martes, 11 de noviembre de 2025

¿Un hijo más? Libro de Fabrice Hadjadj.

 

 

 

 

¿UN HIJO MÁS?

 

Fabrice HADJADJ

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título original: Encore un enfant?, Mame, París, 2022.

   

                                                                                                             Traducido por Cristián Dodds (h.)

 

DIOS Y AYACUCHO EDICIONES

Junín 261, Las Tunas, Gral. Pacheco, provincia de Buenos Ayres

Año del Señor 2025


Chatov balbuceaba palabras sueltas, brumosas, exaltadas. Era como algo que le removía el espíritu y que, por sí solo, sin que él lo quisiera para nada, se adueñaba de su alma.

-“Había dos seres y, de pronto, un tercero, una tercera alma, completa, acabada, como ninguna mano humana la podría formar… ¡Un nuevo pensamiento, un nuevo amor, eso asusta…! ¡Y no hay nada más grande en el mundo!”

-“¡Oh, sí, que suenen los instrumentos…! ¡Es sólo la continuación del desarrollo de un organismo! Y no hay nada ahí adentro, ningún misterio”, se reía con sincera jovialidad la partera Arina Projorovna. “¡A ese paso, cualquier mosca será un misterio! Es esto, nada más: hay gente que no debería nacer. Primero, renueven todo, de modo que no haya ni una persona de más, y recién después tráiganlas al mundo. De lo contrario, a ésta, pasado mañana, habrá que mandarla al hospicio”.

Dostoievski, Los demonios, III, 5, VI.

 

 

A nuestros padres,

que en buena hora nos tuvieron.

 

A nuestros hijos,

que en buena hora los tuvimos.


 

PREFACIO

¿Un libro más?

 

            “¿Un hijo[1] más?” No estoy seguro de que esto se pueda decir con el mismo tono que “¿Un vaso más?”. Por supuesto, no habría que subestimar esta última pregunta. Las campañas de seguridad vial nos tienen acostumbrados a lo serio del caso. Conducir después de haber bebido una copa de más puede poner en peligro la vida de uno así como la de un tercero (casi tanto como cuidar de la abuela de uno sin un barbijo FFP2). Sólo quedaría agregar que las entonaciones -aperitivas o digestivas- con las que decimos: “¿Un vasito más… para el camino?” no serían seguramente bien recibidas por una mujer  a quien se le estuviera sugiriendo ser otra vez madre, y esto no sólo a causa de las campañas de seguridad planetaria.

            Para indicar mejor el tono justo, habríamos podido diseñar la letra del texto al estilo de un cómic, y puntuar el título con tres clases de puntos: de interrogación, de exclamación y de suspenso… De hecho, a partir de nuestro cuarto hijito, y quizá antes, mi mujer y yo hemos oído muchas veces a personas bien intencionadas, que se preocupaban sinceramente por nuestra relación, exclamando: “¡¿Un hijo más?!” A partir del séptimo, ya nos lo dijeron incluso los católicos que habían tenido seis o menos, como si se tratara de una competencia en la que tuvieran que descalificarnos por doping.

            La forma interrogativa, cuando era acompañada de la exclamativa, tenía todos los visos de un reproche: éramos unos inconscientes. Cosa que yo no nunca me atrevía a desmentir. Al contrario, me hundía más: “Compréndannos… Ya con el primero estábamos totalmente sobrepasados… Por eso es que nos dijimos que podríamos tener otros más…”

            Pero no estoy del todo seguro de que lo hayamos siquiera pensado. Nunca hubo entre nosotros un “proyecto de paternidad”. Nunca nos propusimos una familia numerosa. Simplemente nos abrazábamos… sin invitar a subir a nuestra cama a los laboratorios farmacéuticos ni a las industrias del látex. Y éramos demasiado desorganizados como para respetar el método Billings, aunque el moco vaginal me interesase bastante.

 

¿Programa o promesa?

            A Vincent Morch, el director de la editorial Mame[2], esta justificación le pareció pobre. Los antinatalistas se hacían cada vez más numerosos (eso sí: sin multiplicarse ellos mismos) y cada vez más furiosos. Me invitó a defenderme mejor. Yo no me había defendido, o no lo había hecho bastante: y entonces accedí a hacerlo. Por eso surgió este doble librito.

He retomado y desarrollado en él una conferencia que di en Verona, la ciudad de Romeo y Julieta, y con la que no estaba tan disconforme. Y le he agregado, como primera parte, una diatriba (por no decir un panfleto), puesto que la mejor defensa es siempre un ataque.

            Dos textos, entonces, con dos estilos diferentes. El primero, bien detallado, según las reglas del género, sin notas a pie de página; el segundo, más especulativo, por no decir más serio, donde incluso da la impresión de que me he disparado una bala en el pie después de haber apuntado contra los neomalthusianos. Uno no puede reinventarse. Siempre me gustó el debate, pero más me gusta el cuestionar, y más todavía ese punto de la reflexión en el que ya no se entiende nada, tanto que la pregunta tiende a volverse oración. Así, después de haberme puesto a defender el hecho de tener muchos hijos, me he ceñido a preguntar si está bien tener incluso uno. ¿Qué es lo que nos lleva, en efecto, a emprender la aventura de la mortalidad para un tercero?

            La promesa de Dios a Abraham: “Yo te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la orilla del mar” (Gén 22, 17) les parece a muchos, hoy en día, como la planificación de un atentado suicida. Los argumentos que esgrimen en favor de esa visión no son, con todo, nada despreciables. Su debilidad, sin duda, estriba en que piensan en términos de planificación y no de promesa, al punto de que confunden promesa con programa. Esta observación nos ubica más allá de la situación actual. Es necesario, por lo tanto, ser más radicales de lo que es la objeción del ambientalismo, y de plantear el problema hasta el fondo, como quien cava una tumba, con la eventual posibilidad de dar con un tesoro escondido (que es el ejemplo proverbial del final feliz en los textos de Tomás de Aquino: Fodiens sepulcrum invenit thesaurum[3]).

            En esa tarea, llegué hasta criticar esa moral fundada exclusivamente en el cálculo y la prevención de las consecuencias. Me vi obligado, sobre todo, a abandonar el campo de la ética para dirigirme hacia la filosofía de la naturaleza y a la metafísica, y llegar finalmente a esta afirmación tremendamente nietzscheana: “Nuestra carne está antes que nuestro espíritu; nuestra racionalidad debe acoger el impulso de nuestra animalidad para ser vigorosa de veras”. Sin embargo, para que esta acogida pueda darse sin una ceguera “vitalista”, conviene admitir que nuestra animalidad es muy espiritual -El burro conoce el pesebre de su dueño, pero Israel no conoce nada (Is 1, 3)-, y que en ella la promesa de la vida no es para nada vana. En consecuencia, lo sobrenatural (tener esperanza) nos es necesario para llevar a cabo con lucidez aquello que hay de más natural en los demás vivientes (engendrar). En fin, ya verán ustedes…

 

Hacer[4], tener, procrear, engendrar… un hijo

            El título de este libro fue motivo de discusión. Provisoriamente, la casa editorial lanzó en sus canales un “¿Por qué seguir haciendo hijos?”. En seguida me opuse, justamente por esos dos verbos. Es curioso: pareciera que no tenemos palabras adecuadas para expresar la cosa más normal y más corriente. Hablamos de “hacer” o de “tener”, justo donde, estrictamente hablando, no se trata ni de tener ni de hacer.

            Como el verbo es atraído sin cesar hacia su sentido propio, uno termina por “hacer niños” como quien “hace” los quehaceres domésticos, un libro o unos asuntos, o sea, como eso que podríamos elegir no hacer (a causa de los asuntos, del libro o de los quehaceres domésticos). El problema no es de ayer: viene de la más rancia antigüedad. “Niño”, en griego, se dice teknon, de la misma raíz que tekné, la técnica. Los antiguos mostraban así una tendencia al eugenismo. El abandono de los recién nacidos (apothesis en griego, expositio en latín) era práctica habitual. Aristóteles invita a deshacerse de los deformes, o sea de los contrahechos.

            La Summa totius logicae[5], por mucho tiempo atribuida a Tomás de Aquino, explica que el auxiliar “haber”[6] puede entenderse de diversas maneras, y la mayoría equívocas. No se “tiene” un hijo como quien tiene una propiedad privada en la bahía de Juan-les-Pins[7]. El verbo no remite aquí primeramente a la categoría del tener sino a la de la relación: el padre es padre por el hijo, así como el hijo es hijo por el padre, aunque uno es el origen y el otro, el término. Napoleón no se preocupará mucho por esa fineza en distinguir: en su apología del Código Civil, el día de su voto definitivo en la Asamblea, el orador gubernamental no tuvo empacho en destacar que esa mezcolanza de pinceles y de bebitos era irrefutable: “¿Quién puede negar que la autoridad paterna no depende enteramente del derecho que el padre tiene a disponer de sus bienes?” Ahora bien, no vayamos a equivocarnos acerca de las intenciones del legislador: esa reducción no era tanto para conferirle al padre un derecho absoluto sobre su prole cuanto para permitirle al Estado disponer de las familias como lo hacía con los bienes públicos.

            “Procrear” es evidentemente demasiado teológico: “engendrar” no tiene ningún error, pero su redundancia[8] no explicita nada. En mi ensayo, empleo la frase “dar la vida”. Ésta permite insistir sobre el don, y hacer el contraste con nuestra mortalidad. Pero no está exenta de otras posibles confusiones. En realidad, nosotros no damos la vida como si fuéramos sus principios: es más bien la vida que da a sí misma a través de nosotros.

            ¿Habrá que hablar entonces de “transmitir”? La negligencia vuelve por el otro lado: uno transmite algo a alguien que preexiste a ese acto de transmisión. Pero lo que es “transmitido” -y ahora sí es mejor decir “lo que es dado”- es el mismo “alguien” a él mismo. En el fondo, ningún hombre da la vida y ninguno la recibe: él es, más bien, el que se recibe por ella, con ella y en ella. Pretender que uno ha dado o ha recibido la vida presupone dos sujetos que dominen la vida desde afuera (pero ¿cuál sería ese “afuera” para nosotros, sino lo no viviente?). Esta pretensión llevaría a los padres a decir: “Nosotros te hemos dado la vida, ¡y mira cómo te portas tú, desagradecido, con tus creadores!” Pero también autorizaría al hijo de responderles la protesta al modo gnóstico: “Yo no les pedí nada… ¿Saben dónde se pueden meter esta vida que me dieron…?”, como si él hubiera existido antes de existir en este mundo.

            Nos queda “generar”, que me gusta, con la condición de que se lo entienda a partir del hebreo bíblico: Yadal. El verbo se substantiva en plural: toldot (geneaí en la Setenta[9] y generationes en la Vulgata[10]). Designa los “engendramientos”, pero quiere también decir “historia”. Se emplea tanto para una genealogía como para un relato. Como lo hacía notar en sus cursos León Askenazi (más conocido como “Manitou”), la historia, para el judío, es más intergeneracional que de acontecimientos. El hecho de generar es el acontecimiento de los acontecimientos: no introduce un nuevo objeto ni un nuevo hecho en el mundo (de aquí también el límite de “traer al mundo”), sino un nuevo sujeto, a través de cuya mirada y libertad todo podrá, quizá, ser renovado. En el intervalo de una generación a la otra, más allá de crisis de adolescencia y retornos simplemente pendulares, puede tener lugar una redención que sobrepase las proyecciones individuales.

            En el texto masorético[11], toldot conoce muchas grafías: una completa (malé) con dos vav[12]: toldot en la transliteración; otra defectiva (hasser) porque le falta una vav e incluso a veces las dos: tldt. La primera aparición de la palabra en su forma completa está al final de la creación en siete días: Éstas son las generaciones de los cielos y de la tierra (Gén 2, 4). La última se encuentra en el libro de Rut (4, 18): Éstas son las generaciones de Perets, nacido éste del incesto de Judá con su nuera Tamar, a la sazón vestida de prostituta. Eso quiere decir dos cosas sobre el generar tomado en su plenitud. La primera ya la he mencionado: cada acto de generar es un comienzo, una re-creación; generar nos vuelve a ubicar en la Génesis de todas las cosas -tierra y cielos-.

            La segunda es que la plenitud no está en el origen sino en el fin de la generación. Perets fue concebido en las circunstancias más sórdidas. Su nombre, no obstante, quiere decir “brecha”. Él atraviesa el muro de la maldición, porque sus generaciones conducen al nacimiento del mesías figurado por David. Las toldot prometen más de lo que nosotros proyectamos: El Eterno frustra los planes de las naciones (Sal 32, 10), Él aniquila las tramoyas de los astutos (Job 5, 12), Él arroja a los poderosos de su trono y enaltece a los humildes (Lc 1, 52).

            Pero ¿quién entiende hoy el verbo “generar” en este sentido, conforme a las resonancias de una revelación?

Al final hemos renunciado a todo verbo en aras de un adverbio: “todavía”[13], que habrá que captar a la vez como una reiteración y una inauguración, dado que el segundo hijo, el tercero o incluso el duodécimo es todavía el único. Con esta elipsis[14], corro el riesgo de que el tema se intérprete en un sentido moral: “¿Eres todavía un niño?”. Pero eso se une con una de mis tesis: es necesario un cierto espíritu de infancia, de abandono en el Padre eterno, para atreverse a llevar una vida nueva en éste, nuestro mundo viejo.

 

“Después de la desgracia de nacer…”

            Un prefacio se escribe siempre al final. Pero como yo soy un poco lento[15](aunque debe reconocerse que todo hombre es lento en la medida en que su reflexión no es cerrada ni superficial), me aprovecho de eso para agregar a hurtadillas un “sub-capitulito”, y abordar un caso límite que me acucia desde hace mucho. El lector puede saltearlo si quiere, y empezar directamente por la diatriba. Pero si le gusta la literatura tal vez le convenga tener un poco de paciencia. Se trata, en efecto, de una frase de Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba. Recuerda al Cioran[16] del Inconveniente de haber nacido. Suena como la más perentoria de las declaraciones antinatalistas. Sin embargo, aunque la piel es de Esaú, la voz sigue siendo de Jacob.

            Chateaubriand acaba de admitirlo: él “no asiste a un bautismo o a un casamiento sin sonreír amargamente o sufrir una opresión en el corazón”. Y es entonces que confiesa:

  “Después de la desgracia de nacer, no conozco otra peor que la de traer un hombre al mundo”[17].

            Afirmación abrupta, y más cuando viene sin glosa alguna. Incluso los comentaristas se apresuran a atribuirla al romanticismo más desbocado, o sea, al más abatido. Fingir que se pierden las ilusiones para engañarse mejor a sí mismo: “el mundo es indigno de mí”, “los árboles me comprenden mejor que mis vecinos”, “no tengo otro camino que el vagar indefinido”, etc. Aquel a quien en ese entonces llamábamos “encantador” no sería más que un desencantado y, en cuanto a nuestro asunto, el peor de los adversarios.

            Pero yo creo, más bien, que es nuestro aliado. ¿Quién mejor que él, después de todo, para desenmascarar a los románticos? En 1822, en Londres, el caso andaba de boca en boca. El que estaba “de moda” debía “presentarse a primera vista como un hombre desgraciado y enfermo, […] tener algo de negligente con su persona, las uñas crecidas, la barba no entera, no afeitada sino crecida de repente, por sorpresa, por olvido, en medio de las preocupaciones de la desesperanza; una mecha de cabello al viento, un mirar profundo, perdido y fatal; los labios contraídos en un desdén por la especie humana; un corazón aburrido, byroniano, ahogado en el disgusto y el misterio del ser”.[18]

            Aunque su temperamento fuera solitario y su matrimonio en gran medida arreglado (llegaba a llamar a su mujer “mi viuda” y declaró haberse casado con ella para complacer a su propia hermana Lucila), Chateaubriand defiende el estado conyugal como aquello que justamente lo resguardó de ese byronismo por el que los los jóvenes oscuros y bellos acaban siempre por volverse solterones amargados:

  “Si me hubiera mantenido soltero, ¿acaso habría producido más cantidad de obras, y ésas hubieran sido mejores? […] Si no me hubiera casado, ¿no me habría dejado mi misma debilidad a merced de una creatura indigna? ¿No habría dilapidado y corrompido mis horas como lord Byron? Hoy, que me hundo en los años, todas mis locuras habrían pasado; no me quedaría más que el vacío y los remordimientos: solterón sin estima, ya engañado o desengañado, viejo pájaro que estaría repitiendo mi cansada melodía a quien no la querría oír. La licencia total a mis deseos no habría agregado una sola cuerda a mi lira, ni un sonido más emocionado a mi voz”.[19]

            A decir verdad, Chateaubriand es antes que nada un católico, y hay mil maneras de serlo: los hay lunares y solares, razonables y extravagantes, flemáticos, sanguíneos, biliosos y melancólicos: tan numerosas son las habitaciones en la casa del Padre. El que no haya desgracia más grande que nacer y dar la vida no lleva de ninguna manera al autor de René a disuadir a la gente de tener hijos o de dejarlos nacer. Al contrario, dado que la desgracia es congénita, dado que nos es impuesta desde el origen, nada nos impide el tener hijos incluso en medio del desastre.

 

La esperanza, su composición y su descomposición

            Para empezar -verdad de Perogrullo- la desgracia de nacer no puede ser experimentada si uno no ha nacido ya: “Si no hubiéramos nacido, no experimentaríamos el horror de ya no ser”.[20]Antes de constatar el mal está, como condición para ello, el hecho positivo del existir: sin esa dicha fundante de ser, “el horror de ya no ser” no podría hacer nada. Uno no se hace “verdaderamente desgraciado”, a fin de cuentas, sino cuando es incrédulo:

“La vida del ateo es un espantoso destello que no sirve más que para descubrir un abismo. ¡Dios de grandeza y misericordia! ¡Tú no nos has arrojado a la tierra para unas indignas tristezas y para una felicidad miserable! Nuestro inevitable desencanto nos revela que nuestros destinos son más sublimes.[21]

            Aquí está el segundo punto: esta infelicidad innata apunta hacia el porvenir. Para Chateaubriand, hay algo peor que la infelicidad profunda: son las tristezas fútiles y la felicidad mundana. Ésta es la paradoja clave: lo que nos hace inevitable y dignamente infelices viene de la esperanza. “Los animales no están atormentados por esa esperanza que manifiesta el corazón del hombre”, porque él es “la única creatura que busca afuera de sí, que no es para sí misma el todo”. El Genio del cristianismo muestra que es la bienaventuranza misma, atrayéndonos, la que nos arranca del confort y nos hunde en la desolación:

“Que nos digan primero, si es que el alma se extingue en la tumba, de dónde nos viene ese deseo de felicidad que nos atormenta. Nuestras pasiones pueden aquí abajo ser fácilmente saciadas: el amor, la ambición, la ira tienen asegurada una plenitud de goce; la necesidad de felicidad es lo único que no tiene satisfacción ni objeto, pues nosotros sabemos bien qué es esa felicidad que deseamos. Hay que admitir que, si todo fuera materia, la naturaleza aquí se habría equivocado terriblemente: ha fabricado un sentimiento que no se aplica a nada”.[22]

            Tercer punto: esa infelicidad apunta también hacia el pasado. Aparece como una catástrofe. Algo ha fallado al comienzo. ¿Cómo entender, si no, ese sentimiento de privación a la vez innato y no natural, pues se basa en una alegría de ser que es previa?  Chateaubriand remite al pecado original. Él interpreta así el nombre hebreo enosh que, junto con adam, significa “hombre”, y que la Biblia de Jerusalén traduce frecuentemente como “mortal”:

  Enosh, hombre, viene, por su raíz, del verbo anash, “estar gravemente enfermo”. Dios no le dio ese nombre a nuestro primer padre; lo llamó simplemente Adam, “tierra colorada” o “limo”. Fue recién después del pecado que la descendencia de Adán tomó ese nombre de enosh o de “hombre”, que tan bien convenía a sus miserias y que recordaba muy elocuentemente tanto la culpa como el castigo. Tal vez, en un impulso de angustia, Adán, testigo de los dolores de su esposa, al recibir en sus brazos a Caín, su primogénito, lo elevó hacia el cielo clamando: “¡Enosh! ¡Oh, dolor!” Triste exclamación, con la cual iba a ser designada, a partir de entonces, la raza humana”.[23]

            Finalmente, cuarto y último punto, esta “gran infelicidad” nos incita a una misión “sublime” aquí abajo. Chateaubriand lo adivina por una fatalidad de carácter:

  “Por todos los lugares que pude, he tendido la mano al éxito, pero yo no entiendo nada la prosperidad: estoy siempre listo para dedicarme a las desgracias y no sé servir a las pasiones en su triunfo”.[24]

            Las desgracias piden dedicación como el mendigo pide limosna. Chateaubriand relee a Homero y considera la figura de Príamo, todavía de pie tras haber perdido a sus cincuenta hijos y sólo cayendo de rodillas para reclamar el cuerpo de Héctor, a fin de darle sepultura: “¡Respeta a los dioses, oh Aquiles, ten piedad de mí! ¡Acuérdate de tu propio padre! ¡Ay, qué desgraciado soy! ¡Nadie, por infeliz que haya sido, ha descendido jamás hasta este abismo de miseria: yo estoy besando las manos que han matado a mi hijo!”[25]

            En esta paternidad se develan “las dos situaciones más sublimes y más conmovedoras de la vida; la vejez y la desgracia”. Situaciones que se manifiestan todavía mejor en Abraham. En la revelación judía y cristiana “todo es trágico: los lugares, el hombre y la Divinidad”.[26] Por eso, la palabra de Jesús: “El que recibe a un niño en mi nombre, a mí me recibe” no tiene nada que ver con un ingenuo sentimentalismo. Chateaubrand la cita a propósito de la muerte de Astyanax en el Andrómaca de Racine[27]. Recibir a un niño es recibir a Cristo: a alguien que está inseparablemente ligado a la cruz y a una dicha más grande que el mundo.

