolor que sería para ella verlos morir de
hambre, aceptó y se fue a dormir llorando.”[104]
Sea
lo que sea, la responsabilidad no precede a la procreación, sino que la sigue.
Sólo es de verdad responsable aquel que responde a alguien (sus padres) y por
alguien (su hijo), y, por ende, aquel que es padre o madre, o que aceptaría
serlo. Por lo tanto, es imposible fundamentar el nacimiento como quien
fundamenta un proyecto, en base a una competencia que uno tendría previamente. Ante
todo, lo que hace falta para ser padre o madre es ser padre o madre. Ahí está el
chico para decírtelo: “¡Papá! ¡Mamá!”. Él está segurísimo de eso, incluso
cuando te sientes con el ánimo por el piso, y con esas ganas en la panza de
salir corriendo… Es él, con sus bracitos que te buscan, con su risa que lo hace
sacudirse de la cabeza a los piecitos, con esa confianza ciega -y que al mismo
tiempo parece omnisciente-, es él el que te dice que es necesario creer, que eso
no puede ser sólo para los gusanos…
Siempre
habrá, en la procreación, algo que sobrepasa la previsión, que va más allá del
porqué, que asume la tragedia (pero que al asumirla no se hace su cómplice,
sino todo lo contrario). ¿Qué nombre darle a este caminar sin previsión sino “abandono
en la providencia”? Sin embargo, es un abandono que no afloja nada, que no nos
permite aflojar en nada, y nos otorga una misión: dirige nuestra atención hacia
el futuro.
Honrar padre y madre (demasiado tarde)
¿Por
qué darle la vida a un mortal? ¿Por qué tener una familia numerosa a la hora de
todos los peligros?
Dicho sea de
paso, la familia católica tiene en sí misma un principio de regulación. Y no
hablo del método sintotérmico, sino de las vocaciones religiosas. El celibato y
la virginidad consagrada son parte esencial de la fecundidad humana. Hacia
arriba, los religiosos encarnan esa esperanza del Reino que incentiva a los
esposos a tener hijos incluso en medio de la tormenta, y los orientan hacia una
fecundidad más allá de la mera multiplicación. Hacia abajo, regulan la
natalidad, impidiéndole volverse exponencial y abrazando modos de vida de una
sobriedad literalmente monástica.
El
que rechaza el nacimiento está faltando al mandamiento de honrar a su padre y a
su madre. Honrar -en hebreo “dar peso”- a sus padres es reconocer el sentido de
su fecundidad, y por lo tanto, dejarlos para unirse a su mujer y ser, con ella,
una nueva carne. Es imposible restituirles todos sus cuidados; nosotros, sus
hijos, somos insolventes: no podemos retransmitirles la vida; y sobre todo
somos el futuro, no el pasado, con sus interminables cuentas que arreglar.
Además, la deuda que tenemos con ellos nunca la hemos contraído. Un deudor es
alguien que pidió un crédito y lo obtuvo. Nosotros no les hemos pedido nada:
nos han dado la vida antes de que pudiéramos obtenerla. El honor que podemos
darles no puede llegar sino a posteriori, con mora, incluso demasiado
tarde, puesto que su crédito llegó demasiado temprano, antes de que nosotros
estuviéramos en condición de aceptarlo. Esta deuda sin retorno no puede ser
honrada sino dando nosotros la vida, a nuestro turno. Esta es la razón por la
que sólo este mandamiento está unido a una promesa: a fin de que tus días se
prolonguen en el país que el Eterno te da (Éx 20, 12). Se trata de provocar
el porvenir, de prolongarlo más allá de los días de nuestros padres y de los
nuestros propios.
Honra
a tu padre y a tu madre viene antes de No matarás. Es que hace falta
amar el nacimiento para poder condenar el asesinato. Si no es bueno haber
nacido, ¿por qué el asesinato no tendría algo de beneficioso? Por lo demás, yo
no puedo condenar el nacimiento más que en la medida en que nací, y por ende, a
partir del mío. Pero así me ubico en una ingratitud fundamental, y en una
deslealtad frente a la vida que he recibido y según la cual yo juzgo, por otro,
que más vale no recibirla.