            He querido seguir brevemente el pensamiento de Chateaubriand, y sin embargo, en el temperamento, prácticamente no hay un autor del que me sienta más lejos. Mi humor habitual, más chestertoniano, no me dispone casi a hablar tan sin vueltas, como él, de la desgracia de dar la vida y de la desgracia aún peor de haber nacido. No obstante, estoy de acuerdo con él en lo esencial. Aquellos que ven tan desgraciada la vida debieran vislumbrar que eso es consecuencia de una vocación trascendente, y un motivo más para vivirla y para darla.

            Pero ¿quién acepta todavía “lo más sublime y lo más conmovedor”? Ya no somos lo bastante trágicos ni lo bastante cómicos. No nos perdemos con novelas rosas, el melodrama y la sátira. Justamente por eso nos faltan la altura y la humildad necesarias para acostarnos como es debido, y recrear la aventura de procrear.


 

 

 

 

Como me dicen que tuve demasiados…

 

Familia numerosa,

planeta y planning.

 

 

 

 

Pues llegará el día en que se dirá:

¡Felices las estériles!

Lc 23, 29.

 


 

1.               Que quede claro, tanto como sea posible en medio de tantas oscuridades: mi propósito nada tiene de programático. Tengo una familia numerosa, y punto. No soy un promotor de la familia numerosa. La aventura es siempre ésa, tan particular, de un hombre y de una mujer, con sus deseos y sus dramas, con sus ahogos y desahogos[28]. Se convierten en una bestia de dos espaldas: de allí saldrá un angelito – o no-, que se volverá demonio – o no-. No encendamos tan fuerte la la luz. No violemos el secreto de la cámara conyugal.

Sin ser militantes del hijo único, José y María no tuvieron más que un solo chico. A la jueza Débora se la llama “madre en Israel” (Jue 5, 7), cuando el autor sagrado no le atribuye ningún hijo. En cuanto a Niobé, que se enorgullece de sus catorce retoños radiantes y se burla públicamente de Leto, que no tenía más que dos niños enfermizos, ella se infla de orgullo, pero las flechas de Ártemis y Apolo[29] salen disparadas para desinflarla.

El mandamiento de casarse y de tener hijos, explica Tomás de Aquino, por natural que sea, no concierne a cada individuo, sino a la especie en su conjunto: “La naturaleza nos inclina a cierta cosa de dos modos: de un primer modo, como a aquello que es necesario a la perfección de cada uno; y una inclinación así obliga a todo el mundo… De un otro modo, como a aquello que es necesario a la multitud; y como esto tiene que ver con bienes numerosos y que a menudo se contraponen unos a otros, no tienen todos que buscarlos al mismo tiempo; de lo contrario cada hombre debería dedicarse a la agricultura, a la albañilería y a todos los demás oficios y servicios necesarios a la comunidad humana”. Y citar a Teofrasto citado por San Jerónimo: “No es conveniente para el sabio casarse”. Es necesario, pues, que algunos tengan hijos, pero también es necesario que haya célibes consagrados a la sabiduría, una sabiduría tan carnal y vivificante, como para que se ponga de manifiesto que todavía es bueno tener niños. No, yo no formo parte de esos sabios.

 

Prolífico anónimo

2.               Me compete, con todo, responder a las esquelas que un misterioso corresponsal iba deslizando, a intervalos regulares, en nuestro buzón. Nosotros -mi esposa, nuestras cinco hijas, nuestros cuatro varones y yo, vivimos en una comuna de la Suiza francófona demasiado residencial: llena de vacas y de ovejas. En un país donde la tasa de fecundidad es de 1,4 hijos por mujer, no podemos sino causar sorpresa. Parecemos una tribu de gitanos en medio de un Rotary Club.

Nuestros vecinos no se imaginaban que se les instalaría un patio de escuela al lado de ellos, con adultos incompetentes que tienen una tendencia a gritar muy fuerte, sea para hacerse obedecer, sea para acusarse mutuamente de ser demasiado permisivos. Me da pena por ellos. Sinceramente. Siempre puedo autoconvencerme de que “esto mete mucha vida”. Pero también mete mucho ruido, y porque sí. Por eso será que recibimos esas palabras sin demasiada ortografía, redactadas con la misma letra negra sobre hojas de cuaderno dobladas en cuatro: “El pueblo está arto de sus niños tan atrebidos y de la educación religiosa que ustedes les dan, que da vergüenza, ustedes no tienen respeto por las mujeres y vivimos en un mundo difícil y ustedes no saven hacer otra cosa que hijos, se meten en sus casas, se aprobechan de nosotros y no trabajan. ¡Vergüenza les devería dar!”

De todos los sentimientos que podría inspirar nuestra presencia, la vergüenza es por cierto el más destacado. Otro pasaje lo confirma: “Es vergonzoso ustedes inician a sus niños al sexo y los dioses, todos estamos hofendidos váyanse váyanse váyanse… todos…”. Reconozco que la mención “sexo y dioses” me dio cierto orgullo: el vínculo entre el bajo vientre y los cielos es la señal de una educación bien vertical. Con respecto al ultraje, nos afecta menos que la presencia de los que nos rodean, pues, a decir verdad, nuestros compueblanos han sido siempre muy amables, y de una indulgencia tal que me llena cada día de admiración y de gratitud.

3.               Pero esto no ocurre sólo en Clochemerle. Pasa también en la radio y televisión estatales. Hace poco, estaba allí, invitado para el tema: “¿Está en crisis la paternidad?” Habían colocado delante de mí, para la polémica, a un tal Antoine Buéno, exalumno de la Essec[30]y combativo autor de un libro Permiso para procrear[31(Albin Michel, 2019). He aquí, como botón de muestra, el edificante prólogo: “Al momento de escribir estas líneas, mi mujer está embarazada. El segundo, y el último, porque no habrá otro. Este segundo hijo dudamos mucho en tenerlo. Finalmente, cedimos a nuestro deseo, aun sabiendo que era egoísta. No veo ninguna razón para estar orgulloso de esta decisión. Al revés. Hablo poco de esto. Pero, cuando hay que anunciar la noticia, tengo naturalmente derecho a recibir las “¡felicitaciones!” de rigor. ¿Felicitaciones? ¿En serio? ¿Felicitaciones por qué? ¿Por contribuir a la destrucción del ecosistema? Ese “felicitaciones” siempre me ha exasperado. Es la prueba de la inconciencia animal y suicida en la que vivimos de cara al medio ambiente.”

Se nota cómo es la felicidad para los Buéno. Sobre todo, no hay que felicitarlos. Eso exaspera al futuro papá. El don de la vida es egoísta. El “feliz acontecimiento” se corresponde con un atentado suicida. No sabemos muy bien cómo se lo va a tomar ese segundo chico, cuando esté en edad de leer ese extracto: quizá se vuelva parricida a fin de reducir el agujero de la capa de ozono. En todo caso, hay mejores que él para cuidar el medio ambiente (ese medio ambiente en que no hace falta cuidar demasiado a los animales, en todo caso a la dimensión “animal” del hombre, tan inconsciente…)

Con tal grado de autoflagelación, yo me debía esperar que su palo de fierro no me tratara con dulzura. Eso no faltó. Arrancó en seguida, si bien con algunas basuritas en el motor:

“Voy a empezar haciendo un acto de contrición… y atención, que esto no es un estandarte… Está muy, pero muy mal lo que les voy a decir… No estoy para nada orgulloso de ello… pero cuando escucho testimonios como el del panelista de recién que ha tenido nueve hijos [¡Ése soy Johnny!], no puedo evitar ser intolerante, no puedo evitar lanzar el anatema sobre los occidentales que tienen tantos hijos…”

Ese fue su preámbulo. Me agarró rápido. Una mano que está hurgando en tus calzones para tratar de practicarte algo más que una circuncisión no es lo más agradable del mundo. Por suerte, la pandemia nos hacía conferenciar en modo virtual. Además -como lo sabemos por todas sus precauciones oratorias- mi interlocutor era un caballero: “él no se enorgullecía de ser intolerante”. Si tuvo que “lanzarme el anatema”, fue obligado y a pesar suyo, como un pontífice: “no pudo evitar”, del mismo modo que yo no pude evitar, como una bestia en celo, preñar a mi mujer…

Lo más chocante, sin dudas, es esa recuperación perversa pero significativa del vocabulario católico.

Se trata, en efecto, de un proyecto de gran envergadura, provisto de una retórica institucional. Antoine Buéno es “consejero en el Senado, encargado del seguimiento de la Comisión de Desarrollo durable y de la Delegación de Prospectiva” y vale la pena cortar-pegar este iluminador párrafo de su página en Wikipedia: “Defiende la idea de que se pueden defender los derechos de la naturaleza, los niños y las mujeres mediante la instauración de un sistema de control de la natalidad basado en un contrato parental nacional, capaz de luchar contra el abuso infantil, y un mercado global de derechos reproductivos destinado a financiar la planificación familiar y la educación de las niñas en todo el mundo.”

4.               La idea no es nueva en Europa. Los que me atacan (entre ellos, mi vecino cacógrafo) tienen grandes nombres que los corroboran. Condorcet escribía en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (décima época): “Si los hombres tienen obligaciones con respecto a los seres que todavía no son, no consisten en darles la existencia, sino la felicidad; tienen por objeto el bienestar general de la especie humana o de la sociedad en la que viven”. John Stuart Mill, el gran maestro del utilitarismo moral, afirmaba en sus Principios de economía política: “Incluso suponiendo un estado progresivo de la riqueza, es indispensable una limitación prudente y consciente de la población. No podemos esperar que la moralidad progrese hasta que no miremos a las familias numerosas con el mismo desprecio con que miramos la ebriedad o cualquier otro exceso corporal.”

No me queda más que adherir a los Prolíficos anónimos. Y pedirle perdón a mi hija, ya mayor, por haberla tenido sin “permiso de procrear”, por ser un “besador temerario” como otros son “conductores temerarios”. No digo nada de mi mujer -séptima de ocho, ella es demasiado parcial…-; en cambio yo, que tengo un solo hermano ¡y quince años menor!, me he criado como hijo único. Pude saborear el privilegio. Entonces me tiro la piedra a mí mismo. Y con una fuerza tanto más lapidaria que la de esa profecía del Verbo en persona: “Llegarán los días donde se dirá: ¡Felices las estériles!”[32] Por último, prometo que este año no pondremos un niñito Jesús en el pesebre. Para dar buen ejemplo. En su lugar, colocaremos un detector de monóxido de carbono. Y utilizaremos preservativos biodegradables.

Pero ¡soy tan reincidente! Tengo miedo de ser un enemigo del reciclaje. Todos los argumentos de la anti-natalidad se resumen en uno sólo: “Si le damos rienda suelta a Venus, nos va a traer a Marte[33]”. Desde el momento en que no podemos recurrir a la contracepción, hacer el amor es hacer la guerra. La superpoblación lleva a los conflictos, las hambrunas, las epidemias, las catástrofes climáticas de todo tipo. Pero ¿y si amamos a Venus y a Marte? ¿Y si sostenemos que la supervivencia es para la vida, y no al revés, y que lo trágico es constitutivo de nuestro paso por la tierra? En pocas palabras, ¿y si somos de la peor especie, pero de la especie todavía humana, cristiana y nietzscheana, y tan amigos de la naturaleza que obedecemos a sus incrementos de energía vital?

 

Cuestiones demo(no)gráficas

5.               Parece ser de rigor que, antes de dar cifras, uno entone una coplita contra las estadísticas. ¿Por qué habría yo de romper esta costumbre? Son tres los consultores que parten de cacería. El primero apunta y dispara un metro por arriba de un canario salvaje. El segundo tira un metro por debajo. El tercero ni siquiera alza el rifle y grita: “Le dimos”. Los tres estaban sorprendidísimos de no encontrar el bosque repleto de cadáveres, sabiendo que 20 millones de animales son cazados cada año. No está de más precisar además que, en la medida en que el riesgo de un accidente mortal por cacería es de 0,00000006 %, habían considerado inútil aprender algo sobre el manejo del fusil.

Estamos lejísimos del tiempo en que Paul Ehrlich publicaba La bomba P[34] (por “población”). Antoine Buéno sigue sosteniendo que “la natalidad es un arma de destrucción masiva contra el medio ambiente” (todo el tiempo que esta idea duró dándome vueltas en la cabeza, me sorprendí a mí mismo caminando con las piernas bien abiertas, y tomando infinitas precauciones manuales cada vez que tenía que ir al baño). Pero puede encontrarse obras más serias como La bomba demográfica en discusión, de Yves Charbit y Marisa Gaimard. Hace poquito, en la góndola de un Relais[35], antes de tomarme un tren para Friburgo, estuve hojeando el “best-seller prospectivo de la investigación americana”. Transcribo estas líneas de El mundo en 2040 visto por la CIA: “Durante los próximos veinte años, la población mundial seguirá creciendo cada año hasta alcanzar una cifra estimada en 9.200 millones en 2040, pero la tasa de crecimiento demográfico se desacelerará en todo el planeta. El crecimiento en la mayoría de los países asiáticos disminuirá rápidamente, y después de 2040 la población se concentrará en torno a personas más ancianas”.

La bomba P no es, ciertamente, un petardo húmedo, pero su expansión geométrica, en un siglo, se volvió un fracaso. No es más que transitoria, a causa de eso que los especialistas llaman la “transición demográfica”: con el progreso de la medicina, tal vez con la instrucción, la tasa de mortalidad no hace ya de contrapeso a la tasa de natalidad; pero sobre todo con la instrucción, y tal vez con el progreso de la medicina, la tasa de natalidad decrece, y llegamos a que la fecundidad de los “países europeos desarrollados” sea de 1,5 hijo por mujer (o sea que la mitad de las mujeres tiene un medio hijo).

Eso está muy por debajo de la tasa de 2,1 que garantiza la estabilidad. Jean Bourgeois-Pichat, tras haber dirigido durante diez años el Instituto nacional de estudios demográficos, publicó en 1988 un minucioso artículo titulado “Del siglo XX al siglo XXI: Europa y su población después del año 2000”. Ahí demostraba que si la fecundidad mundial se correspondiera a la de la República federal de Alemania (por entonces 1,2), habría que esperar la total desaparición de los europeos alrededor del año 2250, y de todos lo seres humanos hacia el año de gracia 2400 después de Nuestro Señor Jesucristo.

Por otro lado -pero de la misma moneda-, en un excelente texto de 1981, “Demografía y negacionismo”, Alfred Sauvy desplazaba seriamente el problema: “Tomemos la cuestión demográfica como un todo: ¿Cuál es el fenómeno más preocupante? El envejecimiento de la población. Éste levanta un extraordinario negacionismo, en tanto que es, por mucho, el fenómeno más seguro, el más antiguo (ya lleva dos siglos en Francia), el más fácil de medir (sin que haga falta recurrir a un cuarto decimal), el más fácil de predecir.”

El testimonio flagrante de este envejecimiento y de sus consecuencias está escrito en el mármol de la muy turística “ciudad de los enamorados”: “El estudio del historiador Beltrami sobre Venecia es tan concluyente como poco conocido: la decadencia económica y política ha seguido, paso a paso, el camino del envejecimiento de la población. […] Evidentemente, es de mal gusto que, cuando vamos a admirar las bellezas de la Plaza de San Marcos, nos preguntemos por qué Venecia cayó. Pero veamos, de todos modos, en ese mismo lugar, esas lindas estatuas de los Tetrarcas: la preocupación está inscrita en sus rostros. Ya en el tiempo de Diocleciano, el problema era el envejecimiento de la población de Roma. Descubrimos la misma renuencia a ver en la historia de España. España en el siglo XVI conquista territorios, se puede pensar que va a ser riquísima; se podrán dejar las tierras áridas de las campañas superpobladas para cultivar sólo las fértiles. Pero es a partir de ese momento que empieza la decadencia. Y el siglo XVIII es, sin ninguna duda, clarividente cuando nos dice: ‘España tuvo la desgracia de cambiar sus hombres por metales’.”

Podemos anticiparlo: nuestra desquiciada gestión del Covid-19 también se debió a esta pirámide de las edades que avanza hacia su cúspide. Medidas que eran convenientes a los viejos se extendieron a todos y, como los jóvenes sólo tienen un valor accesorio, ni nos importa que de paso los hayamos ahogado… un poquito.

6.               Me voy a cuidar bien de no saltar a las apuradas del diagnóstico al pronóstico, y luego del pronóstico a la receta. Una vez más, desconfío de las injerencias del Estado en la domus[36], de que órdenes de expertos sean impuestas a los padres, aunque sean para obligarlos a follar[37]. Como lo dice, una vez más, Sauvy: “El que habla de una insuficiencia de los nacimientos es mal recibido. Se teme que vaya a proponer algunas liberalidades para con las familias, que se traducirán en nuevos impuestos o en el rechazo de otras reivindicaciones.” No es tanto que las predicciones estadísticas estén ineluctablemente expuestas a la irrupción de un “cisne negro”. Pero tenemos que tener en cuenta al “patito feo”, y a que hay una gran diferencia entre los datos de la natalidad en cifras y el don carnal de la vida. ¿Cómo se compagina eso cuando llega la hora de los gemidos? ¿Cómo establecer una relación entre la prospectiva global y la penumbra conyugal? Aquí está la verdadera dificultad.

Hemos visto que algunos nunca se acuestan sin poner antes arriba de la cama, bien abierto, el último informe del Giec[38]. La panza de su mujer embarazada anda menos mal que el planeta. La existencia misma de su segundo hijo (y último) los abruma de remordimientos. No solamente el “monte de Venus” viene con las armas de Marte, sino que no podemos mirarlo con deseo sin tener al mismo tiempo un ojo atento al panel de proyectos para consultar todas las indicaciones medioambientales. Sí, es tan así: los libertarios más verdes han inventado un pecado carnal más mortal que bajo la Inquisición. Y los toros más entusiasmados, después de haber visto el noticiero de las ocho, se resisten a la monta.

No abogo por la venda en los ojos. Quisiera precisamente que se le levante un poco el “casco 3D”. Podría darse que nuestra hiper-conciencia de los problemas globales reduzca nuestra conciencia de las realidades locales. La vista corta es mala, pero ¿y qué si la vista larga nos oculta al prójimo? ¿Y si un padre a partir de ahora se siente culpabilísimo por haber comido una banana con su hijo? ¿Puede uno aceptar eso que un filósofo calificó como “ética sin rostro”? Una ética así, que pretende impulsarnos más allá de nosotros mismos, ¿tiene el poder de impulsarnos? Es el problema de la moral utilitarista: ésta juzga la acción según sus consecuencias universales (como si no fueran en su mayor parte contingentes), y practica “la igual consideración de los intereses.” Siguiendo esta óptica de estación espacial, sería injusto manifestar preferencia por alguien cercano antes que por un lejano. El acto moral se vuelve así tan desinteresado que difícilmente podremos encontrar en él el más mínimo interés. Es, sobre todo, tan desencarnado, ha separado tan bien el deber y el deseo, que el deseo de obrar por deber desaparece, salvo para aquellos espíritus que ya funcionan como inteligencias artificiales.

 

7.               El libro del Génesis es necesariamente muy “genésico”: se trata de poblar la tierra a partir de una sola pareja. Incluso cuando el deseo no está, los patriarcas deben desabrochar las mangas y bajarse el pantalón. No hay nadie que sea muy precavido en cuanto a diluvios o carestías. Eso es para el que tendrá una descendencia tan innumerable como la arena y las estrellas.

La cuestión de limitar los nacimientos aparece, sin embargo, ya en los primeros versículos del Éxodo. Faraón prevé que su bello Egipto va a ser arrasado por los hijos de Jacob como por una nube de langostas. Entonces los somete a trabajos forzados, luego hace arrojar a sus neonatos al Nilo. Pero no habría que concluir apresuradamente que el libro santo ve únicamente con buen ojo la multiplicación de los hebreos. En el Éxodo (1, 7) el verbo para “multiplicar” no es rabah, como en el Génesis, sino charats, que el resto del Éxodo no empleará más que una sola vez para anunciar una plaga: “El río hervía de ranas, que saldrán y entrarán en tu casa, en tu dormitorio y en tu cama” (7, 28). La mención de la cama y del dormitorio invita a hacer una comparación: la fecundidad humana puede degenerar en bullir, hormiguear, pulular de reptiles (charats se traduce también por “reptar”). El engendrar puede volverse producir engendros; la prole, proliferación.

Luchar contra esta deriva no será, sin embargo, de competencia de Faraón, aunque ese faraón se llame el rey David. Su gran pecado, al final del libro de Samuel, no es otro que hacer el censo. Redujo los nombres a números, las doce tribus a un solo pueblo que es preciso fichar y explotar conforme a las directivas de un gobierno central (para bienestar de todos, se entiende). Pero hete aquí que sobreviene la gran peste, y todos los cálculos fracasan (2 Sam 24 y 1 Cró 21).

Aun cuando el censar no reciba una desaprobación formal, aquí se pone de relieve un aspecto dramático. Así aparece en el libro de los Números -justamente- (que los judíos titulan más bien Bamidbar: “En el desierto”). En él, no se cansan de contar a los 600.000 israelitas en marcha, los que han salido de la esclavitud, según sus diversas familias; pero es para que al final esa cifra se derrumbe a 2: de la generación libertada, únicamente Josué y Caleb entrarán en la Tierra prometida. Mucho más tarde, luego de la contra-epopeya de la realeza judía, los profetas no apostarán más que por el residuo, los despojos, el “pequeño resto” (2 Re 19, 31; Is 37, 32; Jer 31, 7…), que da tanta lástima que ni siquiera vale la pena que lo evaluemos.

Que el aumento de la natalidad desemboca en un aumento de la mortalidad, no es ninguna novedad. Cuantos más niños haya, más dramas habrá, y la alegría y el dolor, la danza y el duelo crecerán parejos. Jamás saldremos de la Edad Media: la tasa de mortalidad infantil ya no es más de un niño sobre cuatro… pero en 2020 hubo en Francia 220.000 abortos y 736.000 nacimientos, lo que sigue dando casi casi 1 sobre 4.

La cuestión remite, en el fondo, a la aceptación de nuestra condición mortal. Y al hecho de que la bondad parece siempre cruel, en último lugar. ¿Qué es lo menos terrible? ¿Tener un hijo bautizado que muere a temprana edad o impedir a un bebe que nazca? Los de tripas sensibles y corazón duro optarán por el segundo término de la alternativa. Los de corazón de carne y entrañas fuertes optarán por el primero.

 

Renunciar a un vuelo transatlántico y tener un hijo menos

8.               En 2017, la revista Environmental Research Letters sacó un artículo que empezó a pulular sobre la Red tan raudamente como las ranas en el palacio de Ramsés II. Llevaba  como título, en inglés: “The Climate Mitigation Gap: Education and Government Recommenations Miss the Most Effective Individual Actions”, lo que en good spanish se traduce: “La laguna en la lucha contra el calentamiento: las recomendaciones de los educadores y de los gobernantes dejan de lado el eficaz compromiso individual.” El extenso pasquín contenía una iconografía muy difundida via la AFP[39]. Uno podía, de un solo golpe de vista a unas cucardas azules, comparar el “impacto positivo” de nuestras diferentes acciones en favor del medioambiente. Aparecía que “reciclar tu plástico”, “cambiar tus bombitas”, “colgar tu ropa blanca” o “lavarla con agua fría” no eran gran cosa al lado de “renunciar a un vuelo transatlántico” (sobre todo si uno es el único pasajero). Pero la medida más a propósito para “reducir tu huella de carbono”, la que marchaba a la cabeza y dejaba atrás a todas las demás cucardas azules, tanto que había que doblarla para mantenerla sobre la página, era “to have one fewer child” –“tener un hijo menos”.

En seguida me acordé de la Modesta proposición publicada por Jonathan Swift en 1729. Ésta no valoriza a los niños según la variables de la “huella de carbono”, sino por su aporte proteico. Su exhortación es a que los pobres se coman a sus hijos, o que se los vendan a los ricos como un plato gourmet. Así podríamos resolver al mismo tiempo resolver el problema del hambre, evitar el drama del aborto y -añade Swift- “reducir de forma considerable la cantidad de papistas[40], que son los mayores hacedores de hijos.”

Por lo que hace a nuestra[41] infografía, antes incluso de indignarnos contra su moralismo, tendríamos que preocuparnos por su falta de rigor científico. Podemos más o menos darnos cuenta de lo que significa “colgar tu ropa blanca” o “renunciar a un vuelo transatlántico”, pero ¿qué quiere decir “tener un hijo… menos”? ¿Consiste en concebir el proyecto de tener tres y después, pensándolo bien, quedarse con dos? ¿Consiste en tener de hecho un, y después eliminarlo?

Otro pase mágico: se comparan cosas que no son del mismo orden. Tener un coche a nafta (2,4 toneladas de dióxido de carbono por año) y tener un hijo (58,3 toneladas), muy buen, no hay ahí foto, pero tenemos, por una parte, una cosa y, por otra, un sujeto; por un lado, un modo de vida y, por otro, una vida… El niño reúne, en cierto modo, el coche, el secarropa, los pañales descartables, un montón de plástico y baños de agua caliente, etc. Si comparar elementos entre sí sigue teniendo sentido, ya no lo tiene más comparar un elemento con el todo, quiero decir, con el ser que los contiene a todos -y que podría seleccionarlos-. Deberíamos, más bien, apostar a la rebelión de ese nuevo ser, conforme al infaltable retorno del péndulo intergeneracional: podría criticar a sus padres por haberse dedicado a una vida tan derrochadora. ¿Y si el eco-antinatalista mataba a Greta[42] antes de nacer?

9.               Un hijo no es una cosa más entre otras. Es una mirada que puede renovar el mundo entero; es él el que incita a incita a sus viejos a luchar por el futuro, más allá de su propio ombligo. Sin la apertura de una mirada humana, la diversidad de los seres vivos no sería más que una proliferación sin testigo ni garante. Sin la intervención de la mano humana, la tierra, lejos de volverse terreno o terruño, es apenas un “planeta”, como se dice entre esa gente ya ingrávida, y un planeta que no tuvo que esperar a los Sapiens para hacer desaparecer cuatro o cinco veces incluso al 90% de las especies. Todos sabemos que los dinosaurios se extinguieron al final del cretácico, y el único que no puede consolarse de esta pérdida es el hombre: les da figuritas de Tyrannosaurus rex a sus pequeños tiranos, hace revivir los Jurassic Park, organiza marchas por el clima en la estación Glaciar[43], añora el paleolítico (cuando la esperanza de vida de las mujeres era mucho menor que la suya, y la poligamia muy recomendada…)

Los dos investigadores de la Environmental Research Letters, después de haber investigado más, reconocieron, en una entrevista a Life Site: “El problema principal no es la cantidad de niños, sino la sociedad de hiperconsumo en la que esos niños nacen”. Los Amish tienen, como promedio, entre ocho y diez hijos, con un modo de vida mucho más ecológico que el de un solo golden boy. Para mí, que tengo nuevo monstruitos y un coche demasiado chico para que quepamos todos, está totalmente fuera de presupuesto un vuelo transcontinental o hacer el tour de “Tropical Thai”. Si no hay cinturón de castidad, hay que ajustarse el cinturón.

El desarrollo del consumismo y la disminución de los hijos por familia están estrechamente relacionados. Pero ¿cuál es la consecuencia? ¿Cuál es la causa? ¿Acaso son los muchos críos los que te llevan a consumir frenéticamente y a viajar por todos lados para matar la angustia y para escapar de la soledad? Al contrario: te tienen ocupado, te sedentarizan, te rompen la paciencia de un modo que no te dejan tiempo para aburrirte,  te enseñan incluso el sentido del reutilizar (la ropa pasa del grandes a chicos), y hay que ver lo que es redescubrir la alegría de estar todos sentados alrededor de la mesa, antes que divertirse cada uno con su tablet.[44]

¡Pobrecito el que no tiene suficiente esperanza para dar la vida o para dejar que otros lo hagan, y con generosidad! No voy a sumarle una acusación al peso de su miserable situación: está reducido a la necesidad de ser un turista, a ser entretenido continuamente por aparatos conectados (los videos on line emiten cerca del 25% de los gases de efecto invernadero), la consumición de cosas le sirve para compensar lo que ha perdido en comunión de personas. No hay duda: el desafío no es menos hijos, sino más barrios -y, por supuesto, más justicia en la distribución de las verdaderas riquezas-.

 

10.            Todos los artículos del Environmental Research carecen de la verdadera ecología, la que indica su etimología, la del logos de la oikos (la palabra del hogar): cuando ya no se tiene hogar, es  lógico que se incendie el mundo. Detrás de ellos se esconde aún la corta lógica del pastor Malthus, que tan evidente es sobre el papel: los individuos hacen 1, 2, 4, 8, 16, 32, mientras que los recursos hacen 1, 2, 3, 4, 5 , 6. Lo adicional no puede resistir a lo exponencial. Es impecable: una vez más, miren lo que yo calculo y mezquinen el culo.

Esta óptica es intocable, no tanto por su cientificidad como por el dogma que le proporciona al liberalismo: competencia entre individuos y recursos escasos… ¡que gane el mejor! El mercado que se autorregula es más infalible que el papa.

En El origen de las especies, sin miedo de dar un salto rapidísimo de la economía política a la biología, Darwin aplica el maltusianismo a la naturaleza entera: “Puesto que nacen más individuos de los que pueden vivir, es menester que haya, en cada caso, una lucha por la existencia […]. Es la doctrina de Malthus aplicada, con una intensidad mucho más considerable, a todo el reino animal y vegetal…”. El principio de selección natural es consecuente al principio de población. Ahora bien, eso quiere decir que la naturaleza debe la variopinta diversidad de sus creaturas y el aparente equilibrio de sus ecosistemas a sus permanentes masacres.

Darwin está obligado a sostener eso, aunque el buen tipo que hay en él siempre se encabrite. Lo prueban estos dos pasajes, en los que he destacado sus expresiones de incomodidad:

  “Todo lo que podemos hacer es tener presente, en todo momento, que todos los seres organizados se esfuerzan perpetuamente por multiplicarse según una progresión geométrica; que cada uno de ellos, en ciertos períodos de su vida, durante ciertas temporadas del año, en el curso de cada generación, o a ciertos intervalos, debe luchar por la existencia y verse expuesto a una gran destrucción. Pensar en esta lucha universal provoca reflexiones tristes, pero podemos consolarnos con la certeza de que, en la naturaleza, la guerra no es incesante; que allí no se conoce el miedo, que la muerte es por lo general temprana, y que los que sobreviven y se multiplican son los seres vigorosos, sanos y felices. […].

  Aunque nos dé rechazo, deberíamos admirar el instintivo odio salvaje que lleva a la abeja reina a matar, desde que nacen, a las jóvenes reinas -sus hijas-, o a morir en el combate; nadie duda, en efecto, que obra por el bien de la comunidad y que, ante el inexorable principio de la selección natural, poco importan el amor o el odio maternales, aunque este último sentimiento, por suerte, sea bastante raro.”

            La contradicción entre sense and sensibility es, por así decir, sensible, pero la ciencia debe ignorarla. Nuestro gran naturalista, sin embargo, habrá estado muy fastidiado de ver cómo sus lectores operaron un salto metodológico tan veloz como el suyo, pero en sentido contrario: puesto que él naturalizó el maltusianismo, ellos se creyeron en el derecho de construir un darwinismo social. A partir de 1910, el sociólogo Jacques Novicow definió a éste último con una concisión notable: “La doctrina que considera el homicidio colectivo como la causa del progreso de la humanidad”. Y, si bien los nazis hicieron de esto una parte esencial de su ideología, añadiéndole la esterilización colectiva, esto sobrepasa largamente el marco del nazismo y será admitido por notorios anti-nazis como Julián Huxley, primer director general de la Unesco y pionero del transhumanismo.

En vano se rebeló Darwin, en El descenso del hombre, contra la apropiación política de sus hipótesis: “No podemos reprimir nuestra capacidad de empatía (aun admitiendo que la inflexible razón se ha vuelto una ley para nosotros) sin dañar la parte más noble de nuestra naturaleza. […] Por lo tanto, tenemos que sufrir, sin quejarnos, los efectos incontestablemente malos que resultan de la persistencia y de la propagación de los seres débiles”. Era demasiado tarde. La parte más noble de nuestra naturaleza cedió ante la parte más eficiente de nuestra tecnología. “La propagación de los débiles, aunque mala e irracional a primera vista, no debe ser reprimida por decretos despóticos”… una declaración así ni siquiera ha sido oída, especialmente en nuestros días. Adiós a los “nobleza obliga”; ¡hola! a los “No puedo evitar lanzarles el anatema”…

 

Un mundo sin niños

11.            En La posibilidad de una isla, Michel Houellebecq describe, a través del diario de un humorista depresivo, la cercana emergencia de los “neo-humanos”. Una etapa decisiva se dio con la aparición, en Florida, de las primeras childfree zones, “residencias de lujo destinadas a treintañeros desacomplejados que reconocen, sin ambages, que ya no pueden aguantar más los gritos, la baba, los excrementos, en fin, los inconvenientes medioambientales que ordinariamente acompañan a los hijos”:


  “Por lo tanto, el ingreso a las residencias está amablemente prohibido a los niños de menos de trece años […]. Se dio un paso importante: después de muchas décadas, el despoblamiento occidental (que por lo demás no tenía nada de específicamente occidental: el mismo fenómeno se reproducía en cualquier país, de cualquier cultura, una vez alcanzado cierto nivel de desarrollo económico) era objeto de hipócritas lamentaciones, vagamente sospechosas en su unanimidad. Por primera vez personas jóvenes, educadas, de un buen nivel socioeconómico, declaraban públicamente que no querían niños, que no sentían el deseo de soportar el caos y las responsabilidades asociadas a la crianza de un hijo. Evidentemente, una desenfado tan grande no podía sino generar imitadores.”

            Confieso que no me disgustaría del todo esa residencia bajo las palmeras. Empaparía mi bizcocho en muchas copas de champagne. Escribiría En búsqueda de la vida perdida bajo un seudónimo estadounidense. Todos los días, fitness a nivel -2, y al final, a partir de los primeros achaques, eutanasia desde el 26° piso. Un solo reproche, tal vez: deberíamos haber levantado los altos paredones de ese islote con torreones de vigilancia en las cuatro esquinas para protegernos de toda la vieja humanidad, abandonada ahí afuera para que se reproduzca como ratas flacas, pero ¿a quién dejar todo esto después de nuestra muerte? Es cierto que las última novedad apenas se transmite: después de veinte semanas es obsoleta. Sin embargo, el gesto de la transmisión también debería formar parte de las cosas que se compran, y, de cualquier modo, hacen falta nuevos residentes. Y así se te ocurre la idea de la clonación.

            ¡Ay! Mientras que nosotros fabricaríamos en frascos a nuestros dignos herederos, los otros seguirían hartándose de champiñones sin parar, en el nombre de Alá o de una pulsión miserable. Acabaríamos aplastados bajo la masa. Tal vez la selección artificial no sea, al final, una ventaja selectiva.

12.            Yo no he venido al mundo en el Florida All-Inclusive Resort y tengo que constatar que la sociedad llamada occidental (es decir la opuesta a donde el sol se levanta), tendiendo a hacer de sus miembros simples parásitos de sus máquinas, se distingue radicalmente de las comunidades tradicionales. Para afilar su objetividad de etnógrafa, Marika Moisseeff se esforzó por analizarla como si fuera una comunidad verdaderamente exótica: los Dentcico (anagrama de Occident). En todas las demás comunidades, la maternidad es una característica preciosa, divina, saludable; mientras que entre los Dentcico es un “poder maléfico”.

El gran mito que catequiza al Dentcico desde su juventud, o que al menos expresa el fundamento de sus diversas creencias, es el de Neila (anagrama de Alien, la vista de cine de Ridley Scott). Neila resume la Ley y los Profetas[45], y el retorno del rechazo maternal:

 

  “La procreación, despojada de sus derechos naturales, flota en algún punto del espacio e intenta con todas sus fuerzas volver a la tierra, junto a sus queridos humanos que la habían negado. El arsenal de Neila está constituido por su sistema reproductor, y su arma suprema es el embarazo: el contenido de sus huevos es implantado en el pecho de sus víctimas por intermedio de un órgano proyectil, una de cuyas extremidades, inflada, se pega sobre la cara, mientras que la otra, alargada como un pene, se hunde en el esófago: llegado a término el embarazo, el alumbramiento del neonato provoca la explosión del huésped portador.”

            Evidentemente, una facción de los Dentcico optó por una posición más moderada: la maternidad puede no ser una invasión explosiva, siempre y cuando aparezca indiscutiblemente como una realización personal. Entonces, está permitido tener un solo hijo, por incubadora, y repitiendo el mantra: “One child one planet[46].” Se cree, incluso, que este unigenitismo[47] evita el maltrato: ¡miren cómo se jodió José con sus hermanos! Jacob hubiera hecho mejor teniendo un solo varón (eso nos habría ahorrado todas las complicaciones que se deben a la existencia de los judíos).