Apertura
Se
trata, a fin de cuentas, de gracia -lo que vale especialmente para los condenados-
y de gratitud -lo que vale especialmente para los indigentes-. A la pregunta:
“¿Por qué Dios decidió crear el mundo?”, san Agustín responde:
“Querer
saber por qué Dios decidió crear el mundo es querer saber la causa de la
voluntad de Dios. Ahora bien, toda causa es hacedora, y todo lo que es hacedor
es superior a aquello que ella hace; por otra parte, no hay nada superior a la
voluntad de Dios: por lo tanto, no hay cómo investigar la causa de su
voluntad.”[105]
En
otra parte, no omite decir que Dios creó el mundo por amor; pero “por amor”
quiere decir “sin porqué”, sin razón por fuera del mismo amor. En la raíz de
toda cosa creada hay una gratuidad fundamental. Para aquel que está afuera del
amor, esa gratuidad es una aberración. Para el que está adentro, una ofrenda.
Por
supuesto que nosotros no somos Dios. El nacimiento de un hijo no podría ser el
hecho de un puro movimiento gratuito de nuestra voluntad. Hay condiciones
exteriores que tener en cuenta, un conjunto, un contexto... Pero se trata, a
pesar de todo, de trascender el cálculo (no ignorarlo), de reencontrarse con el
acto creador, de desposarse con el imprevisto de la vida dada…
Si
la madre de Moisés hubiera decidido en función del asesinato programado de los niños
varones de los hebreos, él nunca hubiera sido el liberador de su pueblo. Si
María se hubiera limitado a la perspectiva humana, al considerar los
sufrimientos de su Hijo -los más atroces que un hombre haya podido padecer-,
nunca hubiera surgido el Fiat de la Anunciación. Si las mujeres de antes
no hubieran afrontado la ruleta rusa de sus partos, nunca nosotros hubiéramos
estado aquí, si no hubieran consentido. Una da la vida sobre el río; la otra,
al pie de la cruz; todas, en el peligro de la fiebre puerperal y del cordón
estrangulador.
Hemos
comenzado con una síntesis entre la cuna y la tumba. Esta síntesis es frecuente
en la iconografía cristiana: en muchas Natividades, el Niño Jesús está envuelto
en vendas y acostado en un comedero que parece un ataúd. Entre el buey y el
burro, está profetizada su muerte, la más solitaria de todas: abandonado por
sus hermanos, abandonado por Dios. Pero ella no es un obstáculo. Por cierto,
una espada atravesará el alma de su madre (Lc 2, 35), pero esa herida
de amor (Ct 2, 5) es de las que
jamás tienen que sanar.
Verona, 27 de octubre de 2016.
Paroman, 8 de diciembre de
2021.
Página de
copyright
MAME
Dirección:
Guillaume Arnaud
Dirección
editorial: Sophie Cluzel
Dirección
artística de la obra: Thérèse Jauze
Edición:
Vicente Morch
© Mame,
París, 2022
ISBN:
978-2-7289-2910-8
ISBN
numérico: 97827893276
Todos los
derechos reservados para todos los países.
Depósito
legal: marzo 2022
ÍNDICE
Prefacio. ¿Un libro más?
3
¿Programa o promesa?
3
Hacer, tener, procrear, engendrar… un hijo
4
“Después de la desgracia de nacer…”
7
La esperanza, su composición y su descomposición 8
Como me dicen que tuve demasiados… Familia numerosa,
planeta y planning
11
Prolífico anónimo
12
Cuestiones demo(no)gráficas
15
Renunciar a un vuelo transatlántico y tener un hijo menos 18
Un mundo sin niños
21
¿Por qué dar la vida a un mortal? Una fragilidad
radical 25
La pregunta de las preguntas
27
“Et habet tua mentula mentem”
27
Cuando lo lógico se separa de lo genealógico
29
Dorar la píldora 31
El bien contra el ser
34
¿Quién tiene la carga de la prueba?
35
Dignidad y esterilidad: engendrar a nadie
36
De la bellota a la encina de Mambré
38
“Hay más razón en de tu cuerpo que en de tu mejor sabiduría” 41
Cuando nuestra animalidad está antes que nuestra
racionalidad 42
Como animales (¡e incluso plantas!)