            Lamentablemente, cuando uno mete a su hijo, como un engranaje, dentro de la realización de uno mismo, difícil es no maltratarlo tan pronto como busca afirmarse un poco; y si uno, más bien, se preocupa por la realización de él -como es el único, como pusimos todos los huevos en su canasta, y no estando en medio de más hermanos y hermanas que dispersen nuestra vigilancia-, corremos el serio riesgo de molerlo a palos cada vez que deja de responder a nuestros proyectos de éxito y de ascensión social… Podemos adivinarlo: esta facción de los Dentcico es muy minoritaria. Uno está más Complete without kids[48], según Ellen Walker, Ph. D. (abreviación que distingue al chamán).

13.            Voy a hundirme más todavía. Yo no hago un culto de la infancia. Es justamente este culto el que lleva a no tener hijos: “¡son inocentes chiquitos perfectos!”. En efecto para ellos nacer, ser arrojados a este pantano lleno de injusticia y terminar siendo, al fin del día, un viejo carcamán lleno de achaques sería parecido a lo que, en la teología gnóstica, es la caída de un querubín, que es aprisionado en un cuerpo de bestia doliente y feroz.

Contra esta exaltación abortiva, prefiero dejar sentado que el niño es un ser imperfecto, maravilla insoportable o adorable flagelo, marcado por el pecado original y con necesidad de ser corregido, más aún, orientado, por su cuerpo y por sus padres, madres y maestros, a través de muchos aprendizajes, hacia una vitalidad más alta que el balbucir “ajó” y el agitar de un sonajero…

No hay que engañarse. Los mismos discípulos estuvieron tentados de crear una childfree zone alrededor del Mesías. Los sinópticos[49] lo repiten, comenzando por Mateo el publicano (19, 13-14): “La gente le llevó a los niños para que les impusiera las manos y rezara por ellos. Pero los discípulos los alejaron. Y Jesús dijo: “Dejen a los niños, y no les impidan venir a mí, pues el reino de los cielos es para los que se les parecen”.

¿Cómo entender esta concretísima hospitalidad? No se trata aquí de la infancia como una idea espiritual, sino de verdaderos rapaces bulliciosos en medio de nosotros, como perritos en medio de vasos sagrados. ¿Cómo, si el niño es imperfecto y perturbador, puede ser signo de la perfección y de la paz (“Si ustedes no se hacen como este niño…”)? En principio, lo que da acceso al reino celestial es la semejanza con Dios, ¡y el mismo Dios declara que el reino pertenece a los que se asemejan a estos mocosos!

 

14.            La conclusión es implacable: un mundo sin niños no es solamente un mundo sin Dios, es un mundo sin mundo, sin reino, sin porvenir (dado que el dejen venir es la irrupción del acontecimiento, incluso para los discípulos).

La gracia divina es filial, relación con el Padre, de modo que los padres humanos tienen necesidad de sus pequeños para tener Su imagen. La gracia salva inesperadamente a la vieja crápula que merecía condenación, y es porque ella era como este niño, que llega de pronto: comienzo en medio de nuestra historia, nuevo partir dentro de nuestras lindas sábanas.

Hannah Arendt no tuvo ningún hijo pero nos animó mucho a que nosotros los tuviéramos. Una tarde, estaba escuchando El Mesías de Haendel, el aleluya polifónico, lleno de fugas, imprevisible, y sus entrañas se estremecieron: “For unto us a Child is born! Unto us a Son is given! And the government shall be upon His shoulder![50]” De pronto, su pensamiento se centró en el misterio de la Navidad como en el acontecimiento de todo nacer. Eso se convirtió en su meditación final, en La condición humana:

 

  “El milagro que salva al mundo -el ámbito de las cosas humanas- de la ruina normal, “natural”, es, a fin de cuentas, el hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de obrar. En otras palabras: es el nacimiento de hombres nuevos, el hecho de que empiecen de nuevo, la acción de la que son capaces por derecho de nacimiento. Solamente la experiencia total de esta capacidad puede otorgar a las cosas humanas la fe y la esperanza, esas dos características esenciales de la existencia que la Antigüedad griega había ignorado por completo, dejando de lado la fe jurada, en la que ella veía una virtud rarísima y deleznable y poniendo a la esperanza entre las perniciosas ilusiones de la caja de Pandora. Son esta esperanza y esta fe dentro del mundo las que sin duda tuvieron su expresión más sucinta y más gloriosa en la frase de los Evangelios que anuncian su “buena noticia”: “Un niño nos ha nacido”.”

            El niño es, ciertamente, imperfecto, pero lleva consigo una perfección: la perfección de la promesa, de esta promesa que él no hace, sino que es; de esta promesa que ningún hombre puede mantener, pero que se vuelve a hacer con el relanzarse de cada generación, hasta un Juicio final que no es de nuestra competencia. Esos ojos grandes abiertos, esas manitos que se abren, esa figura que se aprieta en paños y después florece en ofrenda, esa sorpresa así como esos gritos, todo eso se nos arroja con ingenua temeridad, se inaugura sin reservas, afirma la atracción de una vida que siempre se nos escapa. Los niños ponen de manifiesto que fuimos prometidos antes de nosotros poder prometer. Sin esta promesa más grande, que nos precede, pero de la que dan testimonio esos pequeños que nos siguen, no vale la pena seguir.

             


 

¿Por qué dar la vida a un mortal?

 

Una fragilidad radical

 

 

 

 

Fue en esa calle, en el 18[51],

que los buenos de mis padres tuvieron que hacer cosas tristísimas durante el invierno del 92…

Eso nos transporta lejos.

Era un negocio de “Modas, flores y plumas”.

En él había sólo tres sombreros como modelos

en una sola vitrina, me lo contaron muchas veces.

El Sena se congeló ese año. Nací en mayo.

Yo soy la primavera.

 

Céline, Muerte en cuotas.


 

            Félix Féneon, elevando los sucesos a arte poética, escribió unas “novelas en tres renglones”. He aquí dos de ellas:

  “Considerando que su hija (19 años) demasiado poco austera, Jallat, un relojero estefanés[52], la mató. Es cierto que le quedan otros once hijos.”

  “El Sr. Guigne, de Chalon se ahogó en Saône queriendo salvar a unos niños, que al final se salvaron.”

            Queda claro que no es necesario ser extenso para introducir al gran drama. Por lo demás, hay una forma de hacerlo todavía más breve, y menos investigada: la inscripción, hecha no por un escribano sino por un hombre del oficio, y quizá por una máquina, sobre una lápida. Por ejemplo:

Félix Féneon

1861-1944

            Toda peripecia fue borrada: el padre empleado viajante, la juventud en Mâcon, el compromiso anarquista, la obra de crítica literaria, las amistades con los artistas más grandes de su tiempo, el retiro en Saint-Palais-sur-Mer de Charente-Maritime… Queda sólo la intriga de la venida al mundo y luego la del retorno al polvo, como en el título de este ensayo: los dos extremos de nuestra carrera terrestre ligados por un guion. De este modo, los cementerios -donde no viene nada mal ir a tomar aire arrastrando un cochecito, a salvo del ruido y del tránsito- nos ofrecen la literatura más concisa y, sin embargo, la más fuerte: en un lugar determinado, un nombre propio, su año de nacimiento, su año de muerte, como una poesía postrera, y mucho más cruel todavía en cuanto que las letras se borran y nuevas lápidas vendrán a enterrar las actuales.

            Algunos quieren entender esta impactante síntesis invirtiendo las señales de los acontecimientos. Un personaje de Eurípides dice: “Deberíamos reunirnos y llorar por el niño que nacía, de verlo entrar en este río de desgracias; hoy, que está muerto, y por fin descansa de estas miserables fatigas, debemos alegrarnos y llevarlo a la pira con grandes júbilos.”[53] Samuel Becket, en Esperando a Dios, pone en labios de un ciego esta poderosa imagen: “[Las mujeres] paren montadas sobre una tumba; la luz brilla un instante y luego vuelve a hacerse la noche.” La cuna, entonces, no sería más que una ilusión: es la tumba el sitio en que el niño, antes o después, se acuesta.

            La muerte hiere de nulidad al nacimiento. Los millones de años que anteceden y que siguen a este paso tan efímero dentro de un cosmos indiferente lo equiparan prácticamente a la nada. Convencidos de haber alcanzado la cima de una breve lucidez, esta sería la apresurada conclusión. Pero no es tan fácil la cosa. Aunque sea por “un instante”, según Beckett, la “luz brilla”.

            Pero la anulación no es pura y simplemente la nulidad. Es necesario que haya habido algo. ¿Y por qué hay algo y no más bien la nada? ¿Por qué esta fugacidad entre los fríos astros? Pero su dicha, por corta que sea no es opaca ni pequeña, e ilumina al mundo más vívidamente que un relámpago, y hace que su noche se manifieste como tal. Más aún: el sentimiento de no ser no es lo primero. Si experimentamos duramente el sinsentido de nuestra fugaz existencia, es justamente porque estamos destinados al sentido, y eso no una, sino tres veces: destinados al sentido como sensible, como tendencia hacia un fin y como significación -querámoslo o no-.

            La oscuridad no goza de su penetrante negrura si no es sobre un fondo de claridad. La muerte de los que amamos no sería tan terrible si primero no hubiéramos experimentado la bondad de sus vidas. Sin eso, no habría absurdo, ni tristeza, ni siquiera cuestionamiento. Sólo el maravillarse abre espacio a la tragedia, y la tragedia no debe hacernos olvidar de ese maravillarse fundamental -herido, sin duda, y cuestionado- pero sin el cual no podríamos gritar tan fuerte contra los cielos.

 

La pregunta de las preguntas

            En un escrito de 1985 titulado “In vitro veritas”[54], Philippe Muray enumera una serie de preguntas muy metafísicas y a la vez muy físicas:

  ¿Por qué? ¿Por qué nos reproducimos? ¿Por qué tenemos que reproducirnos? ¿Por qué esta voluntad desnuda, ahora que la técnica le ofrece al género humano la posibilidad no reproducirse? Es la pregunta de las preguntas, que sigue sin respuesta a través del tiempo. Es la esencia misma del porqué.”[55]

            Si le perdonamos a Muray el uso del verbo “reproducirse”, más propio de los organismos fisíparos, de la clonación (y, en rigor, bajo una forma no pronominal, de las fotocopias), nos sorprenderemos de la hondura de sus palabras. Mediante su pregunta central “¿Por qué reproducirse?”, despliega tres afirmaciones del todo sorprendentes y evidentes, que entretejen inseparablemente lo carnal y lo espiritual.

 

“Et habet tua mentula mentem”       

            Primero afirma que se trata de “la pregunta de las preguntas”. Incluso, que contendría “la esencia del porqué”. El porqué anterior  a todos los porqués no es, entonces, “¿La vida vale la pena de ser vivida?” ni “¿Cuál es el sentido de la vida?”. Esas preguntas no tienen la misma necesidad ni la misma urgencia: sólo surgieron con la extraña raza de los filósofos, quienes, por lo demás, tienen una tendencia a no procrear (ni Heráclito, que decía que todo fluye; ni Platón, quien, sin embargo, se interesaba por la educación; ni Spinoza, para quien un nuevo hijo es una modificación de la substancia divina; ni Kant, en quien no sabemos muy bien si es que la propagación de la especie no es un imperativo categórico; ni Nietzsche, que critica de todos modos la alternativa aut liberi, aut libri –“o los hijos, o los libros”-, ni el mismo Muray han dejado descendencia. Pero hay que decir que lo mismo ocurre con los papas -en principio-). Esto es signo de que la cuestión del engendrar es primitiva, diríamos inmemorial. Y desde el origen, los mitos, los ritos y las religiones se hicieron cargo de ella. “Et habet tua mentula mentem”, decía Rabelais en el Libro cuarto. Lo que puede traducirse como: “Tu pene tiene espíritu”. De hecho, al final siempre terminan apareciendo los dioses.

            Al cabo de una amplia encuesta etnológica, Maurice Godelier llega a establecer esta regla: “En ninguna parte, en ninguna sociedad pueden un hombre y una mujer engendrar solos.”[56] Les hace falta la cooperación “de los difuntos, de los ancestros, de los espíritus, de las divinidades.” En los inuit[57] está Sila, maestro del universo, que le otorga al niño su soplo, y un alma. En los baruya de Nueva Guinea, el Sol le proporciona al feto una nariz, ojos, y dedos en las manos y los pies. En los aborígenes de Australia, es preciso que intervenga el tótem del canguro o de la tortuga.

            Rémi Brague, en su lindo librito Las anclas en el cielo, anota: “Una vez que estamos en la vida, no hacen falta razones para permanecer en ella. Alcanza con cierta inercia […]. Por el contrario, sí nos hacen falta razones para dar la vida.”[58] De hecho, el hambre de tostadas o la distracción de leer el diario pueden ser suficientes para que nos levantemos por la mañana. Si para levantarnos tuviéramos que haber respondido a la pregunta por el sentido de la vida, la mayoría de nosotros se quedaría en la cama mucho más tiempo (y pienso que algunos no se levantarían nunca). Pero, en cambio, las ganas de comer dulce de frutilla o las últimas noticias sobre la pandemia no alcanzan a darnos un argumento suficiente para tener un hijo.

            ¿Por qué es necesario un motivo así? Porque, a diferencia de los demás animales, nosotros no tenemos instinto. El ciervo vive lejos de la cierva durante el período que va de diciembre a agosto. Come solo. Se rasca en los árboles la pelusa de sus cuernos nuevos. Únicamente entre el 15 de septiembre y el 15 de octubre se reencuentra con ella para engendrar a los cervatillos. Un grito característico, el bramido, que parece provenir de las entrañas de la tierra, le avisa a todo el bosque que él está preparado para copular y para combatir a los jóvenes que pretendan cuestionar su supremacía sobre la manada. No es ésta la conducta del francés promedio, ni siquiera en Marsella. Es cierto que en algunas ocasiones, al cruzarse con una francesita hermosa, el marsellés o incluso el auvernés son capaces de gemir de una manera que media entre el bramido y el mugido, o de silbar tres notas agudas… pero es evidente que eso no los lleva automáticamente a engendrar, la semana siguiente, nuevos marsellesitos o auvernesitos.

            Nosotros no conocemos el celo. En su lugar, tenemos ritos. En nosotros, la tendencia natural exige ser canalizada culturalmente (es decir, conforme a nuestra naturaleza social y fabuladora) para llegar a su fin. Claro que tenemos una tendencia natural de dar la vida, pero su realización no es espontánea: no se lleva a cabo sin que medie una razón más o menos explícita, porque somos animales racionales. Y explícita,  más menos que más, pues esa razón no debe matar el deseo. Al contrario, es necesario que nos excite en nuestra misma animalidad. No podría, por lo tanto, prescindir de imágenes atractivas o de relatos estimulantes (por supuesto, nada que ver con la pornografía). Pero está claro que un tratado de filosofía que nos explicara qué bueno es tener hijos como conclusión de rigurosos silogismos no alcanzaría. Ante todo, tendría uno que leerlo con su esposa, cosa nada fácil… Además, debiera llevarnos a una concepción más allá del concepto, con un ardor carnal que es de otro orden e incluso se opone a toda especulación. Un mito fundacional podría prácticamente reemplazar esta función, y proporcionar una “razón ardiente”[59]. Pero ¿cómo hacerlo en la era tecno-científica? Éste es un serio problema.

 

Cuando lo lógico se separa de lo genealógico

            Esto nos lleva inmediatamente a la segunda pregunta. Esta pregunta quedó “sin respuesta a través del tiempo”. ¿Quiere decir que nunca tuvo respuesta? Al revés: las respuestas han sido muchas. Lo que faltó fue la pregunta.

            Antes, el procrear no era una pregunta, sino un objetivo indiscutible. Había que mantener el linaje. Había que hacer que los ancestros volvieran. No era ni siquiera un deber, algo que le fuera impuesto desde afuera al discernimiento de una libertad. Era la misma corriente de una vida que fluye de su manantial y vuelve al mar. La familia era inmortal, así como las especies animales eran inmortales, en una naturaleza marcada por el ciclo de las estaciones y no por la posibilidad real de una extinción. Chateaubriand describe así a las tribus del Niágara:

 “El nacimiento y la muerte han perdido menos sus costumbres indígenas, porque éstas no se van así nomás, como la parte de la vida que las separa; no son cosas de moda, que pasan. Al recién nacido, para honrarlo, se le da el nombre más antiguo de su casa: el de su abuelo, por ejemplo. Los nombres, de hecho, siempre se toman de la línea materna. A partir de ese momento, el niño ocupa el lugar de la mujer de la que ha recibido el nombre. Al hablarle, se le da el grado de parentesco que ese nombre revive: así, un tío puede saludar a su sobrino con el título de abuela. Esta costumbre, que parece graciosa, es, sin embargo, emocionante. Resucita a los ancianos difuntos; reproduce, en la fragilidad de los primeros años, la fragilidad de los últimos; acerca los extremos de la vida; les comunica una especie de inmortalidad a los ancestros y los considera presentes en medio de sus descendientes.”[60]

            Los indios no están sometidos a las “cosas que pasan de moda”. Y son más espirituales que nosotros. A los ojos de ellos, la carne perece, pero a sus oídos, el nombre perdura, como la idea platónica, que domina y ordena la realidad sensible. La abuela ha regresado bajo los rasgos del nieto, como la golondrina (otra, y sin embargo siempre la misma) regresa en la primavera. No viene a cuento discutir si se trata de un nombre materno o paterno: es preciso que ese nombre vuelva, estacionalmente. Y aunque no sea el del individuo, será al menos el de la familia. Fue con este objetivo, cuando Sodoma acababa de ser destruida, que las hijas de Lot no dudaron en acostarse con su padre.

            Huelga insistir en lo lejos que estamos de estas concepciones antiguas. Podemos, aquí o allá, despenalizar el incesto, pero el objetivo no será ya el de asegurar la perennidad de un linaje, sino más bien, rizando el rizo, hacer que la generación se derrumbe sobre sí misma. En la medida en que la procreación fue volviéndose una pregunta, nos hemos hallado desprovistos en medio de todas las viejas respuestas, más fastidiosas que benéficas, puesto que era respuestas a una pregunta que, como tal, nunca nos la habíamos hecho.

            ¿Qué implica este hecho de que en las sociedades tradicionales la mitología o la religión asuman la cuestión de la fecundidad? Que lo lógico esté completamente subordinado a lo genealógico. La religión, en esto, está haciendo algo más que garantizar exteriormente la continuidad de las generaciones, pues ella misma se inscribe dentro de esa secuela: las generaciones son esenciales a ella. También los dioses nacen, aunque no sean mortales. La teología es una teogonía. Los ritos más profundos no tienen que ver tanto con la muerte como con la fertilidad o, más bien, una fertilidad que atraviesa la muerte, como las de las flores después del invierno.

            Con el advenimiento de la filosofía, lo lógico se irá escindiendo, progresivamente, de lo genealógico, y superando las visiones demasiado tribales o paganas. El hombre se vuelve cada vez menos un hijo, y cada vez más una persona. La cuestión del origen se va volviendo la de la Causa primera universal y no la de una familia singular.

            El filósofo se pregunta: “¿Por qué hay algo y no más bien nada?”, pero casi siempre pasa por alto el hecho de que su pregunta sólo es posible porque ha nacido y porque heredó una lengua materna. Se interroga acerca del Hombre, con H mayúscula, pero olvida, a menudo, que existen, de verdad, hombres y mujeres, hijos e hijas, padres y madres, e incluso abuelos (mientras que, en las sociedades primitivas, no había nada más decisivo que la verdad del abuelo).

            De este modo, se va operando una progresiva separación del sabio y del hombre, del pensador y del esposo. Aunque se opongan en el punto de vista doctrinal, los filósofos en general están de acuerdo en no casarse ni tener hijos. Ya he nombrado a algunos de ellos, y no menores, más arriba. Leibniz[61], genio universal, es una mónada soltera y nulípara[62]. Tiene como heredero al hijo de su cuñado, un tal Löffler, por demás oscuro. El mejor de los mundos posibles es imposible en medio de las turbulencias de una nutrida tropa de niños. En teoría, el principio de razón suficiente debía conducirlo al principio de generación continua. En la práctica, el primer mandamiento no es tanto Sean fecundos como Sean felices.

            La cuestión de la felicidad ha hecho mucho daño a la fecundidad. Desde el momento en que de lo que se trata es de realizarse como individuo, vivir serenamente y sin problemas, está todo dado para que eso se traduzca en no meterse en los líos del matrimonio, de los adolescentes granudos y de la familia política. Salvo circunstancias excepcionales, según Epicuro, “el sabio no se casa ni procrea”[63]: tales ataduras pondrían en peligro su ataraxia[64].

            Además, la afirmación puede adquirir un cariz altruista, si en lo que se piensa es, más bien, la felicidad del niño mismo. ¿Quién puede jactarse de poder conducirlo a la felicidad? ¿Cómo estar seguros de que se lo va a educar bien? Ya en el siglo V antes de nuestra era, Demócrito atestigua: “Educar a los niños es una cosa difícil: conseguirlo conlleva muchos combates y preocupaciones, y fracasar causa un dolor sin par.” Y parece que un siglo después, cuando le preguntaron a Tales de Mileto por qué no tenía descendencia, éste dio esta respuesta emblemática: “Por amor a los niños.”[65] Y he aquí que, con el que es considerado como el primer sabio griego, ya estamos lejísimos de la evidencia primitiva. Lo lógico está tan emancipado de lo genealógico que el amor a los niños se ha convertido en la razón para no tenerlos.

            Quizá eso explique la poca cantidad de mujeres filósofas en otras épocas. No es que eran menos inteligentes, sino que su inteligencia estaba un poco más encarnada. Esta separación entre la propia realización y la procreación no les era tan sencilla como a los hombres, llenos de sus propias tripas (o sea, desprovistos de útero). El embarazo, a pesar de sus inconvenientes, también les parecía un desplegarse personal. Habrá que esperar recién al feminismo posmoderno para no que no se vea, en el embarazo, otra cosa más que la invasión y el flagelo.

            Por último, para dejar la pregunta sin respuesta, existió hasta hace muy poco el natalismo ideológico. La población europea llegó a más que duplicarse en el siglo XX. Es verdad que los avances de la medicina algo incidieron, pero más todavía la utopía misma del progreso. Había que sacar retoños para la Patria, el Partido, el Reich o los Soviets, e incluso hoy por hoy para ese Estado islámico, que no vacila en decir que “la procreación es la jihad de las mujeres”. Esto se une perfectamente con la perspectiva republicana de antes de 1914, la que encontramos en el famoso manual escolar La vuelta a Francia por dos niños, en que la multiplicación de los francesitos era considerada una contribución a fin de reconquistar Alsacia y Lorena.

            Engendrar no es un fin en sí mismo, pero sigue siendo un medio todavía indiscutido: hace falta carne de cañón, brazos para el koljoz[66], pies para la misión civilizadora. Pero basta que se verifique que ese medio es dudoso para que todo se dé vuelta. Es lo que ocurrió en China: bajo Mao, las mujeres que habían tenido más de diez bebitos merecían el título de “mamás honorables”; a partir de 1979, con Deng Xiaoping y la política del hijo único, esas mismas mujeres fueron vistas como enemigas del Pueblo o, para decirlo con términos más acordes a nuestra época, en que la causa social se recicló en la causa animal, “enemigas del Medioambiente.”

 

Dorar la píldora

            Ya sea por el mito o por la utopía, la pregunta ha quedado sin respuesta hasta el día que se nos venga encima (un poco como si el cielo se nos cayera sobre la cabeza). A partir de ahora -y es el tercer punto- no sólo la pregunta se hace, sino que su respuesta queda librada a una “voluntad desnuda”. En Occidente, al menos, el porqué no fue asumido socialmente y está cada vez más privatizado (lo cual es, desde ya, muy contradictorio). Dejar una posteridad después de uno es una cosa eminentemente social y nunca podría reducirse a un problema individual. Cuanto más hacemos de la procreación una cuestión individual, menos podrá obtener una respuesta favorable, pues un individuo es un individuo, antes que un hijo o un padre.

            Detrás de esta revolución, para dorárnosla, está, ciertamente, la píldora. Houellebecq, en Las partículas elementales, da este terrible veredicto sobre el amor de sus dos personajes, Michel y Annabelle: “En medio del suicidio occidental, está claro que ellos no tenían ninguna opción. Con todo, siguieron viéndose una o dos veces por semana. Annabelle fue de nuevo a un ginecólogo y volvió a tomar la píldora.”[67] En 1967, poco después de haber abandonado la orden de santo Domingo, la Soeur Sourire[68] canta “La píldora de oro” en versos malísimos pero muy elocuentes del “suicidio occidental” (ella, de hecho, se suicidaría dieciocho años después):

  “La píldora ¡qué impactante viene!

aunque dos filos tiene,

ella confirma la victoria

de los amantes sobre la historia.”

            Al separar químicamente el “hacer el amor” del “hacer hijos”, la píldora es presentada como una victoria de los amantes. Pero esta victoria es “de dos filos”: como es lograda “sobre la historia”, o sea, sobre la posteridad, la cantante un poco teme que la “historia de amor” no sea más que una aventura sin consecuencias. En eso, sin dudas, se gana cierta independencia con respecto a la naturaleza, pero esa independencia se paga con una dependencia más grande con respecto a un dispositivo artificial.

            Porque la píldora no previene solamente contra un nacimiento indeseado: afecta también al nacimiento deseado. Anula la transmisión de madre a hija, la verdadera cultura femenina que se vivía por fuera del sistema mercantil. Antes (no “antes” en el pasado reciente, tal vez con este adverbio mi intento de pensar remite a otra “vez”, hecha de inmemorialidad y de porvenir) la madre conversaba con su hija acerca de los varones, del flechazo, de la seducción, de sus propios éxitos y fracasos, de la forma de cuidarse de la perdición. Hablaba de las reglas que ella tenía, más que de las reglas que se le imponían desde afuera. En lugar de esto, hoy va al ginecólogo con su hija teen para hacerle recetar Minidril o Jasminelle[69]. El relato intergeneracional fue reemplazado por la industria farmacéutica, y las palabras edificantes, por la prescripción de un experto. La mamá cool ya no hace moral: abandona a su hija a ese mercado de 25 mil millones de dólares.

            Con la píldora que Annabelle retomó, Houellebecq remite a su lector a un episodio anterior de la novela, en que evoca muy expresamente a la ley Neuwirth, como acto de rendición al paradigma tecnológico-mercantil:

  “El 14 de diciembre de 1967, la Asamblea nacional aprobó, en primera votación, la ley Neuwirth, sobre la legalización de la contracepción; aunque todavía no estaba financiada por la Seguridad social, la píldora fue, a partir de ese momento, de venta libre en las farmacias. Desde entonces, grandes sectores de la población tuvieron acceso a la liberación sexual, antes reservada a los estamentos superiores, profesiones liberales y artistas (como también a ciertos empleadores de pymes). Es irritante comprobar que esta liberación sexual fue presentada, algunas veces, so capa de sueño comunitario, cuando en realidad se trataba de un nuevo descanso en la escalada histórica del individualismo. Como lo indica la hermosa palabra “ménage[70], la pareja y la familia constituyen el último islote de comunitarismo primitivo en el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual tuvo como consecuencia la destrucción de esas comunidades intermedias que eran las últimas que quedaban separando al individuo del mercado. Ese proceso de destrucción continúa hasta nuestros días.”[71]

            Si “ménage” es una “hermosa palabra”, según Houellebecq, lo es en la medida que la familia va llevando adelante [ménage] una convivencia que resiste a la mercantilización generalizada de lo real. Es un “islote de comunitarismo primitivo en el seno de la sociedad liberal”. La madre no vende sus comidas, y no les alquila las piezas a los suyos. El padre no busca aumentar sus magras ganancias a costa del tiempo que pasa con el hijo. El mismo jabón lava un cuerpo y después otro sin que uno se sienta pobre. En familia, no sólo la circulación de los bienes sino, sobre todo, la producción de algunos de ellos está prácticamente fuera de la influencia del mercado, de las instituciones estatales o de la innovación tecnológica. Allí, hacemos los quehaceres domésticos [ménage] en sentido amplio, es decir que hacemos cosas juntos, y no sólo “el amor”. Ahora bien, si ya no hay bienes que producir juntos en el espacio familiar, si el padre ya no tiene un taller donde mostrar a su hijo el arte de la carpintería ni una mesa donde contar la historia del séptimo día o de la liberación de los hebreos, ¿por qué seguir teniendo hijos? ¿Por qué no ser, mejor, el cuadro superior que instruye a sus nuevos empleados en una start-up?

            En otra página de las Partículas elementales, Bruno no puede relacionarse con su chico, absorbido como está en su Super Mario Land en el Game Boy. Propone esta explicación:

  “Los niños eran la transmisión de un estado, de unas reglas y de un patrimonio. Eso era bien conocido en los estamentos feudales, pero también en los comerciantes, los paisanos, los artesanos; de hecho, en todas las clases sociales. Hoy en día eso no existe más: soy asalariado, soy inquilino, no tengo nada que transmitir a mi hijo. No tengo ningún oficio que enseñarle, ni siquiera sé qué va a poder hacer él el día de mañana; las reglas que conocí no van a ser válidas para él, que vivirá en otro mundo. Aceptar la ideología del cambio permanente es aceptar que la vida de un hombre quede estrictamente reducida a su existencia individual, y que las generaciones pasadas y futuras no tengan ninguna importancia a sus ojos. Así es como vivimos, y para un hombre, hoy en día, tener un hijo no tiene ya ningún sentido.”[72]

            Por supuesto que podemos condenar el aborto, pero aquí se trata más bien de la innovación técnico-mercantil que impide el nacimiento, especialmente de las innovaciones en materia de fertilización asistida. La fertilización asistida[73] trasplanta la procreación del dominio de los hombres y las mujeres al de los ingenieros. El don de la vida se trueca en derecho al hijo, y el derecho al hijo se trueca en el deber de no tener más. El nacimiento por vía sexual es desplazado por la fabricación controlada, y entonces ya no se trata de transmitir la vida recibida sino de producir un ser adaptado a nuestros proyectos, cuya existencia será funcional, sus días, agradables, y su muerte, dulce. Con estos criterios, ¿quién no va a preferir un yorkshire[74] o un robot?

            Estos “avances” se presentan, para colmo de males, en un contexto de crisis ecológica y antropológica. La naturaleza ya no es para nosotros como un ciclo perpetuo en el cual se inserta el ciclo de los nacimientos y de los fallecimientos. Sus recursos no son ilimitados. Los pañales Pampers arruinan su biodiversidad. Por consiguiente, o hay que cambiar el tren de vida -consumir mucho menos y seguir procreando- o hay que conservarlo lo máximo posible -consumir igual o más pero procreando menos-.

            Por lo demás, ahora vemos a la especie humana en su conjunto -y no ya solamente a los individuos o las civilizaciones- como mortal. Nunca insistiremos demasiado en hasta qué punto la toma de conciencia de la finitud de las especies constituye un cambio radical con respecto al pensamiento antiguo. Para los antiguos, los individuos morían pero, al engendrar, aseguraban la propagación de la especie. Esta perpetuidad de la especie era, para Platón o Aristóteles, una manera de “participar de lo divino e inmortal”. La mortalidad, en el plano individual, era absoluta, pero compensada por una inmortalidad en el plano de la especie (reencontramos ese esquema en el natalismo político: inmortalidad de Roma, inmortalidad del Reich, etc.). Si esa participación divina es puesta en cuestión; si la procreación desemboca, a fin de cuentas, en la completa desaparición y no en la pervivencia, no digo ya de un nombre de familia, como en otro tiempo, sino del simple nombre de “hombre”… ¿Para qué demonios seguir?

 

El bien contra el ser

            Estamos, pues, en una situación sin precedentes, que parece dar vuelta todo lo que antes fue. Ayer las comunidades humanas ofrecían a sus miembros razones para vivir y para dar la vida. Hoy construimos una sociedad de individuos y un dispositivo de consumo que brinda razones para distraerse de la angustia de la muerte, y para legitimar el suicidio como diversión última. Ayer, la procreación proporcionaba acceso a estatus cada vez más importantes, desde padres, abuelos hasta el estatus social supremos de ancestro (la dignidad de Abraham sigue siendo la de ser el padre de una multitud de pueblos, y el mismo Dios engendra en su seno a un Hijo, y por él espira al Espíritu, de modo que la paternidad y la filiación se presentan dentro del orden de los nombres trinitarios como anteriores a la espiritualidad). Hoy el ancestro es aquel a quien hay que eutanasiar.

            Ser padre o madre no ofrece, en sí, ninguna promoción en las jerarquías contemporáneas. Todo lo contrario, es la marca de una inferioridad, de una degradación, de una traba para alcanzar al magnífico estado de sujeto autónomo, trabajador atlético y consumidor eco-durable, siempre joven, siempre disponible para un encuentro furtivo, para horas suplementarias, para los últimos dispositivos electrónicos… En la Alemania del Este, justo después de la reunificación, cientos de mujeres tuvieron que recurrir a la esterilización para demostrar a un futuro empleador su libertad: eran dignas de confianza, podían otorgarles altos empleos. De hecho, una de las divisas de Un mundo feliz[75] es “Civilizar es esterilizar”.

            Así las cosas, los “homosexuales” están mejor preparados para tener niños. Para ellos, se trata de una opción pura, sin vínculo alguno con una ciega tendencia animal; y el hecho de pasar por un servicio biotecnológico es lo más natural del mundo. Ellos, tal vez, serán los últimos en hacerse hacer niños, mientras que la unión del varón y la mujer subsistirá sólo en su ejemplaridad romántica, como el sueño de un todo autosuficiente: cenas con velas, salidas al teatro, viajes a Venecia, a Capri o a las Maldivas, el tornillo y el tarugo, la lapicera y el capuchón, lo que encaja perfectamente (y que es, por eso mismo, lo que más se opone al hecho de engendrar).

En el Figaro del 11 de noviembre de 2021 puede leerse este título notable: “Mi matrimonio se murió en el minuto en que nació mi hijo: hablan los padres.” El horizonte es el de volvernos Dink con perros (“Dink” es el acrónimo por Double Income No Kids, “dos ingresos sin hijos”).

 

¿Quién tiene la carga de la prueba?

            Según la filósofa canadiense Christine Overall, autora de ¿Por qué tener hijos?, la “carga de la prueba” (“the burden of the proof”) ha cambiado de lado: ya no son los que no quieren tener hijos quienes deben justificarse, sino los que quieren tenerlos. La procreación, antes, era una ley socio-biológica a la que uno se atenía. Pero ahora, puesto que deriva de una decisión personal -si no arbitraria- se resiste a presentarse como el fruto de una deliberación racional:

  “La decisión de tener hijos exige más justificaciones y reflexiones prudentes que la decisión de no tenerlos, porque la procreación crea un ser humano dependiente, indefenso y vulnerables, cuyo futuro es incierto. El que elige no tener hijos toma un camino ético menos arriesgado. Después de todo, la gente que no existe no puede sufrir por no haber sido creada. No están investidos de un derecho a venir al mundo, y nosotros no tenemos el deber de hacerlos nacer en ella. Pero, desde que el niño está en el mundo, tenemos responsabilidades gravísimas frente a él […]. Tanto más cuando que los niños no son ni animales de compañía ni pequeños psicoterapeutas[76].”

            Todo esto que dice Cristina Sobretodo está lleno de cuestiones metafísicas, pero como su discurso se sitúa sobre el plano ético, ella se larga sin mirar y acaba diciendo que la decisión de tener hijos, para ser moral, debe responder a tres criterios: 1° el cuidado del bienestar de la madre y del hijo; 2° el respeto por la autonomía de las mujeres; 3° el rechazo de usar al niño o a la madre como medios en vistas a un fin distinto de ellos.

            Pero ¿cómo se puede estar seguros del bienestar de un hijo? ¿Qué autonomía puede haber en una mujer que se deja invadir por otro ser? ¿Quién puede -sin un tremendo orgullo, pretender sondear las cloacas de su alma y declarar que su hijo no le sirve para nada, que es únicamente un fin y para nada un instrumento? Uno intuye que la deliberación tiene grandes posibilidades de ser larga y de no hallarle salida antes de la edad de la menopausia o de la inhumación. Yo, si hubiera estado sentado en mi oficina, antes que estar acostándome con mi mujer, y me hubiera interrogado seriamente acerca de nuestra capacidad para conducir a un nuevo ser hacia la libertad, la verdad y la felicidad, cuando soy un pecador inveterado y “mi dulce y tierna” no es capaz de decidirse entre un lemon pie o una pasta frola, creo que habría terminado yéndome a la cama solo y con un Lexotanil.

            Volviendo a Tales de Mileto, el primer sabio que puntillosamente sopesó los pros y las contras, él tenía una madre, y cuentan que ella lo presionaba para casarse, en una época menos individualista que la nuestra. Al principio, él respondía: “Todavía no, soy muy joven.” Al final, respondió: “Ya no hay tiempo, soy muy viejo.” Es que lleva tiempo juntar, en la cabeza de uno, las pruebas suficientes para convencer a su sexo: a éste no lo queda más que debilitarse.

            Tan juiciosas reflexiones difícilmente se le ocurran a una joven mujer enamorada, precisamente por ser joven, por ser enamorada, y quizá también -aunque no quisiera parecer demasiado filógino[77]- por ser mujer. Cristina Sobretodo no lo ignora, pero se hace la que no sabe, porque su palabra de secaría en su raíz. Con semejantes criterios éticos, en efecto, ninguno de nosotros estaría aquí. Las mujeres de antaño corrían al parto sin pensar tanto en su bienestar: no existía la peridural; cerca del 4 % de ellas moría durante el parto; de dos hijos, sólo uno llegaba a la adultez, y el hecho de tenerlo no les valía sino una pequeña gloria: era la cosa más normal del mundo… Una maternidad así nos parece hoy en día una locura, algo inconcebible para una mujer liberada. Esta mujer liberada, como entiende el embarazo a partir de una decisión voluntaria y moral, les imputa a las mujeres de antes tanto un coraje sobrehumano como una sumisión de esclava.

            Descubrimos así que nuestra pregunta no hace solamente a las procreaciones futuras sino también a las procreaciones pasadas: lo que está en juego es la legitimidad de nuestra existencia. Digamos, asimismo, que nuestras razones de hoy tienden a destruir las de ayer. Tratando de legitimar mediante un cálculo ético racional la vida que podríamos dar, estamos deslegitimando la vida que hemos recibido, que menospreciaba ese tipo de cálculo. Haciendo que la responsabilidad por la especie pese sobre un solo individuo, estamos reduciendo toda la aventura humana a una opción criticable y, desarraigados del tiempo, incapaces de reconocernos en nuestros padres, y de dejarnos reconocer por ellos o de experimentar de parte de ellos el reconocimiento, nuestro libre albedrío trabaja en el vacío, sin aliento, sin entusiasmo ni concupiscencia, como un tipo que tuviera que elegir en el menú de un restaurante sin tener hambre, o como una rama que tuviera que producir un fruto después de haber sido separada del tronco, de haberle cortado las venas con la savia. Porque es gracias a la savia que los pimpollos acaban dando frutillas. Y es gracias al hambre que tiene que “mi dulce y tierna” al final se decidió por el lemon pie.