44
En el principio de una mortalidad
46
Del “a posteriori”
47
Si todavía puede haber un acontecimiento
48
Honrar padre y madre (demasiado tarde)
49
Apertura 50
[1] “Enfant” es niño, y es la palabra más utilizada en
esta obra. “Hijo” se dice en francés “Fils”. Según las exigencias
semánticas de cada oración, traduciré “enfant” con una u otra palabra,
tratando de ser fiel no sólo al autor sino a nuestra habla rioplatense (N del
T).
[2] Editorial que publicó el
libro “Encore un enfant?” en 2022 (N del T).
[3] Cavando una tumba
encontró un tesoro (N del T).
[4] “Hacer un hijo”, para
nosotros expresión chocante o incluso vulgar, es frecuente y aceptada en el
habla francesa (N del T).
[5] Suma de la entera Lógica
(N del T).
[6] El auxiliar “haber” (avoir)
en francés es también el verbo “tener”. En castellano “haber” se mantuvo sólo
como auxiliar, y por eso a veces hay que traducir “avoir” por “haber” y
otras por “tener” (N del T).
[7] Balneario sobre el
Mediterráneo (N del T).
[8] “Engendrar” quiere traducir
“enfanter”, que es redundante con la palabra “enfant” (N del T).
[9] Versión griega de la
Biblia hebrea, así llamada porque su traducción fue encomendada a setenta
sabios que presentaron sendas versiones, en todo idénticas. Fue hecha en
Alejandría (Egipto) y es la que conocieron y citan los santos escritores del
Nuevo Testamento. A veces se la llama en latín “Septuaginta” o directamente se
escribe LXX. (N del T).
[10] Biblia cristiana (AT y
NT) traducida por San Jerónimo del hebreo y el griego a la lengua entonces
“popular” o “vulgar”, el latín (N del T).
[11] Biblia hebrea (AT)
transcripta por los llamados “masoretas” (transmisores de la tradición), con
anotaciones que ayudan pronunciar e interpretar las palabras (N del T).
[12] Letra hebrea equivalente
a nuestra o (N del T).
[13] En francés: “encore”.
Alusión al título original “Encore un enfant?”, que puede también
traducirse “¿Un hijo más todavía?” (N del T).
[14] Es decir, salteando el
verbo y dejando sólo el adverbio “todavía”, como hace en el título, donde el
autor no quiso poner ni “hacer”, ni “tener”, ni “engendrar” etc. Literalmente
sería “¿Un niño todavía?”, frase que puede entenderse también en otro sentido: “¿Eres
todavía un niño?” (N del T).
[15] El texto original dice
“tener el espíritu de la escalera” (“avoir l’esprit de l’escalier”)
expresión que se refiere específicamente a esa lentitud característica que hace
que uno encuentre las réplicas para una discusión sólo después que ésta terminó
(N del T).
[16] Emilio Cioran, filósofo
rumano (1911-1995) (N del T).
[17] Chateaubriand, Mémoires d’outre-tombe, tome I, Première Partie,
livre II, Garnier, 1910, p. 92.
[18] Idem, Troisième
Partie, tome IV, livre IX, p. 246.
[19] Idem, tome II, Première Partie, livre VII, p. 9.
[20] Idem, Deuxième Partie, livre I, p. 252.
[21] Idem, p. 252-253.
[22] Chateaubriand, Génie
du christianisme, Première
Partie, livre VI, chap. I, GF-Flammarion, 1990, p. 197.
[23] Idem, livre VIII, chap. II, p. 123.
[24] Idem, préface, p. 45-46.
[25] La Ilíada
traducida por Chateaubriand citada en Idem, Deuxième Partie, livre II,
chap. IV, p. 256.
[26] Idem, chap. V, p. 260.
[27] Idem, chap. VI, p. 261.
[28] La frase última es “leurs
ébats et leurs débats”. “Ébats” pueden ser los juegos de los niños o
los de la intimidad sexual. Hace un juego de palabras de difícil traducción con
“débats” (disputas). Lo apunto porque me parece que es elocuente del
estilo “picante” de nuestro autor (N del T).
[29] O también llamados Diana y Febo en la mitología romana.Son
justamente los hijos de Leto (Latona para los romanos) (N del T).