 

Dignidad y esterilidad: engendrar a nadie

            En un estudio publicado en 2013 en Anales de demografía histórica, la socióloga Charlotte Debest observó que los “sin hijos voluntarios” siempre son “promotores de moral”. Ellos asimilan la procreación a “unas ganas irracionales que trascienden todas las razones objetivas”, y al mismo tiempo imponen a los padres rigurosísimas normas educativas, insistiendo que “el hijo no es una masa que modelar”, sino “un individuo dotado de pensamiento”, y fustigando a los padres que “vuelven a las 9 de la noche” y delegan sus obligaciones en niñeras[78].

            En los “sin hijos voluntarios”, el bien se opone al ser. La bondad que reclama el niño va en contra de su existencia. Es el imperativo catatónico: “¡No engendren… para el bien de las futuras generaciones!” Pero esto se aplica también para las generaciones pasadas, que provienen del oscurantismo religioso y del odioso patriarcado. Es necesario brindarle al pichón de ser humano condiciones de vida tan excelentes y tan ciertas que evidentemente no puede venir a este mundo. No podía ayer, porque la medicina no había avanzado lo suficiente. Y no puede hoy, porque ha avanzado demasiado. Antes había demasiado riesgo de que muriera en la infancia. Esta vez, está condenado a envejecer dentro de una especie condenada a la mutación o a la extinción. Por lo tanto, con una compasión sin pasión, con una proyección sin deseo, más vale no tener hijos.

            En este punto, nos encontramos ante una paradoja mayor: sólo cuando se descubre una cierta dignidad de la persona puede plantearse la cuestión de darle o no una vida vulnerable y mortal, pues sólo entonces se manifiesta lo dramático de exponer su dignidad a la indignidad. En la medida en que el niño sea visto como vehículo, en la medida en que sea un medio para propagar la tribu, la raza, el karma, la nación, la gran empresa, es muy fácil darle la vida -él morirá cediendo su sitio a otros, y así sucesivamente-. Pero desde el momento en que el niño es visto como un fin en sí mismo, un individuo incomparable, irreductible a una función terrestre, desde que no es él una cosa más en medio del tren del mundo, sino alguien más excelente que el mismo mundo, ¿por qué hay que darle esta vida que va hacia la muerte? ¿Por dejarlo a merced de un universo que lo ignora y que acabará quebrándolo?

            Esto es lo que no ven los “provida”. Ellos van por todos lados repitiendo que “el embrión es una persona”. Pues precisamente porque es una persona -razonan en el otro bando- nadie tiene el derecho de tomar la iniciativa de exponerla al sufrimiento y a la pudrición. En el fondo, sería necesario que ella pudiera decidir por sí misma... pero como no existe… Su bien de persona implica que eso no sea bien para nadie, para ninguna persona humana, para ningún espíritu arrojado así dentro de una carne de animal cazado y destinado a ser hecho hilacha.

            En seguida nos damos cuenta que aquí aparece otro problema: el del modelo contractualista. Las teorías políticas modernas presentan la sociedad como el producto de un contrato establecido entre individuos iguales. Ahora bien ¿cómo nacieron esos individuos? Pero no es ésa la cuestión: la preocupación por la igualdad excluye la del origen. ¡Y por algo lo hace! La relación de origen es necesariamente desigual: supone grandes y chicos, padres e hijos, expertos e inexpertos… Y eso sin contar que el nacimiento no proviene del contrato: no podemos preguntarle a un niño si está de acuerdo o no en venir al mundo. No elegimos nacer. ¿Cómo podríamos elegir en nombre de él tratándose de un asunto tan serio? ¡Si ahora ni siquiera queremos presionarlo para que estudie esto o lo otro…!

            Para los “sin hijos voluntarios”, el hijo es considerado como una persona llena de dignidad, y, por consiguiente, visto como un igual, un socio: no podríamos darle la vida si no estuviéramos seguros de que su vida sería buenísima y si no hubiéramos tenido su consentimiento libre y manifiesto. En resumen, cuanto más se atribuye la dignidad a la decisión individual, menos hijos puede haber: recibir la vida, en efecto, es anterior a cualquier posibilidad de elegir. Al mismo tiempo, uno tiene la sospecha de que esta comparación entre el nacimiento y la nada está bastante sesgada. Como lo recordó Jean Yanne: “¡Qué difícil es la vida! -¿Comparada con qué?”

            Él también hacía notar que, si era cierto que el alcohol constituía una de las primeras causas de mortalidad, también constituía una de las primeras causas de natalidad[79]. La transmisión de la vida tiene algo que supera nuestra comprensión. Pero no se puede afirmar sin ingratitud e incoherencia que más vale no haber sido que ser, pues sería utilizar la propia voz para negarla, y comparar algo con nada, o sea, no comparar nada en absoluto. En cuanto a poner el bien por delante del ser, y rechazar los hijos “por amor a los hijos”, es como creerse el mejor de los horticultores por el hecho de cultivar únicamente flores artificiales. También el puritanismo conoce sus masturbaciones: éstas se consuman en morales imaginarias, en las que se proyecta todas las obras de caridad que se hace a personas inexistentes, y cuya existencia no se quiere a ningún precio.

 

De la bellota a la encina de Mambré[80]

            No hemos respondido a la pregunta de las preguntas. En el camino, nuestro propósito para incluso haberse desplazado hacia dos extremos.

            Por una parte, no se trata ya solamente de encontrar razones para dar la vida a un mortal sino más bien, en el marco del catastrofismo actual, para ser padres en la perspectiva del fin del mundo. Por otra parte, parecería que la idea misma de buscarle una razón, de ir en pos de un porqué, es discutible. Es esperable: si la pregunta “por qué procrear” contiene “la esencia del porqué”, el porqué mismo debiera estar, por así decir, cuestionado. Cuando uno se pregunta: “¿Por qué ‘¿por qué?’?”, es inevitable que nos veamos confrontados con lo “sin porqué”, con el límite de lo absurdo y de la gracia…

            Tratándose de lo primero -ser padres en el fin del mundo-, podría responder: eso va de suyo, o más bien, eso va de Dios (en judío o en cristiano). Cuanto más apocalíptico se pone el mundo (que desde siempre lo fue), el hecho de dar la vida a un mortal más queda sujeto a la esperanza teologal. Aunque las mujeres paran montadas sobre una tumba, esa tumba tiene doble fondo. O, para decirlo con una imagen más bíblica, los féretros cierran mal, las tumbas se abrirán, las mortajas van a ser lavadas y dobladas por los ángeles lavanderos de la gloria… La fe en la vida eterna abre un camino en medio de la muerte por el que se pasa a pie enjuto[81]. Nosotros no tenemos hijos solamente para este mundo que pasa, sino “para que se complete en el cielo el número de los elegidos[82]”. Por lo tanto, podemos recibir la vida aún cuando al universo no le queden más que unas pocas horas de vida.

            Decir esto, sin embargo, parece una clase de catecismo de preguntas y respuestas: no nos estaría diciendo todo lo que quiere decir. La Revelación no es un sistema de respuestas a todo. No es una promotora de imbecilidad.  Ella nos interpela y nos cuestiona. Implica un develar y un reinterpretar de lo real que está a cargo de la inteligencia. Cuanto más hay de revelado, más hay para pensar, para discutir, para debatir juntos. Así, esto que acabamos de decir nos muestra la íntima relación (que no se ve más que al final) entre la vida mortal y la vida divina, entre el simple hecho de engendrar aquí abajo y el ser engendrado del Hijo eterno. El sexo está ligado esencialmente al Espíritu; la relación sexual lleva a las “relaciones subsistentes”[83]; la esperanza no se nos exige solamente dentro de nuestros cráneos sino también dentro de nuestros calzoncillos. ¿Qué significa esto concretamente?

            La Biblia cuestiona cosas que nosotros nunca, sin ella, hubiéramos cuestionado. La paternidad en la Biblia está, desde el principio, radicalmente cuestionada. Si recorremos la línea punteada que forman las primeras apariciones de la palabra “padre”, nos sorprenderíamos muchísimo. La primera vez que aparece lo hace bajo el signo de la separación, para decirnos que el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne (Gén 2, 24). Después de eso, los primeros en ser llamados “padres” son los descendientes de Caín: Jabal, padre de todos los que viven en tiendas y cerca de los rebaños, y Jubal, padre de los que tocan el arpa y la flauta (Gén 4, 20-21). No son padres, sino expertos. Están calificados por haber transmitido una técnica -la cría, la música instrumental- y no la vida. Después se nombra a Cam, padre de Canaán (Gén 9, 18). Este hijo de Noé fue maldecido en su propio hijo, por haberse burlado de su padre. En efecto, el constructor del arca fue también quien plantó la primera viña sobre la tierra seca; el que salvó del diluvio a toda una casa y todo un zoológico se ahogó en una ánfora de vino. La figura tutelar, el almirante de la nave capitana vacila, trastabilla y se cae, totalmente borracho, mostrando su debilidad. Daba para reírse. Cam, padre de Canaán, vio la desnudez de su padre y se lo contó a sus dos hermanos (Gén 9, 22). La sexta aparición de la palabra “padre” es entonces ésta: el padre está desnudo… A la séptima, que cierra una primera serie, están ligados los dos nombres de donde provienen los semitas y los hebreos: le nacieron también hijos a Sem, padre de todos los hijos de Heber… (Gén 10, 21). La fórmula es rara, y a menudo los traductores tienen que aclararla. Heber es el biznieto de Sem. La relación de paternidad saltea tres generaciones, lo cual marca al mismo tiempo una fecundidad y una desposesión, porque se es padre del hijo de otro, descendiente lejano, con una autoridad que ya no puede alcanzarlo.

            La alusión a Adán, con ser discreta, no es menos patente. Los primeros pasos en la parentalidad se llaman “la caída”: el padre volviéndose experimentado (conociendo el bien y el mal), maldito en sus hijos (el mayor que mata al menor), desnudado (los ojos que se abren a la vergüenza), rescatado por una larga descendencia (la espera del Mesías), nos muestran a las claras que no estamos precisamente delante de una exaltación del patriarcado ni delante de procreaciones tan fluidas como las de los conejos. El hecho de ser padre y de tener hijos se revela como altamente problemático, trágico, incluso.

            En el capítulo siguiente comienza la historia de Abram, literalmente el “padre elevado”, que se convertirá en Abraham, el “padre de una multitud”. Allí se retoma la cuestión del todo nuevamente. La nueva aparición de la palabra no lo involucra a él sino a su padre Teraj, en la dramática circunstancia de la muerte de su hijo menor: Harán murió en presencia de su padre Teraj, en su país natal, Ur de los Caldeos (Gén 11, 28). El país del nacimiento se convierte en el país de la muerte. El duelo es tan pesado que Teraj decide marcharse: tomó a su hijo Abram, a su nieto Lot, hijo de Harán, y a su nuera Sarai, esposa de Abram, y los hizo salir de Ur, en Caldea, para ir al país de Canaán; sin embargo, una vez llegados a Harán, se establecieron allí. Los años de Teraj fueron ciento cincuenta y, al cabo de ellos, murió en Harán (Gén 11, 31-32). Teraj nunca se repuso de la muerte de su benjamín. El nombre del hijo fallecido se convierte en el nombre de la ciudad donde el padre se detiene y muere. Es como un hombre que, viviendo en París, acabara de perder un hijo llamado Esteban y, sin consuelo, se va a vivir a Marsella, pero resulta que no puede llegar más allá de San Esteban.

            La vocación de Abram viene justo después. Se trata de dejar la casa de padre, conforme al primer anuncio del Génesis: dejará a su padre… Pero al mismo tiempo se trata de reencontrar al padre, porque el proyecto paterno que tan tristemente había fracasado es retomado por la providencia del Eterno. El país que te mostraré es esa tierra de Canaán adonde Teraj quería llegar antes de perecer en Harán, abatido por el recuerdo de su hijo perdido. En lo que concierne al tener hijos, Sarai es estéril, como si la tristeza de su suegro le cerrara  las puertas de la vida: y no podrán reabrirse más que merced a la promesa divina. Será preciso que Abram hospede a los tres extraños visitantes bajo las encinas de Mambré. Será preciso que acepte reconocer a su mujer como su mujer -y no sólo como su hermana, aunque, por ello, deba exponerse a morir[84]-. Después, será preciso subir con Isaac la montaña en el país de Moriya[85]. Es la primera vez que en la Biblia un hijo llama a su padre: “¡Padre!”. Justo ahí, encaminándose hacia ese lugar donde el Insondable le pidió que se lo ofreciera en holocausto. El duelo de Teraj no se supera sino en el sacrificio de Abraham.

            Darle la vida a un mortal es aceptar una prueba en la que no vemos nada, pero en la que creemos en Dios que proveerá (Gén 22, 8 y 14). Aquí el ser se pone delante de la visión del bien (como lo dice Rimbaud al final de su Temporada en el infierno: “[…] pero la visión de la justicia es el placer de sólo Dios”). El ser se arriesga a lo peor, porque ya hemos visto flores abrirse paso en las gritas del cemento. Es que hay una bondad más grande que nos atrae, inesperada como una resurrección, sin la cual no podríamos ni sufrir la desesperación ni elevar plegaria alguna. Para no olvidarse de eso a la hora del deseo, el judío deja grabado el juramento del Eterno en su sexo: alianza que no pasa por un anillo de oro, sino que sustrae un anillo de carne, a fin de que la carne, en su extremidad, sea parte, a partir de ahora, de esas realidades que se nos escapan; a fin de que el glande[86] no tenga miedo de abrirse paso como la encina al modo de un árbol genealógico.

            ¿Se entiende? Yo no. Pero un poco trato. Estamos ante una cumbre de la revelación, pero esa cumbre nos devuelve a la base, justamente como los primeros versículos del Génesis (1, 27): a imagen de Dios los creó (cielos)… macho y hembra los creó (calzones)… De hecho, esta anterioridad del ser sobre el bien y esa atracción del bien que no vemos, ese deseo más poderoso que el deber y que se abandona a la vida más allá del conocimiento del bien y del mal, es lo que trae consigo el sexo, diana que hace que el arco se tense pero que, no bien la esperanza cede su sitio al planning, nos esforzamos por contener con la química, el látex o la homosexualidad.

 

“Hay más razones en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría”

            ¿Cómo entender este entramado de lo más natural y de lo más sobrenatural? ¿Cómo entender que nuestros deseos más animales son ya tendencialmente divinos, y que nuestras palabras más cotidianas ya son implícitamente palabras del Evangelio? (Porque, sin duda, cada vez más será necesario escuchar la Buena Noticia para ser capaces de decir “buen día”, pero creyendo de verdad en la bondad del día…).

            Es justamente cuando la noche está a punto de triunfar que la lucecita más pequeña se vuelve como embajadora de toda la luz. Entonces uno se da cuenta de que el simple hecho de dar la vida ya contiene en sí mismo una secreta confianza en la vida eterna. Confianza que no se sitúa en el plano psicológico ni biológico, sino que es consustancial a la misma vida. Pues es evidente que nuestro propio sexo nos impulsa naturalmente hacia el otro sexo, y que naturalmente esa unión se abre en un engendrar, así como el encuentro de la llave y la cerradura abre la puerta de una morada desconocida. Y, al mismo tiempo, esto tan elemental y espontáneo para los animales en nosotros no puede justificarse sino a través de la más metafísica de las meditaciones: Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo (Sal 83, 3).

            Una gran novela de estos últimos años, La Ruta, de Cormac McCarthy, indaga con fuerza este misterio (la “Ruta", no hay que olvidarse, es uno de los nombres de Cristo: Yo soy el camino  -Jn 14, 6-. Dicho de otro modo: cuando encontramos el camino seguimos buscando, no es más que el comienzo del viaje). Un padre y su hijo van caminando rumbo al océano en medio de un mundo devastado, sin árboles que den sombra ni animales que brinden comida. Para no volverse caníbales, deben alimentarse con las últimas latas de conserva que han sobrevivido a la catástrofe: encontrar una latita de Coca entre los escombros constituye una fiesta indescriptible.

            Cuando nació el hijo, poco después del cataclismo que desoló la tierra, su madre se suicidó: ¿para qué seguir en vano? ¿Para qué vivir, si será para ver cómo muere su hijo? Pero el padre avanza, ciegamente, bestialmente, obstinadamente. Su fuerza no le viene tanto de sí mismo sino de ver la cara de su hijo, con su vulnerabilidad desamparada. ¿Por qué sigue? ¡Es, acaso, como un nuevo Abraham, esperando contra toda esperanza (Rom 4, 18)? En realidad, no habita en él esperanza alguna, pero cada paso que hace y que da con su hijo es el signo de una esperanza que no es suya, sino la de la vida recibida y dada mediante él, de esa vida que no tiene esperanza, sino que es esperanza, pues, si ella hubiera tenido que aguardar a tener una, ni siquiera habría comenzado…

 

Cuando nuestra animalidad está antes que nuestra racionalidad

            Esto nos lleva a la cuestión de la validez de un porqué en este campo. La “pregunta de las preguntas” nos acerca a lo que podríamos llamar nuestra vulnerabilidad, o más bien nuestra radical fragilidad.

            Se habla mucho de vulnerabilidad hoy en día, pero se lo hace para ocultar la realidad más profunda. El motivo sería hacer el “elogio de la debilidad”, como si la debilidad tuviera valor en sí misma (san Pablo dice: Porque es cuando soy débil que soy fuerte -2 Cor 12, 10-; pero la debilidad no tiene sentido más que porque en ella se manifiesta una fuerza trascendente). También sirve para reforzar una posición de victimismo e irresponsabilidad. Con el concepto de vulnerabilidad, el mal aparece como proviniendo siempre del exterior, lo cual no se aplica a la fragilidad, como lo destaca Jean-Louis Chrétien:

“Dos aspectos nos llaman inmediatamente la atención: el quiebre puede llegar de golpe e inesperadamente, y por ello, a un largo proceso de desgaste, de erosión, de fatiga (aunque estos últimos ciertamente pueden desembocar en un quiebre o fractura) y, por otra parte, la neutralidad de esa palabra en cuanto a su fuente. Nada indica, en efecto, que sea interna o externa. Uno puede quebrarse por sí solo, y no sólo por un choque o agresión venido de afuera. Esta es una diferencia importante respecto de la vulnerabilidad, muchas veces confundida con la fragilidad, y hoy en día muy de moda, porque vulnerable es lo que puede ser herido, lo cual supone siempre un ataque venido del exterior”.[87]

            La “vulnerabilidad” puede blindarnos contra nuestras propias faltas, y el riesgo no menor es llegar a la conclusión de que “el infierno son los otros”[88], o que seríamos perfectamente felices en un mundo sin agresión (o sea, lo que era el Edén, que ya vemos cómo terminó…). En el fondo, esta noción remite a nuestra pasiblidad, al mal que podemos padecer: el dolor, el sufrimiento, la muerte… Pero, más allá de nuestra pasibilidad está nuestra pecabilidad, o sea la posibilidad no ya del mal padecido sino del mal voluntariamente cometido: la falta, la ofensa, el pecado… El orgullo puede hacer pasar esta pecabilidad como una fuerza, pero no obstante siempre sigue siendo más peligrosa que la mera pasibilidad, pues no se trata aquí solamente de estar mal, sino de volverse malo.