[30] Las siglas valen por “École
Superieure des Sciences Économiques et Commerciales” (N del T).
[31] Permis de procréer, Albin Michel, 2019.
[32] Lc 23, 29 (N del T).
[33] Dioses romanos del amor y
de la guerra, respectivamente. En la mitología griega se llaman Afrodita y Ares
(N del T).
[34] En castellano se editó como La bomba demográfica (N
del T).
[35] Probablemente se refiere
a una cadena de hoteles (N del T).
[36] “Casa” en latín.
[37] El autor usa “desbraguetarse” palabra que, según el Glossaire
érotique de la langue Française, de Lande, era “vieja palabra desusada,
empleada en sentido obsceno para designar el acto venéreo”. Sólo pretendo,
entonces, ser fiel a la grosería del autor en su “diatriba” (N del T).
[38] Son en realidad unas
siglas que remiten al Grupo Intergubernamental de Estudios sobre el Cambio
Climático, perteneciente a la Unesco.
[39] Agence France-Presse (N
del T).
[40] Así llaman los protestantes
anglosajones, despectivamente, a los católicos (N del T).
[41] Es decir, de los
católicos (N del T).
[42] Greta Thunberg (Suecia, 2003), activista ambiental (N del T). .
[43] Estación Glacière
del subterráneo de París (N del T).
[44] El autor hace un
intraducible juego de palabras entre “table” (mesa) y “tablette”
(tablet). (N del T).
[45] Expresión judía para
designar la Biblia (N del T).
[46] “Un niño, un planeta” (N
del T).
[47] Es decir, práctica de
tener un único hijo (“unigénito”).
[48] “Completo sin niños” (N
del T).
[49] Se llaman así los
primeros tres Evangelios -según san Mateo, según san Marcos y según san Lucas-
(N del T).
[50] “¡Un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado! ¡El poder estará en
su brazo!” (Is 9, 6-7). (N del T).
[51] La ciudad de París está dividida en veinte circunscripciones numeradas
llamadas “arrondissements” (distritos). (N del T).
[52] Oriundo de Saint-Étienne
(N del T).
[53] Citado por Clemente de
Alejandría, Stromata, III, 3.
[54] Paráfrasis del famoso
adagio “In vino veritas” (en el vino está la verdad), en referencia a la
fecundación “in vitro” (en el vidrio, en el frasco) (N del T).
[55] Philippe Muray, Désaccord
parfait, Paris, Gallimard, coll. “Tel”, 2000, p. 238. Este es el tema de su
novela Postérité (malísimo, hay que decirlo: difícilmente un polemista
tiene las cualidades de corazón que caracterizan a un buen novelista).
[56] Maurice Godelier, Métamorphoses
de la parenté, Paris, Flammarion, coll. “Champs-Essais”, 2010, p. 409.
[57] Pueblo del NE de Canadá
(N del T).
[58] Rémi Brague, Les
ancres dans le ciel. L’infrastructure métaphysique, Paris, Éd. du Seuil,
2011, p. 109.
[59] Pienso en el libro de
Irène Fernández, Mythe, raison ardente. Imagination et réalité selon C. S.
Lewis, Genève, Ad Solem, 2005.
[60] François-René de
Chateaubriand, Mémoires d’outre-tombe, VII, 9, Paris, Gasllimard, coll.
“Bibliothèque Pléiade”, 1951, vol. 1, p. 246-247.
[61] El autor tomará en sorna,
aquí, algunas de las teorías de Leibniz: las “mónadas”, el “mejor de los mundos
posibles” y el “principio de razón suficiente” (N del T).
[62] O sea, que no parió a nadie (N del T).
[63] Diogène Laerce, Vie, sentences et opinions de philosophe illustres,
X, 119, Paris GF-Flammarion, 1965, vol. 2.
[64] La ataraxia era un estado
de impasibilidad total, identificado por él con la paz y la felicidad (N del T).
[65] Diogène Laërce, Idem, I, vol. 1, p. 52.
[66] Granjas colectivas rusas
de la época de Lenín.
[67] Michel Houellebecq, Les
Particules élémentaires, II, 19, Paris, J’ai Lu, 2007, p. 237-238.
[68] Conocida en castellano como Sor Sonrisa (N del T).
[69] Píldoras anticonceptivas
(N del T).
[70] Palabra muy difícil de traducir al castellano, que quiere decir, entre muchas cosas, “marido y
mujer”, o “familia” (N del T).
[71] Houellebecq, op. cit., II, 3, p. 116.
[72] Idem, II, 11, p. 169.
[73] El autor habla de PMA:
Procreación Médica Asistida (N del T).
[74] Raza de perrito faldero
de la familia de los terriers (N del T).
[75] Novela distópica de Aldus Huxley (N del T).
[76] Christine Overall, “Think
before you Breed”, The New York Times, 17 de junio de 2012. Ver también:
Why have children? The Ethical Debate, Cambridge, MIT Press, 2012.
[77] En contraposición a
misógino, filógino sería “amante de las mujeres” (N del T).
[78] Charlotte Debest, “Quand
les “sans-enfants volontaires” questionnent les rôles parentaux contemporains”,
Annales de démographie historique, 125/1, 2013.
[79] Jean Yanne, Je vais
m’en farcir quelques-uns, Paris, Le Cherche Midi, 2021, p. 247 y 268.
[80] Juego de palabras: “gland”
en francés es tanto “glande” como “bellota”, el fruto del roble y de la encina.
La “encina de Mambré” hace alusión a un episodio de la vida del patriarca
Abraham (N del T).
[81] La alusión es al paso de
Mar rojo “a pie enjuto”, o sea, seco (N del T).
[82] San Francisco de Sales, Introduction
à la vie dévote, III, 38.
[83] Con esa expresión santo
Tomás de Aquino se refiere a aquello que hace que el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo sean realmente “personas” distintas (N del T).
[84] Alusión a Gén 20, 2-7,
donde Abraham, para salvar el pellejo entre gente potencialmente hostil, hizo
pasar a Sara como su hermana (exponiéndola así a sus posibles pretendientes) (N
del T).
[85] Aquí el autor pone entre
paréntesis un juego fonético no traducible: “Moriya –“Mort y a”- o sea:
“ahí hay muerte”, que autofesteja con este remate: “buen juego de palabras en
francés” (N del T).
[86] Mismo juego de palabras
intraducible: “glande” (en francés y antes en latín) significa primeramente
“bellota”.
[87] Jean-Louis Chrétien, Fragilité,
Paris, Éd. de Minuit, 2017, p. 7.
[88] Frase del filósofo
Jean-Paul Sartre (N del T).
[89] En francés, “bien-être”
(bien-ser), de ahí el juego de palabras.
[90] Ortensio Lando, Paradoxes,
Paris, les belles Lettres, 2012, p. 60.
[91] Ídem, p. 59.
[92] Se refiere al autor
citado, Ortensio Lando.
[93] Santo Tomás de Aquino, Summa
Theologiae, I, q. 89, art.1, corpus, in fine.
[94] Santo Tomás de Aquino (N
del T).
[95] Se refiere al dios Eros
(N del T).
[96] Platón, El Banquete, 207
a-c.
[97] Se refiere al antes
enunciado “Sean fecundos y multiplíquense” (N del T).
[98] Emmanuel Lévinas, Autrement
qu’être, ou Au délà de l’essence, Paris, Le Livre de poche, 2004, p. 170.
[99] Marie Noël, L’oeuvre
poétique, Paris, Stock, 1969, p. 334.
[100] O sea, nunca (N del T).
[101] Traduje así la expresión
francesa “après-coup”, literalmente “después del golpe”, de donde el
autor hace aquí este extenso juego con la palabra “golpe” (N del T).
[102] La expresión es “coup-de
foudre” (literalmente “golpe de rayo” -o sea, un “rayo” sin más para
nosotros). Mantuve la palabra “golpe” para no romper el paralelismo en el juego
de palabras. En este contexto “coup de foudre” se trata de lo que
nosotros llamamos “flechazo” amoroso (N del T).
[103] Hans Jonas, Le
Principe responsabilité. Une éthique pour la civilisation technologique,
Paris, Champs-Flammarion, 2013, p. 250.
[104] Charles Perrault, Le
Petit Poucet.
[105] San Agustín, De
diversis quaestionibus, XXVIII.


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