            La focalización sobre el sufrimiento mediante el tema de la vulnerabilidad oculta, a menudo, nuestra inclinación al pecado, infinitamente más grave. A partir de aquí, la gran búsqueda de la vida humana se reduce a la de la salud, y no a la de la salvación; a la del confort en la técnica, y no a la del esfuerzo en la gracia. Fatalmente, al no preocuparse sino por el bien-estar[89], uno se desvía hacia el bien sin ser: uno se castra o se histerectomiza: “La esterilidad es un remedio útil y excelente contra la maldad de los niños”.[90]

            Por último, para terminar del todo con el mal sufrido o cometido, se nos promete un mesianismo al revés, una especie de “Desnatividad”, con un pesebre sin niño pero nunca sin un pavo con castañas, para que mastiquemos el vacío. Es el último pecado, el más mortal y el más bonito, el que destruye la muerte y borra la ofensa pero en su posibilidad misma: una exterminación total pero sin ningún asesinato, por agotamiento de los protagonistas, porque se deja de relanzar la tragedia humana. Ortensio Lando considera esta paradoja sin llevarla todavía a sus últimas consecuencias:

  “Pero díganme un poco, ustedes que desean una mujer fecunda: ¿saben ustedes qué clase de hijos ella tendría si no fuera estéril? Es seguro que el imperio romano no habría sufrido para su gran mal monstruos tan horribles como Calígula, Nerón, Cómodo y Basiano, si Marco Antonio, Domiciano y Septimio Severo no hubieran tenido esposas, o si ellas, al menos, hubieran sido estériles.”[91]

            Lo que este autor italiano del siglo XVI[92] considera con ironía, nosotros lo citamos con seriedad imperturbable. De ahí proviene esta fragilidad radical, como una grieta a esta altura, en el sitio mismo en que se unen nuestra pasibilidad y nuestra pecabilidad. Ésta afecta la sucesión de nuestras generaciones. Se debe a nuestra misma razón. La fragilidad específicamente humana no está ante todo del lado del cuerpo sensible, sino de nuestra razón cuestionadora, de esta inteligencia humana que no es ni el puro intelecto angélico ni el simple instinto animal. Mientras que en los demás animales la propagación de la especie es un tipo de automatismo, en nosotros está dejada a nuestro juicio. Tenemos la posibilidad de renunciar a ella. Y paradójicamente, por haberle buscado demasiado el porqué y el cómo al engendrar,  nos dirigimos casi ineluctablemente hacia la extinción.

            En el fondo lo que aquí está en juego es la naturaleza misma de la razón. Tomás de Aquino sostiene que nosotros somos “los más débiles de los espíritus”, o sea, que al lado del más bajo de los ángeles de la guarda, el genio humano es un bruto. Hasta para estimular y ejercer nuestra inteligencia tenemos absoluta necesidad del cuerpo, de los sentidos, del mundo físico en su totalidad:

  “Entre las sustancias intelectuales, las almas humanas son, en el orden de la naturaleza, las de grado más bajo. La perfección del universo lo requería, de modo que hubiera diversos grados en las cosas. Por eso, si las almas humanas hubieran sido constituidas por Dios de modo que hubieran ejercido su inteligencia según el modo que conviene a los ángeles, lejos de tener un conocimiento perfecto, habrían tenido un conocimiento general y confuso. Por lo tanto, para que ellas pudieran tener un conocimiento perfecto y distinto de las cosas, han sido naturalmente constituidas para estar unidas a un cuerpo, y de este modo ellas reciben de las cosas sensibles un conocimiento propio de éstas (de la misma manera que los hombres no cultos no pueden llegar a la ciencia sin la ayuda de ejemplos concretos). Es evidente, por lo tanto, que el alma está unida a un cuerpo en vistas a su mayor perfección, y que ella entiende mediante las imágenes que le proveen los sentidos.”[93]

            Cuando Nietzsche escribe en su Zaratustra: “Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría”, no se imaginaba lo cerca que estaba de santo Tomás. Según el Doctor Universal[94], nuestra animalidad está antes que nuestra racionalidad: nuestro cuerpo es el primer guía de nuestro espíritu. Si, con el pretexto de ir más a prisa, la razón pierde su anclaje carnal y terrestre, se corta ella misma las alas. Ella, sin duda, elabora maquinarias conceptuales que funcionan lo más bien, girando en una abstracción sin fricciones. Pero esas máquinas no se hacen carne. La lógica se vuelve aberrante en el momento en que se separa de lo físico, en el momento que deja de ser genea-lógica. Cuando la atracción sexual es truncada en su raíz, cuando el nacimiento es despreciado en beneficio de la innovación y la gestación en pro de la ingeniería, nuestra razón ya no está motivada por la vida. Ella raciocinará, razonará, racionalizará, pero terminará des-razonando culpa de la hipertrofia de los mismos porqués, que se mudan en escepticismo, porque la causa primera, necesariamente, es sin causa: el último porqué es sin porqué. Pero así la razón no razona de verdad, porque su debilidad congénita entre los espíritus pide que haya, más allá del razonamiento lógico, una resonancia viva.

 

Como animales (¡e incluso plantas!)

            La lógica, en cuanto genealógica, trae consigo toda una ecología. En ella, los animales se presentan como ejemplos. Las plantas se convierten en maestras espirituales. Platón lo vislumbró.

En El Banquete, Sócrates narra la entrevista que tuvo en su juventud con Diotima, sacerdotisa de Mantinea. Ella, para hablarle sobre la belleza y la vocación divina del hombre, le señala la vida más elemental. Sócrates pensaba que la cima de la elevación era la unión gozosa con lo Bello. Diotima lo desengaña. No se trata simplemente de unirse, sino de “engendrar en la belleza” (la enseñanza es también cristiana: Yo soy la vid y ustedes, los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él lleva mucho fruto -Jn 15, 5). Para mostrarlo, Diotima comienza refiriendo el nacimiento de Eros con un mito que, de no tratarse de alegorías, parecería sórdido. Recuerda esas fiestas de adolescentes que degeneran en una borrachera y culminan con embarazos inesperados.

Era el día del nacimiento de Afrodita, y los dioses estaban de fiesta. Poros (cuyo nombre quiere decir “riqueza”) había bebido demasiado néctar; “entorpecido por la ebriedad, se durmió en el jardín de Zeus”. Penía (cuyo nombre quiere decir “pobreza”) se aprovechó de su semi-conciencia para “acostarse junto a él” y “hacerse hacer un hijo”. De modo que ni siquiera el nacimiento del Amor[95]tuvo lugar en la pura lucidez. Fue menester que la Riqueza, hija de la Astucia, quedara aturdida por el alcohol, y que la Pobreza se viera presionada por el hambre.

            Tras la narración de ese mito, y antes de introducirse en la elevación hacia lo Bello en sí, la sacerdotisa de Mantinea deja a un lado los dioses, las definiciones y las ideas, y desciende hasta los animales irracionales.

¿No te das cuenta de la terrible situación en que se encuentran todas las bestias, cada vez que las domina el impulso de engendrar, tanto a las que caminan como a las que vuelan? Todas están enfermas mientras están bajo el impulso del amor; primero, cuando están en el momento de unirse a los otros, y después, cuando les llega el momento de alimentar a sus crías: están prestas a luchar por sus pequeños y a sacrificarse por ellos; los animalitos más débiles no vacilan en enfrentarse a los más fuertes; incluso están preparadas a sufrir las torturas del hambre con tal de alimentar a sus hijitos, y se desviven en toda forma por ellos. En los humanos -prosigue ella- podemos imaginarnos que esta conducta es consecuencia de un cálculo. Pero, en los animales ¿de dónde viene el amor que los pone en semejante estado?

            Sócrates, ante la pregunta, confiesa que no sabe. Y Diotima le declara en seguida: “¿Tú piensas convertirte un día en alguien formidable en las cuestiones de Eros, y no sabes qué decir sobre este tema?”[96] Lejos de cualquier dualismo, la sacerdotisa le estaba diciendo a Sócrates que para pensar el amor de la manera más divina era necesario mirar a los animales.

            Y con razón. ¡Con qué obstinación dos moscas pueden copularse al vuelo, mientras que están siendo amenazadas por la palmeta! ¿No hay allí una lección, una evidencia cósmica, a saber, que la vida no consiste tanto en conservarla, sino en darla? El primer mandamiento del Eterno al Adán creado macho y hembra es justamente éste: Sean fecundos, multiplíquense (Gén 1, 28). Y este mandamiento ya se lo había dado a los pájaros y a los peces (Gén 1, 22), que son para nosotros un eco viviente de ese mandato. Por lo demás, el verbo parah, que traducimos como Sean fecundos, literalmente se refiere a la generosidad de los árboles, de modo que podría traducirse como Fructifiquen. Para escuchar la palabra del Eterno, es preciso mirar al cedro, a las carpas, a los búhos. Jesús lo dice expresamente: Aprendan de un comparación tomada de la higuera (Mt 24, 32). Miren los cuervos (Lc 12, 24). Nuestra elevación espiritual tiene necesidad de lo vegetal y de lo animal. Si perdemos el mundo, con sus cuervos y sus higueras -o sus caballas y sus ranas-, nuestra inteligencia se derrumba. En un sistema de aparatos regidos por algoritmos, ella se vuelve impotente para transmitir la vida.

            Una ecología verdaderamente profunda nos lleva a conclusiones muy contrarias a las de muchos ecologistas. No tener hijos a fin de conservar la naturaleza es reducir la naturaleza a un espectáculo que no nos inspira nada. La misma naturaleza nunca es mezquina. Su “biodiversidad” es la rúbrica, no de una fría defensa, sino más bien de una exposición indefinidamente -y definitivamente- arriesgada. Contemplándola -que es algo más que sólo conservarla- nos sentimos impulsados a obrar como ella, a seguir con esta aventura de generar, a pesar de la crónica de una extinción anunciada.

            Esta constatación de una razón que se agosta sin la resonancia del mundo viviente sigue estando, sin embargo, en un plano inmanente. Es necesaria, pero no suficiente. La tierra buena tiene necesidad, todavía, de la lluvia y el sol. En el primer mandamiento[97] hay dos verbos seguidos. Parecen sinónimos, pero conviene distinguirlos. Ser fecundo no es lo mismo que multiplicarse. Y ser fecundo, dar fruto, es lo primero. La fructificación humana no es la simple proliferación: exige el nombre antes que el número. Y el nombre es la plena estatura del hombre: de ahí la necesidad de una paternidad y de una maternidad morales y espirituales, como la de Diotima respecto de Sócrates, sin la cual no seríamos más que conejos o cuervos, y no responderíamos al mandato subsiguiente de dominar los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que andan sobre la tierra (Gén 1, 28).

            Esta dominación no establece una competencia entre la fecundidad humana y la proliferación de las otras especies. Está fundada en la esperanza: aún cuando la naturaleza fuera una mala madre, aún cuando sus diluvios quisieran barrer toda vida de la superficie de la tierra, tendríamos que seguir ocupándonos de la creación. Esta esperanza, por ende, necesita testimonios extremos: hombres y mujeres que se consagren a una paternidad y a una maternidad en la gracia, que ya estén viviendo en el fin de los tiempos y renuncien a multiplicarse para ayudarnos a ser verdaderamente fecundos.

 

En el principio de una mortalidad

            Nuestra fragilidad de animales racionales es tal que nuestra razón, para entrar en una racionalidad viva,  tiene necesidad de nuestra animalidad así como de la parábola de las plantas y de los demás animales (Mt 24, 32), o del ejemplo de la primavera (no es porque sí que la Pascua coincide con sus renuevos)… Pero la fragilidad de la que hablamos es radical también por otra cuestión. No es solamente la fragilidad de la razón: es también el principio de toda fragilidad humana. Darle la vida a un mortal no supone una responsabilidad frente a una persona vulnerable que ya está ahí. Se trata de traerla al mundo, y por consiguiente, de estar en el principio de su fragilidad. Una cosa es ver sufrir a un niño, y otra cosa es ver sufrir a un niño por culpa mía -aunque no sea yo quien lo haga sufrir- porque yo estoy en el origen de su capacidad de sufrimiento.

            Nuestra mayor vulnerabilidad nunca está en nosotros mismos, sino en aquellos que amamos. Superman bien puede ser invulnerable a las balas de revólver, pero sigue siendo vulnerabilísimo a causa de su novia Luisa Lane: tocándola a ella en su cuerpo, se lo alcanza a él en su corazón. Pero si además esa persona amada es nuestro hijo, esa vulnerabilidad se convierte en algo que no es culpa, pero que es, incluso en la inocencia, una responsabilidad frente a su sufrimiento e incluso frente a sus carencias: “La maternidad -escribe Lévinas- significa la responsabilidad por los otros, llegando hasta sustituir a los otros y hasta sufrir tanto por el efecto de la persecución como por el perseguir en el cual se pierde el perseguidor. La maternidad -el cargar por excelencia- carga incluso con la responsabilidad por el perseguidor del perseguidor.”[98] La madre debe responder por el pecado de su hijo y, si el hijo no tiene pecado, debe responder por su muerte. En su “Canción de cuna de la Madre de Dios”, Marie Noël pone en labios de la Virgen María un canto en que ella se identifica con la Cruz:

 

Dios mío, ya no tienes más carne

para partir con ellos el pan de la cena…

Tu carne en la primavera moldeada por mí,

oh, Hijo mío, yo misma te la di.

 

Dios mío, ya no tienes más muerte

para salvar al mundo… ¡Qué dolor!

Allí, tu muerte de hombre, una tarde, negra, abandonada,

Hijito, soy yo quien te la ha dado[99].           

 

Dar la carne es dar también el sufrimiento en cuanto posibilidad. Dar la vida es dar también la muerte en cuanto mortalidad. Y es entonces que el varón y la mujer lúcidos, para poder unirse con la misma naturalidad que los animales, y fructificar con el mismo vigor que el árbol, necesitan la fe en el Hijo crucificado, muerto, sepultado y resucitado al tercer día, y necesitan el árbol de la cruz y el cordero sin mancha.

 

Del “a posteriori

Vuelvo al tema de que nuestra razón necesita de vivientes para orientarse. Lo que llamo la genea-lógica vivifica la lógica y le impide reducirse a la tecnología. Ahora bien, justamente por exceder el imperio del cálculo y abrirnos a lo imprevisible, la genealógica es una lógica del “a posteriori”.

-“¡Dale, tirate al agua!”

-“¿Y vos cómo sabés si no probaste?”

-“¡A nadar se aprende nadando!”

El orden práctico, tanto el del hacer como el del obrar, está siempre jalonado por ese tipo de expresiones. Son los ancianos los que instan a los jóvenes; es la madre de Tales la que lo azuzaba para asumir un compromiso auténticamente físico: “¡Cásate aunque sea con la sirvienta antes de andar caminando mirando al cielo y cayéndote en los pozos!” Sabiduría que viene de la experiencia, muy distinto de la ciencia que viene de la experimentación. Sabiduría del a posteriori, en donde no se ve nada de antemano, en donde se confía en otros que han visto antes que nosotros, porque ellos mismos aceptaron lanzarse sin ver.

Pero aquí el a posteriori es un continuo después. El sentido sólo se revelará en las calendas griegas, o sea, en la Pascua judía[100]. Es preciso ser padre para saber lo que es tener un hijo, pero cuando uno lo tiene, eso sigue destruyendo nuestros proyectos, es siempre peor y mejor, más leve y más duro, más triste y más alegre, más cómico y más trágico de lo que creíamos: El Viviente desbarata los planes de las naciones y aniquila los proyectos de los pueblos (Sal 32, 10). La genealógica es como ese campo en que la buena semilla y la maleza crecen juntos, hasta la sorpresa postrera de la cosecha. Ésta nunca es exactamente lo que se esperaba, justamente porque es lo real. Cuanto más tupido y dorado va creciendo el trigo, todavía más invasiva se vuelve la cizaña… ¿Es esto una razón para no sembrar?

 

Si todavía puede haber un acontecimiento

            Supongamos que me pongo a considerar los pros y las contras, como lo sugiere Christine Overall, para ver si es que estoy en condiciones de recibir una nueva vida. Una evaluación de ese tipo estaría falseada de entrada: yo pensaría a partir de mis proyectos, de mi situación actual, y la vida nueva, comparada a la vieja, no tendría nada de nuevo. La planificación no permite considerar el nacimiento como un acontecimiento.

            Si el nacimiento, en cambio, es un acontecimiento; si es el acontecer mismo de la vida en medio del empecinamiento mineral; si es el surgir de un nuevo rostro, entonces yo no puedo preverlo: mi situación queda transformada por completo y son mis proyectos los que deben adaptarse a y reconfigurarse con ese nacimiento (que es mi renacimiento), y no el nacimiento adaptarse a mis proyectos.

            Cuando una chica es derivada hacia el aborto porque no se cree capaz de criar a un hijo, se está olvidando de la revolución copernicana que supone el advenimiento de un hijo, y de las posibilidades -ayer imposibles- que el contacto con esa carita inesperada le conferirá. Pues mi hijo no viene al mundo como un ser entre otros, sino como la renovación del mundo para mí, y como el cambio íntimo de mi ser, que se convierte de individuo a padre. Por lo tanto, es imposible predeterminar lo que vendrá en un nacimiento, ni en el pesimismo ni tampoco en el optimismo. La revelación del “a posteriori[101] siempre nos hace acusar el golpe: libera sus inevitables contragolpes, alegres y calamitosos, del golpe que tiramos al golpe que recibimos, desde el golpe de un flechazo[102] hasta el golpe de gracia.

            Por eso mismo, la lógica del aborto es un aborto de la lógica: es su impotencia para entrar en la trama secreta de la vida, para volverse genea-lógica. (No estoy acusando aquí a las mujeres que abortaron: estoy describiendo una lógica, no un hecho; y esa lógica se ha vuelto tan invasiva que podemos reconocerles a ellas las circunstancias más atenuantes). Es coherente con la degradación del acontecimiento a elemento de un programa.

            También Hans Jonas, buscando fundamentar la responsabilidad humana en una realidad concreta, llega a esta genea-lógica del “a posteriori”. Para él, el ser que funda el deber ser, el hecho del que brota el derecho, es el “recién nacido, cuya sola respiración dirige un ‘tú debes’ irrefutable en torno suyo, a saber: que se ocupen de él”.

  “El deber que se manifiesta en el niño que mama tiene una evidencia, una concreción y una urgencia indudables. Aquí coinciden la facticidad extrema del ser-tal, el derecho más extremo todavía a esta facticidad y la extrema fragilidad del ser. En él se manifiesta, de modo ejemplar, que el lugar de la responsabilidad es el ser arrojado en el devenir, librado al carácter perecedero y amenazado de perecer.”[103]

            Este “tú debes” irrefutable que se revela en el niño que mama no es, sin embargo, irresistible. Lo irrefutable, precisamente, es aquello a lo que no podemos renunciar más que evitándolo o eliminándolo. Para no escuchar ese “tú debes”, nos vemos forzados a recurrir a la contracepción o al infanticidio. El que mama depende tan por entero de nuestro amamantarlo, nos obliga con tanta fuerza en su abandonada debilidad y con tanto poder en su expuesta desnudez, que únicamente podemos defendernos de ello mirando para otro lado y dejándolo como pasto de los lobos.

  “¡Ah, sí!, gritó la hachera, ¡por qué no te vas tú a entregar a tus hijos!” Su marido había tenido la peregrina idea de explicarle la enorme pobreza que ellos iban a tener, pero ella no podía aceptarlo: era pobre, sí, pero era su madre. Sin embargo, después de considerar el dolor que sería para ella verlos morir de hambre, aceptó y se fue a dormir llorando.”[104]

            Sea lo que sea, la responsabilidad no precede a la procreación, sino que la sigue. Sólo es de verdad responsable aquel que responde a alguien (sus padres) y por alguien (su hijo), y, por ende, aquel que es padre o madre, o que aceptaría serlo. Por lo tanto, es imposible fundamentar el nacimiento como quien fundamenta un proyecto, en base a una competencia que uno tendría previamente. Ante todo, lo que hace falta para ser padre o madre es ser padre o madre. Ahí está el chico para decírtelo: “¡Papá! ¡Mamá!”. Él está segurísimo de eso, incluso cuando te sientes con el ánimo por el piso, y con esas ganas en la panza de salir corriendo… Es él, con sus bracitos que te buscan, con su risa que lo hace sacudirse de la cabeza a los piecitos, con esa confianza ciega -y que al mismo tiempo parece omnisciente-, es él el que te dice que es necesario creer, que eso no puede ser sólo para los gusanos…

            Siempre habrá, en la procreación, algo que sobrepasa la previsión, que va más allá del porqué, que asume la tragedia (pero que al asumirla no se hace su cómplice, sino todo lo contrario). ¿Qué nombre darle a este caminar sin previsión sino “abandono en la providencia”? Sin embargo, es un abandono que no afloja nada, que no nos permite aflojar en nada, y nos otorga una misión: dirige nuestra atención hacia el futuro.

 

Honrar padre y madre (demasiado tarde)

            ¿Por qué darle la vida a un mortal? ¿Por qué tener una familia numerosa a la hora de todos los peligros?

Dicho sea de paso, la familia católica tiene en sí misma un principio de regulación. Y no hablo del método sintotérmico, sino de las vocaciones religiosas. El celibato y la virginidad consagrada son parte esencial de la fecundidad humana. Hacia arriba, los religiosos encarnan esa esperanza del Reino que incentiva a los esposos a tener hijos incluso en medio de la tormenta, y los orientan hacia una fecundidad más allá de la mera multiplicación. Hacia abajo, regulan la natalidad, impidiéndole volverse exponencial y abrazando modos de vida de una sobriedad literalmente monástica.

            El que rechaza el nacimiento está faltando al mandamiento de honrar a su padre y a su madre. Honrar -en hebreo “dar peso”- a sus padres es reconocer el sentido de su fecundidad, y por lo tanto, dejarlos para unirse a su mujer y ser, con ella, una nueva carne. Es imposible restituirles todos sus cuidados; nosotros, sus hijos, somos insolventes: no podemos retransmitirles la vida; y sobre todo somos el futuro, no el pasado, con sus interminables cuentas que arreglar. Además, la deuda que tenemos con ellos nunca la hemos contraído. Un deudor es alguien que pidió un crédito y lo obtuvo. Nosotros no les hemos pedido nada: nos han dado la vida antes de que pudiéramos obtenerla. El honor que podemos darles no puede llegar sino a posteriori, con mora, incluso demasiado tarde, puesto que su crédito llegó demasiado temprano, antes de que nosotros estuviéramos en condición de aceptarlo. Esta deuda sin retorno no puede ser honrada sino dando nosotros la vida, a nuestro turno. Esta es la razón por la que sólo este mandamiento está unido a una promesa: a fin de que tus días se prolonguen en el país que el Eterno te da (Éx 20, 12). Se trata de provocar el porvenir, de prolongarlo más allá de los días de nuestros padres y de los nuestros propios.

            Honra a tu padre y a tu madre viene antes de No matarás. Es que hace falta amar el nacimiento para poder condenar el asesinato. Si no es bueno haber nacido, ¿por qué el asesinato no tendría algo de beneficioso? Por lo demás, yo no puedo condenar el nacimiento más que en la medida en que nací, y por ende, a partir del mío. Pero así me ubico en una ingratitud fundamental, y en una deslealtad frente a la vida que he recibido y según la cual yo juzgo, por otro, que más vale no recibirla.

 

Apertura

            Se trata, a fin de cuentas, de gracia -lo que vale especialmente para los condenados- y de gratitud -lo que vale especialmente para los indigentes-. A la pregunta: “¿Por qué Dios decidió crear el mundo?”, san Agustín responde:

  “Querer saber por qué Dios decidió crear el mundo es querer saber la causa de la voluntad de Dios. Ahora bien, toda causa es hacedora, y todo lo que es hacedor es superior a aquello que ella hace; por otra parte, no hay nada superior a la voluntad de Dios: por lo tanto, no hay cómo investigar la causa de su voluntad.”[105]

            En otra parte, no omite decir que Dios creó el mundo por amor; pero “por amor” quiere decir “sin porqué”, sin razón por fuera del mismo amor. En la raíz de toda cosa creada hay una gratuidad fundamental. Para aquel que está afuera del amor, esa gratuidad es una aberración. Para el que está adentro, una ofrenda.

            Por supuesto que nosotros no somos Dios. El nacimiento de un hijo no podría ser el hecho de un puro movimiento gratuito de nuestra voluntad. Hay condiciones exteriores que tener en cuenta, un conjunto, un contexto... Pero se trata, a pesar de todo, de trascender el cálculo (no ignorarlo), de reencontrarse con el acto creador, de desposarse con el imprevisto de la vida dada…

            Si la madre de Moisés hubiera decidido en función del asesinato programado de los niños varones de los hebreos, él nunca hubiera sido el liberador de su pueblo. Si María se hubiera limitado a la perspectiva humana, al considerar los sufrimientos de su Hijo -los más atroces que un hombre haya podido padecer-, nunca hubiera surgido el Fiat de la Anunciación. Si las mujeres de antes no hubieran afrontado la ruleta rusa de sus partos, nunca nosotros hubiéramos estado aquí, si no hubieran consentido. Una da la vida sobre el río; la otra, al pie de la cruz; todas, en el peligro de la fiebre puerperal y del cordón estrangulador.

            Hemos comenzado con una síntesis entre la cuna y la tumba. Esta síntesis es frecuente en la iconografía cristiana: en muchas Natividades, el Niño Jesús está envuelto en vendas y acostado en un comedero que parece un ataúd. Entre el buey y el burro, está profetizada su muerte, la más solitaria de todas: abandonado por sus hermanos, abandonado por Dios. Pero ella no es un obstáculo. Por cierto, una espada atravesará el alma de su madre (Lc 2, 35), pero esa herida de amor  (Ct 2, 5) es de las que jamás tienen que sanar.

 

 

 

Verona, 27 de octubre de 2016.

Paroman, 8 de diciembre de 2021.


 

Página de copyright

 

MAME

Dirección: Guillaume Arnaud

Dirección editorial: Sophie Cluzel

Dirección artística de la obra: Thérèse Jauze

Edición: Vicente Morch

 

© Mame, París, 2022

www.mameeditions.com

 

 

 

 

 

 

 

 

ISBN: 978-2-7289-2910-8

ISBN numérico: 97827893276

 

Todos los derechos reservados para todos los países.

 

Depósito legal: marzo 2022


 

ÍNDICE

 

Prefacio. ¿Un libro más?                                                                                                 3

¿Programa o promesa?                                                                                                       3

Hacer, tener, procrear, engendrar… un hijo                                                                      4

“Después de la desgracia de nacer…”                                                                               7

La esperanza, su composición y su descomposición                                                         8

Como me dicen que tuve demasiados… Familia numerosa,

planeta y planning                                                                                                         11

Prolífico anónimo                                                                                                            12

Cuestiones demo(no)gráficas                                                                                          15

Renunciar a un vuelo transatlántico y tener un hijo menos                                             18

Un mundo sin niños                                                                                                         21

¿Por qué dar la vida a un mortal? Una fragilidad radical                                        25

La pregunta de las preguntas                                                                                           27

“Et habet tua mentula mentem”                                                                                      27

Cuando lo lógico se separa de lo genealógico                                                                29

Dorar la píldora                                                                                                              31

El bien contra el ser                                                                                                         34

¿Quién tiene la carga de la prueba?                                                                               35

Dignidad y esterilidad: engendrar a nadie                                                                     36

De la bellota a la encina de Mambré                                                                              38

“Hay más razón en de tu cuerpo que en de tu mejor sabiduría”                                      41

Cuando nuestra animalidad está antes que nuestra racionalidad                                  42

Como animales (¡e incluso plantas!)                                                                               44

En el principio de una mortalidad                                                                                   46

Del “a posteriori                                                                                                            47

Si todavía puede haber un acontecimiento                                                                      48

Honrar padre y madre (demasiado tarde)                                                                      49

Apertura                                                                                                                           50



[1]Enfant” es niño, y es la palabra más utilizada en esta obra. “Hijo” se dice en francés “Fils”. Según las exigencias semánticas de cada oración, traduciré “enfant” con una u otra palabra, tratando de ser fiel no sólo al autor sino a nuestra habla rioplatense (N del T).

[2] Editorial que publicó el libro “Encore un enfant?” en 2022 (N del T).

[3] Cavando una tumba encontró un tesoro (N del T).

[4] “Hacer un hijo”, para nosotros expresión chocante o incluso vulgar, es frecuente y aceptada en el habla francesa (N del T).

[5] Suma de la entera Lógica (N del T).

[6] El auxiliar “haber” (avoir) en francés es también el verbo “tener”. En castellano “haber” se mantuvo sólo como auxiliar, y por eso a veces hay que traducir “avoir” por “haber” y otras por “tener” (N del T).

[7] Balneario sobre el Mediterráneo (N del T).

[8] “Engendrar” quiere traducir “enfanter”, que es redundante con la palabra “enfant” (N del T).

[9] Versión griega de la Biblia hebrea, así llamada porque su traducción fue encomendada a setenta sabios que presentaron sendas versiones, en todo idénticas. Fue hecha en Alejandría (Egipto) y es la que conocieron y citan los santos escritores del Nuevo Testamento. A veces se la llama en latín “Septuaginta” o directamente se escribe LXX. (N del T).

[10] Biblia cristiana (AT y NT) traducida por San Jerónimo del hebreo y el griego a la lengua entonces “popular” o “vulgar”, el latín (N del T).

[11] Biblia hebrea (AT) transcripta por los llamados “masoretas” (transmisores de la tradición), con anotaciones que ayudan pronunciar e interpretar las palabras (N del T).

[12] Letra hebrea equivalente a nuestra o (N del T).

[13] En francés: “encore”. Alusión al título original “Encore un enfant?”, que puede también traducirse “¿Un hijo más todavía?” (N del T).

[14] Es decir, salteando el verbo y dejando sólo el adverbio “todavía”, como hace en el título, donde el autor no quiso poner ni “hacer”, ni “tener”, ni “engendrar” etc. Literalmente sería “¿Un niño todavía?”, frase que puede entenderse también en otro sentido: “¿Eres todavía un niño?” (N del T).

[15] El texto original dice “tener el espíritu de la escalera” (“avoir l’esprit de l’escalier”) expresión que se refiere específicamente a esa lentitud característica que hace que uno encuentre las réplicas para una discusión sólo después que ésta terminó (N del T).

[16] Emilio Cioran, filósofo rumano (1911-1995) (N del T).

[17] Chateaubriand, Mémoires d’outre-tombe, tome I, Première Partie, livre II, Garnier, 1910, p. 92.

[18] Idem, Troisième Partie, tome IV, livre IX, p. 246.

[19] Idem, tome II, Première Partie, livre VII, p. 9.

[20] Idem, Deuxième Partie, livre I, p. 252.

[21] Idem, p. 252-253.

[22] Chateaubriand, Génie du christianisme, Première Partie, livre VI, chap. I, GF-Flammarion, 1990, p. 197.

[23] Idem, livre VIII, chap. II, p. 123.

[24] Idem, préface, p. 45-46.

[25] La Ilíada traducida por Chateaubriand citada en Idem, Deuxième Partie, livre II, chap. IV, p. 256.

[26] Idem, chap. V, p. 260.

[27] Idem, chap. VI, p. 261.

[28] La frase última es leurs ébats et leurs débats”. “Ébats” pueden ser los juegos de los niños o los de la intimidad sexual. Hace un juego de palabras de difícil traducción con “débats” (disputas). Lo apunto porque me parece que es elocuente del estilo “picante” de nuestro autor (N del T).

[29] O también llamados  Diana y Febo en la mitología romana.Son justamente los hijos de Leto (Latona para los romanos) (N del T).

[30] Las siglas valen por “École Superieure des Sciences Économiques et Commerciales” (N del T).

[31] Permis de procréer, Albin Michel, 2019.

[32] Lc 23, 29 (N del T).

[33] Dioses romanos del amor y de la guerra, respectivamente. En la mitología griega se llaman Afrodita y Ares (N del T).

[34] En castellano se editó como La bomba demográfica (N del T).

[35] Probablemente se refiere a una cadena de hoteles (N del T).

[36] “Casa” en latín.

[37] El autor usa “desbraguetarse” palabra que, según el Glossaire érotique de la langue Française, de Lande, era “vieja palabra desusada, empleada en sentido obsceno para designar el acto venéreo”. Sólo pretendo, entonces, ser fiel a la grosería del autor en su “diatriba” (N del T).

[38] Son en realidad unas siglas que remiten al Grupo Intergubernamental de Estudios sobre el Cambio Climático, perteneciente a la Unesco.

[39] Agence France-Presse (N del T).

[40] Así llaman los protestantes anglosajones, despectivamente, a los católicos (N del T).

[41] Es decir, de los católicos (N del T).

[42] Greta Thunberg (Suecia, 2003), activista ambiental (N del T). .

[43] Estación Glacière del subterráneo de París (N del T).

[44] El autor hace un intraducible juego de palabras entre “table” (mesa) y “tablette” (tablet). (N del T).

[45] Expresión judía para designar la Biblia (N del T).

[46] “Un niño, un planeta” (N del T).

[47] Es decir, práctica de tener un único hijo (“unigénito”).

[48]Completo sin niños” (N del T).

[49] Se llaman así los primeros tres Evangelios -según san Mateo, según san Marcos y según san Lucas- (N del T).

[50] “¡Un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado! ¡El poder estará en su brazo!” (Is 9, 6-7). (N del T).

[51] La ciudad de París está dividida en veinte circunscripciones numeradas llamadas “arrondissements” (distritos). (N del T).

[52] Oriundo de Saint-Étienne (N del T).

[53] Citado por Clemente de Alejandría, Stromata, III, 3.

[54] Paráfrasis del famoso adagio “In vino veritas” (en el vino está la verdad), en referencia a la fecundación “in vitro” (en el vidrio, en el frasco) (N del T).

[55] Philippe Muray, Désaccord parfait, Paris, Gallimard, coll. “Tel”, 2000, p. 238. Este es el tema de su novela Postérité (malísimo, hay que decirlo: difícilmente un polemista tiene las cualidades de corazón que caracterizan a un buen novelista).

[56] Maurice Godelier, Métamorphoses de la parenté, Paris, Flammarion, coll. “Champs-Essais”, 2010, p. 409.

[57] Pueblo del NE de Canadá (N del T).

[58] Rémi Brague, Les ancres dans le ciel. L’infrastructure métaphysique, Paris, Éd. du Seuil, 2011, p. 109.

[59] Pienso en el libro de Irène Fernández, Mythe, raison ardente. Imagination et réalité selon C. S. Lewis, Genève, Ad Solem, 2005.

[60] François-René de Chateaubriand, Mémoires d’outre-tombe, VII, 9, Paris, Gasllimard, coll. “Bibliothèque Pléiade”, 1951, vol. 1, p. 246-247.

[61] El autor tomará en sorna, aquí, algunas de las teorías de Leibniz: las “mónadas”, el “mejor de los mundos posibles” y el “principio de razón suficiente” (N del T).

[62] O sea, que no parió a nadie (N del T).

[63] Diogène Laerce, Vie, sentences et opinions de philosophe illustres, X, 119, Paris GF-Flammarion, 1965, vol. 2.

[64] La ataraxia era un estado de impasibilidad total, identificado por él con la paz y la felicidad (N del T).

[65] Diogène Laërce, Idem, I, vol. 1, p. 52.

[66] Granjas colectivas rusas de la época de Lenín.

[67] Michel Houellebecq, Les Particules élémentaires, II, 19, Paris, J’ai Lu, 2007, p. 237-238.

[68] Conocida en castellano como Sor Sonrisa (N del T).

[69] Píldoras anticonceptivas (N del T).

[70] Palabra muy difícil de traducir al castellano, que quiere decir, entre muchas cosas, “marido y mujer”, o “familia” (N del T).

[71] Houellebecq, op. cit., II, 3, p. 116.

[72] Idem, II, 11, p. 169.

[73] El autor habla de PMA: Procreación Médica Asistida (N del T).

[74] Raza de perrito faldero de la familia de los terriers (N del T).

[75] Novela distópica de Aldus Huxley (N del T).

[76] Christine Overall, “Think before you Breed”, The New York Times, 17 de junio de 2012. Ver también: Why have children? The Ethical Debate, Cambridge, MIT Press, 2012.

[77] En contraposición a misógino, filógino sería “amante de las mujeres” (N del T).

[78] Charlotte Debest, “Quand les “sans-enfants volontaires” questionnent les rôles parentaux contemporains”, Annales de démographie historique, 125/1, 2013.

[79] Jean Yanne, Je vais m’en farcir quelques-uns, Paris, Le Cherche Midi, 2021, p. 247 y 268.

[80] Juego de palabras: “gland” en francés es tanto “glande” como “bellota”, el fruto del roble y de la encina. La “encina de Mambré” hace alusión a un episodio de la vida del patriarca Abraham (N del T).

[81] La alusión es al paso de Mar rojo “a pie enjuto”, o sea, seco (N del T).

[82] San Francisco de Sales, Introduction à la vie dévote, III, 38.

[83] Con esa expresión santo Tomás de Aquino se refiere a aquello que hace que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo sean realmente “personas” distintas (N del T).

[84] Alusión a Gén 20, 2-7, donde Abraham, para salvar el pellejo entre gente potencialmente hostil, hizo pasar a Sara como su hermana (exponiéndola así a sus posibles pretendientes) (N del T).

[85] Aquí el autor pone entre paréntesis un juego fonético no traducible: “Moriya –“Mort y a”- o sea: “ahí hay muerte”, que autofesteja con este remate: “buen juego de palabras en francés” (N del T).

[86] Mismo juego de palabras intraducible: “glande” (en francés y antes en latín) significa primeramente “bellota”.

[87] Jean-Louis Chrétien, Fragilité, Paris, Éd. de Minuit, 2017, p. 7.

[88] Frase del filósofo Jean-Paul Sartre (N del T).

[89] En francés, “bien-être” (bien-ser), de ahí el juego de palabras.

[90] Ortensio Lando, Paradoxes, Paris, les belles Lettres, 2012, p. 60.

[91] Ídem, p. 59.

[92] Se refiere al autor citado, Ortensio Lando.

[93] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 89, art.1, corpus, in fine.

[94] Santo Tomás de Aquino (N del T).

[95] Se refiere al dios Eros (N del T).

[96] Platón, El Banquete, 207 a-c.

[97] Se refiere al antes enunciado “Sean fecundos y multiplíquense” (N del T).

[98] Emmanuel Lévinas, Autrement qu’être, ou Au délà de l’essence, Paris, Le Livre de poche, 2004, p. 170.

[99] Marie Noël, L’oeuvre poétique, Paris, Stock, 1969, p. 334.

[100] O sea, nunca (N del T).

[101] Traduje así la expresión francesa “après-coup”, literalmente “después del golpe”, de donde el autor hace aquí este extenso juego con la palabra “golpe” (N del T).

[102] La expresión es “coup-de foudre” (literalmente “golpe de rayo” -o sea, un “rayo” sin más para nosotros). Mantuve la palabra “golpe” para no romper el paralelismo en el juego de palabras. En este contexto “coup de foudre” se trata de lo que nosotros llamamos “flechazo” amoroso (N del T).

[103] Hans Jonas, Le Principe responsabilité. Une éthique pour la civilisation technologique, Paris, Champs-Flammarion, 2013, p. 250.

[104] Charles Perrault, Le Petit Poucet.

[105] San Agustín, De diversis quaestionibus, XXVIII.

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